En un nuevo escenario se adentran los movimientos sociales de nuestro país. Es un escenario novísimo, siempre deseado pero que, sin haberlo vivido antes de manera directa, abre un abanico de riesgos e interrogantes.
El marco de esta realidad surge del triunfo electoral del Pacto Histórico y de la apertura a un nuevo gobierno, y tal vez régimen, a partir del 7 de agosto.
Como es de conocimiento general, los movimientos sociales criollos inician un accionar dinámico, izando banderas de justicia, respeto a los Derechos Humanos, superación de la impunidad y cumplimiento de acuerdos firmados con varios gobiernos, entre otros aspectos, por lo menos desde 2013.
De aquella fecha y hasta el año 2021, el país vivió numerosas jornadas de protesta nacional, de la mano del movimiento estudiantil, del campesinado, de los indígenas reunidos en el Cric y como oleada general por amplios segmentos urbanos –2019-2021.
En particular, las vivencias de 2019 y 2021, como saldo final, político y cultural, dejaron la sensación de que existe una sociedad cada vez más consciente de su realidad, del tipo de gobiernos que soporta y de la manera como debía proceder para asfaltar un camino por justicia real y vida digna. Sus contrarios estaban identificados y todo parecía indicar que, en años no más allá del 2023/2024, el país viviría un nuevo estallido, tal vez nuevos estallidos sociales. Era una proyección fortalecida por un escenario global, encadenado a crisis de diversas connotaciones e implicaciones –económica, financiera, ambiental, civilizatoria, imperial, etcétera– y resumidas como crisis sistémica. Sus coletazos ahora se sienten un día en un continente y al otro a miles de kilómetros de allí. Y su pivote no dejará de oscilar de aquí para allá.
Por tanto, teníamos a mediados de 2021 un acumulado social replegado, tomando fuerzas que en 2022 concentró en la contienda electoral. Ahora una organización que sintetiza muchas de las banderas plasmadas en las docenas de acuerdos firmados e incumplidos por los gobiernos de turno está en el gobierno. ¿Qué hacer?
“Dilema, complejo es el asunto […]”, entona Raúl Garcés en su recordado tango, para luego preguntarse “¿qué he de hacer…?”. Y en el caso de los movimientos sociales despejar la duda no es asunto de optar por uno u otro amor. En su particular va mucho más allá e implica no uno ni dos sino varios asuntos más ante los cuales decidir: 1. ¿Arriar por un tiempo determinado sus banderas en espera de que el Gobierno asuma y cumpla con los acuerdos engavetados por sus antecesores? Si así procediera, ¿por cuánto tiempo debiera esperar? 2. ¿Acompañar de manera acrítica al Gobierno –se supone aliado– en su gestión? 3. ¿O llevarle el ritmo pero de manera crítica? 4. Ante la falta de concreción de las agendas pendientes y necesarias de satisfacción para superar los niveles de injusticia que determinan la vida de millones de connacionales, ¿llamar a la sociedad colombiana a la protesta social? Y si esa sociedad acude a este llamado, ¿procurar la desestabilización gubernamental?
Los interrogantes pueden ser muchos más, pero en su base, desde el primero y hasta el último que se pueda plantear, reposa el principio de la autonomía de los movimientos sociales, un imperativo que no es menor y cuya satisfacción es prenda de garantía para que el cambio que empieza a vivir el país, plasmado en este caso en un gobierno no oligárquico, no sea flor de un día.
La experiencia de gobiernos del carácter que ahora experimentaremos en Colombia ya fueron vividos en Brasil, Argentina, Venezuela y Ecuador, entre otros países. En todos ellos, la experiencia tomó más de un mandato al final de los cuales, una vez las fuerzas de la tradición retomaron su dominio, encontraron que de aquellos movimientos sociales que les opusieron resistencia en años anteriores ahora quedaba muy poco. Un escenario que les dejaba el terreno abierto, casi en su totalidad, para llevar a cabo una agenda regresiva con respecto a lo realizado por sus antecesores: reprivatizar empresas, incrementar impuestos con afectación indistinta de la población, ampliar modelos represivos y de control social, endeudar en mayor escala el país, etcétera.
Y en todos estos países había sucedido que los actores sociales habían arriado sus banderas por darles un compás de espera a sus gobiernos, considerados aliados. El caso extremo es el venezolano, en el cual la frontera entre Estado, gobierno y movimientos sociales quedó borrada, de manera que, una vez que el Gobierno emprendió agendas neoliberales, no contó con oposición social digna de ser considerada.
En otros casos, esta realidad estuvo acompañada, como en Ecuador, de una agenda gubernamental represiva que, ante el intento de resistencia social a medidas económicas, ambientales y laborales contrarias al interés general, no dudó en criminalizar a los actores sociales, satanizarlos y encarcelarlos. Debilitar a toda costa los movimientos sociales fue el propósito del gobierno ‘amigo’, logrando su propósito. Varios años debieron pasar para que los mismos lograran superar los graves efectos de estas medidas esgrimidas desde el poder.
Una experiencia en algo diferente se vivió en Bolivia, vivencia en la que, a pesar de la cooptación de un segmento de los actores sociales por parte de los gobiernos encabezados por Evo Morales, la vitalidad del sujeto social, con décadas de experiencia, logró conservar fuerzas para saber denunciarlo y dejarlo solo cuando fue necesario pero también para resistir al golpe de Estado y quebrar el dominio neoliberal tras pocos meses de usurpación de la voluntad popular.
Existen experiencias aún más delicadas, similares a la venezolana pero con impacto todavía más nefasto, como las que vivieron las sociedades del llamado “socialismo real”, incluida China, donde los movimientos sociales son simples parlantes de los partidos únicos, y con ello del Estado, lo cual los aleja del sentir social, así en apariencia, por estar integrados por millones, proyecten lo contrario. El devenir final de tales sociedades corrobora el error de no respetar la frontera que debe existir entre Estado, gobierno, partidos y movimientos sociales.
Tomando en cuenta lo ya vivido en otras coordenadas y en procura de tender fronteras desde ahora entre tales movimientos y el Gobierno que abre período el 7 de agosto, para traducir en acción la voluntad y la expectativa que bulle en amplios segmentos de Colombia por lo que viene, extendiendo las cartas sobre la mesa, es que se debe citar con carácter urgente un encuentro nacional autónomo de los movimientos sociales. Una cita que, precedida de una agenda abierta que recorra al país desde lo local/regional, haga realidad lo asegurado por quien habitará la Casa de Nariño al afirmar el día de su proclamación por el voto popular que lo definido en esos diálogos tendrá fuerza de mandato.
El reto no es menor, pues no se trata solamente de encontrarse entre los activistas, deliberar y definir qué y cómo hacer. El reto es mayor: corresponde buscar, convocar y garantizar que a la cita reflexiva y construcción de agenda por el cambio social llegue una parte no menor del electorado que votó por el cambio, incluidos quienes identificaron en Rodolfo Hernández el agente de tal sueño y, ojalá, quienes no se sintieron concitados ni por uno ni por otro de los candidatos.
De modo que el reto es concretar el encuentro del país nacional para dibujar y sellar la Colombia que queremos y la manera de hacerla realidad. Seguro en ello y para ello aportará el nuevo gobierno, pero con seguridad es necesario ir mucho más allá del mismo, seguridad que se desprende de la agenda conciliadora desplegada en procura de gobernabilidad, que le dará frutos en ese tópico pero menguará el tenor de las reformas que ostentamos como la segunda sociedad más desigual de la región y una de las primerísimas en todo el mundo.
Tomando como referencia el primer corte de gobierno que ya es norma por doquier, la fecha de ese encuentro, previo el ejercicio local/regional, ¿será a los cien días de iniciado el nuevo mandato?
Todas y todos tenemos la palabra.