Cuando tomé contacto con sus libros en el 2014, Byung-Chul Han me pareció que captaba al vuelo tópicos-distópicos que estaban en el aire, los nombraba de otra manera y los confrontaba con una mirada fresca. Pero tras años de estas lecturas me queda un saber áspero: aunque fraseados con ingenio y retocados con un aura de novedad, los temas que salpican de manera reiterativa sus libros son bastante conocidos y tras tanta repetición, terminan remanidos.
por Martín Hopenhayn
https://revistasantiago.cl/pensamiento/byung-chul-han-contra-si-mismo/
20 Julio 2022
La cadencia de las frases, la elegancia en las formulaciones y la primacía del estilo ayudan a entender el extraordinario éxito que el filósofo de origen coreano ha tenido en lo que va del siglo. Sin embargo, para el autor de este ensayo, su obra está plagada de contradicciones y referencias no siempre dichas, armando al final una teoría crítica aggiornada, pero sin profundidad, en la que tienen cabida desde Heidegger hasta el budismo zen, pasando por Foucault, Baudrillard y Eva Illouz. Como leemos en estas páginas, uno de sus principales efectos es de autoconsolación: nos invita a chapotear en el despeñadero, sin que nos sintamos en verdad responsables y autónomos, pero a la vez sugiere que la salida va por el camino individual.
En primer lugar, la subjetivación de los nuevos modelos productivos y organizacionales, y de la sociedad hipercomunicativa, que llevan a internalizar al explotador y convertir a cada cual en sujeto a ser autoexprimido y funcional a un orden neoliberal de competitividad progresiva. En otras palabras: un nuevo modelo de sujeto que consiente en el esfuerzo 24/7, en consumarse consumiéndose, en gestionarse hasta el agotamiento y, de paso, desconectarse respecto de los rituales, temporalidades, espacialidades y alteridades que proveen de sentido, ritmo, pausa y perspectiva a la existencia humana. En este tránsito de la sociedad del control a la sociedad del rendimiento, el individuo se convierte en esclavo de sí mismo. Su vida completa queda envuelta en el proyecto de sí, en su orientación hacia logros, en sus estándares crecientes de productividad. Transita de la negatividad de la prohibición a la positividad del autodesarrollo sin límite.
En segundo lugar, el paso de la opacidad a la transparencia del panóptico virtual, de la cultura del dolor a la de la felicidad indolora, de la biopolítica que maneja poblaciones a la psicopolítica que penetra en nuestro inconsciente, de la lógica de la experiencia / sentido / duración / narrativa / acontecimiento / alteridad / ritualidad, a la lógica del rejunte / sustitución / replicabilidad / positividad / nivelación.
En tercer lugar, los efectos perversos de la nueva economía de la atención, que hace coincidir algorítmicamente lo que se espera del sujeto con lo que el sujeto desea: un control social en que se nos persuade de que la felicidad y autorrealización están allí donde precisamente se nos quiere más rendidores, y que resulta más parecido a Un mundo feliz de Huxley que al 1984 de Orwell. Cuento corto: el capitalismo no suprime la libertad, sino que la explota. Como afirma Han en Psicopolítica, “la libertad del PODER HACER genera incluso más coacciones que el disciplinario DEBER”.
En cuarto lugar, la disolución de vínculos de pertenencia y la imposibilidad de pensar en términos de comunidad, en circunstancias en que vivimos atravesados por un enjambre digital en que todo se aplana y atosiga, donde el narcisismo propio de la hipermodernidad hace impensable un todo orgánico, y torna inviable el intercambio sustancial entre ciudadanos que ejercen la vida pública procesando sus diferencias como colectivos representables.
En quinto lugar, la tiranía de lo igual o el reino de la positividad que impone una lógica administrativa y una racionalización mórbida, donde la falta de negatividad implica la imposibilidad del sujeto de procesar las diferencias, vincularse con la alteridad y dialectizar su propio desarrollo como sujeto en un campo de conflictos. La negatividad indispensable es la que queda abolida y, con ello, se vuelve imposible procesar la falta, la fisura, el espacio no colonizado, la descomplacencia, el lugar del otro y la alteridad incluso respecto de sí mismo. La positividad se revela finalmente como ausencia de acontecimientos o fin de la Historia por otros medios: todo es serializado, agregado, sumado.
Por último, la “agonía del Eros”, vale decir, de aquello que nos lanza hacia el otro o lo otro, que requiere del otro y que necesita del misterio, el juego de la distancia y la aproximación, el develamiento y la emergencia, y que se hace imposible cuando todo es información, transparencia, indistinción y extraversión. Lo distinto queda “expulsado” porque el otro pierde su lugar en mi deseo.
También son conocidas y reiterativas las fuentes que intercala para hilvanar estas ideas, que a veces cita, a veces parafrasea, a veces las hace suyas sin mencionarlas. Entre otras: la facticidad y la idea de mundo en Heidegger, el vacío fecundo del budismo vs. el sujeto vaciado por el neoliberalismo, la crítica a la alienación desde la teoría crítica, las ideas de simulacro y transparencia en Baudrillard, la subjetivación en sus relaciones con el saber-poder en Foucault, la negatividad en la dialéctica hegeliana, la inautenticidad en la filosofía nietzscheana, la pérdida de la experiencia y los lazos en autores que prácticamente no cita (Bauman y Fisher, entre otros), las ideas de Berardi o Latour sobre redes e infoesferas (que tampoco cita).
***
Termino de leer No-cosas, flamante y ya agotado en muchas librerías. Las primeras ideas resuenan a cuento conocido, dentro y fuera del propio Han: la desmaterialización del mundo en la sociedad digital, el falseamiento de los acontecimientos por la información, la hiperestimulación de la economía de la atención, la saturación por ruido informativo, la pérdida de comunidad en una sociedad de amigos virtuales, del homo faber al phono sapiens (Han es ingenioso acuñando neologismos), la abolición de la distancia y la positividad infinita desde el smartphone, el selfi como desecho de la imagen, el extravío de la alteridad en el solipsismo narcisista del ego, la agonía de la comprensión en tiempos de inteligencia artificial, la pérdida de arraigo en la naturaleza. Suma y sigue: Heidegger mediante, hemos perdido el orden de las cosas, del mundo, de la “facticidad”. Frases un poco manidas: “La eficacia sustituye la verdad”. Nostalgias que se repiten: por las cosas que ya no están, por el silencio interior y la contemplación, por la “firmeza del ser”, por la temporalidad espaciada o la espaciosidad del tiempo, por la gramola y otros íconos vintage que nos devuelven (o devuelven a Han) a los “buenos viejos tiempos”. Han incurre en sus letanías de siempre. No por ello menos relevantes. Concedámosle eso.
Podrá el lector de esta reseña adivinar, a esta altura, que Byung-Chul Han termina por cansarme. Han sido pocos años, muchos libros, todos cortos, masticables y digeribles, la mayoría publicados por Herder, más bien caros, intensamente consumidos, reiterativos entre y dentro de ellos. Sus libros responden a los imperativos de la industria cultural que él tanto critica. Su fraseo es cadencioso, sus afirmaciones operan como titulares o sentencias. Sabe subrayar aquello que tiene en su texto mayor resonancia. Muchas frases rozan el formato de eslóganes, lo cual cumple un servicio: permite captar al vuelo cosas que otros toman muchas páginas en explicar. Pero en el vuelo, es mucho lo que se escapa a la reflexión crítica. Opera por la seducción más que por la argumentación. Es claro sin ser pedagógico, taxativo y binario, maniqueo enmascarado, y todo eso ofrece asidero para quienes andan o andamos sedientos de certidumbres, aunque sean negativas o precisamente por negativas.
Un extraño efecto de autoconsolación en la lectura emerge ante este apocalipsis, y nos invita a conectarnos también, quizás inconscientemente, con un goce por chapotear en su despeñadero. Tal como lo plantea el filósofo argentino Ricardo Forster, Han despliega “una estrategia que persigue un doble efecto: multiplicar lectores ávidos de textos simples y ligeros, entre anarco-críticos y desesperanzados con una pizca de intensidad estética, y apropiarse de una parte no menor de la tradición filosófica (con Heidegger a la cabeza) para ponerla al servicio de una política de la resignación”. Es, quizás, el mismo goce impalpable que infundía el pesimismo de Cioran, hace 30 años, operando dialécticamente como consuelo desde la lectura de un depresivo. Este efecto paradójico podría explicar, en parte, el éxito editorial y la fogata que Han se cuida de atizar.
Con algunas excepciones (me quedo con su temprano libro Filosofía del budismo zen, el sólido Del buen entretenimiento y el agudo La desaparición de los rituales), en general todo resbala por las paredes múltiples de un único embudo (La sociedad de la transparencia, La sociedad del cansancio, En el enjambre, Psicopolítica, La agonía del Eros, La expulsión de lo distinto, La sociedad paliativa, Hiperculturalidad, entre otros). Y los santos remedios que nos llevan lejos de la sociedad, hacia el culto de la pausa (El aroma del tiempo) o el cultivo del jardín (Loa a la tierra).
Tal vez nos consuela leer a Han porque nos libera de toda responsabilidad, en la medida que propone como efectos sistémicos todo aquello de lo que podríamos hacernos cargo como sujetos pretendidamente autónomos. Ejerce un efecto de consolación por el reverso, o bien porque podemos atribuir nuestro malestar a la sociedad del rendimiento, hipercomunicativa, que obliga a la felicidad, en que nos dejamos sobreexponer para poder hacer parte del intercambio simbólico, donde rebotamos contra las paredes de nuestra propia gestión de sí mismos. La buena noticia: nada de eso corre por nuestra responsabilidad. Todo es manipulación de la psicopolítica que se inmiscuye incluso en nuestras pulsiones inconscientes.
La operación es curiosa: de una parte, Han acusa una tergiversación pero a la vez exacerbación de la autonomía, bajo las figuras del individualismo extremo, la competencia, el narcisismo, la autoexigencia inmisericorde y la gestión del yo como paradigma de vida. Esta idea está en autores como Sennett, Lasch, Lipovetsky y Bauman, entre otros. El lector podría masticar a Han en un ejercicio de autofagocitación, quemando y purificando su propio yo, liberándolo de lo que Han le pone en las narices como un mal de época del que tanto costaría escapar. Sin embargo, persiste la contradicción: somos presa de un extremo mórbido del sentido de la autonomía y, por otro lado, no lo somos, porque no es responsabilidad ni causa nuestra el padecer sus formas alienantes ni la infelicidad que nos provoca.
El efecto-consuelo de leer a Han es el clásico que produce el mal de muchos, o el que aporta contra su voluntad la ciencia social crítica: podemos relamernos unos a otros las heridas que un ubicuo Gran Hermano, que somos todos y no es nadie, nos inflige y renueva cada día. El mal, despersonalizado y entronizado en las estructuras productivas y organizacionales, tanto como en las nuevas formas en que se hacen cuerpo y alma en nosotros, ni siquiera es nombrado como tal: discurre por medio de una proliferación exhaustiva de actos comunicacionales, de un entramado de mecanismos que anulan la distancia crítica y nos hacen desear lo que se nos impone o sentirnos culpables incluso por no hacer aquello a lo que nadie nos obliga (Žižek mediante).
Byung-Chul Han mueve los hilos de nuestra ávida lectura de sus páginas de modo no tan distinto a como él mismo denuncia a un sistema de pura positividad (el infierno de lo igual) que clausura nuestra subjetividad. Funciona con una precisión de relojería cada vez que tiene que rubricar las ideas con una cursiva que hace de corolario, como si consagrase ideas mediante estos giros semánticos que dosifica en su narrativa, para llevar al lector por el camino fácil de la reconfirmación. El infierno de lo igual es relatado con una curiosa amenidad de lo igual, y su último libro, No-cosas, no es una excepción.
Tenemos allí otra paradoja o contradicción. Han arma el tinglado desde una eventual teoría crítica aggiornada, que incorpora la ontología (Heidegger), el imperativo de la pausa y el silencio interior (zen), la crítica a una transparencia en que se pierde el misterio, la extrañeza y el erotismo (Baudrillard, Illouz), las postas de la subjetivación (Foucault), la dimensión productiva del deseo y su relación con el poder (Deleuze), y una noción de negatividad a medias hegeliana y a medias adorniana. No cabe más que reconocer y celebrar que el filósofo eche mano de referentes que pueden ser muy diversos entre sí. Con ello pareciera tomar precavida distancia de la monotonía o la repetición. Pero ahí estriba, también, la astucia: Han recurre a una profusa caja de herramientas, se pasea por el teatro de la filosofía, sincretiza y produce sus propias hibridaciones (concedámosle esta originalidad). Despliega una sorprendente plasticidad y elegancia para traer a la escena actual, y a las nuevas formas psicopolíticas de dominación del sujeto, autores remotos en el tiempo y variopintos en sus epistemes, y los hace calzar como si muchos conceptos en desuso estuviesen allí esperando largo tiempo para que alguien, como el propio Han, viniera a desempolvarlos sin temor al eclecticismo.
Esta destreza en hacer conversar a pensadores y pensadoras tan distantes en un lenguaje común seduce y asombra. Pero al mismo tiempo, opera de manera análoga a la cultura global que el propio Han tanto critica en su libro Hiperculturalidad: tras la fiesta de la diferencia, el infierno de lo igual. Al final la espacialidad de lo distinto desaparece en una especie de “no lugar” o “lugar idéntico” en que Han, el organillero, nos hace bailar con la misma música (o la misma gramola). Todo se reduce a un común denominador, y es Han, no lo que Han critica, quien acaba por nivelar esta polifonía de voces que trae a su pequeño concierto.
En el capítulo final de No-cosas alude a su entrañable relación con una gramola (viejo gramófono portátil), con la que ejemplifica, a su favor, el rescate del vínculo íntimo —y perdido— con las cosas. ¿Qué mejor que una gramola para cambiar de música una y otra vez, pero que en su mecánica vintage siga sonando igual, donde el parlante de la nostalgia se impone sobre la singularidad de la voz? De este modo, Han hace, quizás a pesar suyo, una doble operación. En primer lugar, su letanía melancólica por la pérdida de conexión con el mundo y con las cosas (Heidegger mediante), lo lanza al rescate de la experiencia personal con un objeto que lo acompaña de manera significativa y con el que muestra, poniéndose a sí mismo de ejemplo, la posibilidad a la mano de esta conexión perdida. Nada mejor que un objeto icónico de los “buenos viejos tiempos” para reactivar la relación perdurable, lenta y espaciosa con el mundo. En segundo lugar, y de manera bastante explícita, se ofrece así, el propio Han, como contraejemplo en que el horizonte objetual, contra el efecto centrífugo del no-objeto, renace en su pequeña historia personal de la gramola. ¿No sugiere esto un narcisismo del propio Han (sano, restaurador del mundo, pero narcisismo al fin) en que, como el rey Arturo, logra soltar la espada de la piedra y devolverle al reino su armonía perdida?
Si Han reformatea las clásicas críticas a la industria cultural, ahora expandida por otros medios a la lógica de las redes sociales, su propia obra es susceptible de la misma lógica: filósofo hiperventas, capaz de producir pequeños libros en grandes cantidades, en una lógica de cadena de ensamblaje en que hace jugar múltiples insumos para productos con invariable valor de uso, añadiendo variaciones marginales en el diseño. Así, lo que se juega como diferencia específica es mucho más una estética Han que una ética: la cadencia de las frases, la elegancia en las formulaciones, la primacía del estilo.
Han pinta un apocalipsis menos duro que el del cambio climático, las guerras territoriales o religiosas o la ingobernabilidad global. Prefiere concentrar su artillería en las nuevas muertes de Dios, o del sujeto, en manos de la hegemonía neoliberal o las nuevas tecnologías, o el refuerzo mutuo entre ambas. Frente a este paisaje desolado, aunque al mismo tiempo abrazado y elegido, Han plantea líneas de fuga, todas ellas a ser procuradas de manera individual, volcados sobre nosotros mismos. He aquí una última contradicción: las salidas son hacia dentro, puertas adentro, lejos de lo público. La emancipación no está en el asalto al poder ni en la revolución de masas ni en los movimientos sociales ni en una nueva eco-educación. Está en cultivar el jardín, conectarse con un tiempo de la demora, con la alteridad erótica, con la desegotización, con una ética del cuidado y de la escucha, con una distancia crítica respecto de la psicopolítica digital y las redes sociales, con los pequeños rituales que marcan el sentido, dan duración y narrativa. Han se ocupa, eso sí, de que nada de esto suene a opción narcisista ni a receta de autoayuda, sino que los propone como genuinos retornos al sentido del Ser. No dudo de la autenticidad en este minimalismo ritualesco, frugal y contemplativo, y de que el mismo Han sea consecuente en vida con lo que propone en obra. Pero esto no debe privarnos de someter a Han contra el propio Han.