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La política del miedo

Slavoj Zizek :: 28.07.22

«Pospolítica» es una política que afirma dejar atrás las viejas luchasideológicas y además se centra en la ad ministración y gestión de expertos, mientras que «biopolítica» designa como su objetivo principal la regulación de la seguridad y el bienestar de las vidas humanas. Está claro que estas dos dimensiones se solapan: cuando se renuncia a las grandes causas ideológicas, lo que queda es sólo la eficiente administración de la vida … o casi solamente eso.

 
Por: Slavoj Zizek 
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Hoy en día la moda en política es la biopolítica pospolítica, un excelente ejemplo de jerga teórica que, sin embargo, puede desvelarse fácilmente: «pospolítica» es una política que afirma dejar atrás las viejas luchasideológicas y además se centra en la ad ministración y gestión de expertos, mientras que «biopolítica» designa como su objetivo principal la regulación de la seguridad y el bienestar de las vidas humanas. Está claro que estas dos dimensiones se solapan: cuando se renuncia a las grandes causas ideológicas, lo que queda es sólo la eficiente administración de la vida … o casi solamente eso.

Esto implica que con la administración especializada, despolitizada y socialmente objetiva, y con la coordinación de intereses como nivel cero de la política, el único modo de introducir la pasión en este campo, de movilizar activamente a la gente, es haciendo uso del miedo, constituyente básico de la subjetividad actual. Por esta razón la biopolítica es en última instancia una política del miedo que se centra en defenderse del acoso o de la victimización potenciales.

Esto es lo que separa una política radical emancipatoria de nuestro statu quo político. No hablamos aquí de la diferencia en entre dos visiones o conjuntos de axiomas, sino de la diferencia entre la política basada en un conjunto de axiomas universales y una política que renuncia a la dimensión auténticamente constitutiva de lo político, puesto que recurre al miedo como principio movilizador fundamental: miedo a los inmigrantes, miedo al crimen, miedo a la pecaminosa depravación sexual, miedo al exceso racial -con su carga impositiva excesiva, etc.-, miedo a la catástrofe ecológica, miedo al acoso. La corrección política es la forma liberal ejemplar de la política del miedo. Tal (pos)política siempre se basa en la manipulación de una multitud u ochlos paranoide: es la atemorizada comunión de personas atemorizadas.

De este modo, el gran acontecimiento de 2006 se produjo cuando las políticas antiinmigración se popularizaron y cortaron finalmente el cordón umbilical que las había conectado a los partidos de la extrema derecha más radical. Desde Francia a Alemania, desde Austria a Holanda, con su nuevo espíritu de orgullo por la identidad cultural e histórica, los principales partidos encuentran ahora aceptable subrayar que los inmigrantes son invitados que deben acomodarse por sí mismos a los valores culturales que definen a la sociedad anfitriona: “Es nuestro país, ámalo o vete”.

La actual tolerancia liberal hacia los demás, el respeto a la alteridad y la apertura hacia ella, se complementa con un miedo obsesivo al acoso. Dicho de otro modo, el «otro» está bien, pero sólo mientras su presencia no sea invasiva, mientras ese otro no sea realmente «otro»… En estricta homología con la estructura paradójica del laxante de chocolate del capítulo anterior, la tolerancia coincide con su opuesto. Mi obligación de ser tolerante con el otro significa en efecto que no debería acercarme demasiado a él, invadir su espacio. En otras palabras, debería respetar su intolerancia a mi proximidad excesiva. Lo que emerge a pasos agigantados en la sociedad tardocapitalista como el derecho humano central es el derecho o no ser acosado, que es un derecho a permanecer a una distancia segura de los demás.

La biopolítica pospolítica también tiene dos aspectos que inevitablemente parecen pertenecer a dos espacios ideológicos opuestos: primero, la reducción de los humanos a la «nuda vida», al Homo Sacer, ser sagrado que es objeto del conocimiento de todo gobierno, pero excluido -como los prisioneros de Guantánamo o las víctimas del Holocausto- de todos los derechos; y segundo, el respeto por la vulnerabilidad del otro llevada al extremo con una actitud de subjetividad narcisista que experimenta el yo como vulnerable, expuesto sin descanso a una multitud de «acosos» potenciales. ¿Puede haber un contrate más marcado que el que hay entre el respeto por la vulnerabilidad del otro y la reducción del otro a la «nuda vida» regulada por el conocimiento administrativo? ¿Y si esas dos instancias, no obstante, surgen de un único tronco común? ¿Y si son dos aspectos de una y la misma actitud subyacente? ¿ y si coinciden en lo que uno se ve tentado a designar como el caso contemporáneo del «juicio infinito» hegeliano que afirma la identidad de los opuestos? ¿Y si lo que estos dos polos comparten es precisamente el rechazo subyacente de cualquier causa mayor, la noción de que el último objetivo de nuestras vidas es la vida en sí misma? Por eso no hay contradicción entre el respeto al otro vulnerable y la preparación para justificar la tortura, la expresión extrema de tratar a los individuos como Homini sacer.1

En El fín de la fe, Sam Harris defiende el uso de la tortura en casos excepcionales (pero claro cualquiera que defienda la tortura la defiende como una medida excepcional; nadie abogaría seriamente por torturar a un niño hambriento que ha robado una chocolatina). Esta defensa se basa en la institución entre nuestro aborrecimiento instintivo a presenciar la tortura o el sufrimiento de un individuo con nuestros propios ojos, y nuestro conocimiento abstracto del sufrimiento de las masas; es mucho más difícil para nosotros torturar a un individuo que permitir desde lejos el lanzamiento de una bomba que puede causar una muerte mucho más dolorosa a miles de personas. Todos nos vemos presos en una especie de ilusión ética similar a las ilusiones perceptivas. La causa final de estas ilusiones es que, aunque nuestro poder de razonamiento abstracto se ha desarrollado mucho. Nuestras respuestas emocionales y éticas siguen estando condicionadas por las reacciones adultas instintivas hacia el sufrimiento y el dolor que se presencia. Por ello disparar a alguien a quemarropa nos resulta mucho más repulsivo que presionar un botón que mate a gran cantidad de personas a las que no vemos:

Pues para muchos de nosotros que creemos en las exigencias de nuestra guerra contra el terrorismo, la práctica de la tortura, en ciertas circunstancias, puede parecer no sólo permisible, sino incluso necesaria. Y sin embargo no nos parece más necesaria, en términos éticos, antes. Las razones de ello son, creo, exactamente tan neurológicas como las que dieron impulso a la ilusión de la luna. [.. .] Acaso sea el momento de relevar a nuestros gobernantes y elevarlos al cielo.

No sorprende que Harris se refiera a Alan Dershowitz y a su legitimación de la totura. Para suspender esta vulnerabilidad evolutiva condicionada al despliegue físico del sufrimiento de los otros, Harris imagina una «píldora de la verdad» ideal, una ranura efectiva equivalente al café descafeinado o la cola baja en calorías:

una droga que podría sustituir tanto los instrumentos de tortura como el instrumento para el completo ocultamiento de sus secuelas. La acción de la píldora sería la de producir una parálisis y tristeza transitoria de un tipo al que ningún ser humano podría someterse voluntariamente una segunda vez. Imaginemos cómo nos sentiríamos los torturadores si, después de dar esta píldora a los terroristas capturados se levantaran de lo que parecería una siesta de una hora para directamente para confesar todo lo que saben acerca de las operaciones de su organización. ¿No estaríamos al final tentados de llamarla una «píldora de la verdad»?

Las primeras palabras –«una droga que podría sustituir tanto los instrumentos de tortura como el instrumento para el completo ocultamiento de sus secuelas– introducen la lógica típicamente posmoderna del laxante de chocolate: la tortura concebida aquí es como el café descafeinado, es decir, obtenemos el resultado deseado sin tener que sufrir los molestos efectos secundarios. En el conocido Instituto Serbsky de Moscú el desagüe psiquiátrico del KGB inventaron una droga para torturar a los disidentes: una inyección en la zona del corazón del preso que ralentizaba su pulso y le causaba una ansiedad terrorífica. Visto desde fuera, el prisionero parecía simplemente estar dormitando, pero en realidad estaba viviendo una pesadilla.

Harris viola sus propias reglas cuando se concentra en el 11 de septiembre y en su crítica de Chomsky. El punto defendido por Chomsky es precisamente que existe cierta hipocresía a la hora de tolerar el asesinato abstracto-anónimo de miles de personas mientras se condena los casos individuales de violación de los derechos humanos. ¿Por qué debería Kissinger, cuando ordenó el bombardeo de Camboya que causó la muerte de decenas de miles de personas, ser menos criminal que los responsables de la caída de las Torres Gemelas.  ¿No será porque somos víctimas de una ilusión ética? El horror del 11 de septiembre se presentó en los medios de forma detallada, pero se condenó a la televisión Al Yazira por mostrar las fotos de los resultados del bombardeo de Faluya por Estados Unidos y por complicidad con los terroristas.

Hay, sin embargo, una manera mucho más inquietante de ver todo esto: la proximidad (del sujeto torturado) que causa simpatía y hace de la tortura algo inaceptable no es la mera proximidad física de la víctima, sino, en su versión más fundamental, la proximidad del prójimo, con toda la carga judeocristiana y freudiana del término; la proximidad de algo que, sin importar lo lejos que esté físicamente, está siempre por definición «demasiado cerca». A lo que apunta Harris con su imaginaria «píldora de la verdad» es nada menos que a la abolición de la dimensión de’ prójimo. El sujeto torturado deja de ser un prójimo, es ahora un objeto cuyo dolor es neutralizado, reducido a un factor con el que hay que vérselas como en un cálculo racional utilitario (el dolor es tolerable si evita una cantidad de dolor mucho mayor).

Lo que desaparece aquí es el abismo de infinitud que se relaciona con el sujeto. Es por tanto significativa que el libro que argumenta a favor de la tortura sea además un libro titulado El fin de la fe, no en el sentido obvio de «¡ves, es sólo nuestra creencia en Dios, el mandato divino de amar a tu prójimo, lo que nos previene en última instancia de torturar a la gente!», sino en un sentido mucho más radical. El «otro» sujeto – Y. en definitiva, el sujeto como tal- es para Lacan algo no dado directamente, sino una «presuposición», algo que se presume, un objeto de creencia. ¿Cómo puedo estar seguro de que lo que veo ante mí es otro sujeto Y no una máquina biológica carente de profundidad?


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