La fotografía de Fabrizio León tomada en 1985 habla por sí misma. Con los pesados bultos de café a sus espaldas y las huertas del aromático desplegadas hasta las faldas de la montaña frente a ellos, tres jornaleros indígenas chiapanecos caminan para dejar su carga. Es el último jalón del día. Tras una interminable faena pizcando las cerezas, se dirigen a dejar su carga al finquero antes de que el sol de ponga. Es un fruto cosechado con sangre y sudor, con despojo y dolor.
La historia que cuenta la imagen dista de ser anécdota. Ese pasado sigue presente. Está grabado en la piel y los recuerdos de quienes lo padecieron, pero también en sus hijos y nietos. En su formidable libro, Justicia autónoma zapatista: zona selva tzeltal, Paulina Fernández Christlieb, escribió: “Para quienes nacieron y trabajaron en aquellas fincas, lo que todavía importa a esos viejitos y viejitas son los tratos de animales que les daban, son los golpes de látigo que recibían de castigo. Son las jornadas de más de 12 horas sin pago, son los kilómetros que hay entre la finca y la ciudad hasta donde tenían que llegar y desde donde tenían que traer carga sobre sus espaldas”.
De la amarga experiencia de nacer y trabajar como peones acasillados en fincas y monterías, del abuso de las mujeres por señores de horca y cuchillo, pero también del éxodo hacia la selva para construir otro futuro, nació la rabia y la obligación de cambiar la cosas, la voluntad de rebelarse contra un orden no solamente injusto, sino indigno.
A principios de la década de 1970, cientos de miles de indígenas, en su mayoría tseltales, tsotsiles, choles y tojolabales, dispusieron recuperar sus tierras, cosechas y vidas. Ocuparon latifundios; se asociaron en cooperativas para comercializar al margen de coyotes su café, ganado, maíz y artesanías; intentaron formar sindicatos para negociar mejores condiciones laborales; recuperaron su lengua; buscaron darse abasto y salud.
Su osadía al bordar el tejido asociativo de la resistencia provocó que pagaran una altísima cuota de sangre, cárcel y persecución policiaca y militar. Un ejemplo, entre muchos más: en el verano de 1980, en Wolonchán, municipio de Sitalá, campesinos desalambraron y ocuparon miles de hectáreas injustamente apropiadas por terratenientes ganaderos. Era gobernador de la entidad Juan Sabines Gutiérrez. Buscando poner “las cosas en su lugar”, el 30 de mayo de ese año, de las armas largas de las fuerzas del orden salió el fuego que asesinó a 50 indígenas.
Con el acoso permanente de las guardias blancas de finqueros y pistoleros con uniforme, tuvieron que emprender un moderno viacrucis para que se reconociera la posesión de sus tierras. Recorrieron inútilmente oficinas públicas y tocaron puertas de funcionarios agrarios. Caminaron la cinta de asfalto que comunica Tuxtla Gutiérrez con la Ciudad de México. Con demasiada frecuencia, el transitar por el camino de las leyes les resultó inútil. La ruta del derecho sirvió para negarles justicia.
Pero, muchos de esos indígenas miraban más allá de sus demandas inmediatas. El tileco Abraham López Ramírez fue el dirigente histórico de la Cooperativa Cholom Bolá. Además de comercializar su café soñaba con instaurar la República Chol. En las paredes de su oficina colgaba un cartel en el que se anunciaba la inminencia de que su deseo se cumpliera, impreso años atrás, en la época en que los franciscanos trabajaron en la región.
La mezcla de viejos agravios y lucha sin solución contra ellos, facilitaron las condiciones para que en buena parte de Chiapas se creara un peculiar “animal asociativo” de tres patas: organizaciones campesinas productivas, la palabra de Dios y el instrumento para defenderse del mal gobierno y la familia chiapaneca, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). El 1° de enero de 1994, esas comunidades en lucha desde décadas atrás, dijeron “¡Ya Basta!”, y se levantaron en armas. No estaban solos. La sublevación conectó con un profundo descontento nacional.
A finales de 1995 pareció abrirse una ventana para atender una parte de su larga lista de agravios y reconocer constitucionalmente un nuevo pacto entre el Estado y los pueblos indígenas, que admitiera su existencia como tales y su derecho a la libre determinación y a la autonomía como parte de ésta. En esta dirección, el 16 de febrero de 1996 se firmaron los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura indígenas.
El Estado mexicano nunca cumplió su palabra (sigue sin hacerlo). En su lugar aprobó una caricatura de reforma constitucional que le reconoció a los pueblos originarios derechos siempre y cuando no pudieran ejercerlos. Sin pedir permiso, en silencio, los zapatistas se dedicaron a llevar a la práctica lo que debió de aprobarse en la ley: construir la autonomía. En agosto de 2003 anunciaron la formación de juntas de buen gobierno y caracoles, como órganos para gobernarse a sí mismos. Nació así, la comuna de la Lacandona.
Hace ya 19 años de eso. Desde entonces, al margen de los funcionarios constitucionales (partidistas, les llaman ellos) y de la acción contrainsurgente en su contra, nombran sus propias autoridades, ejercen justicia, organizan de manera autogestiva la producción agropecuaria, se hacen cargo de la salud y la educación de sus bases de apoyo, desarrollan arte y deportes, sin aceptar recursos gubernamentales.
Con la memoria puesta en el infierno de lo que fue la vida en las fincas, la Comuna de la Lacandona ha formado a varias generaciones de indígenas rebeldes. A pesar del paso de los años, su impulso y vocación emancipadora se mantienen con un vigor inusual. En sus fronteras flexibles, no hay explotación como la que muestra la fotografía de Fabrizio León. Muchas cosas han cambiado en el país y en el mundo gracias a ella. Más cambiarán.
Twitter: @lhan55