EXPEDIENTE PARTE DEL MAPA DE CONFLICTOS SOCIO-AMBIENTALES DEL OBSERVATORIO DE ECOLOGÍA POLÍTICA DE VENEZUELA
El municipio Sifontes forma parte de la provincia geológica Imataca, ubicada en el piedemonte nororiental del estado Bolívar, donde se encuentran las cuencas de los ríos Caroní y Cuyuní. Tradicionalmente es zona de ocupación de pueblos indígenas de afiliación lingüística y cultural Caribe, principalmente kariñas, akawayos y pemones, pero a raíz del desarrollo de la minería, desde mediados del siglo XIX se han asentado habitantes de otras regiones del país y de países vecinos, produciendo desplazamientos de indígenas en algunos casos, así como alianzas matrimoniales, en otros (Martens, 2011).
El municipio ocupa una buena parte de la Reserva Forestal de Imataca, un área boscosa de ‘uso especial’ creada en 1961 y con una superficie de 38.219 kilómetros cuadrados. Sifontes posee también altas potencialidades de minerales metálicos y no metálicos, rocas ornamentales y piedras preciosas: hierro, bauxita, arena, grava, gneis granítico, dolomita, oro y diamantes. De acuerdo con criterios económicos y de concentración de población, Las Claritas, que se ubica en el mencionado municipio, forma parte de la subregión Upata-El Dorado-Las Claritas, cuya base económica está formada por las actividades agropecuarias y mineras del sector primario. Las principales poblaciones mineras de esta subregión están en El Callao, Tumeremo, El Dorado y Las Claritas. Hasta la primera década del siglo XXI se estimaba que allí se producía la mayor cantidad de oro del país generada por la pequeña, mediana y gran minería (Fundación Empresas Polar, 2008). En particular, Las Claritas tiene una ubicación geográfica estratégica, al estar en el límite entre las zonas “tradicionalmente” mineras y el Parque Nacional Canaima, una zona donde la minería está legalmente prohibida (Rodríguez, 2003).
La pequeña minería comenzó en Las Claritas a principios del siglo XX, aproximadamente en 1905, como consecuencia del descubrimiento de yacimientos de oro en la cuenca del río Cuyuní (Milano, 1997), y se consolidó como zona minera a partir de 1930, cuando fueron otorgadas las concesiones “Las Cristinas”. A partir de esa fecha distintas personas y empresas explotaron los yacimientos bajo la figura de contratos de arrendamiento. En 1963, la región pasó a formar parte de la Reserva Forestal de Imataca, acción que favoreció ciertos controles ambientales a las empresas mineras. En los años 80, el aumento del precio internacional del oro provocó una importante migración y flujo de personas provenientes de países vecinos, como también de indígenas de Brasil, territorio Esequibo y Guyana.
En 1991, la Corporación Venezolana de Guayana (CVG) concede a la empresa Placer Dome, C.A. derechos para formar una corporación para la exploración y explotación de la mina Las Cristinas. En 1992 se creó MINCA (Minera Las Cristinas), siendo su participación accionaria de Placer Dome (70%) y la CVG (30%) (Lozada, 2018). El mismo año la empresa canadiense Gold Reserve obtuvo una concesión para realizar actividades de exploración y extracción de oro y diamantes en la mina “Las Brisas” ubicada en el sector Las Cristinas. En 1997 aparece la empresa Crystallex, la cual adquiere Inversora Mael, aunque en medio de disputas jurídicas con la misma (Crystallex International Corporation, 2007). A partir de los estudios realizados, Gold Reserve y Cristallex estimaron las reservas potenciales de oro en la zona en 7 mil toneladas. Esto la convertiría en la segunda reserva más importante del mundo después de las ubicadas en Sudáfrica (Olivares, 2019; Romero, 2018).
Entre 1980 y 2000 el aporte a la producción nacional de oro de esta zona estuvo entre el 20% y 40% de la producción nacional, y desde su descubrimiento hasta principios del siglo XXI se estimó una producción cercana a las 50 toneladas de oro (Rodríguez, 2003). Sin embargo, durante todo el siglo XX las concesiones mineras tuvieron un desarrollo inestable y la minería ilegal fue la actividad predominante. El alza en los precios internacionales del oro generó una migración de pequeños mineros a la zona y dio lugar al surgimiento de Las Claritas, un asentamiento de población criolla proveniente de distintos estados del país y de países vecinos (Rodríguez, 2003). Por las condiciones de su formación, el poblado se ha caracterizado por la presencia de un conglomerado social heterogéneo y más o menos itinerante, sin arraigo territorial y falta de planificación urbana. Esta se relaciona con ambientes insalubres que favorecen el vector de la malaria (Imagen No. 2).
El inicio del siglo XXI coincidió con una nueva alza en los precios internacionales del oro, y con su llegada a la Presidencia de la República, Hugo Chávez promovió una agresiva profundización en las políticas extractivistas mineras. En septiembre de 2002 el Ministerio de Energía y Minas dejó sin efecto las concesiones y cedió el derecho de explotación a la CVG. Esta, a su vez, otorgó un contrato de operación a la empresa Crystallex (Rodríguez, 2003). En 2004, el Ejecutivo Nacional firmó el decreto No. 3.110 legalizando la minería en la Reserva Forestal de Imataca (EjAtlas, 2018). Esta acción había sido intentada anteriormente por el Gobierno de Rafael Caldera en 1997, y quedó sin efecto por las movilizaciones y denuncias de la sociedad civil (ver este caso en este mismo sitio web). En 2009, fue revocada definitivamente la concesión a la Gold Reserve lo cual llevó a la empresa a realizar una demanda ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) (Romero, 2018).
En 2011, el Gobierno Nacional emitió el decreto No. 8.413, formulando la Ley Orgánica que reserva al Estado las actividades de exploración y explotación del oro, así como las conexas y auxiliares a éstas, mediante la cual se nacionalizó la minería y comercialización del oro. Esta acción obligó el retiro de empresas extranjeras que controlaban la actividad. El propósito anunciado por el Estado venezolano era que las Fuerzas Armadas tomarían el control de cada mina y éstas serían explotadas por empresas nacionales o mixtas. Pero lo que terminó ocurriendo fue la aparición de una industria improvisada, y la toma de control de la actividad minera por parte de grupos armados criminales llamados “Sindicatos” (Chang, 2015). Estos son grupos delincuenciales que se formaron por la descomposición de las organizaciones sindicales del sector construcción del estado Bolívar, y su vinculación con el “pranato” carcelario (liderazgos criminales en las prisiones del país).
El nuevo boom de los precios del oro que se produce desde la primera década del siglo XXI va a hacer que la minería ilegal experimente un extraordinario crecimiento, sin precedentes, que va a impactar notablemente la zona. A esto se suma la migración de grupos delincuenciales de las zonas urbanas del norte del estado hacia el sur. Estos grupos tomaron control de las minas y formaron una simbiosis mafiosa con los funcionarios municipales, estatales y nacionales, de corte civil y militar (Boon, 2016). La consecuencia fue el establecimiento de un sistema de dominio ejercido por bandas armadas, en connivencia con actores políticos, sectores de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), Servicio Nacional de Inteligencia y Ejército Nacional. Entre 2012 y 2013 se produjeron múltiples denuncias de violencia sindical, masacres por el control minero, enfrentamientos entre bandas y participación del ejército (Romero y Ruiz, 2018; Boon, 2016). Sin embargo, de acuerdo con el criminólogo Fermín Mármol García (en Boon, 2016), la instalación de estas estructuras delincuenciales se habría iniciado aproximadamente en el año 2006, fecha que coincide con un aumento en los precios del oro.
En el año 2016 existían alrededor de 30.000 mineros ilegales en la zona (Nava, 2016). Dos años después, el periodista holandés Bram Ebus (2018) calculaba que la cantidad de mineros podía exceder por diez la población de Las Claritas. La población de la parroquia San Isidro, al cual pertenece Las Claritas, es de 8.987 personas (INE, 2011). Gracias a los sistemas de georreferenciación sabemos que la zona afectada corresponde a una superficie de 74,7 km2 aproximadamente, mientras que en el año 2000 la extensión era de unos 26,8 Km2 y en 1984 de 6,1km2 aproximadamente (Imagen 2).
En medio de este escenario de violencia y extracción ilegal, en el año 2012 el Gobierno Nacional anunció un acuerdo con empresas chinas para la preparación del mapa minero y para la explotación de la mina Las Cristinas (Lozada, 2018). Pero un año después, en el marco de la extraordinaria crisis que va a experimentar el país desde 2013/2014, sin precedentes en su historia, se va a intensificar dramáticamente la problemática de la minería ilegal en toda la región.
En febrero de 2016, el Gobierno emitió el decreto No. 2.248 creando la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional “Arco Minero del Orinoco” (A.M.O), asignando la región del municipio Sifontes al Área 4. Se constituyó la Empresa Mixta Ecosocialista Siembra Minera, S.A (Siembra Minera), en alianza con la Gold Reserve, con el objetivo de retomar la exploración y explotación en 18.951 hectáreas de dicho municipio, en las que se estiman más de 10 millones de onzas de oro, además de bauxita, cobre, caolín y dolomita, entre otros (Transparencia Venezuela, 2019; Romero, 2018; López, 2017). En febrero del mismo año se firmaron los convenios para cuantificación y certificación del oro con la empresa china Yankuang Group. Sin embargo, desde la emisión del decreto No. 2.248 hasta ahora, no existe información sobre actividades de las mencionadas empresas en las minas de Las Claritas.
En los últimos años, se mantienen los señalamientos de estructuras delincuenciales que controlan la actividad minera en la zona, los cuales operan en alianza o connivencia con miembros del Ejército, Guardia Nacional y miembros del Servicio de Inteligencia Nacional, operando bajo la anuencia de las autoridades del Estado, que a través de la empresa estatal Minerven compran el oro extraído bajo el control de estos grupos (Transparencia Venezuela, 2022). El tipo de minería practicada es de pequeña y mediana escala, y minería de cielo abierto, siendo la forma principal de extracción la de monitores hidráulicos con uso de mercurio para recuperación. No se tienen estimaciones de los volúmenes de oro extraídos de la zona, aunque estimaciones a nivel nacional hablan de una extracción que ronda entre las 25 a 35 toneladas por año (OECD, 2021; World Gold Council, 2022; Transparencia Venezuela, 2022). La minería a cielo abierto estaría a cargo principalmente de militares (Transparencia Venezuela, 2019). Hasta 2018, entre el 70 y el 90% del oro salía por contrabando a países vecinos y de allí se traslada hacia el mercado internacional (Ebus, 2018; T13, 2017; Lozada, 2016; Chang, 2015). En los reportes se mencionan diversos ‘sindicatos’ y megabandas que operan en la zona. Desde septiembre de 2019 existen denuncias sobre la presencia de miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que estarían operando en Las Claritas, El Dorado, El Callao y Tumeremo, aunque no hay consenso sobre el hecho del control de minas por parte de esta guerrilla (Transparencia Venezuela, 2022). En el caso de este grupo armado colombiano, el dinero y oro de contrabando pasaría a territorio brasileño, principalmente a través de empresas que exportan alimentos hacia Venezuela. El oro se estaría usando como medio de pago, en forma ilegal, ya que no hay declaración de oro en territorio brasileño (GDA, 2019).
La actividad minera en la zona, y en especial con el auge que ha tenido desde mediados de 2000, ha dejado altos niveles de deforestación, siendo uno de los más dramáticos en todo el país (Ver Imagen No. 1). Así mismo, ha provocado contaminación de las aguas por mercurio; además de dejar severos niveles de violencia relacionada a las disputas por el control de las minas. Uno de los impactos más notorios que ha provocado la minería en la zona está vinculado con la expansión de la malaria.
Las Claritas, como el resto de Sifontes, constituye una zona endémica de malaria, una enfermedad que en 1961 había logrado ser erradicada de la mayor parte de Venezuela, quedando reducida a pequeñas regiones del estado Bolívar (Casey, 2016). Casi una década después, en 1970, un brote en Guaniamo advirtió por primera vez la relación entre la minería ilegal y la malaria (Oropeza, 2019a). Ya en el siglo XXI, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha desarrollado un plan de control y erradicación de la enfermedad para 2030. Entre 2000 y 2015 se logró una disminución del 62% de casos en Latinoamérica, pero en 2016 se produjo un incremento sustancial en la incidencia (875.000 casos), siendo Venezuela y Brasil los países que sumaron más del 50% de casos reportados.
Además del boom minero, como un factor causal relacionado con este fenómeno, la crisis humanitaria compleja que se ha desarrollado en el país generó un colapso en el sistema de salud, y afectó el sistema de prevención y tratamiento de la enfermedad, generando escasez de insumos (insecticidas, medicamentos, kits de diagnóstico, mosquiteros, etc). También afectó los registros epidemiológicos, los controles del vector, entre otros factores.
La relación que existe entre minería y malaria tiene que ver con las técnicas utilizadas en la minería a cielo abierto, en las cuales los mineros deforestan una extensión de terreno, cavan fosas y bombean agua en la superficie de la tierra, generando lagunas artificiales (Imagen No. 3, 4 y 5). Una vez que los mineros extraen el oro, se desplazan hacia otras zonas para repetir el ciclo. Al crearse las lagunas artificiales, éstas se convierten en criaderos ideales para los mosquitos, vectores del parásito.
Se ha determinado que la mayoría de las localidades que producen más malaria son las que tienen menos vegetación alrededor y son las que están más asociadas con la minería. Adicionalmente, la pequeña y mediana minería se relaciona con poblaciones humanas altamente móviles, que migran en busca de trabajo y duermen en exteriores, exponiéndose continuamente al mosquito durante largos periodos de tiempo. Algunos de esos migrantes retornan a regiones no endémicas, por ejemplo las zonas aledañas a la región capital, y como ha ocurrido en los últimos años, se ha producido un aumento sin precedentes de la migración hacia las minas (Jan et. al, 2018). La dinámica descrita ha reintroducido la enfermedad en áreas donde ésta había sido eliminada previamente. Una vez allí, la carencia de medicinas y de planes de fumigación han provocado una nueva dispersión de la enfermedad, lo cual se agrava aún más por el hecho de que el principal parásito difundido es el Plasmodium Falsiparum, que transmite la forma más fatal de la enfermedad (Grillet, 2018; Casey, 2016).
Desde el año 2001 se ha detectado una tendencia al aumento de la malaria en el estado Bolívar, siendo el municipio Sifontes el de mayor incidencia en el 2010, aportando el mayor número de casos la parroquia San Isidro, donde se encuentra Las Claritas (Cáceres, 2011). Entre el 2000 y el 2015, se registró un incremento sin precedentes de casos que alcanzó el 365% (Imagen No. 6). En 2016, el Boletín Epidemiológico No. 52 registró 240.613 casos y para 2017, el número de casos reportados en Venezuela según la Sociedad Venezolana de Salud Pública (SVPSP) fue de 319.765, el más alto de los 29 años anteriores (1988-2016). Para ese mismo año, un estimado del 80% de la malaria en Venezuela se asociaba con las áreas de minería de oro ubicadas en el ecosistema de bosques del sur del Orinoco (Grillet, en Jan et al, 2018).
Hasta el año 2014, la malaria se mantuvo focalizada al sur del río Orinoco, sin embargo, en 2017 se registraron casos diseminados en 14 estados del país, los cuales alcanzaron la condición de epidemia o alerta, generando una tasa creciente de mortalidad desde 2013 (Imagen No. 7 y 8). Pero la diseminación de la enfermedad no se limita al territorio nacional, ya que la misma condición de emergencia humanitaria compleja ha producido un éxodo sin precedentes hacia países vecinos, lo cual ha generado también la exportación de la malaria (Grillet, 2018) (Imagen No. 8). En 2017, se registraron en Colombia 356 casos de malaria provenientes de Venezuela (Civilis, 2017) y desde el año anterior hay registros en la frontera con Brasil y Colombia de casos importados del territorio nacional (Recht et al, 2017). El año 2018 representa un pico, siendo que se registrarían 404.927 casos nuevos, con el 70% de los infectados provenientes del municipio Sifontes (Souquett, 2022; El Nacional, 2019).
Ante esta compleja situación, desde 2016 se han producido movilizaciones de distintos sectores académicos, activistas y periodistas contra el Arco Minero del Orinoco y el problema de la minería en general; y a partir de 2017, miembros del sector salud de Venezuela han emitido pronunciamientos públicos y recomendaciones en torno a la epidemia de malaria, relacionándola con la fiebre del oro. Por ejemplo, en noviembre de 2017 ex ministros de salud venezolanos y distintas organizaciones de este ámbito entregaron una carta titulada “Carta Abierta: Preocupación por la epidemia de malaria en Venezuela” a los asistentes al foro Malaria en las Américas 2017. Un año después, representantes de diversas instituciones nacionales científicas y de salud emitieron una carta abierta hacia el Ministerio del Poder Popular del área, denunciando la grave situación de malaria en Venezuela e indicando recomendaciones y medidas a ser implementadas con urgencia.
Ante la problemática, el Gobierno nacional no ha podido contener la enfermedad, aunque desde 2020 se registra una baja en los casos: para ese año la OMS contabilizó 231.743 casos de malaria y en 2021 147.113 a nivel nacional, con casi el 60% de estos se produjeron en el estado Bolívar (Souquett, 2022). En todo caso, para 2021 Venezuela seguía registrando la mayor cantidad de infecciones en las Américas, estimándose en más de 30% del total regional (Clisánchez, 2022).
Por un lado, la dispersión de la malaria se ha convertido en secreto de Estado. Desde 2015, el Gobierno Nacional no ha publicado reportes epidemiológicos y niega la crisis (Casey, 2016). Por otro lado, el ingreso de ayuda humanitaria se ha visto afectado por polémicas relacionadas a disputas geopolíticas, lo cual ha generado poca disposición del Gobierno a recibirla. La precaria situación de derechos humanos que enmarca la situación venezolana, las sanciones estadounidenses y la profunda crisis económica que vive el país, contribuyen al mantenimiento de la crítica situación.
A su vez, ante las dificultades para la instalación de proyectos formales en el Arco Minero del Orinoco, el Gobierno de Nicolás Maduro ha buscado captar el oro extraído de la minería informal/ilegal, lo que potencia la actividad y el propio fenómeno de la malaria. El conflicto se agrava por la presencia de grupos irregulares que controlan dichos procesos de extracción y comercialización, en aparente alianza con miembros del Ejército y Guardia Nacional Bolivariana, quienes se encargarían de mantener el control de los recursos basado en la violencia, a la vez que desvían la mayor parte del oro hacia el mercado negro internacional. Hasta el momento la escasa articulación entre los sectores críticos de la salud y quienes se han movilizado contra la minería y sus impactos, ha debilitado las acciones en torno a un problema multifactorial cuyo centro se encuentra en el impulso oficial de la minería en cualquiera de sus expresiones en la Región Guayana.
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