La comunidad chorote –etnia nómade y preexistente a los Estado Nación– habita en Paraguay, Bolivia y Argentina. La Pomis Jiwet es una de ellas. Emplazada al norte de Salta, se organiza en medio de un territorio asolado por el hambre y el extractivismo. Crearon un proyecto autónomo de piscicultura, su propio pozo de agua, pelearon por educar en su idioma originario, y llevan la música como bandera. En esta tercera entrega hacemos caso a las palabras ancestrales: “No solo somos pobreza, hambre y desnutrición: cuenten también todo lo otro”.
Una frase similar se repite en todas las comunidades originarias que recorremos en la localidad salteña de Santa Victoria Este, municipio de Rivadavia, en una zona bien al norte del país fronteriza con Paraguay y Bolivia: “No solo somos pobreza, hambre y desnutrición: cuenten todo lo otro también”.
El pedido denota bronca y hartazgo. Se trata más que nada de un reclamo para que se narre la historia completa y no solo la desigualdad imperante, la muerte evitable, la falta de oportunidades evidente. En definitiva, que no se ponga el foco únicamente en la perpetua emergencia sociosanitaria dictada el 29 de enero de 2020 sobre los Departamentos San Martín, Orán y Rivadavia, tras una serie de muertes por desnutrición que hoy se siguen repitiendo. Este flagelo lo contamos desde MU en las últimas dos ediciones, pero esta tercera entrega busca escuchar a esa frase que queda grabada a fuego, que se repite como un loop: “No solo somos pobreza, hambre y desnutrición, cuenten todo lo otro también”.
“Lo otro” es bien amplio: ancestralidad, interculturalidad, educación bilingüe, plurinacionalidad, vida comunitaria, resistencias autogestivas y colectivas, posturas ideológicas, espiritualidad, entre otras hierbas que no contienen cifras mortuorias y espeluznantes, ni grandes frases conmocionantes por lo trágico. Una nota distinta, a otro ritmo, a otro tono, en otra melodía.
Ser chorote
Cuando se habla de las comunidades originarias del chaco salteño suele recurrirse a la simplificación y a la unificación de lo wichi como patrón, invisibilizando a las etnias minoritarias. En Santa Victoria Este, por ejemplo, conviven otros cuatro pueblos: tobas, tapietes, chulupíes y chorotes. A este último pertenece la comunidad Pomis Jiwet, que nos abrió las puertas de sus cosmovisiones para intentar poner en palabras todo “lo otro” que muchas veces no sabemos, no podemos o no queremos ver. “Cuando se habla de los indígenas en el norte de Salta pareciera que solo existen los wichi únicamente, con lo que se falta el respeto al resto. Hay mucha ignorancia que desenmascara la no aceptación de la plurinacionalidad, de lo multiétnico, y sale a la superficie lo peor del ser argentino: querer cooptar la identidad nacional sin reconocer las diversidades existentes”, plantea Fidelina Díaz, 44 años, vocera de su territorio.
La etnia Chorote, nómade y preexistente al Estado-Nación de Argentina, fronteras adentro solo habita actualmente en Salta; también subsiste en Paraguay y en Bolivia. Pomis Jiwet es una de las 16 comunidades chorotes del municipio de Santa Victoria Este. Además, hay otras diez en Tartagal, en el Departamento de San Martín.
Pomis Jiwet está emplazada en zona rural sobre la ruta provincial 54, a tres kilómetros de la ciudad cabecera de Santa Victoria. Es de los territorios más organizados y politizados de la región: “Siempre estuvimos ahí, pero recién en 2007 obtuvimos el reconocimiento legal”, recuerda Fidelina, que por aquellos días viajó a las oficinas del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) en Buenos Aires, donde pasó dos noches con huelga de hambre incluida hasta que destrabaron el trámite. Vocifera: “Luchar por la igualdad de oportunidades y exigir lo que nos corresponde está mal visto. Tenemos principios basados en lo que pensamos, no en lo que quieren los de afuera que hagamos”.
E introduce parte de la historia de su pueblo: “Hay dos parcialidades chorotes: Iyo-owujwua e Iyojwa’ja. Nosotros pertenecemos a la primera, que fuimos denominados despectivamente ‘montaraces’, por vivir monte adentro, estar apegados a nuestra cultura y no someternos fácilmente a la Iglesia. O sea, por no ser colonizados nos llamaban salvajes. Si por hablar nos siguen tildando así, entonces que viva el salvajismo, porque la manera que encontramos de vivir dignamente es no callándonos y creando soluciones a nuestros problemas, sin esperar de nadie”.
Autogestión
Pomis Jiwet parece una isla en cuanto a su lógica interna; el trabajo colectivo; la planificación a corto, mediano y largo plazo en base a proyectos ejecutados autónomamente y otros presentados a organismos estatales y oenegés en pos del desarrollo comunitario; y también en relación a su mirada ideológica: “Es fundamental que no solo se muestre la pobreza, así como la desidia del Estado y de las mismas comunidades, que hay que decirlo, también existe; necesitamos que se visibilicen nuestras ideas, nuestros movimientos para mejorar la realidad”, expresa Fidelina y señala hacia un costado: “Ahí tengo una caja llena de papeles, yo me rompo la cabeza haciendo notas, casi sin ninguna respuesta del Estado. Entonces, avanzamos por nuestra cuenta o a través de fundaciones”.
Virgilio Díaz es el cacique, tiene 39 años y enumera feliz algunas iniciativas: “Una huerta, una quinta, un proyecto de apicultura; otro de piscicultura; una sala de música; la fabricación de artesanías”. Cada logro tiene un mayor valor cuando se lo vincula con la concepción ancestral, como enmarca su hermana, que además de vocera es la representante legal de la comunidad: “Tenemos el reto de adaptarnos a este presente en donde vivimos rodeado de un monte que ya no da los mismos recursos que tiempo atrás, al haber sido destrozado por las ambiciones del hombre y las corporaciones. Sin embargo, no queremos perder la relación con la naturaleza, también pensando en las próximas generaciones. Por eso cada uno de los proyectos se basa en sostener la cultura, como la pesca, la siembra, la apicultura, la piscicultura, que nos permite permanecer y sobrevivir en el tiempo dentro de la naturaleza, protegiendo el ambiente y a nuestras fuerzas espirituales”.
La quinta comunitaria tiene morrones, tomates, albahaca, acelgas y lechugas, entre otras verduras. Las abejas están en cajas y retrotraen a las carencias de la infancia. Rememora Fidelina: “Muchas veces nos alimentábamos de miel. Me acuerdo que llegaba mi papá con una bolsa grande y repartíamos por las casas para que a nadie le faltara”.
Para Pomis Jiwet no hay imposibles. “Demostramos que hasta las cosas más difíciles de alcanzar, como el caso de la piscicultura, colectivamente se pueden conseguir”, pondera Virgilio. En la parte del fondo de la comunidad sucede un proyecto impactante, donde relucen seis piletas de aproximadamente 10 metros de ancho por 35 de largo que empezaron a ser cavadas hace cinco años. El agua se extrae de una represa hecha por la propia comunidad, a un kilómetro de distancia, a través de un sistema de mangueras subterráneas. A principios de abril, dieron otro paso fundamental: compraron 100 peces pacúes, que al cierre de esta edición ya eran más de mil. “El plan es seguir aumentando la reproducción y luego sí, comenzar con el autoconsumo y la comercialización”, explica Fide, mientras Agustín, su sobrino adolescente, les tira alimento a los peces que aletean contentos y desesperados por ingerir la comida.
El lugar de los tambores
En el centro de la comunidad hay una casita donde no habita solo una familia, sino todas juntas. Es una sala de música, financiada mediante un subsidio de 100 mil pesos del Fondo Nacional de las Artes con los que se compraron los materiales de construcción. De la primera recorrida por el territorio ancestral y tras una extensa charla, nació la invitación para el día siguiente a una ceremonia musical brindada por varios integrantes de Pomis Jiwet, que en la variedad lingüística Wikina Wos que habla la comunidad, significa “El lugar de los tambores”. ¿Por qué ese nombre? “Se trató de recuperar una esencia que quisieron borrar. El lugar de los tambores existía donde hoy está ubicada otra comunidad (Misión La Gracia), pero cuando llegaron los misioneros le cambiaron de nombre queriendo enterrar el pasado, porque tocar el tambor estaba considerado un pecado. Por eso buscamos reconstruir ese pasado que intentaron eliminar”, detalla Fidelina.
En la sala musical cuelgan dos banderas, imbricadas, como si estuviesen abrazadas. Una es celeste y blanca, con un sol amarillo radiante en el medio. La otra es la chorote: blanca, negra y marrón. “Blanca por la esperanza; negra por lo oscuro de algunas situaciones; marrón por la tierra. El diseño refleja los pasos del camino de nuestros ancestros”, describen colectivamente.
Delante de los símbolos de ambas naciones, tocan y cantan los hermanos Díaz, que conforman el grupo “Ampey” (Tanto tiempo sin vernos). Además de Virgilio –guitarra eléctrica– y Fidelina –tambor y voz–, Juan Diego –charango–, Juanino –voz y guitarra– y Alejandro –acordeón– nos regalan un momento mágico, único, repleto de emociones y vibraciones (en www.lavaca.org podés ver algunos videos). “La música sana y cubre todos los sentidos; yo saco las melodías de una canción cuando voy a pescar y cada vez que toco los instrumentos, palpo lo que siento. Hacemos folklore, música litoraleña, con sencillez y humildad”, verbaliza Virgilio lo que es difícil de explicar. Dice su hermana: “Es música autóctona en la que interpretamos a nuestros abuelos. Hacemos una música donde el que manda es el corazón”.
Interculturalidad a medias
Un cartel con letras negras y fondo blanco está pegado en una de las carteleras de la escuela secundaria de Santa Victoria, donde también funciona un terciario de formación docente. “Los wichis vivían en Formosa, en la frontera con Paraguay y sobre los márgenes del Pilcomayo. Los wichis tenían 52 aldeas donde vivían, también tenían una iglesia que estaba llena de barro, tronco y paja donde se hablaba idioma aborigen”. Vivían, tenían, hablaban. Lo pasado, borrado… Una de las docentes se llama Julia Ridilenir y habla con MU: “La educación está orientada de esa manera, es lamentable. Las escuelas hoy no tienen modalidad bilingüe; sí la mayoría en donde hay alumnos originarios tienen un maestro bilingüe en jardín, preescolar y los grados más bajos, máximo en segundo. No hay un área de enseñanza, de costumbres del idioma. Lo único intercultural es ese maestro”.
Julia manifiesta la falta de profundidad en el tema: “No hay un reconocimiento e intención de resaltar los saberes ancestrales y tradicionales de las comunidades ni de los criollos. Tampoco se tienen en cuenta las prácticas locales. La escuela es muy hegemónica, es la de Sarmiento, la de querer apropiarse de la identidad argentina como algo único. No hay pedagogías alternativas, aprendizajes significativos, valorización de lo que los chicos traen de su cosmovisión. No existe esa impronta. Por eso, el problema es estructural”. Y sentencia sobre el rol del maestro bilingüe: “En algunas escuelas es el portero o el que trae el té o el pan”.
Fidelina Díaz habla el castellano y el wichi, además de su lengua chorote. Es maestra bilingüe en la escuela primaria 4798, emplazada en medio de la comunidad Cañaveral, donde hay mucha riqueza multiétnica, ya que asisten infancias chorotes, wichis y criollas. Analiza los pros y contras de esa función. Lo positivo: “Que estemos frente a los niños en el aula es un avance. El Estado ha garantizado derechos como detalla la Constitución al poder hablar en el idioma originario y ser nexo de la segunda lengua que es el castellano. Es un orgullo haber ganado ese espacio; la directora del colegio me da la posibilidad de acompañar como pareja pedagógica al maestro de grado, lo que genera que el chico se sienta seguro, porque sin acompañamiento del maestro bilingüe es difícil que progrese”.
Lo negativo: “Yo no planifico; solo acompaño la bajada de línea del Ministerio. O sea, la currícula escolar es cero intercultural”. Añade: “Para hablar de una educación intercultural se debe partir del principio, y eso es modificando el plan de estudio que incorpore nuestras lenguas. Si el inglés fue incorporado, ¿por qué el de los pueblos originarios no?”.
Las infancias corren contentas por las calles de tierra hacia sus casas, la mayoría de adobe. En el camino, conviven con gallinas, gallos y polluelos. Acaba de terminar otro día de clases en la escuela de la comunidad wichi Cañaveral y, antes de partir, las maestras Anabel, de jardín, y Andrea, de primer grado, contextualizan cómo es dar clases. Anabel: “Yo no tengo salita propia. Estamos ocupando un aula de grado, que no está adecuada para niños más chicos. Lo mismo pasa con los baños. Los inodoros son muy grandes en relación a sus cuerpos; imagínense lo que es enseñarles que tienen que hacer sus necesidades ahí, cuando en sus comunidades tienen otra cultura. Para ellos el inodoro representa lo más peligroso”. Se multiplican los esfuerzos: “Todo lo que hacemos es a pulmón y con lo poco que hay, debemos hacer mucho para que los chicos terminen de estudiar. Faltan muchas cosas. Por ejemplo, la escuela no tiene juegos, somos los maestros quienes tenemos que inventar estrategias para que se diviertan”.
Suma Andrea, con un ejemplo que alcanza para comprender lo que resta hacer y el tamaño de las dificultades: “Todo el año 2021 tuve que dar clases en el pasillo porque en el verano se había incendiado el aula por un cortocircuito y tardaron un año en refaccionarla. Fue muy complicado tener clases así”.
Futuro en comunidad
El silencio no aturde. El silencio es canción en Pomis Jiwet, donde doce “casitas”, como las llaman, cobijan a las 60 personas que hoy viven del trabajo con la tierra, la pesca, las artesanías. Como antes, como ahora. La paz atraviesa todo el territorio, mientras las infancias (27 en total) juegan a las bolitas, a la mancha o a la bruja de los colores. Y no solo juegan. “Todos los fines de mes nos reunimos con nuestros hijos; hacemos mate cocido, ensalada de fruta y elegimos un tema para hablar, como puede ser el cuidado del medio ambiente, la limpieza de nuestro lugar; de hecho, no son grandes los que limpian, sino los chicos. Ellos tienen bien claro, por ejemplo, qué significa el plástico y cuánto tiempo tarda en descomponerse”, afirma la vocera chorote, mamá de dos hijas: Maki de 21 y Anahí de 7.
Esas no son las únicas reuniones. “Cada mes nos juntamos toda la comunidad como una manera de fortalecer los vínculos. Hacemos un balance, hablamos de los logros, de los problemas, de cuánta plata se juntó; las decisiones no las toma una persona a su antojo, sino todo es consensuado. Pensamos cómo seguir potenciando nuestros emprendimientos sin obviar las nuevas tecnologías; al contrario, pensando cómo utilizarlas a nuestro favor en pos de generar más trabajo para la gente del lugar, porque lo que no queremos son empresas de afuera. Algunos de nuestros paisanos nos dicen que queremos hacernos los criollos, pero por más que yo cante en inglés, escuche a los Rolling Stones o música clásica, nunca vamos a dejar de lado quiénes somos”.
De una problemática como era el agua salada y contaminada que tomaban, debido a que el pozo de donde la extraían era poco profundo, nació una idea: beber agua en buen estado. Lo planificaron y lo lograron, a través de la Fundación Originarios: “Son 4 hermanos locos de Buenos Aires, que en pandemia perdieron a su papá y con los bienes que heredaron ayudan a Pomis. Primero no queríamos aceptarlo, porque el Estado argentino es el responsable de atender a nuestras necesidades, pero como no nos pedían nada a cambio y tampoco queremos esperar lo que haga o no un gobierno, a través de un sistema por ósmosis ya tenemos el agua dulce, filtrada y purificada”, cuenta la comunidad organizada.
Un territorio que decidió no esperar más las migajas de nadie. Que pide por la presencia del Estado “mediante la consulta previa hacia los habitantes de cada lugar”; pero ante su ausencia, avanza. Progresa. Un territorio que no está en contra de los planes sociales “porque no hay otro apoyo real hacia las comunidades”, pero exige que “no sea el único acompañamiento”. Un territorio que marca un camino. Que vive mejor. Que tiene ideas. Que crea. Que cree en sí mismo. Que va hacia adelante con la potencia de sus antepasados, sin freno, pero con pausas. A un ritmo que no es el de la vorágine de las grandes ciudades. A un ritmo propio. A su cantar. A su sentir. A su pescar. “Somos una comunidad llena de esperanza y de futuro. A partir de la insurgencia dejamos de ser objetos y pasamos a ser sujetos de nuestra propia historia. Esta es nuestra identidad”, resume Fidelina, y cierra su hermano Virgilio, demostrando en palabras de qué hablan cuando hablan de identidad: “Bienvenidos si alguien que lee esta nota quiere conocernos; a través de ustedes, que venga; lo que sí, avisen con tiempo, para tirar un pacú a la parrilla”.