“Desearía tener una comprensión más perfecta de las cosas, pero no la quiero adquirir al precio tan alto que cuesta”. Michel de Montaigne, Ensayos.
¿Quiénes son los nuevos guardianes del conocimiento, eso que algunos suelen llamar “creadores del sentido común”, o “del pulso de la época”?
Me refiero a sujetos concretos, si es que son personas físicas todavía, y no a superhéroes u otro engendro de la ciencia ficción (aunque uno ya no esté tan seguro, viendo cómo está el patio); a las personas con entidad y residencia fiscal en nuestro planeta tierra que contornean, por decirlo elegantemente, todo aquello que leemos y escuchamos, aquí y allá, en todos los lugares adonde vamos… y venimos -sin mucha diferencia, últimamente, entre unos y otros-. ¿Dónde habitan, desde qué sombra mueven sus hilos?
Pienso de repente en la Inteligencia Artificial, y en el Conocimiento Automatizado de los nuevos programas informáticos; también, pienso en los eméritos de la prensa y la burocracia, que podrían llegar a ser lo mismo si nos apuramos, y en los Cripto-influencers, esos ¿seres? hiper activos de las redes sociales.
Pienso, también, en su injerencia en el lenguaje que manejamos. Palabras y términos como “Impacto”, “Calidad”, “Datos”, “Información”, “Libertad”, y todos esos gestos y maneras cada vez más parecidos a una sitcom estadounidense, o a un curso online de un centro de estudios por internet, dependiendo del caso.
Es tan grande ese impacto (sic) en el vocabulario, que no sorprendería ver en un futuro cercano artículos escritos “a la inversa”. Notas de opinión y novelas donde ya todos supiéramos el final de la historia, de tan repetidas sus palabras (no estaría de más averiguar si esto ya no está sucediendo, también, en otras áreas, comenzando por el final de todo y yendo siempre del revés).
Pero volvamos al meollo. Los guardianes del conocimiento oficial se encargan la mayor parte del tiempo de que los pilares persistan inconmensurables, cayendo ellos también en el cliché más común entre las hegemonías de la Historia: se hacen los extranjeros a la hora de incorporar cualquier otro registro que no sea el propio, y para disimularlo -aunque ellos no lo sepan del todo, y lo hagan casi automáticamente, como sus predecesores- recurren al mecanismo más sofisticado de la ortodoxia: el cinismo.
Tenemos, ante este escenario poco improvisador, una previsión de toda esta circularidad perpetrada por los nuevos amos del universo: el futuro se parecerá mucho al presente. Sí, puede que suene bastante obvia la hipótesis, poco elaborada, pero es que sencillamente no creo que haga falta ningún futuro considerable para este “modelo de presente”. Incluso, me animaría a decir que podríamos adelantarnos a él directamente y ya, vivir siempre donde estamos. Sin línea de tiempo. Literalidad absoluta.
En esta línea de pensamiento, que algunos encontrarán algo jocosa pero que no se aleja demasiado del futuro mediato (que no será tal, como ya dijimos), se me ocurre que por un lapso de tiempo podríamos probar de publicar y leer solamente lo que ya se ha escrito, decir lo que ya se ha dicho, pensar… Insertar, por ejemplo (una idea que estoy planteándome con mis propios textos) en un gran programa informático todos los textos realizados hasta la fecha, y que, magia algorítmica mediante, se reproduzcan unos nuevos con otras palabras; serían en realidad exactamente los mismos, pero con un orden de aparición diferente. Esto no sería muy disparatado, después de todo, es lo que ocurre hace ya un tiempo en otros campos del conocimiento, como las teorías económicas, o la escolástica, pioneras de la cultura del reciclaje previas al Ecologismo.
Me imagino, sí, un mundo con ese molde, con esa textura poco porosa; y con imaginar, ya estamos siendo bastante osados, unos anómalos en el eterno retorno de lo mismo postmoderno. Imaginar se imaginaba cuando aún había un “después”, cuando las personas humanas se perdían por la ciudad buscando una calle (o, simplemente, se perdían), y en lugar de querer encontrar el punto cardinal exacto de su geolocalización a través de un satélite espacial en tiempo real, se quedaban con cara de tontos mirando escaparates, o a la mismísima nada.
Y probablemente eso es lo que hemos perdido en total, la nada, que es otra forma de decir que lo hemos perdido todo. Y no hablo de la conocida nada que nadea de algún filósofo alemán (esa, por lo menos, nadeaba), sino de esta nada que no hace absolutamente nada para nadear.
¿Pero por qué, se preguntará el lector, este encarnizamiento demasiado solemne contra aquellos que nos cuidan de la incertidumbre, de la ignorancia? ¿Acaso no son estos señores los más indicados para conocer lo equidistantes que podríamos llegar a ser, lo poco previsores que siempre fuimos?
No tengo la menor idea de cómo responder a estas preguntas. A bote pronto, lo único que se me ocurre como alguien que mira con cierto recelo -y miedo, por qué negarlo- lo que le rodea diariamente es que todo lo que no entre en esa zona cero que llamamos hoy mundo será visto no tanto como una amenaza a abatir (llegar a serla sería un milagro, otra anomalía), sino más bien como una nueva gestión a optimizar, porque más que origen solo hay destinos para los guardianes del conocimiento, y más que procesos, velocidades distintas para arribar a la fuente, el dato pater, una ilusión que nos viendo guardando bastante bien del desborde generalizado, y ya que estamos, de nosotros mismos.