El género vernáculo: un concepto heurístico”: “tenemos que volver al género vernáculo, a ese entramado social y cultural de correspondencias en el que todo ser era lo que era por su correspondencia con otro, de la misma manera que la orilla derecha de un río sólo es orilla porque existe la orilla izquierda. No son parejas, ambas orillas, son casi iguales y a la vez totalmente diferentes. Pero en ese encuentro indisoluble, está la vida por hacer, en una mirada que es mía pero tuya pero nuestra y diferentes las tres y a la vez no.
Desinformémonos
Decía Antonio Machado que “un ojo no es un ojo porque lo veas sino porque te mira”.
La reciprocidad, la mutualidad comienza por el reconocimiento de la otra persona en su plenitud. Como sujeto, dicen. Nos encontramos en mitad del puente, diría Cortázar.
Y el cruce de caminos es nuestra primera zona de contacto con cualquiera otros, otras.
Para ese encuentro, en condiciones de respeto mutuo —que nunca son realmente “igualdad de circunstancias” como se dice ritualmente, sino el reconocimiento de la diferencia entre uno y la otra persona, cada quien con nuestra circunstancia y nuestra historia—, es también el reconocimiento del contacto, de nuestra corporeidad en contacto.
Ese reconocimiento de que somos una frontera ambulante, es pertinente en tanto reconocemos a cada quien de igual manera.
Cuando se dice que los héroes de Homero veían en los ojos, la frontera adquiere importancia si asumimos la corporeidad de la mirada. Y como tal nuestro compromiso de inmediatez con lo que miramos. Nuestra mirada es nuestro encuentro. Siguiendo a Maurice Merleau-Ponty, filósofo francés contemporáneo de Sartre, nuestro tacto visual llega hasta allá, p lo que vemos está aquí mismo, nunca vemos desde la distancia.
Plantear una mirada alejada como empezó a enfatizarse desde la propuesta de la perspectiva, como si nuestro ojo fuera un dispositivo ajeno a nosotros que capta la luz, es tan positivista y busca ubicarnos como el ente que juzga, fuera de la situación, de lo que ocurre. El punto focal lo recibe tu ojo como dispositivo/mediación que recibe de todas partes, pero aquí ya no miras en los ojos como una frontera, como una piel. Dice John Berger en Modos de ver: “la convención de la perspectiva, única en el arte europeo de principios del Renacimiento, centra todo en el ojo de quien detenta la mirada. Es como un rayo de un faro, pero en vez de que el faro viaje hacia afuera las apariencias del mundo viajan hacia dentro. Las convenciones llamaron a estas apariencias, la realidad. La perspectiva hace de cada ojo individual el centro del mundo visible. Todo converge en el ojo como el punto de desvanecimiento del infinito. El mundo visible es ‘arreglado’ para el espectador como alguna vez se pensó que el universo se arregló para un Dios. Según la convención de la perspectiva no hay una reciprocidad visual. No hay necesidad de que Dios se sitúe en relación con otros: él mismo es la situación. La contradicción inherente de la perspectiva es que estructura todas las imágenes de la realidad para que respondan a un sólo espectador que, a diferencia de Dios, sólo puede estar en un sólo lugar en un tiempo dado”.
Con el advenimiento de la cámara fotográfica, que buscaba registrar la exactitud del mundo como ninguna pintura, dibujo o grabado pudieron hacerlo, en realidad la convención de la perspectiva tuvo que soltarse, porque la cámara resaltaba que podías cambiar de punto de mira, y que podías situarte y resituarte. Lo que siguió sin cambio fue la idea cartesiana de que uno está fuera de la situación que juzga y uno es el poder (la inteligencia) que dilucida, describe, explica y concluye.
En cambio el aquí y ahora del ojo como frontera, como en la antigüedad, siempre plantea una mutualidad inmediata, y como tal una ética inescapable. Cómo nos responsabilizamos con ése o ésa o eso con que nos encontramos. El aquí que es allá que es aquí desde allá (reseñaba Rafael Mondragón un texto de Jean Robert) y el más allá de los tiempos dispares agolpados en nuestra imaginación, nos gritan que al espacio lo miremos como punto de encuentro, y no como distancia.
Si la razón instrumental está en el origen de invocar mediación tras mediación, un medio para un fin que se vuelve un medio para un fin interminablemente, también entonces nos niega la mutualidad y es el origen de quien busca poder y desde ahí utilizar seres y “cosas”. En cambio, recuperar la corporeidad de nuestra relación es recuperar nuestro lugar relativo frente al resto de seres con quienes nos relacionamos.
Porque iniciadas las mediaciones no hay fin en el laberinto de la enormidad que se desata y entonces se nos normaliza nuestra percepción de ser utilizados por otros, cosificados por otros hasta que parece que siempre hemos sido esos seres deshabilitados que sólo así somos “útiles” para los procesos de quienes se plantean “dioses”. Esa entelequia que es “ la superioridad”.
Si buscamos otros espejos para estas reflexiones, basta asomarnos a la obra Merleau-Ponty, que dice en El mundo de la percepción: “la física de la relatividad confirma que la objetividad absoluta y última es un sueño, mostrándonos cada observación estrictamente ligada a la posición del observador, inseparable de su situación y rechazando la idea de un observador absoluto”.
¿Cuál es nuestra reacción ante esta idea de la perspectiva, que aleja y entroniza al observador como entidad divina que juzga y discrimina, y que le confiere poder, que le define como poder ante el cual todo lo visto y percibido es objeto, es utilizable, domesticable, sometible y explotable?
Cuando la gente asume su disposición a ser sometida, o cuando no le queda otra que aceptar la condición que se le impone, acaba creyendo el juicio del “observador absoluto”, la mirada del poder que cosifica todo, que lo convierte todo en mercancía, y a su vez comienza a aplicar el juicio de este “observador absoluto”, que siempre es homogenizante, que siempre borronea las diferencias, o extrema las diferencias hasta hacerlas irreconciliables, por no asumir que la otra o el otro son sujetos, son personas en plenitud. O se les rechaza y se les busca destruir o se les desdibuja, se les achata, se les destruye o borronea con las pulsiones propias de la posesión y el poder.
Asumir la objetividad absoluta, la única realidad como la dicta la ciencia de los poderosos y no una ciencia ética y experimental —cuyo rasgo fundamental es la critica y el cuestionamiento perpetuo—, es también aceptar la lógica inescapable del poder, del racismo, de la clase, que nos juzga con sus criterios, sin reciprocidad o siquiera sin relación alguna. Porque los poderosos, las poderosas, piensan que están por encima de las contingencias de lo existente.
Borrar el pasado es entonces importante para ese poder que nos busca someter, porque reconocer las transformaciones y los hechos históricos, nos hace percibir los procesos, las mutaciones, los flujos, las relaciones.
Con la era de la reproducción, que es la industrialización de todo, incluida la mirada, el carácter de cada suceso, de cada objeto, de cada “imagen” (que también es una relación) pierde su carácter de único, para ser un ejemplar más (una copia más), de la interminable serie, y curiosamente eso nos borra la historia de todo lo imaginable, nos borra los procesos, los flujos de todo: cada suceso se vuelve algo que no es sino cosa, mediación para nuestros fines, o consumo final, desaparición, como la de nuestros desaparecidos y desaparecidas por los caos políticos que padecemos.
Podemos salvar la mirada si buscamos aproximarnos relacionando todas nuestras experiencias, si utilizamos esas imágenes de un modo que se complementen con nuestro lenguaje pero sobre todo si reconstruimos los procesos de donde surgieron esas cosificaciones, para devolverles su carácter de flujo. Reconstruir la historia de una mirada, de un proceso de creación, la historia de los encuentros, la historia de los pueblos, es volver a poner delante de nosotros el quiénes somos ante los otros, ante las otras.
Pero la evanescencia actual de las imágenes digitales y la obsolescencia programada de nuestras “aplicaciones”, pueden tal vez ser demasiado veloces para estas disquisiciones del siglo XX. No terminamos de entender lo que nos han robado y ya nos impusieron más normalizaciones deshabilitadoras más totales.
Entonces, más que nunca, es cierto lo dicho por John Berger: Hoy “estamos ante el lenguaje de las imágenes [evanescentes, instantáneas, efímeras]. Lo que importa ahora es quién hace uso de ese lenguaje y para qué propósitos […] un pueblo o una clase a quien se le cercena de su pasado es bastante menos libre de elegir y actuar que quienes pueden situarse en su historia”.
Recuperar el pasado, es siempre recuperar nuestras relaciones, y ahí, para que nuestra mirada no sea secuestrada, tenemos que volver a buscar las mutualidades, las correspondencias. Hablando de la obra de Iván Illich, Jean Robert dijo en “El género vernáculo: un concepto heurístico”: “tenemos que volver al género vernáculo, a ese entramado social y cultural de correspondencias en el que todo ser era lo que era por su correspondencia con otro, de la misma manera que la orilla derecha de un río sólo es orilla porque existe la orilla izquierda”.
No son parejas, ambas orillas, son casi iguales y a la vez totalmente diferentes. Pero en ese encuentro indisoluble, está la vida por hacer, en una mirada que es mía pero tuya pero nuestra y diferentes las tres y a la vez no.
Todo lo demás son secuestros, robos de sentido, destrucción de los ámbitos de lo social y lo político. Y tenemos que recuperar lo inmediato y lo permanente de nuestro quehacer político.