Originalmente publicado en forma de panfleto por el Centre de Recherche sur la Question Sociale (París, noviembre de 1973), este texto de Daniel Denevert (1949) es uno de los primeros análisis de la teoría situacionista como obstáculo para el movimiento revolucionario, en primer lugar como subproducto de la sociedad existente. Para su traducción fue retomada la edición publicada en el sitio web de Bureau of Public Secrets.
«¡Es preferible deber que pagar con una moneda que no lleve nuestra efigie!», así dice nuestra soberanía.
Nietzsche, La gaya ciencia
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El esfuerzo teórico organizado, el más avanzado desde Marx, realizado por las Internacionales Situacionistas, no sólo ha arrojado su última luz, sino que incluso parece querer conformarse con un lugar entre las curiosidades del museo de la historia revolucionaria. La bestia teórica en el suelo no parece que vaya a levantarse de nuevo; los ecos de los sustos pasados son todavía suficientemente perceptibles, pero permiten un alivio suficiente para que la piel del monstruo se entregue a la leyenda.
La desventura de la teoría de los situacionistas y la que hizo sucumbir a los movimientos comparables de intelectuales revolucionarios en el pasado acabaron por converger en la naturaleza de sus fracasos. Al igual que el pensamiento marxista y otros intentos posteriores de crítica revolucionaria, todos los resultados del esfuerzo real teórico-práctico situacionista terminaron siendo completamente invertidos en su sentido, y se convirtieron en nada más que una verborrea cultural particular en la pseudocomunicación generalizada impuesta a los hombres de las condiciones existentes, tanto en su aceptación de esas condiciones como en su revuelta.
El verdadero espíritu situacionista, el mismo que estuvo claramente en el origen de la aventura situacionista para cualquiera que entienda tales empresas, no tiene ahora más remedio que volverse sin piedad contra el edificio de su propia teoría petrificada, contra todo su pasado y sus viejos valores, o ser barrido del campo de batalla revolucionario como logomaquia inútil y obsoleta.
A partir de ahora, no será posible ningún nuevo desarrollo del pensamiento revolucionario hasta que se haya aplicado el poder crítico situacionista, no sólo a la vieja organización de la I. S., sino a la propia teoría situacionista. Es el programa de una teoría del combate que contiene su propia crítica lo que debe ser asumido desde el principio.
Para ello, es necesario dejar de juzgar la teoría de los situacionistas por su intención teórica, su validez científica, su programa, etc., es decir, por el propio terreno en el que quiere ser juzgada. Dudar en hacerlo, por ejemplo, por una preocupación equivocada por la objetividad intelectual, o respetuosamente, porque nadie lo ha hecho mejor (Rusia en 1917 no tenía una teoría mejor que la de Lenin), sería, en el mejor de los casos, avalar las desventajas de una ortodoxia desencarnada a la manera de Korsch, o la ilusión de un Lukács. Si la teoría de los situacionistas sigue siendo de interés directo para el movimiento revolucionario, es para aprender la lección de lo que puede haber llegado a ser: una ideología sobre la revolución entre otras, un sistema de representaciones que expresa algo distinto de lo que cree significar, y que sirve a objetivos distintos de los explícitos.
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La teoría de los situacionistas llegó a ser conocida como la teoría revolucionaria de la insatisfacción; se encontró, tanto porque fue capaz de expresarlas como porque fue posible gracias a ellas, en el punto de convergencia de todas las líneas de fuerza que transforman las condiciones de existencia —y por tanto de lucha— en la sociedad contemporánea; como crítica de una etapa de la sociedad mercantil que estaba lejos de haber desarrollado concretamente todas sus consecuencias materiales (entre estas consecuencias hay que contar su propia oposición revolucionaria), la teoría de los situacionistas corría el riesgo de convertirse en la expresión de toda la insatisfacción liberada por este proceso; es decir, no sólo de la insatisfacción profunda ligada a la proletarización de todos los sectores de la existencia social, que se ha convertido en verdaderamente revolucionaria, sino también esa parte de insatisfacción superficial, con mucho la más espontáneamente compartida, ligada a la frustración cada vez mayor de los viejos hábitos y gustos, y también a los propios datos de la etapa actual. La teoría de los situacionistas no supo ver lo suficiente este peligro, contenido precisamente en la lógica espectacular de las condiciones contra las que luchaba, lo que la llevó a ser entendida y finalmente a entenderse a sí misma según la lógica de la ilusión; así como a ser asimilada por el orden existente como el código cultural de la insatisfacción integrada.
El consumo jerarquizado de bienes económicos, de pseudo-relaciones entre individuos y de pseudo-objetos de lucha, que el espectáculo de la insatisfacción moderna proporciona ahora en abundancia, tiene como contrapartida subjetiva inmediata esta forma de insatisfacción superficial, que de hecho constituye la base subjetiva real sobre la que sólo puede funcionar el sistema social actual.
Cuando esta insatisfacción superficial cree que debe traducirse al «lenguaje situacionista», las ilusiones ópticas y la confusión que consigue crear por su cuenta tienen que ver con la propia naturaleza de los conflictos existentes. El proyecto revolucionario y la necesidad de establecer las condiciones socio-históricas de un «goce sin trabas» y la simple publicidad del goce en la era económica —que va desde el elogio sin reservas de las condiciones actuales hasta una posible depuración burocrático-ecológica de las mismas— se superponen, hasta el punto de confundirse a veces, en sus expresiones; esto es así porque, en realidad, se trata de un conflicto sobre la misma cuestión histórica, considerada sucesivamente desde un lado de la barricada y del otro. Sin embargo, aunque a veces puedan parecer muy similares, la insatisfacción superficial está tan alejada de la insatisfacción revolucionaria, cualitativamente, como lo puede estar la propia víctima resignada de las condiciones existentes. La generalización de la insatisfacción superficial, como postulado que ahora domina la percepción y todas las representaciones de la vida social contemporánea, sólo refleja el hecho de que las cosas se han vuelto tales que nadie puede resignarse tranquilamente a ellas; es la propia resignación la que ha tenido que adoptar la forma y el lenguaje de la insatisfacción.
No es de extrañar que la teoría revolucionaria —que, para situar la comprensión de la cuestión social sobre una base mejor, reintrodujo el método dialéctico de la totalidad en la lucha— pudiera encontrar, sin dejar de ser fundamentalmente incomprendida, tal resonancia en aquellas condiciones sociales en las que la economía reina sobre la vida humana de forma totalitaria. El aspecto moderno y familiar de la noción de totalidad ya no se le escapa a nadie, aunque sólo sea porque todo el mundo ha sido educado en ella a través de las reglas jearquizadas de la vida social jerárquica y del consumo; cada grado de consumo y poder jerárquizados sólo puede codiciar el grado superior porque, fundamentalmente, es la totalidad de los beneficios económicos y del poder social la que se entrega a la codicia de la organización jerárquica.
La totalidad como nueva referencia de la necesidad social está, en efecto, presente en todas partes, pero considerada pasivamente, como totalidad externa de los bienes económicos; de modo que la insatisfacción superficial puede respetar todas las reglas económicas, o llegar a romper algunas de ellas en nombre de lo que cree que es un programa revolucionario, los objetivos que codicia la devolverán siempre a las condiciones en las que se encontraba originalmente, sometida al principio mismo de una economía de la vida social y, en consecuencia, de una economía de su conciencia y de su práctica.
El sistema de consumo mercantil, aunque nunca hubiera existido una teoría situacionista constituida, como posible fuente de inspiración, contiene implícitamente su propio situacionismo, como utopía de un placer económico que se puede consumir sin límites y sin contrapartida. Precisamente porque no es más que un momento del proceso económico, la esfera del consumo —es decir, el conjunto de la vida social formalmente dejado a la iniciativa de los individuos— no puede emanciparse de sus límites y es absolutamente dependiente de su contrapartida económica, por lo que es su situacionismo natural el que debe convertirse en verdaderamente situacionista; pero entonces es la propia concepción del placer heredada de la era económica la que debe transformarse primero.
La era de la producción y el consumo de la mercancía moderna corresponde a un desaprendizaje masivo de las pocas aptitudes humanas que se poseían en forma embrionaria en el pasado y que eran localmente necesarias para la mera supervivencia. Lo que ahora se enseña, se desea y se practica realmente en la esfera del consumo social, resulta ser la economía consumada del placer y la aptitud de vivir; lo que se impone en todas partes, sin encontrar ninguna resistencia revolucionaria real, son la subcultura, el goce, los gustos y las manías del hombre antihistórico. Y son estos mismos rasgos de mediocridad general los que envenenan e imposibilitan todo intento de lucha revolucionaria seria. El hábito del placer económico mantiene al individuo en la misma relación en la que ya se encontraba con el mundo en su conjunto, al venir a él externamente; y es como una externalidad, excluyendo toda iniciativa fundamental en la decisión y la acción, que el placer económico es deseado y consumido.
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Algunos siguen creyendo, por ejemplo, que el poder embrutecedor de la publicidad comercial reside en que hace que la gente compre más bienes inútiles. En realidad, cuando la publicidad comercial ensalza las cualidades de tal o cual mercancía, o de tal o cual pseudonecesidad que debe ser satisfecha, se encuentra necesariamente con la contradicción de un producto competidor, de un sindicato de consumidores o del simple sentido común de la gente. Pero más allá del terreno comercial, lo que la publicidad impone sin conocer esta vez ninguna réplica, desviando la atención del espectador del hecho de que, por definición, el lenguaje publicitario ya ha aprobado todo lo relativo al sistema existente y da el espectáculo de su feliz aprobación, son todas las premisas socioeconómicas de las que no es más que una consecuencia (y no entre las más graves), el modo de servidumbre ligado a él, la pobreza de las necesidades que se derivan de él y el absurdo fundamental de satisfacerlas mediante las reglas del consumo. Se puede apreciar como una situación límite del actual embrutecimiento publicitario el hecho de que la propia publicidad consiga convertirse en un objeto de conflicto, llamando a la gente a definirse a favor o en contra de ella.
Sin embargo, si hemos de juzgar su poder embrutecedor, la publicidad comercial es mucho menos peligrosa que otras formas de publicidad que no se presentan como tales, ya sea en la esfera política o en la llamada esfera cultural, incluido el sector puramente científico. En realidad, es el conjunto de la vida cotidiana colonizada el que contiene todo el poder embrutecedor de la publicidad de este mundo; en cierto modo, los obreros de la empresa relojera Lip acaban de ser mucho más formidables publicistas del modo de vida existente que la empresa publicitaria Havas, contando todos los posibles efectos mistificadores de su especialidad desde que comenzó a ejercerla.
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Como crítica al trabajo alienado y como proyecto para su liquidación revolucionaria, la teoría de los situacionistas encuentra, como terreno objetivo favorable, el fenómeno creciente del desclasamiento de una fracción de la población que hasta entonces había estado integrada y sometida y que ahora era más proclive a volverse contra la institución del trabajo. Sin embargo, es una crisis estructural de la economía moderna que tiende a arrojar a los individuos a la ideología revolucionaria mucho antes de que sean capaces de apreciar la revolución como la única solución histórica capaz de disolver prácticamente la alienación de la actividad humana. Es el mundo del trabajo el que rechaza a los que desclasa a soluciones periféricas de supervivencia, a expedientes, a criminalidad de miras estrechas y a sueños revolucionarios sospechosos; no ellos, que tratan el trabajo como el más pesado impedimento para nuevas formas de lucha y de conciencia.
La transformación económica moderna modifica las condiciones del trabajo alienado, transforma la composición de las clases sociales, destruye las representaciones que tradicionalmente estaban arraigadas en ellas, reconstruye el entorno de arriba abajo, cambia todos los datos del juego político-económico global, pero en última instancia deja al individuo desclasado en la misma penuria antihistórica en la que sigue empleando a los demás. La parte del trabajo alienado que hoy se rechaza de forma más o menos confusa en todas partes, además de ser la parte de la que el mundo del trabajo intenta deshacerse más a menudo, es de hecho directamente designada como arcaica por la nueva mentalidad que se está forjando como corolario subjetivo de las formas modernas del modo de producción mercantil.
El hecho de que los rastros de saber-hacer antes ligados a ciertos sectores de la producción material e intelectual y, por regla general, todos los rastros de sentido práctico tiendan a desaparecer radicalmente del terreno social, es una consecuencia directa de la extrema parcelarización y el sinsentido de las tareas en la producción mercantil (siendo la colonización consumada de los gestos y la decisión del trabajador dentro de su alienación económica primitiva sólo un aspecto de la colonización general de toda la vida social). Son todas las aptitudes y deseos de una actividad no dictada externamente las que se destruyen en profundidad en los hombres de este tiempo. La pereza desarmada, hasta el punto de rechazar las pseudoactividades ofrecidas en la producción, pero sin poder reinventar la actividad humana sobre otras bases, se impone por doquier como la actitud subjetiva normal ante el nuevo estado de cosas social.
Al mismo tiempo, otro conflicto relacionado con las condiciones modernas del trabajo alienado surge del modelo de máximo goce económico, encarnado por el estrato social de los directivos, pero que la sociedad actual propone como sentido final de la existencia, no sólo a los directivos, sino a todos los estratos sociales serviles. Los proletarios modernos se educan ahora en la mentalidad promedio de los directivos; los campesinos, los obreros, los intelectuales, etc., tienden a perder las representaciones que tenían de sí mismos y a sustituirlas por las representaciones, gustos y deseos típicos de los directivos. Este proceso, que tiende a reconfigurar la alienación subjetiva en un modelo único, puede verse en el mundo del trabajo, por ejemplo, en el hecho de que la demanda de participación individual en la toma de decisiones económicas (así como en la toma de decisiones políticas fuera del trabajo), que al principio sólo formaba parte del estatus socioeconómico del directivo, se está convirtiendo en la demanda natural de todos los trabajadores, al mismo tiempo que la crítica oficial que la organización del trabajo hace de sí misma.
La magnitud de los problemas a los que se enfrentará el movimiento revolucionario en los años venideros puede calibrarse considerando que es a partir de la pérdida casi completa de todos los viejos talentos, y de este estado de ánimo contemporáneo que no tiene todavía gusto, y que no está preparado para ningún tipo de empresa práctica libre, que debe comenzar el largo aprendizaje de una nueva forma de sentido práctico global, y el cultivo universal de los talentos proletarios.
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Como teoría de la autonomía individual, la teoría de los situacionistas, una vez vaciada de su espíritu negativo, se une pura y simplemente a la visión ética burguesa de una libertad individual desencarnada. Pero la verdadera miseria, que puede mentirse a sí misma sobre su destino de esta manera, ya no es tanto la libertad formal del trabajo frente al capital, sino esa libertad de la pura apariencia alimentada por las reglas del placer consumible; esa libertad de la irresponsabilidad, que sólo acepta comprometerse para permanecer separada, que recurre incesantemente a los procesos externos de valorización.
La naturaleza de la libertad y la necesidad de libertad reivindicada bajo la identificación de la insatisfacción superficial con el proyecto situacionista, como con todas las ideologías de rechazo de las condiciones existentes, puede entenderse como un sueño promocional banal. El individuo de las condiciones existentes, que precisamente ha perdido todas las cualidades individuales, sueña con entrar en la sociedad sin clases tal como es. Como le importa poco su cumplimiento a pesar de las condiciones actuales, no puede buscar la revolución como solución socio-histórica para prolongar este cumplimiento; sólo puede soñar con pasearse en su miseria con menos dificultad que en el viejo mundo. Todavía no siente la necesidad de hacerse dueño de la vida social, y como consecuencia de la estrechez de sus necesidades reales, todavía es muy pobre en la identificación de los obstáculos reales a una revolución; simplemente le gustaría que sus actuales amos se hicieran a un lado ante un milagro proletario. Así, incluso cuando cree sinceramente que puede prescindir de una autoridad que modele su existencia por ella, ya está reclamando el nuevo poder que la someta.
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Cuando una teoría revolucionaria ya no es capaz de llevar a cabo su tarea práctica de transformar las condiciones de conciencia existentes, la falta de originalidad y la miseria de los que persisten en sus ruinas alcanza rápidamente proporciones caricaturescas; para describir al revolucionario promedio, basta con reducirlo a la alienación promedio de su época.
Si desprecia la imagen epinal del líder, por ejemplo, el revolucionario contemporáneo no se libra en absoluto de la necesidad jerárquica. Las motivaciones que le hacen identificarse con el «bando revolucionario» ya serían suficientes para demostrarlo. Al no poder figurar en la jerarquía social existente, quiere consolarse soñando con un trono en la sociedad futura; no necesariamente porque quiera desempeñar un papel dominante en ella —la mayoría de las veces no hay nada en él que le lleve a esa ilusión—, sino porque es en la sociedad actual donde se asegura un lugar en la jerarquía pirata que constituye la comunidad revolucionaria. Entre todos los nuevos deberes que le incumben, el revolucionario contemporáneo desprecia hoy al viejo mundo y al más conspicuo de sus siervos, pero esto es igual que algunos obreros europeos mal pagados siguen despreciando al trabajador inmigrante, sin otra razón que la de que éste refleja con demasiada crudeza su propia imagen de esclavos.
Pero a través de los vericuetos de su sub-aventura teatral, el revolucionario promedio llega a demostrar mucho más directamente su profunda necesidad de un entorno jerárquico: la solidez de su ideología, es decir, toda la convicción que puede poner en ella, depende directamente de la absoluta seguridad ideológica que encarna la personalidad del líder. Si se encuentra en una posición de liderazgo, el revolucionario promedio siente, por el contrario, la necesidad absoluta de ser seguido, porque sólo la convicción ciega de sus seguidores puede apoyarlo objetivamente, pero sobre todo subjetivamente, en su papel. Tanto si se le sigue como si él sigue, es la misma necesidad de ilusión y de puesta en escena la que subyace en su mentalidad.
Es importante ahora que los experimentos de posibles asociaciones igualitarias, que lograrán reconstituirse en la lucha contra las condiciones existentes, no acepten más en su interior, y combatan en el exterior, el menor seguimiento teórico que no imponga simultáneamente la humildad, la reserva, y finalmente la seriedad del discípulo, en el sentido de la educación clásica, ante la tarea emprendida.
La ideología revolucionaria no sólo aparece como un estado de falsa conciencia social, sino que se enuncia constantemente de forma directa como un rechazo práctico de la verdad y de sus consecuencias concretas; como aspecto de la ideología revolucionaria, el voluntarismo igualitario tiene la única función de proporcionar un telón de fondo honorable a la huida de la tarea práctica.
Es bien sabido que el igualitarismo anarcosituacionista siempre se ha negado a reconocer la organización jerárquica real sobre la que funcionaba; esta importante renuncia práctica acabó por reducir la teoría de los situacionistas sobre la cuestión de la organización revolucionaria a una mera contraideología opuesta a la organización jerárquica dominante, prefiriendo compartir la ilusión y la mentira oficial de la igualdad que sufrir la desgracia de su negación. sin embargo, de la aceptación de esta negación y de las conclusiones teórico-prácticas que de ella se desprenden dependía la posibilidad, cuando aún se estaba a tiempo, de abordar eficazmente todos los nuevos problemas, especialmente para la antigua I. S.
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La necesidad ideológica que persiste en los individuos ceñidos a las reglas de las relaciones sociales de la sociedad mercantil, y que se reconstituye cada vez incluso en su revuelta, es lo contrario de la intuición y el sentido teóricos reales, de los que depende ahora el giro, y el resultado final, de cualquier rebelión teórico-práctica real.
La ideología, por mucha seriedad científica que tenga —la teoría marxista-situacionista, por ejemplo, contiene una amplia base científica que conserva incluso mucho tiempo después de haberse volcado en una ideología—, es un velo tendido entre el individuo y la realidad, y refleja un sistema de intereses que quieren conservar ese velo. En la contraideología revolucionaria que se opone actualmente a las condiciones existentes —funcionando de manera análoga al espectáculo social al que se adhiere—, el interés de lo separado y la necesidad real de separación que la domina se disfrazan como la afirmación pura y dura del estado de cosas contrario. Sin embargo, los fundamentos ideológicos de todo pseudopensamiento revolucionario moderno, ya sea semioficial o salvaje, son directamente descifrables en su esterilidad teórico-práctica.
La inteligencia ideológica —que sólo en muy raras ocasiones toma la forma de una burda ignorancia— es esencialmente la inteligencia del contenido, es decir, la asimilación positivista de una realidad externa, ya se trate de la comprensión de un maestro de pensamiento o de la situación socio-histórica o individual que la contiene. La inteligencia ideológica funciona por identificación, y lo que realmente está en su base es la necesidad de identificación. La inteligencia dialéctica, en cambio, debe derivar su fuerza antiideológica al lograr la percepción de la forma, es decir, sobre esta base, la inteligencia de los procesos ocultos bajo la percepción inmediata del contenido. La comprensión de la forma, es decir, de la parte no visible de la realidad, es la condición indispensable, que precisamente en la inteligencia ideológica falta, para la determinación del sentido final que se encuentra en la relación de la forma con el contenido.
Bajo la pantalla y el juego de los contenidos —el carácter espectacular de la sociedad moderna puede ser captado como la organización social sistemática de esta pantalla— el trabajo de lo negativo tiene lugar principalmente en el nivel de las formas antes de convertirse él mismo en contenido visible. (La actividad humana puede entenderse como la forma superior que tiene el privilegio de construir sus propios contenidos, transformarlos o retirarse de ellos a su antojo).
Si la inteligencia dialéctica depende de la facultad de distanciarse del contenido, la huida ideológica, en cambio, refleja la alteración de la facultad de distanciamiento; al no poder someterse teórica y prácticamente a las formas existentes, el pensamiento ideológico está de hecho totalmente sometido a ellas.
La facultad negadora de distanciamiento puede entenderse como la facultad de replegarse sobre sí mismo, como la facultad de romper la propia relación inmediata con las condiciones existentes; en definitiva, como la facultad del individuo de tomar partido en el conflicto interior que resulta de esta relación.
El individuo capaz de distanciarse es el individuo reconciliado con su verdadera individualidad, es decir, capaz de verse a sí mismo en términos de su devenir y del conflicto histórico fundamental en el que está suspendido su devenir. Es a través de la facultad de distanciamiento que el individuo conserva el conocimiento de su libertad y puede realizar y verificar su construcción práctica en la lucha.
La ausencia de la facultad de distanciamiento, que es la condición de la huida siempre renovada hacia los elementos externos de valorización, es el hecho del individuo subjetivamente separado, que ha terminado por interiorizar la separación social externa de la condición proletaria; este individuo sigue siendo subjetivamente un extraño para sí mismo, del mismo modo que debe seguir siendo un extraño para la perspectiva de la teoría revolucionaria, incluso cuando se ha inclinado a dedicarle superficialmente su existencia.
Del mismo modo, el movimiento histórico por el que la clase proletaria se libera progresivamente de la exterioridad total de su condición socio-histórica primitiva, no es otra cosa que el acto de distanciamiento histórico al que queda suspendida la posibilidad de una conciencia de clase, entre otras posibilidades.
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Porque sigue siendo ante todo un ser externo, el individuo sin originalidad producido por las condiciones existentes siente la necesidad, cuando los conflictos de la sociedad actual acaban por alcanzarle directamente, de que sus gestos de revuelta se encarnen, paralelamente, en héroes mitológicos.
Cristo es la condición de la mentalidad cristiana porque es la encarnación subjetiva que une la tierra con el cielo; es el ser subjetivo externo que hace posible la mentalidad cristiana, porque en realidad es la tierra, y el papel que desempeña en ella, lo que constituye para ella el verdadero cielo inaccesible. En la mentalidad revolucionaria común —en la que la mentalidad situacionista pura sólo se distingue por un voluntarismo más acentuado y a menudo más ciego— los héroes revolucionarios desempeñan literalmente la función de un Cristo. La visión novelesca de los ultrateóricos y de muchas sublevaciones históricas selectas logra a través de la personalidad sagrada de los héroes la unión de la trivialidad terrenal con el cielo de la historia universal. Ya Lenin (los bolcheviques fueron grandes pioneros de este culto) decía que sólo se es verdaderamente marxista cuando uno se pregunta «qué habría pensado y hecho Marx en esta situación». El talento espectacular personal de la antigua I. S., así como un aspecto de su talento práctico real, fue intentar el siguiente paso en esta clásica puesta en escena heroica, aumentando decisivamente la concreción del mito: con la IS, una comunidad de semidioses fue investida con el poder de anunciar las nuevas condiciones paradisíacas.
Porque, en contra del más simple sentido común, el revolucionario contemporáneo comienza su tarea dejando de mirarse a sí mismo a la cara, se identifica sucesivamente, en orden decreciente de abstracción, con el «sentido de la historia», con la epopeya de un «proletariado» desencarnado, con las personalidades novelescas de sus maestros de pensamiento y, finalmente, y de forma más directa, con las personitas aturdidas que la vida cotidiana pone en su camino. Como todos los religiosos, el revolucionario ha organizado su universo bíblico en el que se recogen todos los episodios fantásticos, y que al mismo tiempo definen el sentido de sus ritos. Aprende, por ejemplo, que «la Comuna de París fue la dictadura del proletariado»; los negros de Watts, «la crítica en acción de la vida cotidiana»; también se le advierte contra la «sociología» y el «estructuralismo», que sabe que son los hijos malignos de la «mercancía» y el «espectáculo».
Del mismo modo que consigue convertir toda su vida concreta en una farsa lamentable —y en esto el revolucionario promedio es el digno hijo de las condiciones existentes—, su pensamiento es una pálida imitación de lo que otros, por haber vivido la aventura necesaria, han pensado en su lugar antes que él. Según la secta a la que pertenezca, saliva ante los peores clichés que ocupan el lugar de los vínculos y las representaciones colectivas; se enorgullece de entender el trasfondo, sólo bromea con los chivos expiatorios que su ideología designa, porque sabe que, como él, sus compañeros sólo podrán reírse de ellos. Su expresión grupal —y, en definitiva, su único logro verdaderamente personal— se reduce precisamente a mostrar, tan a menudo como sea posible, que es efectivamente el discípulo servil de la secta y el sectarismo que lo contienen.
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Las exigencias de ciertas tareas prácticas empujan a veces a los revolucionarios a asociarse, y la mayoría de las veces no se puede alcanzar el menor de los objetivos que se han propuesto porque es en la propia asociación donde han empezado a cometer errores. La debilidad cualitativa del movimiento revolucionario moderno ha acentuado constantemente esta necesidad, que es primero en la forma de asociación que todo queda por aprender. Hay que tener en cuenta que la propia profundidad de los objetivos que los revolucionarios pueden plantearse en el curso de su lucha, así como las posibilidades que tienen de alcanzarlos, dependen dialécticamente de su saber hacer sobre las cuestiones de asociación.
Sin embargo, cuando las cosas llegan a un punto en el que la asociación se convierte en una necesidad práctica, siempre es posible juzgar el valor de un individuo, es decir, la naturaleza de la relación que este individuo tiene consigo mismo, con los demás y con toda la realidad, haciendo esta observación: la huida ideológica, que no siempre es detectable desde el principio en el plano de las ideas solamente, dejará al individuo en un estado constante de miseria e impotencia.
La ideología, que debe entenderse siempre no sólo como un determinado estado de falsa conciencia, sino también como un conjunto de condiciones materiales y subjetivas que la hacen imprescindible, no admite ningún progreso en la aptitud para la vida y la lucha; porque es la peor escuela de la misma, y porque es siempre obra de personas que, en lo fundamental, no quieren cambiar nada, y, sobre todo, que no quieren cambiar ellas mismas. El esclavo moderno, ya sea revolucionario, o simplemente satisfecho con las condiciones actuales, o un compromiso entre las dos posiciones, es el hombre antidialéctico por excelencia; el hombre de una época en la que todo el progreso, todo el gusto por el progreso, y todo el conocimiento del progreso, han sido reprimidos. Cuando las circunstancias demasiado apremiantes le señalan explícitamente su condición de esclavo, ignorando el tiempo y «la progresión orgánica de la actividad», quiere ser perfecto en cuanto recupere la ilusión de ser libre. Es el hombre de la puesta en escena y la simulación, porque es el único modo de autoafirmación que puede ignorar indefinidamente el tiempo.
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Cualquier contraataque a la teoría revolucionaria, que bien podría corresponder a la actualización de un nuevo estilo de lucha situacionista, se enfrenta ahora a la necesidad de hacer imposible en sus nuevos desarrollos y en todos los puntos de aplicación de su crítica la aprobación superficial que ha triunfado, sin encontrar oposición efectiva, en los últimos años.
Ahora debemos partir del hecho de que la actual vanguardia de la teoría revolucionaria no sólo no sigue el ritmo de la realidad, sino que va cien leguas por detrás de ella. La crisis actual de la teoría revolucionaria puede resumirse esquemáticamente en el hecho de que se ha encontrado más rápidamente de lo que pensaba en la situación de tener que superar teóricamente, no sólo la sociedad contra la que lucha, sino sus propios problemas internos que han llegado con la propia lucha; en el centro de estos problemas está el rápido deterioro de sus viejas ideas, su flagrante insuficiencia a la hora de comprender la fase alcanzada hoy por el movimiento revolucionario real, y de actuar sobre él, más allá del simple asombro de su existencia.
La gran cantidad de nuevas preguntas a las que los revolucionarios no han podido encontrar respuesta hasta ahora corre el riesgo de traducirse en una pérdida de tiempo y de terreno para la propia revolución. A estas alturas, el contraste entre la riqueza de este periodo histórico y la escandalosa estulticia de la crítica revolucionaria se ha hecho lo suficientemente patente como para que la nueva generación de revolucionarios salga de las sombras y ponga fin a esta situación.
Además de las formas clásicas, y generalmente conocidas, de alienación, corresponde a las próximas empresas que continuarán la lucha por la teoría-práctica detectar y combatir las nuevas formas de alienación que vienen con el retorno de las luchas de clase; en particular, las formas de alienación que se reconstituyen dentro de las luchas teóricas y prácticas.
Un conocimiento, por muy refinado que sea, del viejo movimiento revolucionario y de los obstáculos a los que se enfrentó, resulta muy insuficiente cuando se trata de dominar los problemas y las tareas del movimiento revolucionario moderno. La revolución que ahora se rehace no puede reducirse en modo alguno a las situaciones vividas en el pasado. Partiendo de los logros de la teoría clásica marxista-situacionista, los revolucionarios de hoy se encuentran ante la necesidad de entender su revolución sobre la marcha, reinventando la teoría que ahora exige. Ya no se trata tanto de demostrar que el viejo mundo debe ser, y será, destruido, como de comprender el curso de esta destrucción; en esta perspectiva, el poder crítico de la teoría debe centrarse principalmente en el propio movimiento revolucionario; pues con él, a pesar de toda su confusión y debilidad, es la puesta en marcha del nuevo mundo lo que ya ha comenzado. La próxima etapa de la teoría revolucionaria se caracterizará, en todo el sentido de la palabra, como una teoría de la guerra social; perdiendo en particular el gusto por las escaramuzas y los juegos intrascendentes, sabrá que en cada batalla es la apuesta total de esta guerra la que se pone siempre en cuestión.
En contra de todos los prejuicios existentes al respecto, el movimiento revolucionario actual no tiene ciertamente a mano la victoria de una revolución situacionista. Una nueva clase de dirigentes, cuyos miembros pudieran ser reclutados en el primer asalto revolucionario de todas las esferas actuales de la vida social, tanto de las clases dominantes como de los revolucionarios más extremistas, tendría sin duda mejores razones para el optimismo que la minoría informe de revolucionarios que hoy en todo el mundo pretenden vivir hasta el final el programa marxista-situacionista. No hay ninguna oposición seria a la semirrevolución que se está produciendo confusamente ante nuestros ojos y que sólo pretende, pacífica o violentamente, la simple depuración de la actual irracionalidad social que se ha convertido en flagrante. En cuanto a la revolución verdaderamente situacionista, sólo está en el horizonte de los conflictos actuales, donde por el momento el programa situacionista sólo vale como fuente de inspiración para un nuevo statu quo del orden existente; al igual que en otra época el programa comunista sirvió de justificación para los poderes afines de los socialdemócratas y los bolcheviques.