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La guerra atómica y el fin de la humanidad

Giorgio Agamben :: 11.10.22

A fuerza de hablar de emergencia —en la que la excepción se convierte en la regla tal y como la conocemos— el acontecimiento que Jaspers consideraba inédito se presenta como un suceso demasiado trivial cuya oportunidad e inminencia deben valorar los expertos. Dado que la bomba ha dejado de ser una «posibilidad» decisiva para la historia de la humanidad y que, en cambio, nos concierne de cerca como una «casualidad» entre otras que definen una situación de guerra, convendría entonces reconsiderar de nuevo la cuestión, que quizás no se había planteado en sus justos términos.

La guerra atómica y el fin de la humanidad

 

Giorgio Agamben


Texto de Giorgio Agamben publicado el 4 de octubre de 2022 en su columna «Una voce» en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.

 

En 1958, Karl Jaspers publicó un libro bajo el título La bomba atómica y el futuro de la humanidad en el que pretendía cuestionar radicalmente —como reza el subtítulo— La conciencia política de nuestro tiempo. La bomba atómica —comienza en la introducción— ha producido una situación absolutamente nueva en la historia de la humanidad, enfrentándola a la alternativa ineludible: «o toda la humanidad será destruida físicamente o el hombre deberá transformar su condición ético-política». Si en el pasado, como ocurría en los inicios de las comunidades cristianas, los hombres se habían hecho «representaciones irreales» de un fin del mundo, hoy, por primera vez en su historia, la humanidad tiene la «posibilidad real» de aniquilarse a sí misma y a toda la vida en la tierra. Esta posibilidad, aunque los hombres no parezcan darse cuenta del todo, sólo puede marcar un nuevo comienzo para la conciencia política e implicar «un punto de inflexión en toda la historia de la humanidad».
Casi setenta años después, la «posibilidad real» de una autodestrucción de la humanidad, que parecía sacudir la conciencia del filósofo e implicar inmediatamente a sus lectores (el libro fue ampliamente discutido), parece haberse convertido en un hecho evidente, que los periódicos y los políticos evocan cada día como una eventualidad absolutamente normal. A fuerza de hablar de emergencia —en la que la excepción se convierte en la regla tal y como la conocemos— el acontecimiento que Jaspers consideraba inédito se presenta como un suceso demasiado trivial cuya oportunidad e inminencia deben valorar los expertos. Dado que la bomba ha dejado de ser una «posibilidad» decisiva para la historia de la humanidad y que, en cambio, nos concierne de cerca como una «casualidad» entre otras que definen una situación de guerra, convendría entonces reconsiderar de nuevo la cuestión, que quizás no se había planteado en sus justos términos.

 

Trece años más tarde, en un ensayo significativamente titulado El apocalipsis decepciona, Maurice Blanchot volvió a cuestionar el problema del fin de la humanidad. Y lo hizo sometiendo las tesis de Jaspers a una crítica discreta, pero no menos eficaz. Si el tema del libro era la necesidad de un cambio epocal, es sorprendente que «por parte de Jaspers, en el libro que se supone que es la conciencia, la reanudación y el comentario de este cambio, no haya cambiado nada — ni en el lenguaje, ni en el pensamiento, ni en las fórmulas políticas, que se conservan y, de hecho, se pegan en torno a los prejuicios de toda una vida, algunos muy nobles, pero otros muy estrechos… ¿Cómo es posible que una cuestión que pone en juego el destino de la humanidad, y cuyo tratamiento sólo puede presuponer un pensamiento totalmente nuevo, no haya renovado la lengua que la expresa y sólo produzca consideraciones parciales y partidarias en el orden político o urgentes y emocionantes en el orden espiritual, pero idénticas a las que se oyen repetir en vano desde hace dos mil años?». La objeción es ciertamente pertinente, porque el libro de Jaspers no sólo se presenta como una extensa monografía académica que pretende examinar el problema en todos sus aspectos, sino que lo que el autor pretende oponer a la destrucción es el lugar común de «una paz universal sin bombas atómicas, con una nueva vida basada económicamente en la energía nuclear». No menos peculiar es que la bomba atómica se yuxtaponga como un peligro igualmente mortal con el dominio totalitario del bolchevismo, con el que es imposible llegar a un acuerdo.
El hecho es, parece sugerir Blanchot, que tal perspectiva apocalíptica es necesariamente decepcionante, porque presenta como un poder en manos de la humanidad algo que, en verdad, no es tal. Se trata, en efecto, de «un poder que no está en nuestro poder, que apunta a una posibilidad de la que no somos dueños, una probabilidad —llamémosla probable-improbable— que sólo expresaría una potencia propia si la domináramos con seguridad. Sin embargo, por ahora somos tan incapaces de dominarla como de desearla, y por una razón evidente: no somos dueños de nosotros mismos, porque esta humanidad, capaz de ser totalmente destruida, no existe todavía como un todo». Por un lado, hay un poder que no se puede poder, y por otro, como supuesto sujeto de este poder, hay una comunidad humana, «que puede ser suprimida, pero no afirmada, o que sólo podría ser afirmada de alguna manera después de su desaparición, a través del vacío, imposible de captar, de esta desaparición, algo, por tanto, que ni siquiera puede ser destruido, porque no existe» (p. 124).

 

Si, como parece innegable, la destrucción de la humanidad no es una posibilidad de la que la humanidad disponga conscientemente, sino que queda confiada a la contingencia de las decisiones y valoraciones, en gran medida aleatorias, de tal o cual jefe de Estado, el argumento de Jaspers queda entonces destruido de raíz, porque unos hombres que no tienen realmente la facultad de destruirse no pueden ni siquiera tomar conciencia de esta posibilidad para transformar ética y políticamente su conciencia. Jaspers parece repetir aquí el mismo error que había cometido Husserl cuando, en una conferencia de 1935 sobre «La filosofía en la crisis de la humanidad europea», aunque identificaba las «desviaciones del racionalismo» como la causa de la crisis, había confiado sin embargo a una «razón» europea no mejor definida la tarea de guiar a la humanidad en su interminable progreso hacia la madurez. La alternativa ya claramente formulada aquí entre «una desaparición de Europa cada vez más ajena a sí misma y a su vocación racional» y un «renacimiento de Europa» en virtud de «un heroísmo de la razón» delata la conciencia inconfesable de que donde hace falta un «heroísmo» ya no hay lugar para esa «vocación racional» (que se especifica que distingue a la humanidad europea «del salvaje papúa», al menos en la medida en que éste se diferencia de una bestia).
Lo que una razón bien pensante no tiene el coraje de aceptar es que el fin de la humanidad europea o de la humanidad misma, consignada a aspiraciones anodinas y vanas que dejan intacto el principio responsable de la misma, termina por volcarse, como había intuido Blanchot, en «un simple hecho sobre el que no hay nada que decir, salvo que es la ausencia misma de significado, algo que no merece ni exaltación ni desesperación y quizás ni siquiera atención». Ningún acontecimiento histórico —ni la guerra atómica (o, para Husserl, la Primera Guerra Mundial), ni el exterminio de los judíos ni, desde luego, la pandemia— puede hipostasiarse en un acontecimiento epocal, si no quiere convertirse en un idolum historiae incomprensible y vacuo, que ya no se puede pensar ni afrontar.
La argumentación de Jaspers, que descarta la incapacidad de la razón occidental para pensar en el problema de un fin que ella misma ha producido, pero que de ninguna manera es capaz de dominar, debe, por tanto, abandonarse sin reservas. Enfrentada a la realidad de su propio fin, intenta ganar tiempo convirtiendo esta realidad en una posibilidad que apunta a una realización futura, a una guerra atómica que la razón aún puede evitar. Tal vez hubiera sido más coherente suponer que una humanidad que ha producido la bomba ya está espiritualmente muerta, y que es en la conciencia de la realidad y no de la posibilidad de esta muerte donde hay que empezar a pensar. Si el pensamiento no puede plantear razonablemente el problema del fin del mundo, es porque el pensamiento siempre se sitúa en el fin, siempre está experimentando la realidad y no la posibilidad del fin. La guerra a la que tememos siempre está en marcha y nunca termina, al igual que la bomba lanzada una vez en Hiroshima y Nagasaki nunca ha dejado de lanzarse. Sólo a partir de esta conciencia, el fin de la humanidad, la guerra atómica y las catástrofes climáticas dejan de ser fantasmas que aterrorizan y paralizan a una razón incapaz de enfrentarlos, para aparecer como lo que son: fenómenos políticos ya siempre actuales en su contingencia y su absurdo, que precisamente por eso ya no debemos temer como una fatalidad sin alternativas, sino que podemos enfrentar cada vez según las instancias concretas en que se presenten y las fuerzas de que dispongamos para contrarrestarlas o escapar de ellas. Esto es lo que hemos aprendido en los dos años que acaban de transcurrir y, frente a los poderosos que se muestran cada vez más incapaces de gobernar la emergencia que ellos mismos han producido, intentamos aprovechar y atesorar.
 

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