La izquierda, latinoamericana o europea, debe ir más allá y condenar el régimen de Ortega como una dictadura cruel y corrupta que, a través de la represión, sólo busca mantener en el poder a la pareja gobernante.
Sobre el régimen que Daniel Ortega ha establecido en Nicaragua pueden decirse infinidad de cosas. Una muy actual la señala con acierto Fernando Butazzoni en el artículo publicado en la diaria el 6 de octubre1 referido a Dora María Téllez, guerrillera sandinista integrante del comando que asaltó el Palacio Nacional en tiempos de Somoza y quien participó en la toma de León. Fue también ministra de Salud y diputada y es historiadora y académica, distinguida con un doctorado honoris causa por La Sorbona.
Dora María, de 66 años, acusada de traición a la patria, está aislada en una celda de castigo. Butazzoni escribe que quizá sea la presa política más ilustre de América Latina. Para protestar por sus condiciones carcelarias y pedir la libertad, se ha puesto en huelga de hambre. Los presos y presas políticas en Nicaragua sólo pueden recibir una visita familiar cada mes y medio y carecen de alimentación digna y de atención médica especializada. Dora María no es la única que ha adoptado esta decisión: otras 23 personas encarceladas por razones políticas la han tomado también. Butazzoni llama a las figuras más relevantes de la izquierda latinoamericana, aquellas que compartieron sueños y luchas con Dora María, a que le expresen su solidaridad. Imposible no estar totalmente de acuerdo.
Ahora bien, la izquierda, latinoamericana o europea, debe ir más allá y condenar el régimen de Ortega como una dictadura cruel y corrupta que, a través de la represión, sólo busca mantener en el poder a la pareja gobernante. Juzguen los hechos:
Ortega y Rosario Murillo no dudaron en ejercer una brutal represión contra la población desarmada que se rebeló pacíficamente en abril de 2018 ante la intención del gobierno de recortar las pensiones. Entonces se sobrepasaron las 300 víctimas, que cayeron bajo los disparos de policías y paramilitares. Había antecedentes: los Ortega siempre optaron por el garrote ante la disidencia, como cuando los campesinos protestaron por el acuerdo con un inversionista chino para construir un canal interoceánico que afectaba a sus tierras, o cada vez que los estudiantes osaban manifestarse. Algún grupo sin identificar aparecía entonces para propinar estacazos y disolver las protestas. Ortega y Murillo tampoco dudaron en expulsar del país a los organismos internacionales de derechos humanos, en clausurar las ONG locales dedicadas al mismo cometido, y en allanar y cerrar los principales medios independientes de información. Tampoco en expulsar del sistema de salud a médicos y enfermeras por prestar atención sanitaria a los heridos en las manifestaciones, algo nunca visto.
La izquierda, latinoamericana o europea, debe ir más allá y condenar el régimen de Ortega como una dictadura cruel y corrupta que, a través de la represión, sólo busca mantener en el poder a la pareja gobernante.
Ortega y Murillo han amasado una fortuna, primero, gracias a la “Piñata”, un reparto de bienes del Estado que algunos dirigentes del Frente Sandinista se apropiaron después de perder las elecciones de 1990; y, más tarde, cuando regresaron al gobierno en 2007, gracias al desvío de los fondos de la cooperación venezolana manejados fuera de todo escrutinio público. El petróleo venezolano vendido a Nicaragua en condiciones muy ventajosas permitió la conformación de empresas controladas por los Ortega al margen del Estado y del presupuesto público. Los intereses de la familia Ortega-Murillo, un grupo compuesto por la pareja presidencial, sus ocho hijos –sin incluir a Zoila América, la hija de Murillo que presuntamente fue abusada por Ortega–, yernos y nueras, se distribuyen por variados sectores de la economía, como la energía, la distribución de petróleo, la banca y los medios de comunicación.
Los sandinistas históricos más reconocidos por todos aquellos que vivimos en Nicaragua en los años de la revolución están contra Ortega: los comandantes Luis Carrión, Henry Ruiz, Dora María Téllez y Mónica Baltodano; el comandante Hugo Torres, quien murió en la cárcel el pasado año por falta de atención médica; los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, el cantante Carlos Mejía Godoy, el periodista Carlos Fernando Chamorro; el exvicecanciller Víctor Hugo Tinoco, Óscar René Vargas…, o Herty Lewites y el padre Ernesto Cardenal, que descansen en paz. Todos ellos y ellas, lo mejor que tenía el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), acabaron oponiéndose a esos personajes, y no pocos (Ramírez, Belli, Mejía Godoy, Chamorro…) se encuentran en el exilio. También personajes de la izquierda latinoamericana sin tacha, como el Pepe Mujica, o Eduardo Galeano en su día, se distanciaron de esos criminales personajes, al igual que lo han hecho dirigentes de la izquierda democrática, como Gabriel Boric y Gustavo Petro.
La pareja presidencial, además de cruel y corrupta, es marrullera. El espectáculo que dieron poco antes de las elecciones presidenciales de noviembre pasado, cuando encarcelaron a todos los candidatos que podrían hacerles sombra, como Cristiana Chamorro, Arturo Cruz o Medardo Mairena, sería de comedia si no fuera una tragedia. Y a nivel internacional, los Ortega derrumban todos los puentes y no les importa lo más mínimo, pues saben que ya no tienen salida: nadie va a ofrecerles impunidad por los crímenes que han cometido.
La pregunta es: ¿por qué a una parte de la izquierda latinoamericana y europea le cuesta tanto condenar a los Ortega? ¿Acaso su régimen no dificulta la labor de la propia izquierda, como la que representa el Frente Amplio en Uruguay? ¿Quién querría que lo identifiquen con aquel régimen? ¿Quién querría algo parecido a ese fracaso político, social, económico y moral que es hoy Nicaragua?
La única razón en la que puede pensarse es que Ortega todavía tiene el apoyo cubano. Una razón doblemente triste, porque significa que Cuba no ha querido renunciar al cordón umbilical que la une a aquel dictador y porque significa también que una parte de la izquierda latinoamericana ha renunciado a su autonomía y a su espíritu crítico. En todo caso, no hay que olvidar que el gobierno cubano lleva más de 60 años sometido al acoso norteamericano y tiene derecho a defenderse, aunque se equivoque al respaldar a Ortega y aunque sea inaceptable la represión que ejerce contra la población cubana disidente. Pero Ortega, en su segunda etapa como mandatario, nunca ha sufrido ese acoso del vecino del norte.
La izquierda no puede permanecer impasible ante un gobierno que no duda en reprimir brutalmente a sus oponentes y que se aferra al poder sin importar el costo que supone para su población. Al igual que la solidaridad con Dora María Téllez y las demás personas presas en Nicaragua debe ser clara e inequívoca, también debiera serlo la condena al régimen dictatorial de Ortega y Murillo y su aislamiento internacional.
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*Español, doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó con la Cooperación Española en Madrid y, durante casi 15 años, en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay.