La policía comunitaria demostró este fin de semana que cumplió 27 años, que es un sistema de seguridad comunitaria que tiene arraigo en los pueblos y que ha podido poner un dique a las organizaciones criminales. Esto ha sido posible no por el armamento de los policías ni por el número de efectivos, sino por la participación de la población. No hay intereses de políticos mafiosos ni negocios turbios con el crimen organizado. Es un movimiento auténtico de los pueblos que a través de sus sistemas normativos han demostrado ser más efectivos que la clase política que solo dilapida el presupuesto público en beneficio propio.
En memoria de Rocío Mesino,
quien sufrió la persecución caciquil.
Se le estigmatizó por su lucha radical
y se le criminalizó por exigir justicia
para las víctimas de Aguas Blancas.
En Guerrero la fortaleza de nuestra entidad radica en una sociedad combativa que se organiza para defender sus derechos, que enfrenta y resiste los desaires de las autoridades del estado; que no se arredra ante los desplantes de los diputados, las diputadas y los presidentes municipales. Los gobiernos de diferente cuño tienen como denominador común su aire de arrogancia para marcar su distancia del vulgo. Mantienen una postura inflexible contra las organizaciones sociales que interpelan sus formas de gobernar. Se han desentendido de la realidad que lacera a los colectivos de víctimas de la violencia, que en medio de su soledad e indefensión buscan a sus seres queridos.
La clase política del estado se ha mostrado indolente, altanera, insensible y displicente con sus gobernados. Rechaza a la gente sencilla, solo la utiliza para sus fines partidistas. Es mañosa para hacer amarres con quienes tienen dinero. Se encompadra para hacer negocios truculentos amparados en el poder público. Usan de manera facciosa las instituciones y se empeñan en tejer alianzas para sus próximas candidaturas. Los cargos que ostenta no son para servir a una población desamparada sino para acumular dinero y colocarse en el lugar idóneo, con el fin de quedar dentro del círculo político de los privilegiados.
Por varias décadas hemos padecido a gobernantes que se han encaramado en el poder, no por su compromiso social ni trayectoria política, sino por los acuerdos cupulares de los jefes partidistas. Los nombramientos de los gobernadores forman parte de las decisiones verticales impuestas desde el centro. Se trata de tener el control de las gubernaturas al costo que sea. Son las minas de oro que dan poder, dinero y una vida de reyes. En estos círculos prevalece la ley de las mafias y el negocio de las franquicias. Los líderes políticos se asumen como capos del poder público con el derecho de otorgar cargos como si fueran concesiones privadas, para extraer todos los beneficios posibles. Se trata de vaciar las arcas públicas y trasladarlas a cuentas personales. El negocio es amasar fortunas en el menor tiempo posible y disfrutar todas las prebendas que les da el sistema político partidista.
En Guerrero han mal gobernado militares, caciques y empresarios. Utilizaron el poder para someter a una población insumisa. En lugar de proteger derechos recurrieron a la fuerza pública para acallar protestas. El ejército se encargó de implantar una política de terror para combatir a la guerrilla. Su presencia en las 7 regiones fue para aplicar su estrategia de contrainsurgencia, independientemente de quién ostente el poder en el estado. Los gobernadores se supeditan a sus planes bélicos y hacen suyos los diagnósticos que el instituto castrense les presenta sobre los focos rojos de la inseguridad. En lugar de focalizar su intervención en los lugares donde se han arraigado las organizaciones delincuenciales se obstinan en vigilar a las organizaciones sociales que hacen públicas sus protestas. Para el ejército, desde su visión conspirativa, los actores sociales representan una amenaza a la gobernabilidad. Poco les interesa desactivar y desmantelar las estructuras delincuenciales que hunden sus raíces dentro de algunas instituciones del estado. Su inacción deja entrever que forman parte del entramado delincuencial que se ha gestado por décadas.
La violencia del estado escala en la medida en que la sociedad se organiza para increpar a los gobernantes. Son recurrentes las matanzas y las masacres de campesinos, indígenas, colonos, maestros, jóvenes universitarios y normalistas. Los líderes sociales son encarcelados, desaparecidos o asesinados. Desde hace varios años el ejército espía a las organizaciones sociales, magisteriales y estudiantiles. Monitorean sus movimientos e interceptan sus llamadas telefónicas. También las infiltra, como ha sucedido con la normal de Ayotzinapa. Emiten informes y fichas sobre sus actuaciones. Sus fuentes no son fidedignas, más bien son dolosas. Se trata de desprestigiar a los activistas sociales y alentar la denostación y la criminalización.
Ha prevalecido en los informes de seguridad nacional una línea conspirativa y reduccionista. Le dan un tratamiento de enemigos a quienes disentimos políticamente. Las organizaciones sociales son catalogadas como un peligro para la gobernabilidad. Equiparan a los líderes sociales, a los defensores de derechos humanos y periodistas como delincuentes y conspiradores. No nos reconocen como actores legítimos, ni atienden nuestros planteamientos y justos reclamos. Nos ligan sin fundamento alguno con organizaciones radicales. Para ellos es irrelevante ubicar el contexto y las razones de nuestra lucha. La descalificación es sistemática y todo lo reducen a intereses partidistas, a manipulaciones por parte de agentes externos. Cualquier acto de protesta es interpretado como una provocación y una acción mal intencionada orientada a golpear mediáticamente a las autoridades. Ponen en tela de juicio la autenticidad de nuestra lucha, nos tildan de lucradores sociales, dejan correr versiones falaces de que nos movilizamos por intereses económicos o que suspiramos por algún cargo público. No hay respeto a nuestras formas de organización como sociedad civil, que es independiente de los partidos políticos. Tampoco se valora nuestra agenda centrada en los derechos humanos de las víctimas, en el combate a la impunidad, la corrupción y en la lucha por la verdad y la justicia.
La información que este fin de semana salió publicada en el medio digital la silla rota, que da a conocer uno de los documentos hackeados por el colectivo Guacamaya se refiere a que la Sedena vincula al compañero Vidulfo Rosales con secuestros y extorsiones. El informe sostiene que el abogado de los 43 estudiantes desparecidos de Ayotzinapa, forma parte del consejo estatal de concertación para la obra pública (Cecop) que para el ejército es una organización dedicada a cometer distintos ilícitos. Se trata de una información falsa y dolosa. El Cecop es el consejo de ejidos y comunidades opositoras a la presa hidroeléctrica la Parota. Es un movimiento de comunidades indígenas y campesinas que se organizaron para impedir la construcción de la presa en las tierras comunales de Cacahuatepec. Como centro de derechos humanos de la Montaña asumimos la defensa legal y los acompañamos en su lucha. Ganamos 5 juicios agrarios y apoyamos en la organización de una consulta por usos y costumbres donde más de 4 mil comuneros dijeron ¡No a la Parota! Esta lucha ha costado encarcelamientos, como el de Marco Antonio Suástegui, asesinatos de campesinos opositores, enfrentamientos entre los mismos comuneros, divisiones y la desaparición de Vicente Suástegui. En esta región en lugar de revertir los rezagos sociales se dejó que grupos del crimen organizado como los rusos y el grupo de autodefensa la UPOEG, tomaran el control de algunas comunidades, para imponer su ley y poner puntos de venta de droga desde la periferia de Acapulco. Son grupos que también están al servicio de empresarios gravilleros.
Este desgarramiento del tejido comunitario no solo hunde en el abandono a las comunidades rurales de Acapulco, sino que ahora impera la violencia y los casos de personas desparecidas. Sin embargo, esto no aparece en los informes del ejército. Su versión es otra. Es contraria a la lucha legitima de los comuneros y la acción pacífica y legal de los defensores del Cecop y de Tlachinollan. La preocupación radica en la aversión que existe por parte de las autoridades militares y civiles contra las organizaciones sociales, la normal de Ayotzinapa, los colectivos de madres y padres, defensores de derechos humanos y periodistas independientes. La misma gobernadora no ha dado señales favorables, más bien guarda su distancia y se pliega a lo que informa y ordena el ejército. Su gobierno ha dejado en manos del ejército la estrategia de seguridad y la misma investigación de los delitos. Los resultados son adversos porque el poder de las organizaciones criminales se ha robustecido y expandido. Hay regiones donde no es posible que las instituciones del estado funciones, ni que los cuerpos de seguridad puedan entrar y tomar el control de los municipios y regiones. Las corporaciones policiacas del estado y las policías municipales están debilitadas y no son confiables para la ciudadanía. Se ha dejado la seguridad en manos del ejército y la guardia nacional, sin embargo, su presencia ostentosa y pasajera no tiene arraigo y tampoco es la opción para que suplante a las policías civiles.
En lugar de apoyar y fortalecer el sistema de seguridad y justicia comunitaria la CRAC-PC, que ha demostrado ser un modelo exitoso, se le relega y criminaliza. Persisten visiones etnocéntricas, racistas y juridiccistas para no reconocerlas como parte de los cuerpos de seguridad del estado. Los diputados y diputadas son una piedra en el camino porque se niegan a reconocer a los pueblos indígenas y afromexicano como sujetos de derecho, como parte de la riqueza cultural y jurídica que fortalecería nuestro sistema democrático. Sus intereses económicos y partidistas están por encima de los intereses de los pueblos y de la sociedad en su conjunto. Sienten que la cultura mestiza de cuño occidental es superior a la cultura de los pueblos, por eso su racismo y sus intereses económicos los ciegan. Son los encomenderos del neocolonialismo que han ensanchado la brecha de la desigualdad y han creado el apartheid, al segregar a los pueblos del desarrollo y despojarlos de su derecho a la libre determinación.
La policía comunitaria demostró este fin de semana que cumplió 27 años, que es un sistema de seguridad comunitaria que tiene arraigo en los pueblos y que ha podido poner un dique a las organizaciones criminales. Esto ha sido posible no por el armamento de los policías ni por el número de efectivos, sino por la participación de la población, por el funcionamiento de sus asambleas comunitarias, por la coordinación que mantienen las cinco casas de justicia, por el acuerpamiento entre las mismas comunidades y porque la seguridad está construida desde la base comunitaria y brinda protección a todas las personas. Es un modelo de seguridad comunitaria cuyas autoridades rinden cuentas a la asamblea y tienen que manejarse con responsabilidad y transparencia. No hay intereses de políticos mafiosos ni negocios turbios con el crimen organizado. Es un movimiento auténtico de los pueblos que a través de sus sistemas normativos han demostrado ser más efectivos que la clase política que solo dilapida el presupuesto público en beneficio propio.
Las autoridades del estado en lugar de fortalecer estas experiencias comunitarias, criminalizan al movimiento social y estigmatizan a los defensores de derechos humanos. Esta visión conspirativa ha dado pie para que varios luchadores sociales de Guerrero hayan sido asesinados. En estos meses recordamos a Arturo Hernández Cardona desaparecido y asesinado en mayo de 2013, a Rubén Santana asesinado en el 2011, a su esposa Juventina Villa en el 2012, a Ranferi Hernández su esposa, su suegra y su ahijado, en octubre de 2017, a Rocío Mesino el 19 de octubre de 2013, a Eva Alarcón y Marcial Bautista, desaparecidos en diciembre de 2011, a Armando Chavarría presidente del congreso de Guerrero, asesinado en agosto de 2009, entre varios más. Todos los casos claman justicia.
Publicado originalmente en Tlachinollan