Comencemos con el mito moderno, el de el hombre como el fin la evolución y destinado a dominar la “naturaleza”. Mito que revela el substrato simbólico de las ideologías de la modernidad; ideologías, que, a su vez, revelan la orientación constitutiva de las sociedades modernas. Se trata de sociedades conformadas contra la “naturaleza”; en otras palabras, contra la vida.
Avatares ideológicos y políticos
Raúl Prada Alcoreza
Las preguntas, podríamos decir, epistemológicas que se hizo Emmanuel Kant, fueron: ¿Qué puedo conocer?, ¿qué puedo hacer?, ¿qué puedo esperar? Hoy podríamos hacernos las preguntas: ¿En qué condiciones de posibilidades puedo conocer más y mejor e ir más lejos?, ¿en qué condiciones de posibilidades puedo hacer más y mejor e ir más lejos?, ¿en qué condiciones de posibilidades puedo esperar más? Pero, también podemos entrelazar las preguntas: ¿Cómo incide el conocimiento en lo que puedo hacer y en lo que puedo esperar?, ¿cómo incide cuando mejora lo que puedo hacer y va más lejos en el conocimiento?, ¿cómo incide cuando mejora lo que puedo hacer y va más lejos en lo que puedo esperar? De todas maneras, todas las preguntas que podamos hacernos de esta manera siguen siendo antropocéntricas, sino son egocéntricas. Desde la perspectiva compleja ya no se trata de nada de esto; se abandona el antropocentrismo. De lo que se trata es comprender cómo funciona la vida en su complejidad dinámica e integral y como participamos reinsertándonos en la proliferante creación de la potencia de la vida.
En lo que respecta a la vida social humana, también se trata de comprender cómo funciona la vida social en su complejidad dinámica e integral, entonces, comprender por qué las sociedades humanas han conformado mallas institucionales que separan a la humanidad de la “naturaleza”, por lo tanto, que la colocan como si estuviera sobre la vida, lo que es imposible; comprender las consecuencias de esta separación institucional de la “naturaleza”. Esta comprensión es útil para salir de la crisis ecológica ocasionada por las sociedades humanas modernas; sobre todo para comenzar a reinsertar a las sociedades humanas a los ciclos vitales del planeta.
Esta separación tiene que ver con la economía política generalizada; heurística de las máquinas de poder de la civilización moderna. La ideología que es una máquina de fetichización, responde a esta economía política, pues funciona como máquina de legitimación de la economía política generalizada, donde la dominación es producto de la economía política del poder; economía política que separa poder de potencia, separando a la potencia de lo que puede, capturando parte de sus fuerzas, utilizadas para la reproducción del poder.
Durante y a lo largo de la modernidad, considerando sus distintos contextos, coyunturas y periodos, hemos asistido a una variedad impresionante de la discusión interminable ideológica, discusión, por cierto, sin salida y solución. Cada ideología se encierra en sí misma, se encaracola; se considera la verdad en sí misma. Por así decirlo, la ideología no tiene consciencia de su propio cuerpo, de todo el funcionamiento corporal para que se de el efluvio imaginario de la ideología. Se considera autosuficiente y autónoma, como si tuviera vida propia, cuando apenas es una elucubración fantasmática. Sin embargo, la ideología ha provocado acciones sanguinarias; todo a nombre de la inmaculada verdad o de la religión o de la política. A nombre de Dios, de la Libertad y de la Justicia se han cometido crímenes de lesa humanidad. La pregunta es: ¿Por qué los pueblos son capaces de emprender campañas apasionadas y hasta delirantes, incluso llegando a desencadenar guerras santas y guerras políticas a nombre de una idea? Solo se puede hacer esto en condición de enajenación, usando este concepto psicológico y filosófico discutible, empero ilustrativo. Entonces, la otra pregunta es: ¿Por qué y cómo llegan los pueblos a esta condición de enajenación colectiva, en determinadas circunstancias? No parece adecuado encontrar la causa en la crisis, como se acostumbra, pues si se desataran en la crisis estos comportamientos, es por que ya anidaban antes de la crisis. Por lo tanto, lo que parece más adecuado es encontrar el problema en las mismas composiciones y estructuras sociales institucionalizadas.
Comencemos con el mito moderno, el de el hombre como el fin la evolución y destinado a dominar la “naturaleza”. Mito que revela el substrato simbólico de las ideologías de la modernidad; ideologías, que, a su vez, revelan la orientación constitutiva de las sociedades modernas. Se trata de sociedades conformadas contra la “naturaleza”; en otras palabras, contra la vida. ¿Cómo ha podido acontecer esta predisposición estructural social contra la vida? Se puede estar tentado a decir que esta orientación se halla en la misma “naturaleza” humana; pero, esta interpretación es parecida o derivada de la que supone que el mal se encuentra en la “naturaleza” humana. Enunciado dado como premisa de la religión. Enunciado que llega a la conclusión anticipada sin darse el trabajo de conocer la llamada “naturaleza” humana. Descartando estas “teorías” de la culpabilidad, sobre todo por su insostenibilidad “científica”, para decirlo rápidamente, es indispensable encarar el problema en las tecnologías constitutivas de las subjetividades humanas; subjetividades que permiten hablar de esta “condición humana”, distinguiéndola de la “condición animal”. La humanidad de la que se habla es una producción y reproducción social. Por cierto, se trata del reconocimiento de la especie, pero este reconocimiento no sería posible sin los bagajes imaginarios acumulados, que expresan la humanidad en sus realizaciones. La humanidad se reconoce en el espejo, por así decirlo, de sus producciones. Sobre todo el arte desata sentimientos de reconocimiento y autosatisfacción. Por lo tanto, la humanidad no es un a priori, sino, mas bien, realización; si se quiere, exteriorización de capacidades, facultades, es decir, de la potencia. Lo que vamos a decir va parecer una tautología, pero parece acertada: la humanidad sería una hechura de los propios humanos. Sin embargo, no es tautología, pues los humanos no serían propiamente humanidad antes de haberla producido. La humanidad es un arte, en el sentido de la techné, concepto griego antiguo.
La otra pregunta es entonces: ¿Por qué los humanos han producido una humanidad paradójica, que se realiza en el arte, pero también cae en la destrucción? En pocas palabras: ¿Por qué produce y crea, en el sentido de techné, pero, también destruye? No parece adecuado recurrir a las tesis del psicoanálisis, aunque sea de la versión más esquemática, que habla de instintos o, mejor dicho, pulsaciones, tanáticas, contrapuestas a las de vida. Con estas tesis ya estaría resuelto semejante problema de la paradójica humanidad, mediante la conjetura de esta estructura básica instintiva y de pulsaciones. El ser humano estaría condenado al juego eterno entre vida y muerte. Esto se parece demasiado a la estructura de la trama inaugural del mito. Es difícil aceptar instintos enclavados en la carne, diluidos en la sangre, cristalizados en los huesos; no vamos a hablar de inscritos en el genoma, esto sería ir muy lejos, no solo de una manera especulativa, sino insostenible, dado el avance de la biología molecular. Las tesis sobre los instintos está, ahora, muy cuestionada por la propia psicología, fuera de no aparecer como tal en la biología contemporánea. Es preferible observar la complejidad dinámica vital, que comprende el entrelazamiento entre estructuras, composiciones y combinaciones corporales con las dinámicas sociales que inciden en los esquemas de comportamientos y de conductas. Entonces el problema planteado se puede replantear del modo siguiente: ¿Por qué no solamente se constituyen esquemas de comportamiento tan paradójicos como los mencionados, sino por qué se conforman condiciones de posibilidades corporales, subjetivas y sociales como para que estallen las paradojas? Propondremos hipótesis interpretativas prospectivas.
Hipótesis sobre la humanidad paradójica
A modo de introducción
Avatares ideológicos y políticos reflexiona sobre las contingencias ideológicas y políticas en las historias políticas de la modernidad en el continente, particularmente sobre los avatares de las formaciones ideológicas y políticas que incidieron en el decurso de las historias singulares y de las genealogías estatales; hablamos del liberalismo, del populismo, del neoliberalismo y el neo-populismo. Encuentra analogías y diferencias en las narrativas ideológicas, empero más analogías que diferencias en las prácticas políticas de las formaciones ideológicas y políticas mentadas. Distingue debate de diatriba y encuentra que lo que más ha proliferado es la diatriba, eludiendo el debate, aunque éste se haya dado escasamente, dejando de todas maneras una referencia importante para que el debate sea retomado colectivamente, sobre todo como pedagogía política.
Por otra parte, más que analogía, encuentra que las formaciones discursivas ideológicas y las prácticas políticas comparten un mismo paradigma del mito de la modernidad, el paradigma del desarrollo. Al sur del Río Grande prepondera la práctica desarrollista del modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente y al norte preponderó, a lo largo de la historia económica, el modelo industrial, para derivar en la etapa decadente del ciclo del capitalismo vigente a la dominancia del capitalismo financiero y especulativo.
Estas expresiones ideológicas y procedimientos políticos conformados se han turnado el ejercicio del poder, haciéndose cargo del Estado-nación e implantando sus distintas formas de gubernamentalidad, sin embargo, los pueblos padecieron los efectos masivos incontrolables de las prácticas políticas de estas formaciones ideológicas. Este padecimiento hay que entenderlo no como sufrimiento de la víctima, sino como renuncia a la potencia social, como subordinación casi voluntaria a las formas de poder; en términos filosóficos, como deseo del amo. Entonces, la responsabilidad de lo que ha acaecido y de lo que ocurre se encuentra en los mismos pueblos y sociedades, que dejan hacer a los gobiernos de turno y dejan ejercer el Estado, por lo tanto el poder, prácticamente al gusto y antojo de la “clase política”. Asumir la responsabilidad plenamente es hacerse cargo de la democracia, es decir, del gobierno del pueblo; esto equivale a conformar autogobiernos y desenvolver autogestiones.
La convocatoria al pueblo; ese referente donde reside la soberanía o, por lo menos, la potencia social, de donde emerge esa condición de posibilidad jurídica y política que se nombra como soberanía. La convocatoria ha levantado a los populistas rusos, durante el siglo XIX, que son, en realidad, campesinistas y no como se significa en América Latina, como caudillos, que encarnan la convocatoria del mito. La convocatoria al pueblo se ha convertido en el substrato político de estos caudillos. Por lo tanto, la convocatoria al pueblo no se circunscribe a las connotaciones populistas, en el sentido latinoamericano. Por otra parte, pueblo es el referente primordial de la democracia. En griego demo es pueblo y cracia es poder o gobierno; entonces, democracia significa e implica gobierno del pueblo. La convocatoria al pueblo ya se encuentra, en su sentido inaugural, en la democracia misma.
Pretender descalificar la convocatoria al pueblo mediante una supuesta crítica al populismo, usando además el término populismo en su tonalidad ya descalificada, es asumir la posición de la aristocracia o de la oligarquía, en el sentido griego antiguo; es decir, de los que tienen título de nobleza y de los que tienen riqueza. La discusión en la esfera de la filosofía política griega era sobre cuál es el mejor gobierno; ¿el gobierno de la aristocracia, el gobierno de la oligarquía o el gobierno del pueblo (democracia)? La posición de Aristóteles y de Platón es notoriamente conservadora; critican el gobierno del pueblo; incluso llegan a decir que el gobierno del pueblo lleva a la tiranía, en determinadas circunstancias. Fue en el periodo de Pericles cuando se establece la democracia en Atenas; también cuando se constituye Atenas en una metrópoli antigua; lo que se denomina Ciudad-Estado. Fue cuando Pericles se vio obligado a llevar los huesos de los antepasados, que moraban enterrados en el campo, a la ciudad, para que las familias campesinas vinieran a radicar a la ciudad. Pericles demostró, en los hechos, que el mejor gobierno es la democracia, a pesar de las críticas filosóficas posteriores de Aristóteles y Platón.
Esta discusión se renueva en las condiciones de posibilidades históricas y culturales de la modernidad. Para resumir, de manera ilustrativa, los liberales constituyen la democracia moderna, pero restringida a los que tenían propiedad y sabían leer y escribir; es decir, restringida a los estratos privilegiados masculinos, excluyendo a las mayorías y a las mujeres. Son los gobiernos populistas de mediados del siglo XX los que establecen el voto universal, la reforma agraria y la reforma educativa, implantando la enseñanza pública y gratuita. En consecuencia, fueron los populistas los que extendieron los derechos democráticos, civiles y políticos, los derechos del trabajo, los derechos sociales, retomando estas nuevas generaciones de derechos de los socialistas. Entonces, los liberales no se pueden reclamar per se como demócratas, menos como ejemplo de la democracia; al contrario, encarnan la “democracia” restringida de la pretendida aristocracia criolla latinoamericana, heredera de los conquistadores y de la oligarquía, los ricos mineros y comerciantes, sobre todo portuarios.
La democracia moderna se instituye con los populismos del siglo XX. Esta versión nacional-popular de la democracia en América Latina corresponde al ejercicio de la democracia mediante la convocatoria al pueblo. Ahora bien, estos gobiernos nacional-populares vivieron sus ciclos. Se clausuraron ataviados por las contradicciones inherentes desatadas; contradicciones relativas no solo a los avatares de la forma de gubernamentalidad populista, sino también y sobre todo correspondientes al círculo vicioso del poder[2], que atinge a toda forma de gubernamentalidad[3]. En algunos casos, como en Bolivia, se clausuran con un golpe militar, que abre el ciclo de las dictaduras militares, en plena intensidad de la guerra fría.
Los gobiernos populistas muestran elocuentemente el desarrollo de la forma de gubernamentalidad clientelar. Después del entusiasmo del principio viene el desencanto, entonces, una vez perdida la convocatoria espontánea, pretenden preservarla con la expansión de las redes y circuitos clientelares. No preservan la convocatoria, pero sí conforman una gran masa clientelar, que incluso les ayuda a ganar las elecciones. Esto no quiere decir que los gobiernos conservadores y los gobiernos liberales no conformaron sus clientelas; lo hicieron en escalas menores, pues no necesitaban más ante el reducido contingente electoral. Las dictaduras militares continuaron con las prácticas clientelares, convirtiendo al ejército y a las fuerzas armadas en un gran aparato clientelar corporativo. De avanzada corrosión institucional y galopante corrupción.
Hay que distinguir la crítica de la práctica populista, crítica en el sentido kantiano, de la pretendida “crítica” liberal reciente. Aquélla crítica sitúa al fenómeno político populista en las condiciones de posibilidad históricas y culturales de donde emerge; en cambio, la pretendida “crítica” liberal descalifica, de entrada, al populismo. Lo hace desde el núcleo de sus prejuicios de casta y de clase. Tampoco se trata, por lo tanto, de descalificar a esta pretendida “crítica” liberal, sino situarla en el contexto, así como identificar lo que es y describir lo que hace, en el marco de su ideología. La pretendida “crítica” no busca comprender, tampoco entender, menos conocer, el fenómeno populista; sino que lo considera enemigo. Puede añadir que se trata de un “enemigo de la democracia”. Lo trata en el discurso político y en la retórica política como enemigo, a quien hay que atacar y del que hay que defenderse. Esta actitud forma parte del debate ideológico, pero no del análisis, menos si se trata del análisis crítico; el análisis supone investigación. Se entiende que en plena crisis de los llamados “gobiernos progresistas”, en pleno derrumbe y decadencia, se den estas ofensivas ideológicas conservadoras, de parte de las castas y de las clases dominantes, de los intelectuales a su servicio. Se trata, en América latina, como dijimos, de una ofensiva neo-gamonal.
Esta distinción entre crítica y diatriba no busca, como es obvio, ninguna defensa del populismo. Nos remitimos, al respecto, a los escritos de crítica del populismo, tomando en cuenta sus genealogías y la crisis múltiple del Estado-nación[4]. Lo que buscamos, ahora, es comprender el funcionamiento de la pretendida “crítica” liberal reciente, en los contextos de la crisis política y la caída de los gobiernos populistas. Se trata de un discurso ideológico liberal, que busca restaurar las formas de dominación de las castas y las clases dominantes, a nombre del Estado de Derecho. La problemática democrática, como tal, como situaciones que la limitan y como porvenir mismo de la democracia, los tiene sin cuidado a estos “críticos” del populismo de última hora. Lo que se pone en mesa es la institucionalidad, como debería funcionar; no como funciona efectivamente, tampoco como ha funcionado durante los gobiernos liberales y neoliberales. Tampoco interesa discutir las condiciones de posibilidad para que la institucionalidad funcione como debería funcionar. Lo que interesa es tener como referente el ideal del Estado de Derecho, para restregarlo en las caras de los caudillos e ideólogos populistas, aunque este Estado de Derecho no funcione efectivamente, en ninguna forma gubernamental, como debería funcionar. Incluso aunque no llegue a funcionar como debería, si es que estas versiones liberales de los últimos tiempos ejerzan el gobierno. Esto se observa patentemente en el gobierno neoliberal de Temer, en Brasil, y en el gobierno neoliberal de Macri, en Argentina. Lo que interesa es descalificar al enemigo. No dejar nada de lo que se pueda decir algo positivo. Esta es la guerra política, que arremete contra el enemigo, al que se tiene que destruir. Son los clarines de guerra que llaman a la batalla para desterrar al populismo de la faz de la tierra.
Debate y no diatriba
Ahora bien, lo que decimos no quiere decir que no hay análisis liberal, fuera de la diatriba atrapada en la estrategia de la descalificación, que es como un a guerra ideológica ordinaria. Lo hay, aunque se da de manera escasa, en comparación con el apabullante traqueteo de la diatriba. Por el momento, basta citar dos nombres connotados; el de Mario Vargas Llosa y el de Hugo Celso Felipe Mansilla; el primero peruano, premio nobel; el segundo boliviano, filósofo liberal, formado en la escuela de Frankfurt, siendo partidario de la corriente conservadora de la Escuela y no de la tradición marxista, a la que pertenecían Max Horkheimer y Teodoro Adorno. Mario Vargas Llosa publica una serie de ensayos críticos, donde sobresalen los dedicados a la crítica del socialismo, también a las tradiciones caudillistas latinoamericanas. Aparte de estos ensayos, cuenta con una investigación teórica y literaria, de donde elabora un análisis crítico del indigenismo. Se puede considerar la ensayística crítica de Vargas Llosa como parte de lo mejor del ensayo contemporáneo; así como se puede considerar esta crítica al indigenismo como un aporte riguroso al debate sobre la problemática aludida, que en términos no de Vargas Llosa se denomina de la herencia colonial y de la colonialidad, por más que termine considerando la “cuestión” indígena como victimización. De lo que se trata es de considerar la crítica vertida en los ensayos y en el análisis sobre el indigenismo. Crítica que considera, a su modo, los contextos donde se desenvuelven las historias tratadas; contextos históricos culturales que pueden aproximarse a las condiciones de posibilidades históricas y culturales. Contextos bien manejados y bien descritos por la pluma del escritor; contextos descifrados a partir de sus tramas; que son interpretados desde el postulado liberal de la libertad; además de ser ponderados en las premuras de la modernización.
La crítica de Hugo Celso Felipe Mansilla, en cambio, se desenvuelve desde la reflexión filosófica. Se coloca, desde un principio, en la perspectiva de una crítica de la modernidad, podríamos decir, desde claves ecológicas. La crítica adquiere, en su exposición, una tonalidad irónica cuando se refiere a las “modernidades imitativas” de las sociedades latinoamericanas. En otros textos, Mansilla critica tanto al indigenismo como al indianismo, distinguiendo las dos variantes de la cuestión social nativa de la herencia colonial; siendo el indianismo una expresión político cultural radical, según el filósofo liberal, “fundamentalista”. La crítica al socialismo efectivamente dado es elocuente y polémica, sobre todo en lo que respecta a los estilos burocráticos de un exacerbado estatalismo y una patética modernización. Ambas críticas tocan temáticas y problemáticas rememoradas y recurrentes en América Latina. Es posible un debate no ideológico con esta crítica liberal y análisis académico.
Del otro lado, del lado del populismo y también del lado del socialismo, se han dado reflexiones profundas y penetrantes, así como investigaciones históricas políticas y análisis iluminadores. Citemos solo algunos nombres; Sergio Almaraz Paz y René Zavaleta Mercado, de Bolivia; Abelardo Ramos, de Argentina, y Eduardo Galeano de Uruguay. Estas reflexiones, ensayos, investigaciones y análisis son más conocidos que los otros; nos remitimos a las obras de los nombrados autores. La pregunta es: ¿Por qué no se ha dado un debate saludable?
Recientemente, Hugo Celso Felipe Mansilla ha publicado un libro crítico del pensamiento de René Zavaleta Mercado[5]. Se puede decir que ya es ya un aporte para el debate, aunque el libro se circunscribe a una interpretación esquemática del pensamiento de Zavaleta; se considera como enfoque de partida la contradicción entre nacionalismo y coloniaje, definida por Carlos Montenegro, para entender la paradoja señorial[6]. De entrada, se recorta la mirada, ocultándose los distintos enunciados referidos a otras contradicciones, definidas por el teórico marxista. También, de manera presurosa, se ponderan los “aportes” conservadores y liberales, sobre todo y esto es lo que llama la atención, antes de la revolución nacional de 1952. No parece necesario caer en esta exaltación conservadora poniéndose vulnerables ante el hecho de la igualación de los hombres, como dice el mismo Zavaleta Mercado, mediante la reforma agraria. El autor mencionado se concentra en Lo nacional-popular en Bolivia, libro póstumo, que reúne varios ensayos del último periodo en vida de Zavaleta; ensayos, por cierto, que desbordan su intensidad reflexiva. Se notan los requerimientos demandantes del teórico marxista de lo nacional-popular, que aborda la cuestión colonial y de la colonialidad, sobre todo a partir de la insurgencia indígena. No observar las tensiones en Lo nacional-popular en Bolivia es patentizar la falta de sensibilidad lectora ante los avatares de la escritura apasionada y crítica, auscultadora de las condiciones de posibilidades históricas-sociales-económicas-culturales de la formación social boliviana[7].
Nos preguntamos por qué no se dio el debate entre ensayistas, teóricos y analistas, compungidos por sus realidades históricas, que les tocó padecer, precisamente, al encontrarse en enfoques distintos y contrapuestos. Sin embargo, éste, el de ignorarse mutuamente, no es un problema solamente latinoamericano, sino mundial. Es sorprendente que esta mutua ignorancia se haya repetido incluso en corrientes teóricas hasta afines; por ejemplo, entre la Escuela de Frankfurt y las teorías nómadas francesa, siendo la primera antecesora de la segunda. De entre las corrientes teóricas que se ignoraron mutuamente, algunas prácticamente se desconocieron, a pesar de coincidir en los temas y hasta compartir los mismos periodos. Otra buena pregunta es inquirir sobre esta conducta de los intelectuales.
En todo caso, hemos querido dejar constancia de que sí se han dado reflexiones y análisis teóricos que abren las puertas del debate. Sin embargo, también hay que anotar que es indispensable la pedagogía política, es decir, la construcción colectiva las comprensiones y saberes sociales. Por otra parte, el debate adquiere claridad cuando se lo hace a la luz de las condiciones de posibilidades históricas y culturales y de los procesos desatados en el acontecimiento político. Empero, cuando nos referimos a la pretendida “crítica” liberal reciente, no hablamos de esto, del debate, sino de la diatriba, de la descarnada lucha ideológica; cuando los grupos, las instituciones, las organizaciones, los apologistas, de un lado y de otro, no se ignoran, al contrario, se tienen en cuenta constantemente. Son los enemigos y confunden esta exacerbada enemistad con la lucha de clases, que es, mas bien, una teoría. El enemigo es inolvidable; es el sentido de vida del amigo, del que está en guerra permanente con el enemigo. Los populistas, generalizando, a pesar de las diferencias contenidas en el fenómeno político mentado, consideran al neoliberal como execrable, poco más o menos como un canalla, que ha entregado las riquezas nacionales. Así mismo, los neoliberales consideran a los populistas como encarnación misma del mal de la corrupción, desbordada en el marco de una mala administración pública, tanto de las empresas como del Estado. La reciente “crítica” liberal de los últimos tiempos considera al populismo como el mal que atraviesa la historia política latinoamericana. La falta de desarrollo se debe a la incidencia descalabrada de la demagogia populista; los rezagos en la modernización se deben al despilfarro y la corrosión institucional, irradiadas por el populismo. Con este tipo de explicaciones todo está resuelto; no hay necesidad de nada más, sino de expulsar al execrable animal político. El problema es que estos acertijos ideológicos no se contrastan; el discurso ideológico no requiere de contrastación; sus interpretaciones esquemáticas son tomadas como verdades en sí mismas. Sin embargo, las incursiones políticas de conservadores, liberales, nacionalistas, neoliberales, populistas, las padecen los pueblos.
La clase política
Conservadores, liberales, nacionalistas, neoliberales y populistas no son expresiones políticas de la lucha de clases, son formas de convocatoria y formas organizativas ideológicas embarcadas en la lucha por el poder. Si las clases sociales estuviesen en lucha, como dice la teoría marxista, no entablaran la lucha a través de intermediaciones, ni por medio de interpretes; lo harían directamente, por así decirlo. La lucha de clases, tal cual, no tendría que pasar por la toma de consciencia de clase, pasar de la consciencia de clase en sí a la consciencia de clase para sí. La lucha de clases, como tal, sería inmediata. Si esta lucha de clases no se da “naturalmente”, para decirlo metafóricamente, es porque tampoco las clases sociales son “naturales”; son históricas. Es decir, son construcciones sociales; así también la lucha de clases es una construcción social, una construcción teórica; es decir, una interpretación. Si bien la teoría de la lucha de clases ha permitido interpretar la sociedad, conformada históricamente a partir de la guerra, desde la inaugural, siguiendo con las recurrentes, guerra que hace inteligible la formación social, guerra que atraviesa la institucionalidad estatal, esta interpretación de la lucha de clases ha dejado pendiente explicar por qué la guerrea es madre de la institucionalidad estatal; así como ha dejado pendiente la explicación de las dinámicas sociales que conforman a las clases sociales como bloques contrapuestos. En todo caso, tendrían que contrastarse las hipótesis interpretativas de la teoría de la lucha de clases empíricamente. La contrastación, para corroborar las hipótesis, se tendría que encontrar estos bloques de clase empíricamente. Si no los halla es porque estos bloques de clase no están.
Lo que se muestra, mas bien, es una distribución de singularidades sociales en los contextos variados de la geografía humana, que combina densidades demográficas con dispersiones demográficas, además de flujos poblacionales, en distintas escalas. Donde se pueden observar diferencias en los hábitats. Las diferencias son, para decirlo rápidamente, de calidad de vida. ¿Estas diferencias hablan de clases sociales o, mas bien, de ocupaciones territoriales diferenciales, de variados controles de recursos, de congregados controles de medios de producción, distribución y servicios, así como de centralizadas y descentralizadas formas de administración y de gestión, también, en consecuencia, de distintas formas de apropiación de la producción social? Esta observación nos lleva a mirar las complejidades de las dinámicas sociales, no bloques estancos de clases sociales. Se puede decir que la teoría de la lucha de clases fue una aproximación a la complejidad social, sinónimo de realidad social. Pero no se puede confundir la teoría con la realidad.
El tema es que en el acontecimiento social, de multiplicidades singulares, de pluralidades de procesos singulares concatenados, se conforman e instituyen prácticas sociales de diferenciación, no solo de clases, sino de grupos, asociaciones, corporaciones, así como de mandos, de formas de administración, incluso coagulando simbolizaciones institucionalizadas en el imaginario social. La complejidad social no se presenta bajo la configuración de bloques de clase, sino de actividades, cualitativamente diferenciadas, que tienen que ver tanto con dinámicas moleculares sociales y con dinámicas molares sociales. Dinámicas que producen y reproducen las diferenciaciones sociales singulares en los distintos planos de intensidad. Las diferenciaciones se dan en sus plurales y múltiples singularidades proliferantes; no como generalizaciones estadísticas y homogéneas. Esta exposición sobre el acontecimiento social puede ser más extensa y detallada; para aludir el alcance, por lo menos teórico, nos remitimos a lo escrito en Imaginación e imaginario radicales[8]. A donde apuntamos en esta exposición es a hacer comprensible y entendible, de otra manera, las funciones y los papeles de los intermediarios políticos y de las mediaciones ideológicas respecto al conglomerado de las estratificaciones sociales, en constante dinámica y devenir.
Si siguiéramos usando el término de clase, que es un término taxonómico, diríamos que hablamos de la “clase política”, como lo hemos hecho antes, en anteriores ensayos. Esto equivaldría decir que hay varias maneras de clasificar clases sociales; si se trata del campo político, si se trata del campo económico, si se trata del campo cultural, retomando la concepción de los campos de Pierre Bourdieu. Pero, a pesar de la complejización de la taxonomía social, llegaríamos a algo parecido a lo que criticamos, solo que en distintos planos de intensidad. La categoría de “clase política” es homogénea en su acepción; en cambio lo que efectivamente es la hace heterogénea. Esto ocurre no solo porque pregona distintas variaciones ideológicas, porque postula distintos programas políticos, incluso porque acciona en distintas formas gubernamentales, sino que sus variadas composiciones responden a asociaciones singulares, de acuerdo a contextos, a coyunturas, periodos, incluso, se puede decir, múltiples historias. Entonces estamos ante mapas de predisposiciones, disposiciones, dispositivos, políticos, que funcionan como instrumentos de la máquina abstracta de poder. La distinción, en este caso, es decir, la economía política particular, se da entre los representantes, voceros, intermediarios e intérpretes políticos y sus bases. Las bases delegan sus voluntades y sus potestades a los delegados y representantes.
Ahora bien esta distinción se apoya en otra separación, en la separación de intelectuales y no-intelectuales, que podríamos llamar economía política del saber, que distingue al que sabe del que no sabe. Toda economía política establece una dominación sobre la base de la valorización abstracta. Entonces, la dominación no es única en la economía política generalizada, sino que comprende múltiples dominaciones singulares entrelazadas. Aunque la dominación del intelectual sobre el no-intelectual aparezca más como prestigio no deja de ser dominación, basada en el prestigio simbólico de la intelligentsia y en el control institucional del saber. El político de profesión o circunstancial apoya la legitimidad de su intermediación en este halo intelectual; aunque también puede apoyarse en el prestigio que conlleva la dirigencia, que es otra manera de ser intelectual, como anotó ya Antonio Gramsci.
No hay pues la dominación única, absoluta, homogénea, como si fuera una entidad reconocible o un instrumento detectable inmediatamente. Lo que hay son múltiples dominaciones singulares que convergen, se entrelazan, se refuerzan, dando lugar a formaciones de dominaciones singulares. La “clase política, sosteniendo todavía el término discutible, con fines de exposición y de ilustración, refuerza su dominación, apoyándose en otras dominaciones singulares, proliferantes en las prácticas sociales.
Conservadores, liberales, nacionalistas, neoliberales, populistas, entonces, forman la gama variopinta de la “clase política”. No deberíamos incorporar en esta gama a los socialistas, quienes deberían propugnar y luchar por lo que dicen, una sociedad sin clases; sin embargo, han convertido al socialismo, es decir, la preponderancia absoluta de lo social, el substrato de las dinámicas sociales, la facticidad del empoderamiento de lo social, en un estatalismo. Hablando con propiedad, lo que hacen y practican los “socialistas” no es socialismo sino estatalismo. Por lo tanto, los incorporamos también en esta gama variopinta de la “clase política”. En este sentido, también están embargados en la lucha por el poder, no en la lucha de clases, como dicen. Pero, el tema de fondo no es encontrar nuevas clasificaciones, nuevas clases en distintos campos, ni saturar el entramado clasificatorio para descifrar las conductas sociales, sino comprender los funcionamientos de las máquinas de poder, de los juegos de poder de las distintas conformaciones asociativas, entrabadas en la lucha por el poder. Lo que hay que comprender es cómo funcionan las prácticas de dominación polimorfas; cómo son usadas, cómo se las enlaza para reforzar determinada forma de dominación singular.
Las historias efectivas en América Latina, sobre todo las historias políticas, no pueden circunscribirse a la historia de las narrativas políticas, tampoco a las teorías, que toman como fuentes estas narrativas. Si las narrativas políticas conforman la recurrencia ideológica, las teorías, que se sustentan en estas fuentes, consideran que estas fuentes, es decir, estas narrativas, como si fuesen el referente incontestable de la realidad; cuando solo se trata de otras interpretaciones más inmediatas, menos elaboradas, más descarnadamente ideológicas. Entonces, la teoría repite la ideología en una versión más elaborada. Para descifrar las mismas narrativas políticas es menester inmiscuirse en las prácticas; decodificar sus lógicas, develar sus modos de funcionamiento, sus sentidos prácticos. Dicho de manera directa, los discursos políticos e ideológicos encubren prácticas de dominación. El liberalismo latinoamericano ha encubierto prácticas de dominaciones coloniales y patriarcales, fuera de legitimar formas de explotación de la fuerza de trabajo, en las formas concretas y particulares dadas en la periferia del sistema-mundo-capitalista. Es decir, en los términos de la sobreexplotación permitidos por las relaciones coloniales.
El nacionalismo revolucionario ha ampliado los derechos ensanchando la “democracia” restringida liberal, sin embargo, no sale del horizonte de la colonialidad. La modernización nacional-popular, si bien arranca con el voto universal, con la reforma agraria, la reforma educativa y las nacionalizaciones de los recursos naturales y de las empresas privadas que los explotan, solo concibe la ciudadanía abstracta y generalizable del individuo moderno. Aunque también retoma, haciéndolos mutar, los derechos corporativos. La modernización supone olvidar su origen colonial, como si lo acontecido se borrara ante el avance del desarrollo capitalista. Esta actitud es solo una pretensión. Lo acontecido no se borra de la experiencia social y de la memoria social; no es pasado, como lo entiende la historia; es presente, constantemente actualizado, de manera dinámica. Mientras no haya descolonización, aunque esta palabra haya sido desgastada por el discurso y las prácticas populistas, no se puede aseverar seriamente que se ha logrado la mentada soberanía, mucho menos la independencia. Tampoco se habría constituido e instituido efectivamente la república; para que tal suceso ocurra se requiere de condiciones de posibilidades históricas y culturales de fusión de horizontes.
El proyecto neoliberal banaliza y reduce la modernización al espacio abstracto restrictivo de realización de la competencia económica, del libre mercado y de la libre empresa; haciendo que la modernización se mida cuantitativamente por la estadística del acceso al crédito. Se desentiende, con un gesto que pretende ser “técnico”, de los problemas heredados; como si solo los problemas relativos al equilibrio económico fuesen los únicos y reales. El discurso neoliberal no solo es pretensioso, sino trivial en lo que respecta al análisis de la problemática económica y de la crisis. En la práctica, el Estado, del que dice desentenderse, despliega las mismas prácticas correspondientes a la colonialidad.
El llamado neo-populismo de los “gobiernos progresistas”, retoma, en parte, lo que podríamos nombrar como las tradiciones populistas, empero, las banaliza al extremo. Convirtiendo aquellos actos heroicos de las nacionalizaciones en comedias espectaculares, empero, sin efecto estatal, como aconteció con los gobiernos nacional-populares de mediados del siglo XX. Paradójicamente, es con los “gobiernos progresistas” cuando se hace más evidente la dependencia, la reiteración expansiva e intensiva del modelo extractivista colonial del capitalismo periférico.
La ofensiva del neo-gamonalismo
El discurso esquemático llevado a la simplicidad extrema, con pretensiones moralistas, además de convertirse en referente indiscutible del acto de juzgar, en el paradigma del bien, en el modelo de lo correcto, en el encomio de la razón, en el discurso que juzga a los contrincantes como afectados y encarnando todos los males habidos y por haber. Un ejemplo de este tipo de discurso es el reciente liberal de los últimos tiempos, que no es exactamente neoliberal, pues no hace tanto hincapié en los temas neoliberales; en la competencia, en el libre mercado y en la libre empresa. Aunque los tenga implícitos, lo que remarca es el ideal del Estado de Derecho, como si éste se hubiera dado tal cual en la historia política de la modernidad. Así como la ideología socialista pregona el ideal de la sociedad justa, como si esta se hubiera dado tal cual en las experiencias del socialismo real, como si ésta se pudiera dar tal cual, sin intervención de las contingencias de la realidad efectiva, sobre todo, de los efectos masivos incontrolables, que desatan las políticas de Estado.
El reciente discurso liberal, se ha dado a la tarea de criticar el populismo. Lo hace con recursos escasos, quedándose en la centralidad de los prejuicios, en la información selectiva, en la ausencia de investigación; sin hacer tampoco referencia a investigaciones. Se desentiende de todo el debate político anterior, teórico; no solo político, sino también económico y social; ingresa campante como si el mundo, por lo menos, el mundo moderno, comenzara recién; entonces, se hace cargo, como si no hubiera pasado nada, de los mismos argumentos trasnochados, vertidos por los conservadores de antaño. El discurso tiene resonancia política, ante el desgaste y derrumbe de la última versión del populismo latinoamericano de los “gobiernos progresistas”, del llamado “socialismo del siglo XXI”. Esto le da ventaja en la retórica, pero no en el debate, que debe ser al menos riguroso. El discurso liberal, que pretende desplegar una crítica neutral, dicha desde la límpida moralidad, confunde en la historia del populismo todas sus variedades singulares, de contextos y de coyunturas. Reduce el sentido del populismo al significado de demagogia. La narrativa de esta pretendida “crítica” liberal es pobre; los populistas o los caudillos, en su caso, serían personajes que dicen lo que quiere escuchar la gente, en tanto que el emisor, el caudillo, el líder populista, sabe lo que quiere; en consecuencia, manipula.
Esta construcción ideológica es elemental. Otra vez el contrincante es el endemoniado, señalado por quienes se consideran ángeles. La política se reduce a la caricatura del guion simple de comedia burlesca, donde el pueblo se entrega ingenuamente a la promesa y resulta expoliado por avezados políticos demagogos. El pueblo es víctima de aventureros, de demagogos, de profetas de utopías; en tanto que los caudillos y líderes populistas lo expolian, se enriquecen y caen en la decadencia. No se les entra en la cabeza, a estos pretendidos “críticos” liberales que no habría caudillos ni lideres populistas, sino hubiera habido antes levantamientos populares. Estos liberales de última hora olvidan que el pueblo se levantó contra la dominación imperante, contra el orden establecido, orden de la discriminación, de la explotación, del racismo solapado o descarnado, orden patriarcal del sexismo. Olvida que los miserables, recurriendo al nombre de la novela de Víctor Hugo, se revelaron contra el régimen oprobioso, que los condena a la miseria. Este es el substrato de las políticas y estilos populistas, de orientación de “izquierda”; más aún, es el substrato de la ideología socialista. No se puede discutir y hablar sobre el populismo desentendiéndose de este referente crucial en la historia política.
Otra cosa que obvia esta reciente “crítica” liberal al populismo es su propia historia, la historia política del liberalismo en el continente; y en la historia reciente, la incidencia del proyecto neoliberal. La historia del neoliberalismo en América Latina es la continuidad intermitente del liberalismo, en su versión más restringida de la ideología liberal heredada. Es la historia, en pleno sentido, relato de la ideología liberal, en su forma más circunscrita al discurso pretendidamente “técnico”, sin embargo, reducido a una aritmética elemental, que solo toma los recursos de la estadística en sus indicadores elementales. Se trata de la recurrencia del ideal del Estado de Derecho en su forma aparentemente más estrecha, denominada reducción estatal, sin embargo, paradójicamente, en los hechos, Estado ensanchado en la aplicación demoledora del ajuste estructural. También, efectivamente, Estado del itinerario de contradicciones, al llevar adelante la aplicación sinuosa del Estado de Derecho. Las prácticas liberales se distancian de lo constituido jurídica y políticamente, pues se efectúan en las condiciones definidas por las correlaciones de fuerzas del momento. El liberalismo en América Latina es ejecutado por el estrato menos conservador, que adquiere una tonalidad progresista, de las clases dominantes, cuyo perfil viene definido por las llamadas profesiones liberales. El horizonte liberal era, en su periodo, el de la revolución industrial. Los líderes liberales latinoamericanos soñaban con la industrialización como finalidad del desarrollo. En el imaginario de los caudillos liberales el desarrollo era concebido como despliegue de redes de ferrocarriles, que articulaban la geografía política del país. Después, la concepción cambia, acompañando los nuevos estereotipos de la modernidad. El significado de desarrollo adquiere la figura de la expansión del crédito, cuando los usuarios pueden prestarse a su antojo, bajo el compromiso adquirido de la deuda, disponiendo de la masa dineraria del sistema financiero, hasta los límites impuestos por las reglas del juego financiero, aunque estos límites pueden moverse con desplazamientos de refinanciación.
No importa aquí discutir el sentido que se le atribuye al desarrollo, en una coyuntura dada y en un determinado contexto, en una versión ideológica o en otra; lo que importa es comprender el desgaste continuo del concepto de desarrollo. El concepto de desarrollo parece corresponder a una hipótesis económica evolucionista, que se va falsando en la medida que avanzan las contrastaciones. El discurso liberal comparte con el discurso socialista y el discurso populista el postulado del desarrollo. La diferencia radica en el modo que pretenden conseguir el objetivo buscado. Unos pretenden lograr el objetivo anhelado mediante el concurso de la mano invisible del mercado; otros pretenden lograrlo por medio de la realización social. El compartir el telos, es decir, la finalidad del desarrollo, los acerca tanto que no parecen ser opciones diferentes y contrapuestas, sino, mas bien, complementarias; los procedimientos son distintos.
El discurso liberal critica del populismo lo mismo que la práctica liberal contiene, la manipulación mediática de las masas. Se puede decir que esta manipulación estriba sobre las distintas interpretaciones y políticas de desarrollo. El problema radica en que la polisemia del concepto de desarrollo no se reduce ni a la versión liberal, tampoco a la versión socialista, así como a la versión populista. No se trata de la realización de la utopía; el desarrollo es una idea. Todas estas manifestaciones de la ideología moderna comparten la idea, aunque lo hagan desde interpretaciones distintas. El desarrollo es una idea, el ideal perseguido. Es también el significado moderno otorgado al tiempo social, institucionalmente asumido. Todas las versiones de la ideología moderna comparten este horizonte histórico-cultural.
En estas condiciones de posibilidades históricas-culturales-sociales-económicas, pretender la crítica al populismo sin considerar este horizonte histórico-cultural compartido, resulta una diatriba ideológica, circunscrita al esquematismo dual moralista, donde se enfrentan los buenos contra los malos. No hay ningún aporte para la comprensión del fenómeno político del populismo. Solo se escucha o se lee la letanía morosa del prejuicio desplegado, así como se repite la estigmatización sobre el fenómeno efectivo del populismo.
Para comenzar, deberíamos partir de la diferencia conceptual del populismo ruso y del populismo latinoamericano. El populismo ruso, anterior al populismo latinoamericano, es básicamente campesinista; una proyección social alternativa hacia el socialismo, saltando al capitalismo. En cambio, el populismo latinoamericano se refiere a la convocatoria del mito, el caudillo, el mesías político. La palabra que se refiere a ambas experiencias políticas es la misma, pero los conceptos relativos al populismo son distintos. Sin embargo, como ocurre en el lenguaje, el uso de términos iguales hace cruzar metáforas diferentes y connota significados distintos. Entre las figuras históricas reaparece la metáfora campesinista, sobre todo en lo que respecta a la reforma agraria. Pero, de todas maneras, el populismo latinoamericano es estatalista; en cambio, el populismo ruso es anti-estatalista; apuesta a la gestión comunitaria. Hablar de los orígenes del populismo remontándose a la revolución mexicana es un desatino; la revolución mexicana corresponde a una explosión social, particularmente campesina. La revolución campesina que tiene como programa la reforma agraria no es populista. Puede decodificarse así en el sentido del populismo ruso, pero no en el sentido del populismo latinoamericano. La revolución mexicana no puede ser considerada como populista, tampoco como el nacimiento del populismo. Esto es reducir la revolución mexicana a un esquematismo simplón con proyecciones de generalización. La revolución mexicana es una revolución social, la segunda revolución social en el joven sistema-mundo capitalista; la primera fue la rebelión de los guerreros Tai-ping, los guerreros del cielo celeste, mal llamados “bóxer”; la tercera fue la revolución rusa, que se extiende intermitentemente desde 1905 hasta 1917. Estas revoluciones desbordan el campo político, no solamente son revoluciones políticas, sino también son revoluciones sociales[9].
El problema de esta interpretación liberal es que quiere encontrar en los sucesos seleccionados arbitrariamente una historia del populismo. La historia del populismo, en el sentido latinoamericano, comienza con Lázaro Cárdenas; este es el perfil y el modelo inicial del populismo latinoamericano. La convocatoria del mito, el caudillo que encarna el mito, la promesa del mesías político. Lo que no ve la interpretación trivial liberal es que ese populismo, de mediados del siglo XX, constituye e instituye el Estado-nación en sentido histórico-político, pues antes solo era una caricatura jurídico-política. La ideología liberal solo asume la idea de Estado de Derecho sin contrastarlo con su realización efectiva. El Estado de Derecho en América Latina no se ha materializado, sino de manera barroca. Primero, excluyendo a las mayorías indígenas, además de a la mitad de la población de mujeres. Se trata de un Estado de Derecho que desconoce los derechos de las naciones y pueblos indígenas y de las mujeres. Entonces, ¿de qué derechos se habla? ¿De los derechos de la minoría criolla y mestiza masculina? Desde la perspectiva enunciativa del Estado de Derecho, en los hechos, no hay Estado de Derecho. Se trata de un Estado colonial, que adquiere durante la forma aparente de república, las características de Estado-nación de la colonialidad; este Estado se edifica sobre cementerios indígenas.
Después, en los periodos de su desenvolvimiento, el liberalismo avasalla los territorios comunitarios indígenas, privatizándolos, expandiendo la frontera de las haciendas. La historia del liberalismo, en los comienzos de las llamadas repúblicas, se despliega como guerra contra las naciones y los pueblos indígenas. Este liberalismo es un instrumento de la continuidad colonial en la era republicana. José Carlos Mariátegui caracterizó a la casta liberal latinoamericana, la nombró claramente como gamonal. La materialización social del liberalismo latinoamericano es gamonal. Esto quiere decir que se trata de la dominación de los latifundistas y propietarios mineros, también de propietarios de plantaciones cafetaleras y de caña. El liberalismo latinoamericano es gamonal; es decir, se trata de la casta dominante de propietarios monopólicos de la tierra y de las minas, heredera de las propiedades coloniales de los conquistadores.
El populismo de mediados del siglo XX se enfrenta al gamonalismo liberal, propone, en sus versiones más radicales, la reforma agraria y la nacionalización de los recursos naturales y de las empresas trasnacionales que los explotan. El segundo nacimiento del Estado-nación, después del nacimiento jurídico-político, después de la independencia, se da con las nacionalizaciones; las nacionalizaciones constituyen actos soberanos del Estado-nación, en sentido histórico-político. Este es un momento constitutivo y de disponibilidad de fuerzas, como lo define René Zavaleta Mercado. Frente a esta acción nacional-popular, el liberalismo latinoamericano resulta un discurso no solamente conservador, sino de legitimación del entreguismo de los recursos naturales a las empresas extractivistas monopólicas mundiales.
Desde la perspectiva de la convocatoria, el discurso liberal queda restringido a las castas latifundistas y de propietarios mineros, acompañadas por sectores de “clase media” altos, correspondientes a las llamadas profesiones liberales, al servicio de la administración de las empresas privadas extractivistas. En cambio, el discurso populista es altamente convocativo, se remite al pueblo, a todas las clases sociales, sobre todo a las subalternas. Esto no tiene que ver con la característica retórica de la demagogia, sino con una empatía entre populismo y el pueblo. La empatía no deriva, no podría, de la manipulación discursiva, entonces demagógica, sino de la interrelación intersubjetiva entre pueblo y populismo. No comprender esto es reducirse a los prejuicios encarnados en la casta gamonal, que desprecia al pueblo y lo popular.
No es que los populistas manipulan desde un principio. Este es un enunciado de la teoría de la conspiración, por cierto, ingenuo y especulativo. La empatía emerge de la interacción entre los estratos populares y el populismo, sobre todo con el caudillo que encarna la convocatoria del mito. Se trata de un entramado afectivo. No es acertado decir que el caudillo populista manipula desde un principio, sino que forma parte de un entramado afectivo. Es el pueblo demandante el que inventa imaginariamente al caudillo. Interpreta desde su aparato hermenéutico lo que acontece; lo que acontece, según esta hermenéutica, tiene que ver con la profecía mesiánica y la promesa.
Ahora bien, es importante remarcar las diferencias entre el populismo de mediados del siglo XX y el populismo del siglo XXI. Para comenzar a señalar estas diferencias, empezaremos con la auto-identificación de los discursos populistas. A mediados del siglo XX los populistas se identifican como nacionalistas-revolucionarios; son expresiones políticas e ideológicas de lo nacional-popular. En cambio, a fines del siglo XX y principios del siglo XXI los populistas se auto-identifican como “socialismo del siglo XXI” o, en su caso, como “socialismo comunitario”. Lo nacional-popular corresponde al nacionalismo revolucionario; se trata de la formación de la consciencia nacional, de la convocatoria a la nación oprimida, a recuperar su soberanía, la soberanía sobre los recursos naturales. El proyecto es nacionalizador; nacionalizar los recursos naturales, nacionalizar las empresas que los explotan; en la versión más radical del nacionalismo revolucionario se postuló nacionalizar incluso al Estado. En cambio el “socialismo del siglo XXI” considera que ha superado el nacionalismo, incluso que ha superado los errores del socialismo real; se considera, mas bien, la expresión del “socialismo del siglo XXI”. Esta es la pretensión; pretensión que radica en la diferencia entre ideología y realidad efectiva. ¿Es, efectivamente, una nueva versión del populismo, tal como asevera la “crítica” liberal reciente?
Se puede decir que hay analogías, que ciertas características del populismo latinoamericano del siglo XX se repiten, como, por ejemplo, la convocatoria del mito; sin embargo, es indispensable enfocar la mirada en las diferencias, pues éstas nos darán las claves para comprender este neopopulismo o lo que se llame. Una diferencia estriba en que no todos los “procesos de cambio” de los “gobiernos progresistas” han efectuado las nacionalizaciones esperadas, tampoco la reforma agraria, como corresponde; solo el “gobierno progresista” bolivariano de Venezuela las ha llevado acabo, al estilo de cómo lo hacían los gobiernos nacional-populares, mediante el procedimiento de la expropiación. En cambio el “gobierno progresista” boliviano solo llevó a cabo una sola nacionalización al estilo clásico, la nacionalización de los hidrocarburos; empero, para desnacionalizarlos después de un año, mediante los Contratos de Operaciones. Las demás “nacionalizaciones” no fueron tales, fueron compras de acciones. El “gobierno progresista” de Brasil tampoco efectuó nacionalizaciones, mucho menos hizo la reforma agraria esperada; se puede decir que lo que hizo es incrementar notoriamente la inversión social en salud y educación, además de combinar medidas asistenciales con medidas de redistribución del ingreso. Como en otros “gobiernos progresistas” se ampliaron las políticas de bonos. Esto de la inversión social más se parece a las políticas de tipo social-demócrata que a políticas populistas. Se trata, en este caso, mas bien, de analogías con la socialdemocracia europea, mas que con los gobiernos populistas de mediados del siglo XX. Lo de los bonos ya aparecieron en las políticas de compensación de los gobiernos neoliberales; claro que en estos últimos en una escala menor que la efectuada en los “gobiernos progresistas”. ¿Qué es entonces lo que queda de las analogías con los gobiernos populistas de mediados del siglo XX?
Se puede decir que la convocatoria del mito; mantienen una relación afectiva con el pueblo, que puede ser llamada chantaje emocional. Aunque el entusiasmo de la gente se agote, una vez constatado los parecidos con los gobiernos anteriores, los gobiernos neoliberales. Las políticas o, mas bien, el esquema estructural de las políticas neoliberales se mantuvo; sobre todo en lo que respecta a la subsunción en el Sistema Financiero Internacional. Esto aconteció a tal punto, llevando lejos esta subsunción, que el Partido de los Trabajadores (PT), de Brasil, se convirtió en un administrador de las AFPs; parte de la jerarquía sindical asumió las funciones de administradores de las AFPs, convirtiéndose en no solo burguesía sindical sino también en burguesía financiera.
Otra analogía, esta vez con los gobiernos liberales, corresponde a la continuidad del modelo colonial extractivista del capitalismo dependiente. Es más, incluso los “gobiernos progresistas” habrían extendido e intensificado el modelo extractivista. Entonces, estamos ante gobiernos del llamado “socialismo del siglo XXI”, que combinan analogías diferenciales, con los gobiernos populistas, con los gobiernos de la socialdemocracia y con los gobiernos neoliberales. Este barroco político es ilustrativo de lo que acontece. ¿En qué condiciones de posibilidades históricas y políticas se llega al eclecticismo político? ¿En que condiciones históricas y culturales se mezclan estas formaciones discursivas y estas formaciones ideológicas y políticas distintas?
Podemos definir un perfil de estas combinaciones, que parecen heteróclitas, tomando en cuenta las prácticas discursivas que las sostienen, que sostienen los discursos emitidos, además de las prácticas políticas que hacen de substrato de los discursos y de las prácticas discursivas. Primero, el discurso populista sirve para la convocatoria; es útil en la retórica política para convencer al pueblo que se está en el “proceso de cambio”. Segundo, la práctica política socialdemócrata evidencia la actualidad de la incursión política de los “gobiernos progresistas”; estos gobiernos se mueven en un horizonte definido por los postulados del bien estar, no del vivir bien, como pregonan; bienestar como finalidad de la socialdemocracia. Se trata de un socialismo light, suave y liviano, dentro de lo que se viene en llamar Estado de bienestar. Tercero, la práctica económica neoliberal es útil en lo que respecta a la continuidad económica, sobre todo en lo relacionado a la participación en la economía-mundo capitalista, en las condiciones establecidas por la geopolítica del sistema-mundo capitalista.
En consecuencia, una hipótesis interpretativa, correspondiente a las conclusiones, es que el discurso populista incumbe a la retórica política de la convocatoria; en cambio, las practicas políticas y las prácticas económicas corresponden a lo que efectivamente se va dando como acontecer político y como acontecer económico.
Volviendo a la “crítica” liberal reciente, el problema es que toma en serio el discurso populista, es más, lo confunde graciosamente con el discurso socialista; este tomar en serio el discurso es considerar que es el referente efectivo de la realidad política; no entiende que el discurso se sustenta en prácticas discursivas y las prácticas discursivas se sustentan en prácticas de poder. Este problema se ahonda cuando se desentiende de las prácticas políticas y de las prácticas económicas, lo efectivamente dado, pues el discurso sirve de retórica, ayuda apoyar las acciones. Esta inocencia, por decirlo suavemente, lleva a esta “crítica” a conclusiones rápidas, sin que pueda sostenerlas; conclusiones en extremo esquemáticas y restrictivas, reducidas hasta donde llegan los prejuicios. Por eso solo logran caracterizar sus propios miedos y fantasmas, sin lograr definir claramente qué es el populismo. Este discurso liberal reciente es un reciclaje del substrato ideológico del liberalismo latinoamericano, substrato que comparte con el conservadurismo que lo antecede, incluso con el conservadurismo ultramontano más recalcitrante. Este substrato corresponde a la concepción gamonal del mundo, tal cual lo definió lucidamente José Carlos Mariátegui. Entonces, con relación a la pretendida “crítica” liberal reciente, se trata de la ofensiva neo-gamonal; ofensiva desplegada no tanto, exactamente, contra el populismo, que es figura delirante, en este caso, del imaginario fantástico de la casta gamonal y de sus herederos, sino contra la potencia social, contra la potencia popular. El sueño de este liberalismo de última hora es que se retorne a la utopía liberal, que como utopía jamás se dio en ningún lugar. Fue solo una idea expresada en la ideología jurídico-política[10], cuando, en la práctica, efectivamente, el ejercicio gubernamental liberal sirvió para avasallar los territorios de las comunidades indígenas, continuando la incursión, dejada pendiente, por el conservadurismo, que no es otra cosa que la continuidad de la colonialidad, por otros medios, esta vez liberales.
El liberalismo de antaño consideraba que realizaba la modernización; los caudillos liberales, que es un fenómeno curioso latinoamericano, soñaban con construir ferrocarriles por toda la geografía política del país; soñaban con modernizar a sus pueblos, a los que consideraban bárbaros. Los liberales de última hora sueñan con un Estado de Derecho institucionalizado, que sea como la norma absoluta de toda conducta ciudadana. Este Estado de Derecho fue el ideal construido en los inicios del liberalismo. Como idea racional es una finalidad y, a la vez, síntesis de significaciones políticas; por lo tanto, expresa la voluntad que se propone la modernización liberal y, a la vez, hacer operable esta voluntad, supuestamente general, usando el significado que otorga a voluntad general Jean Jacques Rousseau. Sin embargo, la idea no necesariamente se realiza tal cual. La idea se realiza en el mundo efectivo y, al hacerlo, lo hace condicionado por las condiciones de posibilidades históricas-políticas-económicas-sociales, con las que cuenta, en el momento y en el contexto. Lo hace con los recursos al alcance en el mundo efectivo. Al ocurrir de esta manera, se carga no de ideas, no de imágenes y conceptos, sino de materialidades, densidades y flujos, en espesores y planos de intensidad de la complejidad dinámica social. El Estado de Derecho, como idea, podríamos decir metafóricamente para ilustrar, como esqueleto, se hace de carne, de órganos, de redes de venas y de arterias, de sistema nervioso. Al encarnarse deja de ser idea, es cuerpo, se convierte en un Estado corpóreo, que concentra y administra fuerzas, que enfrenta a otras fuerzas, que reúne discursos y los difunde, enfrentando otros discursos.
El Estado liberal no es solamente Estado de Derecho, lo que dice la ideología jurídico-política, sino es un Estado de hecho. El Estado de hecho, el Estado en acción, en este caso. El Estado liberal, no tiene como referente solamente al ideal de Estado de Derecho, sino tiene otros referentes, que no son ideales, sino materiales. Tiene ante sí una sociedad compleja, que lo rebasa por todos lados; tiene colateralmente y correlativamente a otros Estado-nación, con los que se relaciona. Se encuentra en un mundo, mejor dicho, en un sistema-mundo, que lo contiene. En consecuencia, no solo actúa con el instrumental jurídico de la Constitución y su desarrollo legislativo, sino con los aparatos de su malla institucional.
El Estado efectivo, comprendiendo su singularidad, genera efectos masivos no controlados. Los efectos masivos se convierten en terrenos o territorios sociales, que se coagularon. Se convierten, por así decirlo, en realidad política, que es distinto a decir realidad efectiva. La realidad efectiva la contiene y hace de substrato de esta realidad política. No se puede evaluar al Estado liberal, comprendiendo sus singularidades, como si fuesen el Estado de Derecho; tampoco se puede evaluarlo partiendo del Estado de Derecho como referente; pues se encuentran diferencias entre la idea y la realidad, lo que efectivamente es. La evaluación solo es posible si se toma en cuenta la complejidad misma de la genealogía estatal. Lo mismo ocurre con el ideal de Estado socialista, aunque sea concebido como transición. Lo que tiene la ideología socialista es también una idea racional; idea que resume el postulado fuerte de justicia, sobre todo de justicia social. Pero, esta idea no puede realizarse como tal en el mundo efectivo. De la misma manera, al encarnarse, al moverse a través de la malla institucional, al concentrar fuerzas para enfrentar fuerzas, al reunir discursos para enfrentar discursos, genera efectos masivos que no controla. De esto hablamos en Paradojas de la revolución[11]. Por lo tanto, no se puede evaluar al Estado socialista como si fuese la realización de su ideal, tampoco tomar la idea socialista como referente, aunque la ideología considere que es así, que el Estado socialista real es inmediatamente la idea de socialismo. Solo se puede evaluar el Estado socialista efectivamente dado, comprendiendo sus singularidades y la complejidad dinámica social, donde se encuentra y se mueve, así también comprendiendo las genealogías de poder que lo conforman.
A estas alturas del partido, de las historias políticas de la modernidad, no se puede seguir restringiendo el debate al mundo de las representaciones, es decir, a la ideología, en sus distintas formas y manifestaciones. Esto para lo único que sirve es para seguir bregando en el círculo vicioso del poder, legitimado por el círculo vicioso de la ideología, sin salir de sus entramados y de sus tramas. Es menester encarar el acontecimiento político en su complejidad dinámica. Los que se ponen en el papel de jueces, de un lado o del otro, con un discurso o con otro, juzgan desde la ideología, como si el mundo efectivo se redujera al mundo de las representaciones. En la actualidad, los jueces son cada vez más apócrifos y el acto de juzgar es cada vez más claramente una impostura. En lo que corresponde a la ideología, comparando con su situación inaugural, entusiasmada por la idea racional, las formaciones discursivas se han convertido en banalidades recicladas, seleccionando argumentos trasnochados, pretendan unos defender el liberalismo, pretendan otros defender el socialismo.
Volviendo al populismo, incluso en su versión neo-populista, en este caso no hay un Estado populista, aunque se de la forma de gubernamentalidad clientelar; lo que hay es el Estado liberal adulterado, mutando en una forma abigarrada; menos se puede hablar de aproximaciones al Estado socialista, incluso efectivamente dado. Por lo tanto, no hay una idea racional de un tipo de Estado distinto, que podría denominarse provisionalmente “Estado populista”, sino, mas bien, estamos ante un símbolo político, mejor dicho, ante una alegoría simbólica, es decir, un mito. En este caso, el “Estado mítico”, no es una construcción racional, no es una idea, sino una construcción afectiva, si se quiere, pasional. La narrativa populista no resuelve la construcción del mito estatal por la vía de la voluntad, guiada por la razón, sino por la vía de la pasión guiada por el mito. No se trata de una finalidad sino, siguiendo las metáforas, de la resurrección política. El “Estado mítico” del populismo es una realización religiosa-política. De esto hablamos en La convocatoria del mito. Tampoco se puede evaluar el “Estado populista” por el mito que tiene de sí mismo, pues vamos a encontrar notorias diferencias. Hay que evaluarlo en la salsa de su propia complejidad dinámica, en las genealogías singulares del Estado liberal exuberantemente barroco.
A estas alturas del partido, como dice el refrán popular, no se puede pretender “analizar” el “populismo” a partir del núcleo gravitacional de los prejuicios, que corresponden a conservadurismos recalcitrantes, coagulados en conductas; de circunscribir este fenómeno político a las caricaturas que se tiene del mismo, como la reductiva imagen de demagogia o la otra imagen dramática de autoritarismo. Todo Estado es autoridad y también es autoritario, aunque lo sea en distintas tonalidades, aunque, en algunos casos o muchos, dependiendo de las circunstancias en la coyuntura, se matice la violencia, en cambio, en otros, se la remarque, se llegue a formas extremas de violencia desbocada, violencia concentrada patéticamente por la emergencia estatal. En determinadas circunstancias de emergencia, como de crisis política y económica, todo tipo de Estado recurre a su núcleo de emergencia: el Estado de excepción.
[1] Este ensayo forma parte de un ensayo mayor, que contiene dos partes; la primera, Populismus; la segunda, Ofensiva neo-gamonal. El ensayo mayor tiene el titulo provisional de Avatares ideológicos y políticos.
[2] Ver Círculo vicioso del poder. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[3] Ver la serie Acontecimiento político. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[4] Ver Gramatología del acontecimiento. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[5] Leer de Hugo Celso Felipe Mansilla Una mirada crítica sobre la obra de René Zavaleta Mercado. Rincón Ediciones; Colección Abrelosojos. La Paz 2015.
[6] Ver Crítica y complejidad. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[7] Ver Pensamiento propio. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[8] Ver Imaginación e imaginario radicales. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[9] Ver la serie Acontecimiento político, en Cuadernos activistas. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[10] Ver Crítica de la ideología jurídico-política. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[11] Ver Paradojas de la revolución. En la serie Acontecimiento político. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.