No verán sus caras. Algunos darán sus nombres reales, otros no. Como gran parte de los activistas del movimiento de protesta que sacudió el país entre octubre de 2019 y febrero de 2020, tratan de no llamar demasiado la atención sobre ellos. Estos jóvenes, una vez roto ese hielo inicial, se entregan voluntariamente a la causa: “Queríamos alertar al mundo sobre lo que estaba sucediendo en Irak. Pacíficos, nos enfrentamos a un gobierno, a Estados, a organizaciones armadas. Solos”.
Esas palabras son de Amani. Empleada en una ONG, la activista de 26 años esconde tras sus ojos negros una ira inagotable, y, como una inmensa parte de la población iraquí hoy, el temor de ver a su país caer en el caos. Hace unas semanas, ella y sus compañeros presenciaron desde lejos el recrudecimiento de la violencia extrema en el corazón de la capital. Enfrentamientos de envergadura, en directo por televisión, entre dos facciones chiíes rivales en lucha por el poder. La corriente encarnada por el tempestuoso Moqtada al-Sadr, que se reivindica como el heraldo del soberanismo iraquí, y el Marco de Coordinación, una alianza de partidos y milicias en la órbita iraní, parecen irreconciliables.
Y si bien las armas se silenciaron rápidamente, el problema político de fondo persiste. El reciente nombramiento de un presidente de la República y de un primer ministro, después de un año con ambos cargos vacantes, no parece una salida a la crisis.
“Tishreen” o la revolución asesinada
El país se ve ante un escenario de intensas crispaciones que los activistas iraquíes querían evitar; los mismos que, en los primeros días de octubre de 2019, asaltaron las calles de Bagdad y de varias grandes ciudades del sur de Irak.
En un contexto de crisis económica y social, superada por décadas de corrupción así como de dominación extranjera, una parte de la juventud desheredada -muy mayoritariamente chiita- va a reclamar la caída del régimen, el fin del sistema confesional, así como una verdadera democracia. “Las anteriores oleadas de protestas reivindicaban los servicios básicos, como la electricidad, mientras que este movimiento iba mucho más lejos. Reflejaba el hecho de que nos sentíamos casi extranjeros en nuestro propio país, controlado por otras potencias”, afirma Amani.
En la órbita iraquí, desde la caída del régimen de Saddam Hussein en 2003, el territorio no ha encontrado ni estabilidad ni prosperidad. Y si desde la derrota de la organización Estado Islámico (ISIS) parece reinar una calma relativa, Irak sigue siendo un país con riquezas considerables, pero todavía poblado de pobres.
Aya solo tenía 17 años en 2019. Como muchos otros jóvenes de su edad, esta estudiante se unió a las filas de la protesta sin que su familia lo supiera. ¿Cómo podría haber sido de otra manera? Desde las primeras horas de este levantamiento iraquí, el poder hizo uso de la fuerza contra los manifestantes, pacíficos, con el fin de silenciar sus voces. “El primer día, en la plaza Tahrir (epicentro de la protesta), escuché las detonaciones. Pensé que era el último día de mi vida. Pero sabía que debía continuar, así que volví al día siguiente”, explica.
Una represión sangrienta que llevó el sello de ex paramilitares, mayoritariamente vinculados a Irán, a las Unidades de Movilización Popular (PMF, o Hachd al-Chaabi). Una coalición de milicias integradas en el aparato de seguridad iraquí tras su papel determinante en la lucha contra ISIS. Y estos últimos no retrocederán ante lo que perciben como una amenaza para el poder establecido. Los francotiradores están posicionados en los tejados de las arterias estratégicas: “Con mi mejor amigo, corríamos juntos para huir de los disparos. Se puso tras de mí para proteger mi espalda, y fue alcanzado por un francotirador. Nunca olvidaré su mirada cuando murió”, recuerda Aya, con una seguridad desconcertante.
Sin embargo, contra todo pronóstico, las manifestaciones no cesan; más aún, se amplifican. Este movimiento de masas lleva ahora un nombre, Tishreen (octubre, en árabe), y pronto llevará también decenas de mártires. En realidad, es un baño de sangre.
Salah, de 23 años, es también uno de los revolucionarios de la primera oleada. Al evocar estos momentos, el delgado joven de ojos claros se pierde en sus pensamientos. Recuerda que fue seguido hasta su casa al regresar de una manifestación y que se vio obligado a cambiar de ruta cada día. “En realidad, la represión ha reforzado el movimiento. Si en Irak nos dejamos atrapar por el miedo, entonces no podemos seguir viviendo”.
En las calles, muchas chicas muy jóvenes llenan las protestas. “Tishreen estaba lleno de mujeres fuertes, que no tenían miedo a nada, que iban hasta el final con sus ideas”, continuó Aya. “Era como una familia, todos cuidaban de todos. El miedo no nos afectó. En Irak puedes morir en cualquier momento. Mejor que sea en el lugar correcto, con las personas adecuadas, y por las causas justas”.
Después de tres meses de protestas, el asesinato en enero de 2020 del comandante de la fuerza al-Quds, de los Guardianes de la Revolución iraníes, Qassem Soleimani, en un ataque estadounidense en Bagdad, fue un primer punto de inflexión. Considerado como el arquitecto de la política exterior de su país, la desaparición del general iraní fue celebrada por una parte de los revolucionarios, que veían en él a uno de sus verdugos.
Celebraciones inaceptables para el líder chiita Moqtada al-Sadr, cuya corriente se había mostrado hasta entonces cercana a los manifestantes, y que acabó sumándose a la represión. Solo contra todos, Tishreen recibió el golpe definitivo con la pandemia del Covid-19. Un ciclo de manifestaciones históricas que terminó con un pesado balance de 600 muertos, 30.000 heridos y otros tantos arrestos. Durante varios meses más, las figuras del movimiento de protesta serán abatidas, a veces hasta en la puerta de su domicilio.
Ni un bando ni el otro
Tres años después, el contexto que condujo a la aparición de este movimiento perdura. Peor aún, los dos grandes polos políticos del chiismo iraquí que se unieron para destruirlo -la corriente pro-iraní y los sadristas-, están en oposición frontal, y dejan caer el fantasma de una confrontación de envergadura.
No es de extrañar que, en estas condiciones, los activistas y simpatizantes de Tishreen se encuentren en una ecuación difícil de despejar. “Ambas partes han contribuido a hacer nuestras vidas miserables, una existencia que nadie querría”, afirma Aya. Y si bien la corriente sadrista intenta acercarse a los manifestantes de 2019, este intento no parece estar funcionando. “No tenemos nada en común ni objetivo compartido con los sadristas, representamos un nuevo camino para Irak y, por lo tanto, nos oponemos a estas personas que solo viven para un poder armado”, explica Amani.
“Para nosotros está claro que no es ni un lado ni el otro”, dice Salah. “Y sabemos que, sea quien sea el ganador de su batalla, una vez que las hostilidades hayan terminado, vendrán a por nosotros”.
Dos grandes partidos que, en sus proyectos de dominación, arrasan ampliamente en el seno de una comunidad chiita muy vulnerable, como subraya el investigador franco-iraquí Adel Bakawan: “En una gran provincia como Nassiyirah (en el sur del país), la tasa de desempleo de los menores de 30 años llega al 74%. En Basora, la ciudad que suministra aproximadamente el 80% del petróleo iraquí, esta riqueza es invisible. Hay que comprender la terrible miseria en la que se encuentran estos jóvenes”.
En consecuencia, en una parte importante del sur iraquí, las milicias Hachd al-Chaabi se han convertido a veces en el primer empleador regional: “Para una juventud necesitada de todo, estas organizaciones proponen un salario, un estatuto, un reconocimiento social y, sobre todo, una protección nada despreciable en una región donde al menos 80 milicias se reparten el territorio”, continúa el investigador.
Así, muchas familias acaban por romperse, ya que los jóvenes revolucionarios se ven obligados a “cortar los lazos con primos que se muestran demasiado amenazadores”, como subraya Amani, que recuerda, por otra parte, el peso familiar y tribal que recae sobre la sociedad iraquí: durante los meses de revuelta, los jóvenes cuya acción política no les gustaba a sus padres no tuvieron más opción que pasar varias semanas en tiendas de campaña en los lugares de ocupación.
¿Cuáles son las perspectivas?
En un café literario en el corazón de Kerrada, un barrio de Bagdad, los coloquios van bien. Pese a abordar el tema de maneras distintas, Ali, Hassan, Mohtada y Safaa (todos activistas, entre 25 y 35 años de edad) están de acuerdo en un punto: la extrema probabilidad de que las dos grandes facciones chiitas resuelvan sus diferencias por las armas. “Es cierto que habrá una guerra civil. Lo sorprendente es que no haya estallado ya. Para mí, lo único que hacen es alargar el plazo, pero es inevitable”, dice Safaa. Una opinión que es absolutamente unánime en torno a la mesa, y que es compartida por Salah, Aya, y Amani.
Es cierto que, desde la retirada política de Moqtada al-Sadr a finales del verano, el país está en llamas. Esta retirada abrió de par en par la puerta a sus adversarios, que heredaron el cargo de primer ministro. Mientras se designaba al nuevo hombre fuerte de Irak, nueve cohetes del tipo Katyusha caían sobre la Zona Verde.
El clan pro-iraní en el poder no ha dicho su última palabra y están afinando sus armas. “Todo dependerá de lo que diga Sadr. Un tweet, y miles de personas irán a la batalla”, explica un joven revolucionario que vive en Sadr City, bastión de Moqtada.
“Salvar a Irak requerirá un gobierno fuerte y mucha suerte. A menos que se produzca un levantamiento en Irán. Si la República Islámica cae, también lo hará el régimen iraquí”, afirma Salah. Naturalmente, las miradas se dirigen hacia el este, donde las manifestaciones que sacuden al vecino Irán desde la muerte de la joven Mahsa Amini, suscitan mucho revuelo entre los jóvenes revolucionarios. “Estoy muy orgullosa de todas estas mujeres, de su valor. Me dan esperanza”, afirma Aya.
Entonces, ¿podría Tishreen, en este contexto ardiente, renacer de sus cenizas?
“Nadie lo sabe. Quizá mañana, quizá dentro de varios años”, responden de corazón los interesados.
FUENTE: Laurent Perpigna Iban / El Salto Diario