El 7 de octubre, Estados Unidos declaró oficialmente la guerra económica contra China. Aunque ningún canal de noticias cubrió el acontecimiento, todos tendremos que sufrir sus consecuencias.
Ese día, el Gobierno de Biden lanzó una ofensiva tecnológica contra el país asiático, imponiendo límites más estrictos y controles más rigurosos a la exportación no solo de microprocesadores, sino también de sus esquemas, las máquinas utilizadas para grabar los circuitos en silicio y las herramientas que esas máquinas producen.
Ahora, si una fábrica china necesita alguno de estos componentes para producir bienes, las empresas deben solicitar un permiso especial para importarlo. ¿Por qué ha impuesto Estados Unidos estas sanciones? ¿Y por qué son tan duras?
Los circuitos integrados forman parte de todos los productos que consumimos (es decir, todo lo que fabrica China), desde coches a teléfonos, desde lavadoras a tostadoras, desde televisores a microondas. Por eso China consume más del 70% de los semiconductores del mundo, aunque, en contra de la creencia popular, solo produce el 15%.
De hecho, esta última cifra es incluso engañosa: China no produce ninguno de los chips más modernos, los utilizados para la inteligencia artificial o los sistemas avanzados de armamento.
No vamos a ninguna parte sin esta tecnología. Rusia lo descubrió cuando, tras ser embargada por Occidente a raíz de la guerra en Ucrania, se vio obligada a cerrar algunas de sus mayores fábricas de automóviles. La escasez de chips también contribuye a la relativa ineficacia de los misiles rusos: muy pocos son “inteligentes”, es decir, disponen de microprocesadores que guían y corrigen su trayectoria.
Hoy en día, la producción de microprocesadores es un proceso industrial internacional, con cuatro puntos nodales principales: 1) modelos de chips de inteligencia artificial, 2) aplicaciones informáticas de automatización de diseño electrónico, 3) equipos de fabricación de semiconductores, 4) componentes de equipos.
Los últimos movimientos del Gobierno de Biden explotan simultáneamente el dominio estadounidense en las cuatro áreas. Las medidas muestran el grado sin precedentes de intervencionismo del Gobierno estadounidense, dirigido no solo a preservar su control sobre estas tecnologías, sino también a lanzar una nueva política para asfixiar activamente a grandes segmentos de la industria china, con la intención de acabar con ella.
El nuevo embargo a la exportación no se parece a nada visto desde la Guerra Fría. Incluso, un comentarista tan obsequioso con Estados Unidos como Martin Wolf, del Financial Times, observa que “los recientes anuncios sobre el control de la exportación de semiconductores y tecnologías relacionadas a China son más amenazadores que cualquier cosa que haya hecho Donald Trump”. El objetivo es claramente frenar el desarrollo económico chino. Se trata de un acto de guerra económica. Y tendrá importantes consecuencias geopolíticas.
Asfixia con intención de matar
“Asfixia con intención de matar” es una caracterización adecuada de los objetivos del imperio estadounidense, seriamente preocupado por la creciente sofisticación tecnológica de los sistemas armamentísticos chinos, desde sus misiles hipersónicos hasta la inteligencia artificial.
China ha logrado avances significativos en este ámbito mediante el uso de tecnologías que son propiedad de Estados Unidos o están bajo su control. Durante años, el Pentágono y la Casa Blanca han observado con muda irritación que su competidor avanzaba a pasos agigantados con herramientas que ellos mismos habían proporcionado.
La ansiedad por la “amenaza China” no fue solo un impulso pasajero del Gobierno de Trump. Estas preocupaciones son compartidas por el de Biden, que ahora persigue los mismos objetivos que su predecesor, pero con un vigor redoblado.
El anuncio estadounidense se hizo pocos días después de la inauguración del Congreso Nacional del Partido Comunista Chino. En cierto sentido, la prohibición de las exportaciones fue una forma de que la Casa Blanca interviniera en el congreso, que pretendía cimentar la supremacía política de Xi Jinping.
A diferencia de las sanciones impuestas a Rusia –que, salvo el bloqueo de los microchips, han sido relativamente ineficaces–, es probable que estas restricciones tengan un impacto considerable, dada la estructura única del mercado de semiconductores y la particularidad de su cadena de producción.
La industria de los chips semiconductores se caracteriza por su dispersión geográfica y su concentración financiera, que se explican por la elevada intensidad de capital de su producción. Esta intensidad de capital se acelera con el tiempo, ya que la dinámica de la industria se basa en la mejora continua del rendimiento, es decir, la capacidad de manejar algoritmos cada vez más complejos al tiempo que se reduce el consumo de energía.
Los primeros circuitos integrados fiables desarrollados a principios de los años sesenta contenían 130 transistores. El procesador Intel de 1971 tenía 2 300 transistores. En los años noventa, el número de transistores en un solo chip superó el millón. En 2010 un chip contenía 560 millones y en 2022 el IPhone de Apple tenía 114 000 millones.
A medida que los transistores se hacían más y más pequeños, las técnicas para fabricarlos sobre un semiconductor se volvían cada vez más sofisticadas. El haz de luz que traza los planos tenía que tener una longitud de onda cada vez menor. Los primeros se situaban entre 700 y 400 milmillonésimas de metro, es decir, nanómetros (nm). Con el tiempo, se redujeron a 190 nm, luego a 130 nm, antes de alcanzar los límites del ultravioleta: solo 3 nm.
Para lograr estas dimensiones microscópicas, se requiere una tecnología costosa y muy compleja: láseres y dispositivos ópticos de notable precisión y los diamantes más puros. Un láser capaz de producir una luz suficientemente estable y precisa se compone de 457 329 piezas, producidas por decenas de miles de empresas especializadas de todo el mundo: una sola impresora de microchips con estas características tiene un valor de 100 millones de dólares, y el último modelo tiene un coste previsto de 300 millones.
Esto significa que abrir una fábrica de microchips requiere una inversión de unos 20 000 millones, más o menos la misma cantidad que construir un portaviones.
Las empresas
sin fábricas
La inversión debe amortizarse rápidamente, ya que en pocos años los microchips se ven superados por un modelo más avanzado, compacto y miniaturizado, que requiere equipos, arquitectura y procedimientos totalmente nuevos.
Hay límites físicos a este proceso. Ahora hemos llegado a capas de solo unos pocos átomos de grosor. Por eso hay tanta inversión en computación cuántica, donde la incertidumbre cuántica ya no es un límite, sino una característica a explotar.
Hoy en día, la mayoría de las empresas de componentes electrónicos ya no fabrican semiconductores; se limitan a modelar y planificar su arquitectura, de ahí el nombre estándar que se les da: fabless (empresa de semiconductores que no fabrica ni produce las obleas de silicio, sino que se especializa en el diseño y la comercialización).
Pero estas empresas tampoco son pequeñas. Por poner algunos ejemplos, Qualcomm emplea a 45 000 trabajadores y tiene unos ingresos de 35 000 millones de dólares, Nvidia emplea a 22 400 con unos ingresos de 27 000 millones, y AMD tiene 15 000 empleados y unos ingresos de 16 000 millones.
Así, la modernidad tecnológica se caracteriza por una gran paradoja: la miniaturización infinitesimal requiere instalaciones cada vez más titánicas, y de tal envergadura que ni siquiera el Pentágono puede permitírselas, a pesar de su presupuesto anual de 700 000 millones de dólares.
Un proceso así requiere un nivel de integración igualmente creciente para ensamblar cientos de miles de componentes diferentes, producidos por diversas tecnologías, cada una de ellas hiperespecializada.
El impulso hacia la concentración es inexorable. La producción de las máquinas que “imprimen” estos microchips avanzados está bajo el monopolio de una única empresa holandesa, ASM International, mientras que la producción de los propios chips corre a cargo de un reducido número de empresas, especializadas en un tipo concreto de chip: lógico, DRAM, memoria flash, procesamiento gráfico, etc.
La empresa estadounidense Intel produce casi todos los microprocesadores informáticos, mientras que la industria japonesa –que alcanzó su apogeo en los años ochenta antes de entrar en crisis a finales de los noventa– fue absorbida por la estadounidense Micron, que sigue teniendo fábricas en todo el sudeste asiático.
Sin embargo, solo hay dos auténticos gigantes de la producción de hardware: uno es Samsung, en Corea del Sur, favorecido por Estados Unidos durante los años noventa para contrarrestar el ascenso de Japón, cuya precocidad antes del final de la Guerra Fría se había convertido en una amenaza. El otro es TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, con 51 000 empleados, 43 000 millones de facturación y 16 000 millones de beneficios), que abastece a todas las empresas fabless estadounidenses y produce el 90% de los chips más avanzados del mundo.
Así pues, la red de producción de chips es muy dispar, con fábricas repartidas por Holanda, Estados Unidos, Taiwán, Corea del Sur, Japón y Malasia. También está concentrada en manos de cuasi monopolios (ASML para la litografía ultravioleta, Intel para los microprocesadores, Nvidia para las GPU, TSMC y Samsung para la producción) con cantidades astronómicas de inversión.
Es esta red la que hace que las sanciones sean tan eficaces: un monopolio estadounidense en el diseño de microchips, establecido por sus grandes empresas sin fábricas, a través del cual se puede ejercer una influencia colosal sobre las empresas de Estados vasallos que realmente producen el hardware.
Estados Unidos puede bloquear eficazmente el progreso tecnológico chino, ya que ningún país del mundo tiene la competencia ni los recursos necesarios para desarrollar sistemas tan sofisticados. El propio Estados Unidos depende de infraestructuras tecnológicas desarrolladas en Alemania, Gran Bretaña y otros países.
Pero no se trata solo de tecnología, también se necesitan ingenieros, investigadores y técnicos formados. Para China, por tanto, el ascenso es empinado, incluso vertiginoso. En este sector, la autarquía tecnológica es imposible.
China se prepara para la guerra tecnológica
Naturalmente, Pekín ha tratado de prepararse para esta eventualidad, habiendo anticipado la llegada de estas restricciones hace algún tiempo almacenando chips e invirtiendo fuertemente en el desarrollo de la producción tecnológica local.
Ha hecho algunos progresos en este campo: la empresa china International Semiconductor Manufacturing Corporation (ISMC) ya produce chips, aunque su tecnología va varias generaciones por detrás de TSMC, Samsung e Intel.
Sin embargo, a China le resultará imposible seguir el ritmo de sus competidores. No tiene acceso a las máquinas litográficas ni a la luz ultravioleta de alta calidad suministrada por ASML, que ha bloqueado todas las exportaciones.
La impotencia de China ante este ataque es evidente: considérese la total falta de respuesta oficial de los dirigentes de Pekín, que no han anunciado ninguna contramedida ni represalia por las sanciones estadounidenses. La estrategia preferida parece ser la ocultación: seguir trabajando bajo el radar antes que ser arrojado por la borda sin boya.
El problema para el bloqueo estadounidense es que gran parte de las exportaciones de TSMC (y luego de Samsung, Intel y ASML) van a China, cuya industria depende de la isla que quieren anexionarse. Los taiwaneses son muy conscientes del papel central que desempeña la industria de semiconductores en su seguridad nacional, hasta el punto de que hablan de un “escudo de silicio”. De hecho, Estados Unidos quiere hacer todo lo posible para no perder el control de esta industria, y China no puede permitirse destruir esta infraestructura en una invasión. Pero este razonamiento era más defendible antes de la actual Guerra Fría entre China y Estados Unidos.
De hecho, dos meses antes del anuncio de las sanciones a China por los microprocesadores, el Gobierno de Biden lanzó la Ley Chips, que destinaba 50 000 millones de dólares a repatriar al menos parte de la cadena de producción, lo que casi obligaba a Samsung y TSMC a construir nuevas instalaciones de producción (y actualizar las antiguas) en suelo estadounidense.
Desde entonces, Samsung se ha comprometido a invertir 200 000 millones de dólares en la construcción de 11 nuevos centros en Texas durante los próximos 10 años, aunque es probable que los plazos sean décadas, en plural.
Todo esto apunta a una cosa: si bien es cierto que Estados Unidos está dispuesto a “desmundializar” parte de su aparato productivo, también es muy difícil desvincular las economías china y estadounidense tras 40 años de interferencia mutua. Y sería aún más complicado para Estados Unidos convencer a sus otros aliados (Japón, Corea del Sur, Europa) de que desenreden sus economías de China, sobre todo porque esos Estados han utilizado históricamente estos vínculos comerciales para liberarse del yugo estadounidense.
Alemania es un ejemplo de ello: es el mayor perdedor en la guerra de Ucrania. Este conflicto ha puesto en tela de juicio todas las decisiones estratégicas de sus élites en las últimas cinco décadas. Desde el cambio de milenio, Alemania ha basado su fortuna económica –y, por tanto, política– en su relación con China, que se ha convertido en su socio comercial más importante (su comercio asciende a 264 000 millones de dólares anuales).
En la actualidad, Alemania sigue reforzando sus lazos bilaterales con China, a pesar del enfriamiento de las relaciones entre Washington y Pekín y de la guerra en curso en Ucrania, que ha perturbado el papel de intermediario de Rusia entre el bloque alemán y China.
En junio, el productor químico alemán Basf anunció una inversión de 10 000 millones de dólares en una nueva central eléctrica en Zhanjiang, al sur de China. Olaf Scholz incluso visitó Pekín a principios de mes, encabezando una delegación de directivos de Volkswagen y Basf. El canciller viajó con regalos, comprometiéndose a permitir la polémica inversión de la china Costco en una terminal de contenedores en el puerto de Hamburgo.
Los verdes y los liberales (miembros de la coalición gobernante con el SPD de Olaf Scholz) criticaron esta decisión, pero el canciller replicó que la participación de Costco solo sería del 24.9%, sin poder de veto, y solo abarcaría una de las terminales de Hamburgo, algo incomparable con la adquisición total de El Pireo en 2016. Al final, el ala más atlantista de la coalición alemana se vio obligada a aceptar la decisión.
En el clima actual, incluso estos pequeños gestos –el viaje de Scholz a Pekín, menos de 50 millones de dólares de inversión china en Hamburgo– parecen grandes actos de insubordinación, especialmente tras las últimas sanciones estadounidenses.
Pero Washington no podía esperar que sus vasallos asiáticos y europeos se limitaran a abrazar esta desmundialización como si la era neoliberal nunca hubiera existido, como si durante las últimas décadas no se les hubiera animado, empujado, casi obligado a vincular sus economías entre sí, creando una red de interdependencias que ahora es difícil de romper.
Sin embargo, los vasallos deben elegir bando cuando estalla un conflicto. Un conflicto que parece una guerra gigantesca, aunque se libre por unas millonésimas de milímetro.