David Graeber y David Wengrow
Comunizar
David Rolfe Graeber murió, a los cincuenta y nueve años, el 2 de septiembre de 2020, apenas tres semanas después de que acabáramos de escribir este libro, que nos había tenido absortos durante diez años. Comenzó como una distracción con respecto a nuestras tareas académicas más «serias»: un experimento, casi un juego, en el que un antropólogo y un arqueólogo intentaban reconstruir esa gran narrativa de la historia de la humanidad que había sido antaño tan común en nuestros campos, pero, esta vez, con pruebas modernas. No había normas ni fechas de entrega. Escribíamos como y cuando nos parecía, lo cual, cada vez más, tendía a ser a diario. Durante los últimos años, a medida que el proyecto ganaba impulso, era habitual que habláramos dos e incluso tres veces al día. A menudo olvidábamos quién había aportado tal o cual idea, o ese conjunto de hechos y ejemplos: todo iba a parar al «archivo», que muy pronto excedió las dimensiones y alcance de un solo libro. El resultado no es un conjunto de retales, sino una auténtica síntesis. Sentíamos que nuestros estilos literarios y nuestros pensamientos convergían cada vez más hasta formar parte de un solo torrente. Conscientes de que no queríamos que acabase el viaje intelectual en el que nos habíamos embarcado, y de que muchos de los conceptos que introducíamos en este volumen requerirían de desarrollo y ejemplos posteriores, planeamos escribir secuelas: no menos de tres. Pero este primer libro debía acabar en algún punto, y a las 21:18 horas del 6 de agosto, David Graeber anunció, con su característico tono de tuiteo (y parafraseando libérrimamente a Jim Morrison) que ya estaba acabado: «Mi cerebro está magullado por la entumecida sorpresa». Llegamos al final exactamente igual que habíamos comenzado, dialogando, intercambiando constantemente borradores a medida que leíamos, compartíamos y debatíamos las mismas fuentes, a menudo a altas horas de la madrugada. David era mucho más que un antropólogo. Era un activista e intelectual público de reputación internacional, que intentaba vivir de acuerdo con sus ideas de justicia social y emancipación, ofreciendo esperanza a los oprimidos e inspirando a innumerables otros a seguir su ejemplo.
David Wengrow
Capítulo 1
Adiós a la infancia de la humanidad
O por qué este no es un libro acerca del origen de la desigualdad
[Esta] atmósfera […] se pone de manifiesto en todas partes, en el terreno político, el social y el filosófico. Vivimos en el kairós de la «metamorfosis de los dioses», esto es, de los principios y símbolos fundamentales. C. G. Jung, Presente y futuro, 1958
La mayoría de la historia de la humanidad se ha perdido de manera irremediable para nosotros. Nuestra especie, Homo sapiens, existe desde hace 200.000 años, pero no tenemos ni idea de lo que ha sucedido durante la mayor parte de ese tiempo. Por ejemplo, en el norte de España, en las cuevas de Altamira, se crearon pinturas y grabados rupestres a lo largo de un periodo de, al menos, 10.000 años, en torno al 25000 y 15000 a. C. Es de suponer que se dieron numerosos acontecimientos drásticos en ese periodo y, aun así, no tenemos manera de conocer la mayoría de ellos.
Esto tiene pocas implicaciones prácticas para la mayoría de las personas, puesto que la mayor parte de la gente rara vez piensa en la historia de la humanidad a grandes rasgos. No tienen muchas razones para hacerlo. Y si la cuestión surge alguna vez, suele suceder al reflexionar acerca de por qué el mundo es un desastre, y por qué los seres humanos se tratan tan mal unos a otros: las razones de la guerra, la explotación, la indiferencia sistemática al sufrimiento ajeno. ¿Hemos sido siempre así o es que, en algún momento, hicimos algo muy mal?
Se trata de un debate teológico. La pregunta esencial es: ¿somos los humanos buenos o malos por naturaleza? No obstante, cuando se piensa bien, la pregunta, en estos términos, tiene poco sentido. «Bueno» y «malo» son conceptos puramente humanos. Nunca se le ocurriría a nadie discutir acerca de si un pez o un árbol son buenos o malos, porque «bien» y «mal» son conceptos humanos creados para compararnos entre nosotros. De ello se sigue que discutir acerca de si los humanos somos fundamentalmente buenos o malos tiene tanto sentido como discutir acerca de si los seres humanos somos fundamentalmente delgados o gordos.
No obstante, en las ocasiones en que la gente reflexiona sobre las lecciones de la prehistoria, llega de un modo casi invariable a preguntas de este tipo. Todos estamos familiarizados con la respuesta cristiana: la gente vivía antaño en un estado de inocencia, pero el pecado original la corrompió. Quisimos ser como dioses y fuimos castigados por ello; vivimos ahora en un estado de desgracia y anhelamos una futura redención. Hoy en día, la versión popular de esta historia es alguna variación, generalmente actualizada, del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, que Jean-Jacques Rousseau escribió en torno a 1754. Hace mucho tiempo, dice la historia, éramos cazadores-recolectores y vivíamos en un estado de prolongada inocencia en pequeños grupos. Estos grupos eran igualitarios; podían serlo, justamente, debido a su pequeño tamaño. Fue tan solo tras la Revolución Agrícola y, más aún, tras el surgimiento de las ciudades, que esta feliz existencia llegó a su fin y aparecieron la civilización y el Estado, que también propiciaron la aparición de la literatura escrita, la ciencia y la filosofía, pero, al mismo tiempo, la de casi todas las cosas malas de la vida humana: el patriarcado, los ejércitos, las ejecuciones en masa y los molestos burócratas que nos exigen que pasemos la vida rellenando formularios.
Esto es, por supuesto, una burda simplificación, pero sí que parece la historia fundacional que emerge a la superficie cada vez que alguien, de psicólogos industriales a teóricos revolucionarios, dice algo como «pero, por supuesto, los humanos hemos pasado la mayor parte de nuestra historia evolutiva viviendo en grupos de diez o veinte personas» o «la agricultura ha sido quizá el peor error de la humanidad». Y, como veremos, muchos escritores populares han defendido esta argumentación de modo explícito. El problema es que todo aquel que busque una alternativa a esta visión un tanto deprimente hallará que la única disponible es, en realidad, peor: si no es Rousseau, es Hobbes.
El Leviatán de Hobbes, publicado en 1651, es en muchos sentidos el texto fundacional de la moderna teoría política. Sostiene que, dado que los seres humanos son egoístas, la vida en aquel estado de naturaleza original no era en absoluto inocente: en realidad, debía de haber sido «solitaria, pobre, asquerosa, bruta y corta»: básicamente un estado de guerra de todos contra todos. Si acaso ha habido algún progreso con respecto a este estado de cosas, dicen los hobbesianos, se debe a esos mecanismos represivos de los que se quejaba Rousseau: gobiernos, tribunales, burocracia y policía. También esta visión de las cosas ha estado a nuestro alrededor durante mucho tiempo. Hay una razón por la que, en inglés, las palabras politics (política), polite (educado) y police (policía) suenan tan parecido: todas proceden de la voz griega polis (ciudad), cuyo equivalente en latín es civitas, que nos ha proporcionado también civility (civismo), civic (cívico) y cierta comprensión moderna de civilization (civilización).
En esta visión de la vida, la sociedad humana se basa en la represión colectiva de nuestros instintos más bajos, una represión que se vuelve aún más necesaria desde que los humanos vivimos en grandes concentraciones de personas en el mismo lugar. El moderno hobbesiano, pues, sostendrá que sí, que vivimos la mayor parte de nuestra historia evolutiva en grupos pequeños, que se entendían sobre todo debido a un interés común en la supervivencia de su descendencia (inversión parental, en terminología de la biología evolutiva). Pero ni siquiera estos grupos estaban basados en sentido alguno en la igualdad. Según esta versión, siempre hubo un líder alfa. La jerarquía y la dominación, además del más cínico interés propio, han sido siempre las bases de la sociedad humana. Lo que pasa es que, de un modo colectivo, hemos aprendido que nos conviene dar prioridad a nuestros intereses a largo plazo antes que a nuestros instintos inmediatos; o mejor, a crear leyes que nos obliguen a confinar nuestros peores instintos a áreas socialmente útiles como la economía, y prohibirlas en todos los demás contextos.
Como el lector habrá deducido por nuestro tono, no nos gusta demasiado la elección entre estas dos alternativas. Podemos clasificar nuestras objeciones en tres grandes categorías. Como narraciones del curso general de la historia humana, ambas…
1) sencillamente son falsas; 2 )tienen terribles implicaciones políticas; 3) hacen del pasado algo innecesariamente aburrido.
Este libro constituye el intento de comenzar a contar otra historia más esperanzadora e interesante; una que, al mismo tiempo, ofrezca una narración mejor de lo que las últimas décadas de investigación nos han enseñado. En parte se trata de reunir pruebas acumuladas gracias a la arqueología, la antropología y disciplinas relacionadas; pruebas que apuntan hacia una narración totalmente nueva de cómo se desarrollaron las sociedades humanas a lo largo de, aproximadamente, los últimos 30.000 años. Casi toda la investigación desmiente la narración tradicional, pero demasiado a menudo los descubrimientos más notables quedan relegados a la obra de especialistas, o hay que sonsacarlos leyendo entre líneas publicaciones científicas.
Para hacernos una idea de hasta qué punto es diferente la imagen que surge: ahora sabemos que las sociedades humanas previas al advenimiento de la agricultura no se limitaban a grupos pequeños e igualitarios. Al contrario: el mundo de los cazadores-recolectores, tal y como existía antes de la llegada de la agricultura, era uno entre atrevidos experimentos sociales, una especie de desfile carnavalesco de distintas formas políticas; mucho más interesante que las aburridas abstracciones de la teoría evolutiva. Tampoco la agricultura implicó la implantación de la propiedad privada ni señaló un irreversible paso hacia la desigualdad. De hecho, gran parte de las primeras comunidades agrícolas estaban relativamente libres de rangos y jerarquías. Y lejos de asentar las clases sociales de un modo inamovible, una sorprendente cantidad de las primeras ciudades del mundo se organizaban en torno a líneas igualitarias, sin necesidad de gobernantes totalitarios, ambiciosos guerreros-políticos o administradores mandamases.
La información acerca de todos estos temas ha venido apareciendo procedente de todas partes. En consecuencia, investigadores de todo el mundo han comenzado a reexaminar material etnográfico e histórico bajo una nueva luz. Ahora las piezas existentes arrojan una historia del mundo totalmente diferente, pero que, de momento, permanece oculta a todos excepto a unos pocos y privilegiados expertos (e incluso los expertos dudan antes de abandonar su diminuta pieza del rompecabezas para comparar notas con otros de fuera de su campo específico). Nuestra intención con este libro es comenzar a unir algunas de las piezas, aun con la completa constancia de que nadie posee, todavía, nada remotamente parecido a un conjunto completo. La tarea es inmensa, y los temas, tan importantes que llevará años de investigaciones y debates empezar siquiera a comprender las implicaciones reales de la imagen que estamos comenzando a ver. Pero es crucial poner el proceso en marcha. Algo que pronto quedará claro es que la «gran imagen» dominante de la historia —compartida por modernos seguidores de Rousseau y de Hobbes— no tiene casi nada que ver con los hechos. Pero, para comenzar a interpretar la nueva información que se presenta ante nuestros ojos, no basta con compilar y cribar vastas cantidades de datos. También se requiere un cambio de paradigma.
Realizar ese cambio de paradigma significa remontarnos hasta algunos de los pasos iniciales que llevaron a nuestra moderna idea de evolución social: la de que las sociedades humanas podían disponerse según etapas de desarrollo, cada una con sus tecnologías y formas de organización características (cazadores-recolectores, agricultores, sociedad industrial urbana, etcétera). Tales nociones tienen su origen en una contraofensiva conservadora contra las críticas a la civilización europea que comenzaron a ganar terreno en las primeras décadas del siglo XVIII. Los orígenes de aquella crítica, no obstante, no están en los filósofos de la Ilustración (pese a que inicialmente la admiraran e imitaran), sino en comentaristas y observadores de la sociedad europea, como el estadista nativo americano (hurón-wyandot) Kondiaronk, de quien aprenderemos mucho.
Revisitar la que denominaremos «crítica indígena» significa aceptar seriamente contribuciones al pensamiento social procedentes de fuera del canon europeo, y en especial de aquellos pueblos indígenas que los filósofos occidentales se empeñaban en caracterizar bien como los ángeles de la historia, bien como los demonios. Ambas posiciones impiden toda posibilidad real de intercambio intelectual o siquiera diálogo: es tan difícil debatir con alguien considerado divino como con alguien considerado diabólico, puesto que todo lo que piense o diga se considerará o bien irrelevante, o bien tremendamente profundo. La mayoría de la gente de la que trataremos en este libro lleva mucho tiempo muerta. Ya no resulta posible tener ninguna conversación con ellos. No obstante, estamos decididos a escribir acerca de la prehistoria como si consistiera en gente con la que uno hubiera sido capaz de hablar cuando estaba viva: gente que no existe solo como ejemplos, especímenes o muestras, marionetas o juguetes de alguna inexorable ley de la historia.
Existen, ciertamente, tendencias en la historia. Algunas son poderosas: corrientes tan fuertes que resulta muy difícil nadar contra ellas (aunque, en cualquier caso, siempre parece haber alguien que consigue hacerlo). Pero las únicas leyes son las que creamos nosotros. Lo que nos lleva a nuestra segunda objeción.
¿POR QUÉ LAS VERSIONES ROUSSEAUNIANA Y HOBBESIANA DE LA HISTORIA TIENEN GRAVES IMPLICACIONES POLÍTICAS?
No hace falta proporcionar muchos detalles de las implicaciones políticas del modelo hobbesiano. Una de las asunciones de nuestro sistema económico es que los humanos son, por naturaleza, criaturas malvadas y egocéntricas que basan sus decisiones en el cálculo cínico y egoísta en lugar de en el altruismo o la cooperación; en cuyo caso, lo mejor a lo que podemos aspirar es a controles internos y externos más sofisticados para nuestro impulso al parecer innato hacia la acumulación y el engrandecimiento. La historia de Rousseau de cómo la humanidad cayó en la desigualdad desde un estado original de inocencia igualitaria parece más optimista (al menos había algo mejor desde lo que caer), pero hoy en día se emplea sobre todo para convencernos de que, aunque el sistema en el que vivimos es injusto, lo más realista a lo que podemos aspirar es a parchearlo un poco. A este respecto, el término desigualdad resulta muy esclarecedor.
Desde el crac financiero de 2008 y los desórdenes que lo siguieron, la cuestión de la desigualdad —y, con ella, la historia a largo plazo de la desigualdad— se ha convertido en un candente tema de debate. Ha surgido algo así como un consenso entre intelectuales e, incluso, parecería que entre las clases políticas, de que la desigualdad social ha escapado a todo control, y de que la mayoría de los problemas del mundo son consecuencia, de un modo u otro, del abismo cada vez más grande entre los que tienen y los que no. Señalar esto es, en sí, un desafío a las estructuras de poder globales; al mismo tiempo, no obstante, enmarca el tema de un modo que las personas que se benefician de esas estructuras pueden considerar tranquilizador, puesto que implica que nunca será posible ninguna solución profunda al problema.
Al fin y al cabo, imaginemos que enmarcáramos el problema de un modo distinto, como habría podido ser hace cincuenta o cien años: como la concentración de capital, como oligopolio, como poder de clase. Comparada con cualquiera de estas, la palabra desigualdad suena como si se hubiera creado expresamente para impulsar soluciones parciales y medias tintas. Es posible imaginar derrocar el capitalismo o quebrar el poder del Estado, pero no queda claro qué significaría siquiera eliminar la desigualdad (¿qué tipo de desigualdad?, ¿de patrimonio?, ¿de oportunidades?, ¿exactamente cuán iguales deben ser las personas para que podamos decir que «hemos eliminado la desigualdad»?). El término desigualdad es una manera de enmarcar problemas sociales muy adecuada para una época de reformistas tecnocráticos, que aceptan desde el principio que no hay posibilidad de transformación social real que plantearse siquiera.
Debatir sobre desigualdad permite jugar con los números, discutir sobre el índice de Gini y los umbrales de disfunción, reajustar regímenes impositivos o mecanismos de seguridad social e, incluso, sorprender al público con cifras que demuestran lo mal que están las cosas («¿Te das cuenta? ¡El 1 por ciento más rico de la población posee el 44 por ciento de la riqueza mundial!»), pero también permite hacer todo esto sin enfrentarse a ninguno de los factores que la gente suele objetar a disposiciones sociales tan «desiguales»: por ejemplo, que algunos consiguen convertir su riqueza en poder sobre los demás; que a otras personas se les dice que sus necesidades no son tan importantes y que sus vidas no tienen valor intrínseco. Esto último, debemos creer, es un efecto inevitable de la desigualdad, y la desigualdad es consecuencia de vivir en una gran sociedad urbana, compleja y tecnológicamente sofisticada. Siempre estará con nosotros, se supone. Es tan solo una cuestión de cuánto.
Hoy en día vivimos un auténtico boom de los estudios sobre desigualdad: desde 2011, la desigualdad mundial ha figurado con regularidad como tema estrella de debate en el Foro Económico Mundial de Davos. Existen índices de desigualdad, institutos para el estudio de la desigualdad y un inagotable reguero de publicaciones que intentan proyectar la actual obsesión con la distribución de la propiedad hasta la Edad de Piedra. Incluso ha habido intentos de calcular los niveles de ingresos y los índices de Gini de los cazadores de mamuts del Paleolítico (y ambos arrojan cifras bastante bajas).1Es casi como si se sintiera la necesidad de sacar alguna fórmula matemática para justificar la expresión, ya popular en época de Rousseau, de que en tales sociedades «todos eran iguales, porque todos eran igual de pobres».
El efecto último de todas estas teorías acerca de un estado de naturaleza original, de inocencia e igualdad, así como el uso del propio término desigualdad, es conseguir que el pesimismo acerca de la condición humana parezca sentido común: el resultado natural de mirarnos a través de la amplia lente de la historia. Aun así, es totalmente posible vivir en una sociedad igualitaria si se es pigmeo o bosquimano del Kalahari. Pero, si quiere crear una sociedad genuinamente igualitaria hoy en día, va a tener que buscar el modo de regresar a pequeñas tribus de recolectores sin propiedades personales de importancia. Dado que una sociedad de recolectores exige una amplia cantidad de terreno, esto implicaría la necesidad de reducir la población en un 99,9 por ciento. De otro modo, lo mejor a lo que podemos aspirar es a ajustar el tamaño de la bota que tendremos siempre sobre el cuello o, quizá, a obtener un poco más de margen de maniobra para que algunos podamos escapar temporalmente a su presión.
Un primer paso hacia una imagen más precisa y esperanzadora del mundo podría ser abandonar de una vez por todas el Jardín del Edén y abandonar la idea de que durante cientos de miles de años todas las personas del planeta compartían la misma idílica forma de organización social. Por extraño que resulte, a menudo se cree que esto es algo reaccionario. «¿Estás diciendo que en realidad jamás se logró la verdadera igualdad? ¿Que, por lo tanto, es imposible?» Nos parece que estas objeciones son tan contraproducentes como faltas de realismo.
En primer lugar, es muy raro imaginar que durante los 10.000 años (hay quien diría que, más bien, 20.000) durante los cuales se pintaron las paredes en Altamira, nadie —no solo en Altamira, sino en cualquier lugar del planeta— experimentara con formas alternativas de organización social. ¿Cuántas probabilidades hay de que haya sido así? En segundo lugar, ¿no es la capacidad de experimentar con diferentes formas de organización social, en sí misma, parte esencial de lo que nos convierte en humanos, es decir, seres con la capacidad de autocreación, incluso de libertad? La cuestión fundamental en la historia de la humanidad no es nuestro acceso igualitario a recursos materiales (tierra, calorías, medios de producción), si bien estas cosas son, obviamente, importantes, sino nuestra igual capacidad para contribuir a decisiones acerca de cómo vivir juntos. Evidentemente, ejercer esa capacidad implica que debería haber algo importante que decidir, en primer lugar.
Si, como muchos sugieren, el futuro de nuestra especie gira ahora en nuestra capacidad para crear algo diferente (digamos, por ejemplo, un sistema en el que la riqueza no pueda convertirse libremente en poder, o en el que no se les diga a algunas personas que sus necesidades son irrelevantes, ni que sus vidas carecen de valor), entonces lo que definitivamente importa es si podemos redescubrir las libertades que nos convierten, en primer lugar, en seres humanos. Ya en 1936 el prehistoriador V. Gordon Childe escribió un libro titulado Man Makes Himself. Más allá del machismo del título (que se traduce del inglés como «hombre se hace a sí mismo»), ese es el espíritu que queremos invocar. Somos proyectos de autocreación colectiva. ¿Qué tal si nos acercamos así a la historia de la humanidad? ¿Y si tratamos a la gente, desde el principio, como criaturas inteligentes, imaginativas y lúdicas que merecen ser comprendidas como tales? ¿Qué tal si, en lugar de contar una historia acerca de cómo nuestra especie cayó en desgracia desde algún idílico estado de igualdad, nos preguntamos cómo acabamos atrapados en grilletes conceptuales tan pesados que no somos capaces siquiera de imaginar la capacidad de reinventarnos?
UNOS BREVES EJEMPLOS DE POR QUÉ LAS NOCIONES HEREDADAS DE LA AMPLIA EXTENSIÓN DE LA HISTORIA HUMANA SON ERRÓNEAS (O EL ETERNO REGRESO DE JEAN-JACQUES ROUSSEAU)
Cuando nos embarcamos en el proyecto de este libro, nuestra intención era buscar nuevas respuestas a preguntas acerca de los orígenes de la desigualdad social. No tardamos mucho en darnos cuenta de que no se trataba de un enfoque muy bueno. Enmarcar de este modo la historia de la humanidad —que significa, necesariamente, dar por supuesto que la humanidad existió en un estado idílico, y que se puede identificar un punto específico en el que todo empezó a ir mal— hacía casi imposible plantear ninguna de las preguntas que creíamos realmente interesantes. Parecía como si casi todos los demás estuvieran atascados en la misma trampa. Los especialistas rechazaban generalizar. Los pocos que se arriesgaban a ponerse en la palestra reproducían, de un modo casi invariable, alguna variación de Rousseau.
Pongamos un ejemplo bastante aleatorio de una de esas narraciones generalistas, Los orígenes del orden político, de Francis Fukuyama (2011). Esto es lo que dice Fukuyama de lo que, cree, se puede dar por sabiduría aceptada acerca de las primeras sociedades humanas: «En sus etapas iniciales, la organización política de las colectividades humanas es similar al nivel de banda observado en los primates superiores como los chimpancés», que Fukuyama cree que pueden considerarse como «una forma de organización social por defecto». De allí pasa a afirmar que Rousseau tenía básicamente la razón al señalar que el origen de la desigualdad política reside en el desarrollo de la agricultura, dado que las sociedades de cazadores-recolectores (siempre según Fukuyama) no tenían el concepto de propiedad privada ni, por ello mismo, incentivos para marcar un trozo de tierra y decir: «Esto es mío». Las sociedades de bandas de este tipo, sugiere, son «altamente igualitarias».2
Jared Diamond, en El mundo hasta ayer: ¿qué podemos aprender de las sociedades tradicionales?, sugiere que tales grupos o bandas (en las que, cree, los seres humanos vivieron «hasta hace solo 11.000 años») comprendían únicamente «unas pocas decenas de individuos», la mayoría relacionados biológicamente. Estos pequeños grupos tenían una existencia un tanto pobre, «cazando cuanto animal y recolectando cuanta especie vegetal viviese en un acre de bosque». Y sus vidas sociales, dice Diamond, eran envidiablemente sencillas. Se llegaba a decisiones a través de «debates cara a cara», había «escasas posesiones personales» y «sin gobierno centralizado o especialización económica».3 Diamond llega a la conclusión de que, lamentablemente, el ser humano solo llegó a un grado importante de igualdad social en tales agrupaciones humanas primordiales.
Para Diamond y Fukuyama, como para Rousseau siglos antes, lo que acabó con esa igualdad —en todas partes y para siempre— fue la invención de la agricultura, y los mayores niveles de población que esta permitió. La agricultura trajo la transición de «bandas» a «tribus». La acumulación de superávit alimentario permitió el crecimiento de la población, que llevó a algunas tribus a desarrollarse en forma de sociedades jerárquicas conocidas como «jefaturas». Fukuyama traza una imagen casi explícitamente bíblica de todo este proceso, como un abandono del Edén: «A medida que pequeñas bandas de seres humanos migraban y se adaptaban a diferentes entornos, comenzaban a salir de su estado de naturaleza y a desarrollar nuevas instituciones sociales». 4 Libraban guerras por recursos. Estas sociedades, adolescentes y desgarbadas, iban claramente por mal camino.
Era el momento de crecer y designar algún líder. Comenzaron a surgir jerarquías. No tenía sentido resistir, dado que la jerarquía —según Diamond y Fukuyama— es inevitable desde el momento en el que los humanos adoptan formas de organización grandes y complejas. Incluso cuando los nuevos líderes comenzaron a actuar mal —esquilmando el excedente agrícola para impulsar a sus lacayos y familiares; haciendo que su estatus fuera permanente y hereditario; coleccionando cabezas como trofeo y harenes de esclavas; arrancando los corazones de sus rivales con puñales de obsidiana— ya no había marcha atrás. En poco tiempo los jefes habían conseguido convencer a los demás de que se debían referir a ellos como «reyes», incluso «emperadores». Como Diamond nos explica pacientemente:
Las grandes poblaciones no pueden funcionar sin líderes que tomen las decisiones, sin ejecutivas que las pongan en práctica y sin burócratas que administren las resoluciones y leyes. Por desgracia para los lectores que sean anarquistas y sueñen con vivir sin un gobierno de Estado, estos son los motivos por los que sus sueños son poco realistas: tendrán que encontrar una pequeña banda o tribu que los acepte, donde nadie sea un desconocido, y donde reyes, presidentes y burócratas sean innecesarios.5
Una conclusión terrible, no solo para los anarquistas, sino para cualquiera que alguna vez se haya preguntado si hay una alternativa viable al actual statu quo. Aun así, lo realmente digno de señalar es que, pese a su tono de seguridad, esta clase de frases no está respaldada por ningún tipo de prueba científica. Como pronto descubriremos, sencillamente no hay razones para creer que los grupos pequeños tengan más probabilidades de ser igualitarios ni, en el otro sentido, que los grupos grandes tengan necesariamente que tener reyes, presidentes o siquiera burocracias. Frases como esta no son sino prejuicios disfrazados de hechos, o incluso de leyes de la historia.6
DE LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD
Como decíamos, se trata todo de la constante repetición de una historia contada por primera vez por Rousseau en 1754. Muchos eruditos de hoy en día afirmarán que la visión de Rousseau se ha demostrado correcta. Si es así, se trata de una coincidencia extraordinaria, pues el propio Rousseau no afirmó jamás que el inocente estado de naturaleza hubiera existido. Más bien al contrario, insistía en que estaba practicando un experimento mental: «No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen…».7
El retrato que hace Rousseau del estado de naturaleza y de su derrocamiento por la agricultura no pretendía ser la base de una serie de fases evolutivas, como aquellas planteadas por filósofos escoceses como Smith, Ferguson o Millar (y, posteriormente, Lewis Henry Morgan) con sus referencias al salvajismo y la barbarie. Rousseau no imaginó nunca estos diferentes estados de la existencia como niveles de desarrollo social y moral correspondientes a cambios históricos de modelos de producción: recolección, pastoralismo, agricultura, industria. Más bien, lo que Rousseau presentaba era una parábola, el intento de explorar una paradoja fundamental de la política humana: ¿cómo es que nuestro impulso natural hacia la libertad nos lleva, una y otra vez, a una «espontánea marcha hacia la desigualdad»?8
Describiendo cómo la invención de la agricultura lleva a la propiedad privada, y cómo esta lleva a la necesidad de un gobierno civil que la proteja, Rousseau expone: «Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante inteligencia para comprender las ventajas de una institución política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros».9 Su estado de naturaleza imaginario se invocaba, sobre todo, para ilustrar su argumentación. Cierto es que no inventó el concepto: como recurso retórico, el estado de naturaleza se llevaba usando en la filosofía europea desde hacía un siglo. Ampliamente empleado por los teóricos del Derecho natural, permitía a todo pensador interesado en los orígenes del gobierno (es decir, Locke, Grocio, etcétera) jugar a ser Dios, y acabar con su propia versión de la condición original humana como trampolín para la especulación.
Hobbes hacía en gran manera lo mismo cuando escribía en Leviatán que el estado primordial de la sociedad humana tenía que haber sido, necesariamente, uno de bellum omnia contra omnes, de guerra de todos contra todos, que solo podía superarse mediante la creación de un poder soberano absoluto. No estaba diciendo que había habido realmente una época en la que todo el mundo vivía en ese estado primordial. Hay quien sospecha que el estado de guerra de Hobbes era una alegoría de su Inglaterra, sumida en la guerra civil a mediados del siglo XVII, algo que había hecho que su autor se exiliase en París. Sea como sea, lo más cerca que estuvo Hobbes de sugerir que este estado había sido real fue cuando señaló que las únicas personas que no se encontraban bajo la autoridad definitiva de los monarcas eran los propios monarcas, y siempre parecían estar en guerra unos contra otros.
Pese a todo esto, muchos escritores modernos tratan el Leviatán del mismo modo en que otros tratan el Discurso de Rousseau: como si estuviera sentando las bases de un estudio evolutivo de la historia; y aunque ambos parten de sitios completamente diferentes, el resultado es bastante similar.10
«Cuando se trata de violencia entre pueblos previos a la aparición del Estado —escribe el psicólogo Steven Pinker—, Hobbes y Rousseau hablaban sin fundamento: ninguno de los dos sabía nada de la vida antes de la civilización.» A este respecto, Pinker tiene toda la razón. Pero acto seguido nos pide que creamos que Hobbes, que escribía en 1651, de algún modo (sin fundamento) llegó a averiguar lo correcto y expuso un análisis de la violencia y sus causas en la historia humana «tan bueno como cualquier análisis actual».11 Este sería un veredicto sorprendente —por no decir condenatorio— acerca de siglos de investigación empírica, de ser cierto. Como veremos, no lo es ni por asomo.12
Podemos tomar a Pinker como ejemplo perfecto del moderno hobbesiano. En su obra magna, Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones (2012), y obras posteriores como En defensa de la Ilustración: por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (2018) sostiene que hoy en día vivimos en un mundo que es, en términos generales, mucho menos violento y cruel que nada que nuestros ancestros hayan experimentado. 13
Ahora bien: esto puede parecer contraintuitivo a cualquiera que pase algún tiempo viendo las noticias, por no hablar de quien sepa algo de la historia del siglo XX. Pinker, sin embargo, confía en que un análisis estadístico objetivo, sin sentimentalismos, nos demostrará que vivimos en una época de paz y seguridad sin precedentes. Y esto, sugiere, es la consecuencia lógica de vivir en estados soberanos, cada uno de ellos con el monopolio del uso de la violencia dentro de sus fronteras, en oposición a las «sociedades anárquicas» (como él las llama) de nuestro pasado evolutivo profundo, en las que la vida era, para la mayoría de la gente, «asquerosa, bruta y corta».
Dado que, como a Hobbes, a Pinker le interesan los orígenes del Estado, su punto de inflexión clave no es el surgimiento de la agricultura, sino el de las ciudades. «Los arqueólogos —dice— nos dicen que los humanos vivieron en un estado de anarquía hasta el surgimiento de la civilización, hace unos cinco mil años, cuando agricultores sedentarios se unieron en las ciudades y estados y desarrollaron los primeros gobiernos.»14 Lo que sigue es, por decirlo claramente, un moderno psicólogo improvisando sobre la marcha. Uno esperaría, de un serio partidario de la ciencia, que enfocase el tema de un modo científico, a través de una amplia muestra de pruebas… pero ese parece ser el enfoque que Pinker, justamente, halla poco interesante. En lugar de ello se apoya en anécdotas, imágenes y descubrimientos individuales sensacionalistas, como el hallazgo, que generó tantos titulares, de «Ötzi, el hombre del hielo del Tirol».
«¿Qué pasaba con los antiguos que no podían dejarnos un cadáver interesante sin recurrir a la violencia?», dice Pinker en un momento. Esta pregunta tiene una respuesta obvia: depende de lo que se considere un cadáver interesante, en primer lugar. Sí, hace poco más de 5.000 años alguien que atravesaba los Alpes abandonó el mundo de los vivos con una flecha clavada en un costado; pero no hay razones especiales para tratar Ötzi como un representante típico de la condición natural de la humanidad, excepto, tal vez, que le va de perlas a la argumentación de Pinker. Pero si de lo que se trata es de escoger los ejemplos a dedo, podríamos haber escogido el muy anterior enterramiento conocido como Romito 2 (por la gruta calabresa en la que se lo encontró). Dediquemos un momento a reflexionar sobre qué habría supuesto que lo hiciéramos.
Romito 2 es el enterramiento, de 10.000 años de antigüedad, de un hombre con una rara enfermedad hereditaria (displasia acromesomélica): un tipo especialmente grave de enanismo, que en vida lo habría convertido en una anomalía en su comunidad, en alguien incapaz de participar en la caza de gran altitud necesaria para su supervivencia. Los estudios de su patología demuestran que, pese a niveles generalmente malos de salud y de nutrición, su comunidad de cazadores-recolectores se preocupó de apoyar a este individuo durante su infancia y vida adulta, dándole la misma proporción de carne que a todos los demás, y concediéndole, finalmente, un entierro cuidado y resguardado.15
Romito 2 no constituye un caso aislado. Cuando los arqueólogos se dedican a hacer valoraciones equilibradas de los entierros de cazadores-recolectores del Paleolítico, hallan altas frecuencias de minusvalías debidas a problemas de salud, pero, sorprendentemente, también de altos niveles de cuidados hasta la muerte (y más allá, dado que algunos de estos funerales son especialmente lujosos).16 Si queríamos llegar a una conclusión acerca de qué forma tomaban originalmente las sociedades humanas basándonos en frecuencias estadísticas de los indicadores de salud procedentes de enterramientos antiguos, deberíamos llegar a exactamente la posición opuesta a Hobbes (y Pinker): inicialmente, podríamos sostener, la nuestra era una especie que cuidaba y amaba, y no había necesidad alguna de que la vida fuera asquerosa, bruta ni corta.
No estamos sugiriendo que vayamos a hacerlo. Hay razones para creer que durante el Paleolítico se enterraba tan solo a individuos muy señalados. Únicamente queríamos mostrar lo fácil que sería jugar al mismo juego en la otra dirección: fácil, pero sinceramente poco ilustrado.17 Cuando comenzamos a enfrentarnos a las pruebas reales, nos damos cuenta de que las realidades de la vida social humana primitiva eran mucho más complejas, y mucho más interesantes, que lo que ningún teórico moderno del estado de naturaleza sea capaz de imaginar.
Cuando se trata de escoger casos clínicos antropológicos y hacerlos pasar por representativos de nuestros «ancestros contemporáneos» —es decir, modelos de cómo habrían sido los humanos en un estado de naturaleza—, los partidarios de la tradición de Rousseau suelen preferir recolectores africanos como los hadzas, los pigmeos o los !Kung. Los partidarios de Hobbes suelen escoger a los yanomami.
Los yanomami son una población indígena que vive en gran parte del cultivo de plátanos y mandioca en la selva amazónica, su hogar tradicional, en la frontera entre Venezuela meridional y Brasil septentrional. Desde los años setenta, se ha señalado a los yanomami como los clásicos salvajes violentos: «el pueblo feroz», como los llamara su más célebre etnógrafo, Napoleon Chagnon. Esto parece decididamente injusto para con los yanomami, dado que, como muestran las estadísticas, no son especialmente violentos: en comparación con otros grupos amazónicos, sus tasas de homicidios se sitúan en la media baja.18 Una vez más, sin embargo, las estadísticas reales parecen importar menos que la disponibilidad de anécdotas o imágenes dramáticas. La razón por la que los yanomami son tan famosos y poseen una reputación tan pintoresca tiene todo que ver con el propio Chagnon: su libro de 1968, Yanomamö: The Fierce People, que vendió millones de ejemplares, y una serie de películas, como The Ax Fight, en la que ofrecía a los espectadores un breve vistazo a la guerra tribal. Esto convirtió a Chagnon durante un tiempo en el antropólogo más famoso del mundo, y a los yanomami, en el proceso, en un notable estudio clínico de la violencia primitiva, estableciendo su importancia científica en el emergente campo de la sociobiología.
Deberíamos ser justos con Chagnon (no todo el mundo lo es). Nunca dijo que se debía tratar a los yanomami como a fósiles vivientes de la Edad de Piedra; a decir verdad, señaló que, obviamente, no lo eran. Al mismo tiempo, y de un modo inusual para un antropólogo, tendió a definirlos principalmente en términos de aquello de lo que carecían (por ejemplo, lenguaje escrito, fuerza policial, un cuerpo judicial formal) en lugar de por los rasgos positivos de su cultura, lo que tiene más o menos el mismo efecto que el de pintarlos como los típicos primitivos.19 El argumento principal de Chagnon era que los varones yanomami llegan a la plena madurez y, con ella, a sus ventajas reproductivas y culturales matando a otros hombres adultos; y que esta retroalimentación entre violencia y adecuación biológica —en general, representativa de la primitiva condición humana— podría haber tenido consecuencias evolutivas para nuestra especie como un todo.20
No se trata de una gran suposición: es gigantesca. Otros antropólogos comenzaron a bombardearlo a preguntas, no todas ellas amistosas.21 Se lo acusó de conducta poco profesional (la mayoría de las veces en relación con sus estándares éticos en la investigación de campo) y todo el mundo escogió un bando. Algunas de las acusaciones parecerían carecer de fundamento, pero la retórica de los partidarios de Chagnon subió tanto de tono que, como expuso otro célebre antropólogo, Clifford Geertz, no solo lo auparon a epítome de antropología rigurosa y científica, sino que se insultó a todos aquellos que lo cuestionaban, o a su darwinismo social, llamándolos marxistas, mentirosos, antropólogos culturales de la izquierda académica, ayatolás y blandengues políticamente correctos. Incluso hoy en día no hay modo más fácil de hacer que los antropólogos comiencen a acusarse de extremistas que sacar a colación el nombre de Napoleon Chagnon.22
El argumento importante aquí es que, como pueblo sin Estado, se supone que los yanomami deben ejemplificar lo que Pinker denomina «la trampa hobbesiana», por la que los individuos de sociedades tribales se ven inmersos en ciclos repetitivos de pillaje y guerra, viven vidas precarias y en tensión, siempre a un paso de la muerte violenta representada en la punta de una lanza o el vengativo extremo de un garrote. Este, nos dice Pinker, es el tipo de terrible destino que nos depara la evolución. Tan solo hemos escapado de él gracias a nuestra disposición a colocarnos bajo la protección de las naciones-estado, los tribunales y las fuerzas policiales; y gracias a adoptar las virtudes del debate razonado y el autocontrol que Pinker ve como herencia exclusiva del «proceso civilizador» europeo que produjo la Ilustración (dicho de otro modo, de no ser por Voltaire y la policía, los hachazos de la discusión acerca de los hallazgos de Chagnon habrían sido literales, y no una metáfora).
Esta argumentación presenta numerosos problemas. Comenzaremos por el más obvio. La idea de que nuestros actuales ideales de libertad, igualdad y democracia son de algún modo productos de la «tradición occidental» habría sin duda sorprendido tremendamente a alguien como Voltaire. Los pensadores ilustrados que propugnaban tales ideales a menudo los ponían en boca de extranjeros, e incluso de «salvajes» como los yanomami. Esto no resulta sorprendente, por cuanto es casi imposible hallar un solo autor en la tradición occidental, de Platón a Marco Aurelio, y de este a Erasmo, que no haya dejado clara su oposición a tales ideas. Puede que la palabra democracia se haya inventado en Europa (a duras penas, puesto que Grecia, en aquella época, estaba más vinculada al norte de África y a Oriente Próximo que a, por decir algo, Inglaterra), pero es casi imposible hallar un solo autor europeo previo al siglo XIX que sugiera que podía ser algo más que una forma de gobierno terrible.23
Por razones obvias, quienes se encuentran más a la derecha del espectro político tienden a preferir la posición de Hobbes; y quienes se inclinan hacia la izquierda suelen preferir la de Rousseau. Pinker se coloca a sí mismo como un centrista radical, y condena lo que él llama extremistas de ambos lados. Pero ¿por qué, entonces, insiste en que todas las formas importantes de progreso humano anteriores al siglo XX se pueden atribuir solamente al grupo de humanos que se autodenomina «la raza blanca» (y que ahora, por norma general, emplea el sinónimo más aceptado de «la civilización occidental»)? Sencillamente no hay razón alguna para hacerlo. Sería igual de fácil (en realidad, incluso más fácil) identificar cosas que interpretar como inspiración del racionalismo, la legalidad, la democracia deliberativa, etcétera, por todo el mundo, y solo entonces contar la historia de cómo acabaron conglomerándose en el actual sistema mundial.24
Insistir, en cambio, en que todo lo bueno procede exclusivamente de Europa permite que la propia obra pueda leerse como una apología retroactiva del genocidio, dado que (aparentemente, para Pinker) la trata de esclavos, las violaciones, los asesinatos en masa y la destrucción de civilizaciones enteras —infligidas al resto del mundo por las potencias europeas— es tan solo otro ejemplo de los seres humanos comportándose como lo han hecho siempre; no es, de ningún modo, inusual. Lo realmente importante, según esta argumentación, es que hizo posible la diseminación de lo que él cree «nociones puramente europeas» de libertad, igualdad ante la ley y derechos humanos entre los supervivientes.
Por desagradable que haya sido el pasado, nos explica Pinker, tenemos razones para ser optimistas, incluso felices, con respecto al camino general que ha tomado nuestra especie. Es cierto, admite, hay aún espacio para trabajar mucho en áreas como la reducción de la pobreza, la desigualdad de ingresos o incluso la paz y la seguridad, pero en un balance general —y en relación con la gente que hay en el mundo hoy en día— lo que tenemos en la actualidad es una espectacular mejora con respecto a cualquier cosa que nuestra especie haya conseguido en su historia (a menos que uno sea negro o viva en Siria, por ejemplo). Para Pinker, la vida moderna es en casi todo superior a lo que hubo antes; y aquí saca a relucir elaboradas estadísticas que pretenden demostrar cómo todos los días, en absolutamente todo —sanidad, seguridad, educación, confort y cualquier otro parámetro imaginable— todo mejora constantemente.
Es difícil discutir los números, pero, como cualquier estadístico dirá, las estadísticas son tan buenas como las premisas sobre las que se basan. ¿Ha mejorado realmente «la civilización occidental» la vida de todo el mundo? Al final todo se resume en cómo medir la felicidad humana, algo que es notablemente difícil de hacer. El único modo realmente fiable que se ha descubierto para determinar si un modo de vida es más satisfactorio, edificante, feliz o preferible por cualquier otra razón a otro es permitir que las personas experimenten ambos, darles a elegir y observar qué hacen. Por ejemplo, si Pinker tiene razón, toda persona en su sano juicio que tuviera que escoger entre (a) el violento caos y abyecta pobreza de la fase «tribal» del desarrollo humano y (b) la relativa seguridad y prosperidad de la civilización occidental, no dudaría en saltar hacia la seguridad.25
Pero en este caso hay datos empíricos, y sugieren que las conclusiones de Pinker son muy erróneas.
A lo largo de los últimos siglos ha habido numerosas ocasiones en las que los individuos se han hallado en la posición de tener que hacer exactamente esa elección… y casi nunca han tomado la decisión que Pinker habría predicho. Algunos de estos individuos nos han dejado explicaciones claras y racionales de por qué tomaron las decisiones que tomaron. Pongamos por ejemplo el caso de Helena Valero, una mujer brasileña nacida en una familia de ascendencia española, que Pinker describe como «una chica blanca» secuestrada por los yanomami en 1932, mientras viajaba con sus padres por el remoto río Dimití.
A lo largo de dos décadas, Valero vivió con diversas familias yanomami, se casó dos veces y alcanzó una posición de cierta importancia en su comunidad. Pinker cita brevemente la narración que Valero hizo de su vida, en la que describe la brutalidad de un ataque yanomami.26 Lo que olvida mencionar es que, en 1956, ella abandonó a los yanomami para buscar a su familia biológica y vivir nuevamente en la «civilización occidental», solo para pasar hambre y hallarse constantemente sola y rechazada. Tras un tiempo, y con la capacidad para tomar una decisión plenamente consciente, Helena Valero decidió que prefería la vida con los yanomami, y regresó a vivir con ellos.27
Su historia no es de ningún modo una rareza. La historia colonial de Norteamérica y Sudamérica está llena de narraciones de colonos, capturados o adoptados por sociedades indígenas, a los que se daba la capacidad de elegir dónde deseaban vivir y escogían invariablemente a estas últimas.28 Esto se aplicaba incluso a niños secuestrados. Enfrentados a sus padres biológicos, la mayoría huía con sus padres adoptivos en busca de protección.29 En contraste con esto, los amerindios incorporados a la sociedad europea por adopción o por matrimonio, incluidos aquellos que, como la desafortunada Helena Valero, disponían de considerable riqueza y formación, hacían de modo casi invariable lo opuesto: o bien escapaban a la primera oportunidad que tenían, o bien —tras haber intentado encajar, y fracasar— regresaban a la sociedad indígena para vivir sus últimos años en ella.
Entre los comentarios más elocuentes acerca de este fenómeno se encuentra una carta de Benjamin Franklin a un amigo:
Cuando un niño indio ha crecido entre nosotros, aprendido nuestra lengua y se ha habituado a nuestras costumbres, pero después va a ver a sus parientes y hace un paseo indio junto a ellos, no habrá manera de convencerlo de que vuelva; y es evidente que esto es natural para ellos no por el mero hecho de ser indios, sino por ser hombres; que cuando las personas blancas del sexo que fueren han sido prisioneros de los indios en su juventud y han vivido un tiempo con ellos, a pesar de ser rescatados por sus amigos y tratados con toda clase de atenciones para convencerlos de permanecer entre los ingleses, en poco tiempo acaban asqueados con nuestra forma de vida y con el cuidado y las molestias necesarias para mantenerla, y aprovechan la primera oportunidad para escapar de nuevo a los bosques, de donde no hay manera de recuperarlos. Recuerdo haber oído de un caso en el que la persona poseía una buena casa; pero tras hallar que eran necesarios ciertos trámites para mantenerla, se la cedió a su hermano menor y se quedó solo con un fusil y una manta, que se llevó con él a su regreso a lo salvaje. 30-31
Muchos de quienes se veían envueltos en estas competiciones entre civilizaciones, si las podemos llamar así, pudieron ofrecer razones claras por las que tomaron la decisión de quedarse con sus captores. Algunos subrayaban las virtudes de la libertad que habían hallado en las sociedades de nativos americanos —incluida la libertad sexual— pero también libertad con respecto a la expectativa de constante trabajo en pos de tierra y riquezas.32 Otros señalaron el rechazo de los «indios» a permitir que nadie caiga en un estado de pobreza, hambre o miseria. No era tanto que temiesen la pobreza como que parecía que consideraban que la vida era infinitamente más agradable en una sociedad en la que nadie estaba en una posición de abyecta miseria, quizá del mismo modo en que Oscar Wilde había declarado ser un partidario del socialismo porque no le gustaba tener que ver gente pobre ni escuchar sus historias. A todo aquel que haya crecido en una ciudad llena de vagabundos y sintechos —y esos somos, lamentablemente, todos nosotros— le resulta sorprendente descubrir que todo eso no es inevitable en absoluto.
Otros señalaban la facilidad con la que los extranjeros raptados por familias «indias» eran aceptados y lograban posiciones prominentes en sus comunidades adoptivas, convirtiéndose en miembros de las casas más importantes e incluso en jefes.33 Los propagandistas de la sociedad occidental hablan incesantemente de igualdad de oportunidades; estas parecen haber sido sociedades en las que realmente existió. No obstante, las razones más esgrimidas tenían que ver, de lejos, con la intensidad de los vínculos sociales experimentados en las sociedades de nativos americanos: las cualidades de amor y cuidados recíprocos, y, sobre todo, de felicidad compartida, que les resultaba imposible replicar en entornos de europeos. Seguridad tiene muchas acepciones y formas. Hay seguridad en saber que uno tiene una probabilidad más pequeña de recibir un flechazo. Y está la seguridad que proporciona saber que hay gente en el mundo a la que le importará mucho si eso sucede.
¿POR QUÉ LA NARRATIVA CONVENCIONAL DE LA HISTORIA HUMANA NO SOLO ES ERRÓNEA, SINO INNECESARIAMENTE ABURRIDA?
Todo esto da la sensación de que la vida entre los indígenas era, por decirlo de un modo un tanto crudo, mucho más interesante que la vida en una ciudad «occidental», especialmente en tanto que esta última implicaba largas horas de actividades monótonas, repetitivas y conceptualmente vacías. Que nos resulte difícil imaginar de qué modo una vida alternativa pudiera ser incesantemente atractiva e interesante es más un reflejo de los límites de nuestra imaginación que de esa vida en sí.
Uno de los aspectos más perniciosos de las narrativas históricas estándares es precisamente que lo disecan todo, que reducen las personas a estereotipos de cartón, simplifican los temas (¿somos inherentemente egoístas y violentos, o amables y cooperativos por nacimiento?) de modos que minan, y posiblemente incluso destruyen, nuestro sentido de la posibilidad humana. Los «nobles» salvajes son, en definitiva, tan aburridos como los brutales; para ser más precisos, nunca existieron. Helena Valero era inflexible a este respecto. Los yanomami, insistía, no eran demonios, pero tampoco ángeles. Eran humanos, como todos nosotros.
En este punto, no obstante, creemos necesario hacer una aclaración: la teoría social, siempre, por necesidad, implica un poco de simplificación. Por ejemplo, de toda acción humana se puede afirmar que posee un aspecto político, un aspecto económico, un aspecto psicosexual, etcétera. La teoría sexual es, en gran modo, un juego de simulaciones en el que pretendemos, por mor del debate, que solo sucede una cosa: básicamente reducimos todo a una caricatura para poder detectar patrones que de otro modo serían invisibles. En consecuencia, todo auténtico progreso en las ciencias sociales se ha basado en el valor para decir cosas que son, en un análisis final, ligeramente ridículas: las obras de Karl Marx, Sigmund Freud o Claude Lévi-Strauss son tan solo ejemplos especialmente notables de ello. Es necesario simplificar el mundo para descubrir algo nuevo acerca de él. El problema aparece cuando, mucho tiempo después del descubrimiento, la gente sigue simplificando.
Hobbes y Rousseau decían a sus coetáneos cosas que resultaban sorprendentes y profundas, cosas que abrían una nueva puerta a la imaginación. Hoy en día sus ideas se han convertido en un sentido común ya agotado. No hay nada en ellas que justifique la continuada simplificación de los asuntos humanos. Si los científicos sociales de hoy en día reducen las generaciones del pasado a caricaturas simplistas y bidimensionales no es tanto para mostrarnos algo original como porque creen que, como científicos sociales, eso es lo que se espera de ellos para parecer científicos. El resultado es que empobrecen la historia y, en consecuencia, empobrecen nuestra idea de lo que es posible. Acabemos esta introducción con un ejemplo ilustrativo antes de pasar al núcleo de la cuestión.
Desde Adam Smith, quienes intentan demostrar que las modernas formas de mercado competitivo tienen su raíz en la naturaleza humana han señalado a la existencia de lo que llaman «intercambio primitivo». Tenemos pruebas de que ya hace miles de años algunos objetos —sobre todo piedras preciosas, conchas y otros objetos decorativos— recorrían enormes distancias. A menudo eran el mismo tipo de objetos que los antropólogos hallaban empleados como «monedas primitivas» por todo el mundo. Evidentemente, esto debe significar que el capitalismo, de un modo u otro, ha existido desde siempre, ¿verdad?
Se trata de una lógica perfectamente circular. Si objetos preciosos recorrían enormes distancias, era evidencia de «intercambio»; y, si había intercambio, debía haber tomado alguna forma comercial. Por lo tanto, el que, por poner un ejemplo, ámbar del Báltico de hace 3.000 años acabara en el Mediterráneo o que conchas del golfo de México acabaran en Ohio demuestra que estamos ante alguna forma aún embrionaria de mercado. Por lo tanto, los mercados son universales. Etcétera.
Lo único que están diciendo todos esos autores es que no son capaces, personalmente, de imaginar ninguna otra razón para que esos objetos recorran tanta distancia. Pero la falta de imaginación no es, en sí, un argumento. Es casi como si todos estos escritores tuviesen miedo de sugerir cualquier cosa que sonase original, o como si, en el caso de hacerlo, se sintieran obligados a usar un lenguaje que sonase vagamente científico («esferas de interacción transregionales», «redes multiescalares de intercambio») para evitar tener que especular acerca de qué debían de ser esas cosas. En realidad, la antropología proporciona un sinfín de ejemplos de cómo objetos valiosos podían recorrer enormes distancias en ausencia de nada que se acerque siquiera remotamente a una economía de mercado.
El texto fundacional de la etnografía del siglo XX, Los argonautas del Pacífico Occidental, de Bronisław Malinowski (1922), describe cómo en la cadena del Kula, en las islas de los massim, frente a Papúa Nueva Guinea, los hombres se embarcaban en peligrosas expediciones atravesando el océano en canoas de alta mar tan solo para intercambiar preciosos collares y brazaletes de concha familiares por otros similares (los más importantes poseen nombre propio y su historia de dueños previos) únicamente para poseerlos por un breve periodo y luego pasarlos a una expedición diferente procedente de otras islas. De este modo los objetos familiares circulan eternamente por las islas, cruzando cientos de millas marítimas, los brazaletes en una dirección y los collares, en la opuesta. Para un extranjero, carece de sentido. Para los hombres de los massim es la aventura definitiva, y nada podía ser más importante que diseminar el propio nombre, de este modo, a lugares que uno jamás ha visto.
¿Es esto «comercio»? Probablemente, pero lleva al extremo nuestra comprensión habitual de lo que significa el término. Existe, de hecho, una abundante literatura etnográfica acerca de cómo opera el intercambio a larga distancia en sociedades sin mercados. Hay trueque; grupos diferentes se especializan —unos son famosos por su peletería; otros ofrecen sal; en un tercero, todas las mujeres son alfareras— para adquirir cosas que no pueden producir por su cuenta; en ocasiones un grupo se especializa en el oficio mismo de trasladar personas y cosas. Sin embargo, a menudo hallamos este tipo de redes regionales en gran parte para crear relaciones mutuas amistosas, o como excusa para visitarse unos a otros cada cierto tiempo;34 hay numerosas otras posibilidades que no parecen en absoluto comercio.
Enumeremos solo algunas, todas ellas extraídas de literatura sobre Norteamérica, para ofrecer una muestra de lo que puede estar sucediendo realmente cuando la gente habla de «esferas de interacción a larga distancia» en el pasado humano:
SUEÑOS O VISIONES DE AVENTURAS: entre los pueblos de lengua iroquesa de los siglos XVI y XVII se consideraba muy importante hacer literalmente realidad los propios sueños. Muchos observadores europeos se maravillaban de que los indios estuvieran dispuestos a viajar durante días para traer determinado objeto, trofeo, cristal o incluso un animal, como un perro, que habían soñado que adquirían. Cualquiera que soñara con la posesión de un vecino (una tetera, un adorno, una máscara…) podía pedirla; en consecuencia, tales objetos a menudo iban viajando gradualmente de ciudad en ciudad. En las Grandes Llanuras, las decisiones de viajar largas distancias en busca de objetos exóticos o raros podía formar parte de visiones de búsquedas.35 SANADORES Y ESPECTÁCULOS AMBULANTES: en 1528, cuando un español llamado Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, tras un naufragio, se abrió camino desde Florida, a través de lo que hoy en día es Texas, hasta México, halló que podía pasar con facilidad entre aldeas (incluso entre aldeas en guerra entre sí) si ofrecía sus servicios como mago y sanador. En gran parte de Norteamérica, los sanadores ofrecían también espectáculo, y solían contar a menudo con notables séquitos. Quienes creían que la representación había salvado su vida solían ofrecer todas sus posesiones materiales, que se dividían entre la troupe.36 De este modo, había objetos valiosos que viajaban largas distancias. APUESTASDE MUJERES: en muchas sociedades indígenas de Norteamérica las mujeres eran consumadas jugadoras. Las mujeres de aldeas vecinas solían reunirse para tirar los dados o participar en un juego que se practica con un cuenco y un hueso de cereza, y solían apostarse sus cuentas de concha u otros ornamentos personales. Un arqueólogo versado en literatura etnográfica, Warren DeBoer, calcula que muchas de las conchas y otros objetos exóticos hallados en yacimientos de todo el continente habían acabado allí tras ser apostados y perdidos una y otra vez en partidas de este tipo entre aldeas, a lo largo de periodos de tiempo muy prolongados.37 Podríamos multiplicar los ejemplos, pero daremos por supuesto que a estas alturas se comprende la argumentación que proponemos. Cuando hacemos simples suposiciones acerca de lo que otros seres humanos de tiempos y lugares alejados hacían, de un modo generalizado hacemos suposiciones mucho menos interesantes y mucho más monótonas (en definitiva, mucho menos humanas) que lo que probablemente estaba sucediendo.
ACERCA DE LO QUE VIENE
En este libro no solo presentaremos una nueva historia de la humanidad, sino que invitaremos al lector a que se adentre en una nueva ciencia de la historia, una que devuelve a nuestros ancestros toda su humanidad. En lugar de preguntarnos cómo acabamos con esta desigualdad, comenzaremos por preguntarnos cómo es que la desigualdad se ha convertido en un tema tan importante, y desde ahí iremos construyendo gradualmente una nueva narrativa que se corresponda de un modo más fiel con nuestro actual estado de conocimientos. Si los humanos no pasaron el 95 por ciento de su pasado evolutivo en pequeñas bandas de cazadores-recolectores, ¿qué hacían durante todo ese tiempo? Si la agricultura y las ciudades no implicaron una caída en la jerarquía y la dominación, ¿qué implicaron? ¿Qué pasaba realmente en esos periodos que solemos ver previos al surgimiento del «Estado»? Las respuestas son a menudo inesperadas, y sugieren que el curso de la historia humana puede estar menos tallado en piedra y estar, en cambio, más lleno de divertidas posibilidades que lo que damos por supuesto.
En cierto sentido, pues, este libro intenta sencillamente sentar las bases para una nueva historia del mundo, un poco como lo que hizo Gordon Childe en los años treinta cuando inventó expresiones como la Revolución Neolítica o la Revolución Urbana. Como tal, resultará necesariamente desigual e incompleto. Al mismo tiempo, este libro es algo más: una búsqueda de las preguntas adecuadas. Si «¿Cuál es el origen de la desigualdad?» no es la mayor pregunta que deberíamos hacernos con respecto a la historia, ¿cuál debería ser? Como dejan claro las historias de los excautivos que regresaban a los bosques, Rousseau no iba del todo errado. Algo se ha perdido. Tan solo tenía una noción un tanto personal (y, en definitiva, errónea) de qué era. ¿Cómo lo caracterizamos, pues? Y ¿hasta qué punto se ha perdido? ¿Qué implica para las posibilidades de cambio social actual?
Desde hace ya una década, nosotros —los dos autores de este libro— nos hemos visto enzarzados en un prolongado diálogo exactamente acerca de estas preguntas. Esta es la razón que hay detrás de la estructura un tanto inusual del libro, que comienza remontando las raíces históricas de la pregunta («¿Cuál es el origen de la desigualdad?») a una serie de encuentros entre colonos europeos e intelectuales nativos americanos en el siglo XVII. El impacto de estos encuentros en lo que hoy en día llamamos Ilustración, y en nuestras concepciones básicas de la historia humana, es a la vez más sutil y profundo de lo que querríamos aceptar. Volver a ellos, como hemos descubierto, tiene sorprendentes implicaciones con respecto a cómo damos sentido hoy en día al pasado, incluidos los orígenes de la agricultura, la propiedad, las ciudades, la democracia, la esclavitud y la civilización misma. Al final decidimos escribir un libro que reflejase, al menos hasta cierto punto, esa evolución en nuestro propio pensamiento. En esas conversaciones, el momento crucial llegó cuando decidimos apartarnos de pensadores europeos como Rousseau y, en su lugar, considerar perspectivas que derivan de esos pensadores indígenas que en definitiva los inspiraron.
Notas:
1. Por poner un ejemplo, Foragers, Farmers, and Fossil Fuels: How Human Values Evolve, de Ian Morris, se marca el ambicioso reto de hallar una medida uniforme de la desigualdad, aplicable a lo largo de toda la historia humana, traduciendo los «valores» de los cazadores-recolectores de la Edad de Hielo y de los agricultores del Neolítico a términos familiares para los economistas actuales, y usarlos para establecer índices de Gini (es decir, tasas formales de desigualdad). Un experimento loable, pero que lleva rápidamente a conclusiones muy extrañas. Por ejemplo, en un artículo de 2015 para el New York Times, Morris calcula los ingresos de un cazador del Paleolítico en 1,10 dólares al día, en valores de cambio de 1990. ¿De dónde procede esta cifra? Se supone que tiene algo que ver con el valor calórico de la ingesta alimentaria diaria. Pero, si comparamos esto con los ingresos de hoy en día, ¿no deberíamos tener en cuenta todas las demás cosas que los recolectores del Paleolítico obtenían gratis, pero que nosotros debemos pagar? (Seguridad gratis, resolución de conflictos gratis, educación primaria gratis, cuidado de los ancianos gratis, medicina gratuita, por no mencionar los costes del entretenimiento, la música, las narraciones o los servicios religiosos.) Incluso cuando hablamos de alimentos, conviene tener en cuenta la calidad: al fin y al cabo, estamos hablando de alimentos cien por cien orgánicos, criados en libertad, lavados con el agua mineral más pura que haya habido jamás. Gran parte de los ingresos actuales van destinados a hipotecas y alquileres. Pero pensemos en los precios de los campings en las mejores localidades del Paleolítico, a orillas del Dordoña o del Vézère, por no mencionar las lujosas clases vespertinas de pintura rupestre y talla de marfil realistas, o todos esos abrigos de pieles… Todo eso tiene que superar ampliamente 1,10 dólares al día. Como veremos en el capítulo 4, no es casualidad que los antropólogos llamen a los recolectores «la sociedad opulenta original». Una vida así, hoy en día, no sería nada barata. Por supuesto, todo esto es bastante estúpido, pero esa es, en realidad, nuestra argumentación: si se reduce la historia a índices de Gini, lo que sigue es necesariamente estúpido.
2. Fukuyama, 2011, pp. 43, 53-54.
3. Diamond, 2012, pp. 10-15.
4. Fukuyama, 2011, p. 48.
5. Diamond, 2012, p. 11.
6. En el caso de Fukuyama y Diamond se puede, al menos, señalar que ninguno de ambos posee formación en las disciplinas relevantes (el primero es politólogo; el segundo tiene un doctorado en la fisiología de la vejiga). Aun así, incluso cuando los antropólogos, arqueólogos e historiadores prueban con su versión de la «gran narración», tienen la extraña tendencia a acabar con variaciones menores del mito de Rousseau. Por ejemplo, The Creation of Inequality: How Our Prehistoric Ancestors Set the Stage for Monarchy, Slavery, and Empire, de Flannery y Marcus (2012), ofrece todo tipo de interesantes reflexiones acerca de cómo puede surgir la desigualdad en las sociedades humanas, pero su marco general de la historia de la humanidad sigue estando explícitamente ligado al segundo Discurso de Rousseau, y concluye que la mejor esperanza de un futuro más igualitario para la humanidad reside en «poner a los cazadores y recolectores en el poder». El estudio, económicamente más sólido, de Walter Scheidel, El gran nivelador: violencia e historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo xxi, concluye, de un modo igualmente aterrador, que no podemos hacer nada por acabar con la desigualdad: invariablemente la civilización pone en el poder a una pequeña élite que se apodera cada vez de más porción del pastel, y lo único que ha sido alguna vez capaz de derrocarla es alguna catástrofe en forma de guerra, plaga, reclutamiento masivo, sufrimiento generalizado y muerte. Las medias tintas nunca funcionan. De modo que, si no quiere usted volver a vivir en cuevas ni morir en un holocausto nuclear (lo que, por otra parte, acaba nuevamente con supervivientes viviendo en cuevas), tendrá que resignarse a la existencia de Warren Buffet y Bill Gates.
7 . Rousseau, 1984, 1754, p. 78.
8. En palabras de Judith Shklar, 1964, la afamada politóloga de Harvard.
9. Rousseau, 1984, 1754, p. 122.
10. En realidad, Rousseau, a diferencia de Hobbes, no era un fatalista. Según Hobbes, todos los sucesos históricos, grandes y pequeños, debían comprenderse como un despliegue de fuerzas puestas en funcionamiento por Dios, que, en definitiva, escapaban al control de los seres humanos (véase Hunter, 1989). Incluso un sastre, al crear un traje, está entrando, desde su primera puntada, en un flujo de causas y consecuencias históricas a las que no puede oponer resistencia y de las que es, en gran parte, inconsciente; sus acciones exactas son diminutos eslabones en una gran cadena de causalidad que es el tejido mismo de la historia humana, y —en esta metafísica un tanto extrema de entrelazamiento— sugerir que podría haber hecho las cosas de un modo alternativo es negar el gran e irreversible curso de la historia mundial. Para Rousseau, en cambio, lo que los humanos hacen pueden siempre deshacerlo, o al menos hacerlo de otro modo. Pudimos librarnos de las cadenas que nos ataban, tan solo iba a ser difícil (véase una vez más Shklar, 1964, para un debate clásico acerca de este aspecto del pensamiento de Rousseau).
11. Pinker, 2012, pp. 39, 43.
12. Si se detecta un rastro de impaciencia en nuestra presentación, la razón es esta: demasiados autores contemporáneos parecen disfrutar imaginándose a sí mismos como contrapartidas actuales de los grandes filósofos sociales de la Ilustración (hombres como Hobbes y Rousseau) y juegan a decir las mismas grandes verdades, aunque con un reparto un poco más preciso de personajes. Esas verdades las extraen de los hallazgos de los científicos sociales, incluidos arqueólogos y antropólogos como nosotros. Sin embargo, la calidad de sus generalizaciones empíricas no es mucho mejor, y en muchos casos es francamente peor. Llegado el momento, toca quitar los juguetes a los niños.
13. Pinker, 2012, 2018.
14. Pinker, 2012, p. 42.
15. Tilley, 2015.
16. Formicola, 2007.
17. Margaret Mead lo hizo una vez, cuando sugirió que el primer signo de «civilización» de la historia humana no fue el uso de herramientas, sino un esqueleto de 15.000 años de antigüedad con signos de haber sanado un fémur roto. Se tarda seis semanas, señaló, en recuperarse de esa lesión; la mayoría de los animales con un fémur roto mueren porque sus compañeros los abandonan; una de las cosas que hacen de los seres humanos algo tan inusual es que, justamente, cuidamos unos de otros en tales situaciones.
18. Below, n. 21. Como señalan otros, los yanomami suelen compartir lecho en grupos de cinco o seis. Esto exige una buena disposición hacia los demás de la que pocos observadores teóricos contemporáneos serían capaces. Si realmente se tratara de los «feroces salvajes» de la caricatura universitaria, ya no habría yanomami, pues se habrían matado entre sí por roncar.
19. En realidad, lejos de ser los ejemplares prístinos de nuestra «condición ancestral», los yanomami de los sesenta y ochenta, la época en que Chagnon realizó estudio de campo entre ellos, habían vivido ya expuestos a décadas de incursiones por parte de europeos, intensificadas por el descubrimiento de oro en sus tierras. Durante ese periodo, las poblaciones de los yanomami se vieron diezmadas por epidemias de enfermedades infecciosas introducidas por misioneros, buscadores de oro, antropólogos y agentes gubernamentales. Véase Kopenawa y Albert, 2013, pp. 2-3.
20. Chagnon, 1988.
21. Algunas objeciones tenían que ver con las estadísticas que Chagnon presentaba y con su afirmación de que los hombres que alcanzaban un estado de pureza ritual (unokai) obtenían más esposas y descendencia que otros. Una cuestión clave, y que Chagnon nunca aclaró, es que el estatus unokai no estaba reservado a hombres que hubieran matado; también se podía obtener, por ejemplo, disparando una flecha al cadáver de un enemigo ya muerto, o matando por medios no físicos, como la brujería. Otros señalaban que la mayoría de unokai estaban en la zona mayor del espectro de edad, y que algunos ostentaban el título de jefe de la aldea: en ambos casos habrían tenido asegurada más descendencia, sin relación ninguna con la guerra. Aun así, otros señalaron un error de lógica en la argumentación de Chagnon de que el homicidio actuaba a la vez como disuasión hacia posteriores muertes (debido a la feroz reputación de los unokai) y como perpetuador de un ciclo eterno de venganzas por parte de los agraviados: una especie de «guerra de todos contra todos». Críticas a Chagnon: Albert, 1989; Ferguson, 1989; y véase Chagnon, 1990, para una respuesta.
22. Geertz, 2001. Los eruditos tienen especial propensión a un fenómeno llamado «esquizogénesis», que exploraremos varias veces a lo largo de este libro.
23. Los redactores de la Constitución de Estados Unidos, por ejemplo, estaban explícitamente en contra de la democracia, y dejaban claro en sus declaraciones personales que diseñaban el Gobierno Federal en gran parte para evitar el riesgo de que la «democracia» estallase en alguna de las antiguas colonias (les preocupaba especialmente Pensilvania). Mientras tanto, se había practicado la toma de decisiones democrática, de modo regular, en varias partes de África y la Amazonia, y también en las asambleas de campesinos rusas y francesas, durante miles de años (véase Graeber, 2007b).
24. Así no habría que malgastar tiempo inventando alambicadas razones por las que formas de toma de decisiones que parecen democracia, pero fuera de Europa, no son realmente democracia; argumentos filosóficos acerca de la naturaleza que toman rigurosa forma lógica no son ciencia, etcétera.
25. Chagnon (1998, p. 990) escogió finalizar su famosa publicación en Science con una anécdota que apunta exactamente en esta dirección: «Una reflexión especialmente sagaz acerca del poder del derecho y cómo frustra las muertes por venganza me la proporcionó un joven yanomamö en 1987. Los misioneros le habían enseñado castellano y lo habían enviado a la capital provincial para formarse en prácticas de enfermería. Allí descubrió la policía y las leyes. Entusiasmado, me contó que había visitado al pata [gobernador] de la ciudad y le había instado a que proporcionara leyes y policía a su pueblo, para no tener que enzarzarse nuevamente en sus guerras de venganza ni vivir con constante miedo».
26. Pinker, 2012, p. 54.
27. Así lo narró Valero a Ettore Biocca, y lo publicó en 1965 bajo autoría de este.
28. Para ello, véanse las pruebas reunidas por J. N. Heard, «The Assimilation of Captives on the American Frontier in the Eighteenth and Nineteenth Centuries», tesis, 1977.
29. En Letters From an American Farmer, J. Hector St. John de Crèvecoeur señala cómo los padres, al finalizar una guerra, visitaban las aldeas indias para reclamar a sus hijos: «Para su inenarrable tristeza, los hallaban tan completamente indianizados que muchos ya no los reconocían, y aquellos a los que sus edades, más avanzadas, les permitían recordar a su padre y su madre, se negaban en redondo a seguirlos, y corrían hacia sus padres adoptivos para que los protegieran de las efusiones de amor que sus infelices padres reales les dirigían» (citado en Heard, 1977, quien también señala la conclusión de Crèvecoeur, de que los indios deben poseer «un vínculo social especialmente cautivador, y muy superior a cualquier cosa de la que nos podamos jactar»).
30. Traducción de Ana Momplet Chico en Salvaje de George Monbiot, Madrid, Capitán Swing, 2019. (N. del T.)
31. Franklin, 1961, 1753, pp. 481-483.
32. «¡Oh, oh!», escribió James Willard Schultz, un joven de dieciocho años procedente de una rica familia de Nueva York, que contrajo matrimonio entre los pies negros y que se quedó con ellos hasta que fueron trasladados a una reserva: «¿Por qué no podía haber continuado esta vida sencilla? ¿Por qué tenían […] los enjambres de colonos que invadir esta maravillosa tierra y robar a sus dueños todo lo que hacía que valiera la pena vivirla? No conocían problemas, no conocían el hambre ni la necesidad. Desde aquí, desde mi ventana, oigo rugir la gran ciudad y veo a las muchedumbres afanarse […] “una carrera de ratas”, y no hay modo de escapar de ella si no es muriendo. ¡Y esto es la civilización! Por mi parte, sostengo que no hay […] felicidad ninguna en ello. Los indios de las llanuras […] sabían perfectamente qué eran la satisfacción y la felicidad, y eso, se nos dice, es el objetivo último de todo hombre: librarse de la necesidad, de las preocupaciones. La civilización nunca lo proporcionará excepto a algunos, muy escasos» (Schultz, 1935, p. 46; véase también Heard, 1977, p. 42).
33. Véase Heard, 1977, p. 44, con referencias.
34. Por ejemplo, las sociedades wyandot («Hurón») del nordeste de Norteamérica del siglo XVII, de las que Trigger (1976, p. 62) señala que «las relaciones de amistad y reciprocidad material se extendían más allá de la confederación Hurón en forma de acuerdos de mercado. En el periodo histórico el comercio era no solo una fuente de objetos de lujo, sino también de carne y pieles, que resultaban vitales para una población que había despojado de recursos su territorio de caza circundante. No obstante, y pese a lo importantes que eran estos bienes, el comercio exterior no era una mera actividad económica. Se encontraba enmarcado en una red de relaciones sociales que constituían, fundamentalmente, extensiones de las relaciones de amistad que existían dentro de la confederación Hurón» (la cursiva es mía). Para una muestra antropológica general del «intercambio arcaico», la fuente clásica sigue siendo Servet, 1981, 1982. La mayoría de los arqueólogos contemporáneos conocen bien esta fuente, pero tienden a quedar atrapados en debates acerca de la diferencia entre «comercio» e «intercambio de dones», mientras asumen que el objetivo final de ambos es mejorar el estatus del individuo, ya sea mediante el beneficio, el prestigio o ambos. La mayoría reconocerá también que hay algo inherentemente valioso, incluso cosmológicamente importante, en el fenómeno del viaje, la experiencia de lugares remotos o la adquisición de materiales exóticos; sin embargo, en su último recurso, gran parte de todo esto acabará resumido en cuestiones de prestigio o estatus, como si la gente que interactúa a grandes distancias no pudiera tener ninguna otra motivación; para un debate posterior de estos temas, véase Wengrow, 2010b.
35. Sobre la «economía onírica» de los iroqueses, véase Graeber, 2001, pp. 145-149.
36. Sigo aquí la interpretación de Charles Hudson (1974, pp. 89-91) de la narración del propio Cabeza de Vaca.
37. DeBoer, 2001.