Raoul Vaneigem
Comunizar
Fue un relámpago en el cielo de la mediocridad el surgimiento en Francia de los Chalecos amarillos. Su presencia catalizaba oscuramente una fuerza insurreccional que despertaba por todos lados en el mundo. La ironía de la historia quiso que hicieran su aparición en un país donde la abyección y la estupidez ocultaban las Luces de antaño.
–
La paradójica alianza entre una voluntad pacífica y una determinación inquebrantable sumergió en el miedo y el aturdimiento a una gobernanza que dormitaba confiando en la descerebración mercantil de la muchedumbre. La mediocridad de los jefes de Estado, dignatarios y élites parecía a tal punto ejemplar que al carro del Estado, según la jocosa expresión del señor Prudhomme, no le quedaba más que «navegar sobre un volcán».
De derecha a izquierda, un desprecio unánime acogió a los Chalecos amarillos. ¿Quiénes eran estos intrusos que de repente redescubrían la inspiración de la Comuna de París, la alegría de Mayo de 1968, la tranquila seguridad de los zapatistas, cuando muchos solo los conocían de pasada? Fue un gran momento de hilaridad oír a la camarilla intelectual y expertos en pensamiento crítico intentar idiotizar a seres que descubrían, en ellos y entre ellos, la presencia de una vida cuyas necesidades cotidianas los mantenían -y siguen manteniéndonos- cruelmente alejados. De este impulso vital, propagaron espontáneamente la conciencia práctica, lúdica, poética.
Los Chalecos amarillos no pertenecen ni a la plebe ni al proletariado. Para el Estado y el conservadurismo son agitadores a los que pasar por las armas. El populismo fascistoide creía poder devorarlos. Se ahogó con el primer bocado. El izquierdismo con gusto las habría ataviado con la anticuada ropa del proletariado si el aparato sindical y político, apremiado por ofrecer su tutela, no se hubiera topado con el rotundo rechazo de las insurgentas e insurgentes.
Su auto-organización informal reposa sobre algunos principios sumarios y radicales: ni jefes, ni aparato político-sindical, ni representantes autoproclamados, prioridad absoluta al ser humano. Ningún movimiento insurreccional ha señalado con tanta resolución, desde el inicio, su deseo de un mundo mejor en absoluta ruptura con nuestras sociedades de depredación, de poder, de sacrificio, de espíritu militar.
La sacudida sísmica que estremece la sociedad planetaria no se reduce ni a disturbios ni a una revuelta ni a una revolución. Indica el sobresalto de una vida que la civilización de la Ganancia ha condenado a marchitarse. Rompe el yugo de una letargia milenaria. Su conciencia no nació, como en el siglo XVIII, de la lucidez de brillantes pensadores. Es una palabra anónima, balbuceante. Aún está bajo el desconcierto asustado de haber osado lo imposible. Pero su presencia está ahí, prescinde de palabras porque presiente que también las palabras tienen que renacer. De Chiapas a Irán, una poesía de subversión social empuja hacia las más dispares riberas sus ondas leves, efímeras e increíblemente irresistibles.
Los pretextos invocados de entrada parecían fútiles: impuesto, billete de metro, desprecio estatal. Muchos se limitan aún a reivindicaciones de sobrevivencia. Pero que nadie se engañe. Hay, debajo, algo más profundo. La alegría que hace bailar las rotondas, las calles y los corazones proviene de un deseo de vivir libre. Ninguna reivindicación social ha dado muestras de semejante perseverancia con tan tranquila determinación. Todo indica que se está dando un fenómeno que desborda a los iniciadores del movimiento, porque -lo entenderán tarde o temprano- este desbordamiento lo llevan en ellos.
No hace falta ser una lumbrera para detectar entre los Chalecos amarillos algún que otro racista, antisemita, homófobo, misógeno, retro-fascista, retro-bolchevique, psicópata, demorado mental. La muchedumbre tradicional ha privilegiado siempre el individualismo a expensas del individuo, sobresale en hacer primar sobre la inteligencia de lo vivo la agresividad de las emociones reprimidas. Ahora bien, lo que el movimiento de los Chalecos amarillos ha promovido desde el principio es un sentido humano que excluye el reflejo depredador y garantiza el predominio de la ayuda mutua y la autonomía individual. Aunque este movimiento desaparezca, habrá propagado por todas partes las semillas de la insurrección de la vida cotidiana y de una primavera que «florece en cualquier estación».
Propenso desde larga data a despreciar las banderas, he entendido que los emblemas de Francia enarbolados por los Chalecos amarillos no se desplegaban al nauseabundo viento del nacionalismo sino que sonaba al son de la Revolución francesa, portador de nuestras actuales y futuras revoluciones. Dos siglos de chovinismo nos han borrado de la memoria que a pesar de su grandilocuencia sanguinaria la Marsellesa fue el canto inaugural de los levantamientos que, del siglo XIX al XX sacudieron el mundo.
La poesía no cae del cielo, nace en los bajos fondos de la existencia. Ninguna medida, ningún cálculo determinan la intensidad de lo que se propaga por resonancias más que por palabras de orden. Libres de oradores, manipuladores, intelectuales orgullosos de serlo, la rebelión de lo vivo abre espontáneamente las vías de una libertad auténticamente vivida.
La estupidez es contagiosa, la inteligencia es empática. Algunas semillas de radicalidad son propicias a fertilizar las tierras más estériles. La calidad siempre prevalece sobre la cantidad. ¡No se preocupen por los números! ¡La civilización de los números se ha acabado! Dejen que los poseedores de la desesperación agresiva les traten de quiméricos. Son la ralea que dictamina, desde hace siglos, que la vida nos ciega y la muerte nos vuelve lúcidos.
En las iniciativas de pequeñas entidades locales es donde cobra sentido la lucha por la calidad de la vida y la eliminación de los daños. Separado de sus raíces vivas el proyecto de emancipación humana no es más que una abstracción. La conciencia de lo vivo es nuestra radicalidad. Es imborrable.
31 de diciembre de 2022.
La traducción del francés del texto fue realizada por el Colectivo Propalando
Para leer más sobre los Chalecos Amarillos
Parar leer más textos de Raoul Vaneigem