Confiando en la sabiduría milenaria de los pueblos, creo que el objetivo de estas movilizaciones no es la convocatoria de elecciones, menos aún reponer a Castillo, ni siquiera una asamblea constituyente. Toda esta lucha, toda esta pelea, es por la dignidad, por el respeto como pueblos. Por eso las mujeres de pollera gritan: “Todos somos uno”. Nos toca escuchar, y aprender.
Somos miles de millares, aquí,
ahora. Estamos juntos, nos hemos
congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos
apretando a esta inmensa ciudad
que nos odiaba, que nos
despreciaba como a excremento
de caballos.
José María Arguedas
“A nuestro Padre creador Túpac Amaru Himno-Canción”
“Todos somos uno solo por esta causa. Todos vamos a vivir o todos vamos a morir”. Gritan mujeres aymaras en Puno al despedir las caravanas que salen hacia Lima. “No vamos a permitir que nos pisoteen como en el pasado”.
Los pueblos originarios y campesinos están protagonizando la mayor movilización en por lo menos dos décadas, desde las postrimerías del régimen de Alberto Fujimori en 2000, cuando la Marcha de los Cuatro Suyos (en referencia las cuatro regiones del Tahuantinsuyo) congregó en Lima cientos de miles de personas coincidiendo con las fechas patrias.
En aquella ocasión, la marcha fue convocada por el candidato derrotado por fraude, Alejandro Toledo, quien luego se convertirá en presidente. En la convocatoria participaron varias personalidades, movimientos sociales, partidos políticos de izquierda pero también de centro y de derecha como el APRA, el Partido Popular Cristiano y Acción Popular.
Ahora fue completamente diferente. No hubo partidos ni organizaciones convocantes. Fue una decisión comunitaria, tomada en cientos de reuniones y asambleas, cargando ataúdes en velorios colectivos y en reuniones familiares ampliadas, “pueblo por pueblo” como escribió Arguedas.
No nació de un fraude electoral sino del rechazo a la violencia genocida de las clases dominantes peruanas, que odian a los indios. Los desprecian. Los humillan. Fue la rabia acumulada en siglos, actualizada día a día por el racismo más vulgar que pueda imaginarse.
Voy a relatar algo que viví personalmente, hace 38 años. Estaba en la fila del aeropuerto de Juliaca para abordar un vuelo a Lima, en agosto de 1985. Recién llegaba a la presidencia Alan García, que entonces parecía progresista. En la fila y en el aeropuerto eran casi todas personas indígenas, aymaras y quechuas, con sus vestimentas tradicionales y ojotas andinas. En cierto momento se me acerca un varón blanco de unos 40 años, peruano de la Costa, que dijo ser ingeniero. Mirando hacia las demás personas, dijo: “Esto que usted ve aquí, no es humano, es mezcla de humano y llama. Mire sus pies, no sienten el frío”.
Tuve la certeza, hasta hoy, que una parte significativa del Perú siente lo mismo que aquel ingeniero. En Perú viven menos blancos que en la Sudáfrica del apartheid pero su racismo es igualmente cruel, como aprendimos de José María Arguedas, de Hugo Blanco y de tantos compas.
Hugo relata en sus memorias que la conciencia le nació siendo niño, cuando caminaba por la sierra y vio a un hacendado marcando con hierro candente el cuerpo de su siervo, del mismo modo que marcaba al ganado.
Pero el horror se repite una y otra vez, cíclicamente como viene sucediendo en los últimos 500 años. En un mes, las balas de la policía mataron más de 50 personas y dejaron más de 600 heridas. Casi todas en el sur, casi todas indígenas.
El estudio del colectivo saludconlupa.com, de la Asociación de Periodismo con Lupa, sobre las heridas causadas en 50 personas (12 fallecidos y 38 heridos) durante las movilizaciones, “revela el uso de armas de fuego de alta velocidad y a corta distancia a órganos vitales”, sobre todo tórax y abdomen (https://bit.ly/3iThMHL). Tiraban a matar. Algo que la misma policía no se atreve a hacer en ciudades como Lima, en particular en los barrios de clase media.
La masacre tuvo su respuesta, cuyo clímax por ahora fue el 19 de enero: más de cien carreteras cortadas, tres aeropuertos tomados, cientos de miles tomando Lima. Sin organizaciones ni caudillos convocantes. Sin aparatos ni vanguardias. Decisión comunitaria tomada abajo, en los territorios de los pueblos, en sus organizaciones de la vida cotidiana.
Dicen algunos que ahora quedó en evidencia el fracaso en la construcción del Estado nacional peruano. Héctor Béjar, catedrático hoy, guerrillero en los 60, asegura que no ve salida institucional para el Perú. Que el sistema llegó a su fin, que los de abajo no se dejan y los de arriba apuestan a las metralletas. Concluye: “Podrían organizarse unas elecciones con tiempo y en calma, en las cuales se les ate las manos a los medios, se abran los medios al pueblo, se prohíba y castigue invertir en los candidatos, y que haya elecciones realmente democráticas, lo cual es una utopía” (https://bit.ly/3ZRomPB).
Por eso, confiando en la sabiduría milenaria de los pueblos, creo que el objetivo de estas movilizaciones no es la convocatoria de elecciones, menos aún reponer a Castillo, ni siquiera una asamblea constituyente. Toda esta lucha, toda esta pelea, es por la dignidad, por el respeto como pueblos. Por eso las mujeres de pollera gritan: “Todos somos uno”.
Nos toca escuchar, y aprender.