Desde hace algunos años, en las naciones más ricas se multiplicaron los cuestionamientos a la obsesión con el crecimiento económico como condición central para entender el desarrollo. Una obsesión que, al cumplirse, tenía, además, un lado oscuro en sus impactos sociales y ambientales. Entre las distintas respuestas alternativas surgió el llamado decrecimiento, tal como se repasa en el excelente artículo de Geoff Mann publicado en Brecha el pasado 20 de enero («Darle la vuelta a la ecuación»). Pero quedan pendientes varias interrogantes, en especial desde una mirada del Sur. La más evidente es la de si el decrecimiento tiene sentido para un país latinoamericano o si, en lugar de resolver nuestros problemas, los agravaría.
Los seguidores más entusiastas del decrecimiento se encuentran en Europa occidental, entre algunos académicos y activistas sociales. En cambio, en casi toda América Latina los abordajes han sido mucho más limitados y han permanecido alejados de los grandes movimientos sociales. La novedad más reciente es que esta inusual palabra saltó a la atención pública en Colombia, a raíz de las intenciones de la nueva ministra de Minas y Energía de limitar la explotación petrolera. Acorralada por las interpelaciones de la prensa, llegó a justificar la medida apelando a la idea del decrecimiento. Un equivalente uruguayo de esa postura sería como si el ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca dijera que desea limitar la expansión de la soja o de las celulósicas, y, ante el griterío en los medios sobre una catástrofe económica, respondiera diciendo que la economía debería reducirse. En Colombia el debate escaló cuando el nuevo presidente, Gustavo Petro, apoyó la idea, indicando que «hoy la ciencia sabe que el consumo de petróleo y carbón debe decrecer sustancialmente, que el consumo de carne de res, mientras se sustente en combustibles fósiles, debe decrecer a escala mundial», y remató diciendo que debemos acomodarnos al «equilibrio de la vida en el planeta».1
UNA PALABRA MISIL
Los usos actuales del término decrecimiento tienen su origen en Francia, de la mano de economistas y activistas políticos. El décroissance fue popularizado por el economista Serge Latouche en los 2000, entendiéndolo como una palabra eslogan o misil, para atacar la obsesión con la idea del desarrollo como crecimiento perpetuo.2 Con el paso de los años, se volvió más complejo, y ahora, desde la academia, se lo define como una «crítica a la economía del crecimiento», que busca la «abolición del crecimiento económico como objetivo social», mientras alienta alternativas basadas en la simplicidad, la convivencialidad, los cuidados y el compartir. Esto implicaría una reducción equitativa de la producción y del consumo, de manera de disminuir los flujos de energía y materias primas.3
No puede sorprender que, para la enorme mayoría de quienes viven en los países del Sur, un llamado a decrecer no tenga mucho sentido. Inmediatamente se imaginan contracciones económicas con consecuencias negativas en sus vidas. Es un término reñido con dichos repetidos por décadas, que asumen que el empleo y el bienestar derivan del crecimiento de la economía.
En cambio, para algunas personas y movimientos en los países ricos, el decrecimiento tiene sentido, ya que permitiría aminorar impactos sociales y ambientales, y aplacar el consumismo e incluso la extracción de recursos naturales. Sin embargo, estas conceptualizaciones decrecentistas no ofrecen argumentos ni modelos precisos para el Sur, donde para muchos el problema es el subconsumo que trae aparejado la pobreza.
De todos modos, el cuestionamiento al crecimiento, como advierte el artículo de Mann, encierra verdades que no se pueden obviar. En 2022 las economías, por ejemplo, de Argentina y Uruguay, mostraron buenos crecimientos económicos, pero esos indicadores macroeconómicos no se tradujeron en mejorías en las condiciones de vida de las mayorías. La historia latinoamericana está repleta de casos similares, en los que el crecimiento económico beneficia a unos pocos, pero siempre se lo defiende indicando que generaría derrames, goteos o chorreos que alcanzarían al resto de la población.
LÍMITES AL CRECIMIENTO
Al mismo tiempo, está claro que el crecimiento económico perpetuo propuesto por los economistas es imposible. Por lo menos desde la década del 60 se ha alertado sobre los llamados límites al crecimiento, tanto sociales como ambientales. Los más evidentes están en el agotamiento de recursos naturales (por ejemplo, el limitado stock de minerales o hidrocarburos) o en la incapacidad de lidiar con crecientes impactos ambientales (manifestada, a modo de ejemplo, en el cambio climático). Las economías no pueden crecer indefinidamente porque el planeta es finito.
En Uruguay los límites de ese tipo ya están ante nuestros ojos. La agropecuaria está acotada a las tierras disponibles dentro de la superficie del país, por lo que el aumento de producción pasa por una mayor intensidad, lo que desencadena múltiples alteraciones sociales y económicas, mientras se multiplica la presión sobre los suelos y se contaminan las aguas. A pesar de ello, los políticos, empresarios y casi toda la academia parecen minimizar o ignorar estos límites.
En Colombia, en cambio, algunos de esos límites son más acuciantes. Hay quienes estiman que sus reservas explotables de hidrocarburos son apenas de cinco años, lo que haría que su economía ya no pueda crecer a costa de la renta petrolera. Bajo esas condiciones no puede sorprender que el nuevo gobierno use la palabra decrecimiento para poner en discusión el futuro de la economía nacional.
Pero estos casos muestran que el decrecimiento postulado para el Norte rico, tal como describe el artículo de Mann, no puede trasplantarse a América Latina. Imponer una reducción generalizada de las economías sería catastrófico. Pero acierta en obligar a interrogarse acerca de si el crecimiento económico debería ser el asunto esencial que debe guiar y organizar una economía. La respuesta es no, por varias de las razones que se adelantaron y otras que todos podemos agregar. Parece más sensato plantear para Uruguay, y otros países de la región, una mirada de a-crecimiento, en la que la meta del crecimiento económico sea desplazada de su centralidad e indicadores como el PBI sean complementados con otros. Una economía en la que habrá sectores que necesariamente deberán crecer, como la salud, la educación o la vivienda, y otros que podrían permanecer iguales, pero también estarán aquellos que deberán decrecer por expresar opulencia e impactos sociales y ambientales intolerables. Es necesario no caer en las modas, repitiendo la del decrecimiento porque se popularizó en París, Madrid y Berlín, sino buscar nuestras propias soluciones ajustadas a nuestras urgencias y necesidades.
1. Gustavo Petro en Twitter, 2-IX-22.
2. Véase, por ejemplo, La apuesta por el decrecimiento, por S. Latouche, Icaria, Barcelona, 2008.
3. «Decrecimiento», por G. Kallis, F. Demaria y G. D’Alia, en Decrecimiento. Vocabulario para una nueva era, Icaria, Barcelona, 2015.