Sobre el embarazo, el parto y la crianza se ha establecido una “historia oficial” patriarcal, heteronormativa y racializada que ha impregnado todas nuestras formas de socialización y manifestaciones culturales. Y ante el peligro de la historia única del que nos advertía Chimamanda Adichie, me sumo a las maternidades insurgentes, a esas que desde la autorrepresentación se narran y nos narran, construyendo relatos diversos, resilientes; relatos que nos alejan de las proyecciones de la madre idealizada, santa y “ángel del hogar” o de la madre castrante demonizada fuente de todo trauma.
También sobre el embarazo, el parto y la crianza se ha establecido una “historia oficial” patriarcal, heteronormativa y racializada que ha impregnado todas nuestras formas de socialización y manifestaciones culturales.
La maternidad y la no maternidad ―abordadas desde distintas corrientes de pensamiento― han sido cuestiones centrales de la reflexión y la teoría feministas no exentas de polémica y controversia. Mucho se ha escrito y se continúa escribiendo sobre este tema que nos atraviesa como sociedad y que, particularmente en el caso de las mujeres y de “otras identidades que gestan” ―como señala Carolina León en la introducción a la edición española (Traficantes de Sueños, 2019) del libro Nacemos de mujer de Adrienne Rich―, cruza y escribe en nuestros cuerpos. Y de la misma manera que la maternidad es indisociable del cuerpo, debe serlo también la reflexión que hagamos sobre la misma.
Recuerdo que Aurora Levins Morales, al hablar sobre los grupos de autoconciencia a los que había pertenecido, explicaba que aquellas experiencias, reacciones, percepciones, pensamientos y sentimientos que compartían tenían sentido para otras mujeres y que aquella experiencia compartida podía ser utilizada como fuente de autoridad frente al saber oficial y hegemónico.
También sobre el embarazo, el parto y la crianza se ha establecido una “historia oficial” patriarcal, heteronormativa y racializada que ha impregnado todas nuestras formas de socialización y manifestaciones culturales. Y ante el peligro de la historia única del que nos advertía Chimamanda Adichie, me sumo a las maternidades insurgentes, a esas que desde la autorrepresentación se narran y nos narran, construyendo relatos diversos, resilientes; relatos que nos alejan de las proyecciones de la madre idealizada, santa y “ángel del hogar” o de la madre castrante demonizada fuente de todo trauma; relatos que desmitifican y deconstruyen esa mística de la maternidad que el neoliberalismo ha mercantilizado, industrializado y estandarizado y que la ciencia occidental ha patologizado, desproveyéndonos de todo saber heredado de nuestras ancestras.
Ahora, haciendo una lectura crítica de mi experiencia y la de otras muchas mujeres que me rodean ―pensemos, por ejemplo, en el reciente testimonio de la alcaldesa Ada Colau en el que hablaba sobre su postparto―, todo me conduce hacia una crianza de resistencia que cuestiona el sistema y se cuestiona los privilegios porque, como bien dicen M. Jacqui Alexander y Chandra Talpade Mohanty, hay pocas teóricas que se hayan ocupado de “los diferentes significados de la maternidad y el cuidado que surgen de las diferentes situaciones raciales y sexuales en lo político” (y añadiría, de clase).
Pero para emprender ese camino de autocrítica, autoconciencia y deconstrucción, considero importante traer aquí mi propio relato.
En palabras de María, la comadrona que me atendió gran parte de la noche en el hospital público en el que parí hace tres meses, mi parto fue varios partos en uno. Empecé con un parto natural que duró unas 8 horas… Un parto doloroso, sí, pero acompañado, respetado, con las luces atenuadas, con mi lista de canciones elaborada para la ocasión sonando de fondo que pasaba por Omara Portuondo, Maria Arnal, Guadi Galego, Lila Downs o Lhasa de Sela, entre otras. Todo bajo mis reglas y mis opciones, bien leída, repitiéndome frases de Parir de Ibone Olza mientras aspiraba óxido nitroso y competía contra el monitor de las contracciones, y con la guía de derechos para embarazadas de Marta Busquets Gallego bien aprendida.
Dilaté todo lo que había que dilatar y parecía que faltaban solo un par de pujos, pero Ézaro no salía, así que me preguntaron si quería intentarlo con epidural, pero después de comprobar que había sufrimiento fetal, todo se precipitó hacia una cesárea de urgencia. Venía con dos vueltas de cordón al cuello.
A grandes rasgos y con trazo poco fino esta fue mi experiencia de parto. Quizás sea similar a la de otras muchas mujeres. Puede que no tenga nada de especial. No he tenido una mala recuperación durante el puerperio y tampoco tuve un mal embarazo y puede que por eso mismo me haya permitido a mí misma repasar mentalmente cada momento con cierto placer y rebozarlos de teoría.
Me sumo a las maternidades insurgentes, a esas que desde la autorrepresentación se narran y nos narran, construyendo relatos diversos, resilientes.
Explicaba Adrienne Rich, también, que “en ciertas culturas, cuando un niño nacía después de un parto difícil, se le creía el demonio, o poseído por los demonios. Era condenado a muerte y, a veces, la pena alcanzaba también a la madre, pues haber estado preñada con semejante cosa constituía una prueba de culpabilidad segura contra ella”.
Leo esas líneas y pienso en las cientos, quizás millares o millones de mujeres que han sufrido violencia obstétrica a lo largo de la historia y constato mi suerte. Ahora cada día me observo desnuda en el espejo del baño y veo una cicatriz en el vientre que antes no estaba y me vuelve a la cabeza la frase de Adrift´s book de Sayak Valencia que inspiró el título de mi tesis doctoral: “Si la cicatriz hablara, aquí se contaría otra historia”. Desde ahí hablo: desde lo sublime de la dificultad y la complejidad, de la imperfección dibujada en mi piel (por más que Kant probablemente no hallaría nobleza alguna en ella), desde esta nueva cartografía que descubro en mi cuerpo y que describe una línea fronteriza entre la de antes y la de ahora. Una línea que se convierte en símbolo de otros cánones de belleza.
Y la cicatriz está ahí, testaruda e insolente. Una cicatriz que desafía las “anatomías históricas de cuerpos posibles” que diría la Haraway. Una cicatriz que define un cuerpo distinto atravesado por la vida de otra persona. Una línea semiótica que marca identidades enfrentadas (la madre unívoca y aparentemente incuestionable de la que tantos inputs he recibido a lo largo de mi vida/todas las otras yo que ocupan este cuerpo), un signo divergente que obliga a cambiar el código, que construye un nuevo lenguaje corporal lleno de contradicciones que colisionan continuamente, un lenguaje ambiguo y firme a la vez. Una herida cerrada que tiene su propia voz que me habla de una zona de confort abandonada y de una ventana abierta a un cruce de caminos donde me encuentro con Gloria Anzaldúa que me invita a “abrir a puntapiés un agujero en los viejos confines del ser y deslizarse por encima o por debajo, arrastrando consigo la antigua piel, tropezándose con ella” y adaptarse a la nueva que camina con un niño en brazos mirando de reojo a su sombra.
Es difícil hablar de cuerpo y maternidad sin tener la sensación de que se camina por un cable delgado que te puede hacer caer en esencialismos y estereotipos. Quizás por eso, durante mucho tiempo, desde el feminismo hemos elaborado discursos eminentemente culturalistas que llevados al extremo han negado todo aquello relacionado con la corporeidad. Pero sin ella, ¿cómo podemos abordar integralmente cualquier tema relacionado con la gestación, el parto o la crianza? ¿Cómo explicar esas subidas de leche repentinas dos minutos antes del despertar de tu hija/o/e? ¿Eso también es una imposición y/o un constructo social? ¿Acaso una madre adoptiva o de acogida no pone también su cuerpo en juego en esa relación de (re)conocimiento y cuidados? ¿Y los padres?
Aunque habláramos de maternaje (de la práctica de “criar y socializar seres humanos” ―tal como la define Carmen Magallón― que va más allá del hecho biológico) y no de maternidad, tal práctica de cuidados siempre implica un cuerpo que sostiene, que acaricia, que alimenta, que abraza, que besa; una maternidad experiencial que va más allá de la maternidad institucional prefabricada y estereotipada.
Todo me conduce hacia una crianza de resistencia que cuestiona el sistema y se cuestiona los privilegios.
En su clásico ensayo Alicia ya no. Feminismo, semiótica, cine (1984), Teresa de Lauretis reflexiona sobre los “nuevos” límites de la representación cinematográfica y habla del traspaso de “todas las fronteras entre naturaleza y cultura”, fronteras que seguimos sin traspasar, un territorio híbrido que aún no habitamos, una tierra de nadie donde bosquejar maternidades que rompan con el binarismo y las falsas dicotomías, maternidades que desde la conciencia crítica devengan estrategia de resistencia contra el patriarcado y el neoliberalismo, que sitúen la vida en el centro de la praxis política y la reflexión teórica, de la vida pública y colectiva; maternidades que no excluyan la fisicalidad ni tampoco ignoren los procesos culturales que nos construyen. Porque, como explica María Lozano Estívalis en el artículo “Representaciones y represiones en los escenarios de la maternidad”, esta “no es puramente natural ni exclusivamente cultural; implica tanto lo corporal como lo psíquico, lo consciente e inconsciente y participa en los registros de lo real, lo imaginario, y lo simbólico”.
En este mismo artículo, Lozano Estívalis, sostiene que “las posibilidades de que las paradojas culturales de la maternidad se conviertan en lugares de transformación sociopolíticos están ahí y dependerán de la implicación de todos en un ejercicio autocrítico y dialéctico. Por eso la maternidad es un reto, gracias a sus contradicciones y a las posibilidades discursivas y políticas que ofrece”.
Todo un reto, sin duda, que algunas autoras llevan tiempo explorando para diversificar los imaginarios sociales asociados a la maternidad y pensar nuevas identidades respecto a esta para redefinir “la cartografía de lo maternal” de la que habla Silvia Caporale Bizzini, pero que sigue sin anidar en lo cotidiano de nuestras prácticas de crianza y continúa sin erradicar los malestares que afloran en los grupos de pre y postparto y en nuestros cafés y cañas con amigas, primas, colegas, compañeras de lucha… Malestares cargados de culpas, apriorismos, prejuicios, obsesiones, mandatos. Corsés y cilicios con los que convivimos y que no nos permiten experimentar maternidades verdaderamente libres, placenteras, vividas y reflexionadas en colectivo, habitables, diversas y acuerpadas. Ese es mi horizonte anhelado.