Aventuramos lo siguiente: el declive del interés por Marcuse es paralelo al declive de la capacidad utópica de las sociedades. Es decir, al triunfo de lo que hoy se denomina “realismo capitalista” y que viene a repetirnos lo siguiente: lo que hay es lo que hay.
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4/03/2023
¿Ingenuo? Seguramente, sí. Pero con esa ‘ingenuidad’ de quien persigue lo que su época juzga como imposible y que es la única fuerza que ha hecho progresar desde siempre el mundo en términos de libertad e igualdad
“Es la voz, la belleza, la calma de otro mundo
aquí en la tierra” (Herbert Marcuse)
Herbert Marcuse fue tal vez el filósofo más popular e influyente en los años sesenta y setenta del siglo pasado, al calor de los movimientos contraculturales y de la llamada Nueva Izquierda. ¿Por qué hoy su lectura ha decaído?
Aventuramos lo siguiente: el declive del interés por Marcuse es paralelo al declive de la capacidad utópica de las sociedades. Es decir, al triunfo de lo que hoy se denomina “realismo capitalista” y que viene a repetirnos lo siguiente: lo que hay es lo que hay.
En el propio pensamiento crítico impera un cierto regodeo en la impotencia: se goza con la descripción interminable de nuestra sumisión a los dispositivos de poder y de cómo toda tentativa de liberación es reconducida al interior del sistema (“¿lo ves? Ya te lo dije”).
La posición de víctima ante el mundo es hoy hegemónica: la crítica victimista no quiere cambiar realmente nada, sino que se complace simplemente en “poner a parir” a los culpables de lo que pasa, como si esto no tuviese que ver con nosotros.
Nada de todo ello encontraremos al leer a Marcuse, empeñado durante toda su vida en localizar las “vías de fuga” que permitieran desbloquear las situaciones que se nos presentan aparentemente sin salida.
Nuestras sociedades están enganchadas al goce del consumo: satisfacciones sustitutivas y compensatorias de una vida mutilada
Esas vías son lo que él denominó, retomando el término de su colega Ernst Bloch, “utopías concretas”. Las utopías concretas no son especulaciones a futuro, ni tampoco planes o sistemas ideales, sino “potenciales” inscritos ya en el presente y preñados de otros futuros posibles, pero que el estado de cosas reprime y asfixia.
Teorizar, para Marcuse, es abrir el oído a esos potenciales y contribuir a desplegarlos con el pensamiento: acompañarlos con nombres y conceptos, procurar su contagio por la vía de la palabra, discutir entre los implicados sus problemas estratégicos.
Encontró esos potenciales en el ámbito de las pulsiones, de la estética y de los movimientos políticos de su época.
Erótica
Asombra, a cien años de los descubrimientos de Freud, la cantidad de sociología supuestamente crítica que se desarrolla como si la vida de los seres humanos transcurriese enteramente en el ámbito de lo explícito y transparente, de lo racional y consciente, de la mera pertenencia a la clase social y sus intereses.
Marcuse piensa no sólo a partir de Marx, sino también de Freud. Acepta que el ser humano es ante todo un animal deseante constituido estructuralmente por dos pulsiones –de vida y de muerte, Eros y Tánatos– abiertas a la sociedad y la historia, es decir, cuyos objetos y canalizaciones cambian en cada época.
Sólo en ese engarce entre lo psíquico y lo social podemos penetrar en el secreto de la “servidumbre voluntaria”: ¿por qué los seres humanos luchan por su esclavitud como si se tratase de su salvación? Las revoluciones no sólo son vencidas desde fuera, sino también desde dentro. Conocen, dice Marcuse, su propio “Termidor psíquico”.
Una sociedad que reprime a Eros está condenada a ver reproducirse por todos lados la lógica y la pasión del sacrificio
Lo que el filósofo alemán encuentra en la socialización bajo el sistema capitalista es un “exceso de represión” que conlleva una mutilación severa de la sensualidad y el principio de placer. El cuerpo y sus pulsiones son vistas con desconfianza por la tradición occidental en general, como aquello que hay que reprimir para fabricar seres humanos que giren esencialmente en torno a la necesidad de trabajar.
Si esa “represión sobrante” tuvo alguna vez razón de ser, por motivos de la lucha por la existencia, desde luego ya no es así. Hay una abundancia material que no sólo podría ser mejor distribuida, sino también servir como base al deseo de una vida distinta, cuyos valores centrales no fuesen la productividad, el rendimiento y la competencia.
Entre los objetivos principales de los movimientos políticos según Marcuse está por tanto la reactivación de la sensualidad y el placer como modos de relación con el mundo. ¿Cómo nos suena hoy esto? ¿Es una proclama hedonista como las que solemos escuchar de boca de una política neoliberal como Isabel Díaz Ayuso?
Nada que ver. Nuestras sociedades están enganchadas al goce del consumo: formas de adicción y compulsión, satisfacciones sustitutivas y compensatorias de una vida mutilada. Todas las grandes industrias de nuestro mundo –desde el turismo a los estupefacientes, pasando por la bebida, el sexo o el deporte– son negocios, no del placer, sino del tranquilizante, del alivio y el desahogo. Taponan por un momento el pozo sin fondo de la insatisfacción.
El principio de realidad sigue comandado por mandatos: ayer, el mandato superyoico de la autoridad, la religión o la moralidad que dice “no hagas”; hoy, el imperativo superyoico del rendimiento, productividad y competencia que dice “¡haz!”. Los dos, en tanto que mandatos, igual de mortificantes. De ahí la necesidad de pulsiones compensatorias.
La liberación de la sensualidad y del placer, la fuerza de Eros, no tiene nada que ver con el incremento de las oportunidades de consumo o de encuentros sexuales (a menudo lo mismo), sino con la activación de una relación amorosa con el mundo: trabajo creador y no alienante, tiempo libre autónomo, relación de cuidado con el entorno natural y social.
Sólo la derrota política de los proyectos colectivos de los años sesenta y setenta explican que hoy se reduzca la liberación de Eros a un problema de elecciones personales y privadas: poliamor, crítica de la monogamia, multiplicación de partenaires sexuales, etc. Para los movimientos contraculturales se trataba de “hacer el amor” con el trabajo, la ciudad y el cosmos. Reinventar la relación con la realidad entera desde un vínculo sensible. Lo que Marcuse llamaba “sublimación creadora”, distinta a la sublimación represiva o compensatoria.
Pero el cuerpo pulsional no es sólo Eros, sino también Tánatos: energía destructiva, agresividad, instinto de muerte. Marcuse acepta esta dualidad freudiana de los principios pulsionales y concluye: sólo Eros puede sujetar a Tánatos, sólo la fuerza de Eros es capaz de poner a Tánatos a trabajar a su servicio, como energía agresiva de defensa o resistencia.
Una sociedad que reprime a Eros está condenada a ver reproducirse por todos lados la lógica y la pasión del sacrificio: de la naturaleza, de los vínculos sociales y de la propia vida. Sólo la reactivación de las energías eróticas puede sustraer a los fascismos de ayer o de hoy el combustible afectivo que precisan. El deseo es el campo de batalla.
Política es terapia social: reactivación y recapacitación de las capacidades eróticas y deseantes del ser humano.
El arte y la ficción no son ni deben ser ningún “reflejo” de la realidad, sino que proponen “formas” que la estilizan e intensifican
Estética
¿Cómo establecer otra relación con el mundo? No a través de mandatos o imperativos de lo que “debe hacerse”, aunque sean racionales o ideológicos, tampoco a través de las pulsiones agresivas de dominación y control. La respuesta de Marcuse es la sensibilidad.
La transformación social consiste en pasar de una cultura de la conquista de la realidad (mediante la fuerza o la razón instrumental) a una cultura de la acogida del mundo (mediante la sensibilidad). Una activación individual y colectiva de la capacidad de recibir. La receptividad creadora frente a productividad represora, obligatoria, como nueva forma de habitar.
El órgano de esa receptividad, explica Marcuse siguiendo a Kant y a Schiller, son los sentidos. A la vez pasivos y activos: registran las impresiones que el mundo deja en nosotros y les dan una forma no coercitiva. La percepción es un asunto político: lo que vemos y la experiencia asociada a ese ver.
La estética se organiza también para Marcuse como ámbito del arte y la ficción. Este ámbito debe ser autónomo. Es decir, el arte y la ficción no son ni deben ser ningún “reflejo” de la realidad, sino que proponen “formas” que la estilizan e intensifican. El arte es político por su capacidad de hacer añicos nuestra representación estereotipada del mundo y proponer otra a través de las formas que crea.
El arte no emancipa porque confirme lo que nosotros ya sentimos o pensamos, sino por su capacidad de darnos algo nuevo a ver y algo nuevo a pensar. La experiencia política del arte es la ampliación de nuestros sentidos, no la confirmación de nuestras ideas. La reducción de la politicidad del arte a su mensaje o contenido es una mutilación de sus virtudes emancipadoras.
Marcuse debate con el marxismo de su época. Este reduce la obra de arte a sus determinaciones sociales: juzga al autor por su procedencia económica y social, a los personajes como expresión de las determinaciones estructurales, etc. La potencia del arte, sin embargo para Marcuse, desborda siempre su contexto, da forma a anhelos y tragedias que son parte de lo humano mismo, se dirige a cualquiera.
Mientras que la sociedad capitalista pretende el dominio represivo tanto de las pulsiones como del mundo físico, la transformación social debe cuidar y proteger ambas
Hoy se persigue la reducción del arte y la ficción a significado y mensaje desde lógicas identitarias que no sólo son ya de clase, sino también de género o raza, pero el problema es el mismo: celebrar o condenar las ficciones según reflejen o se adecúen a valores o contenidos juzgados correctos. Sin importar la configuración material de la obra, donde en realidad reside su potencia emancipadora.
Por último, la forma artística, esa presentación estilizada e intensificada de la realidad, es subversiva porque mantiene viva la promesa de felicidad: el anhelo de una vida no escindida entre placer y realidad, entre razón y sensibilidad, entre cuerpo e idea. Un anhelo que arraiga para Marcuse en los recuerdos de infancia que llevamos siempre con nosotros como una herida abierta.
Política es estética social: ruptura de la percepción estereotipada, enriquecimiento y ampliación de los sentidos.
Revolución
Marcuse se preocupó siempre, como muestra en cada intervención y en cada entrevista, de las cuestiones políticas más básicas: abolición de la pobreza, derechos civiles y sociales, progreso material, etc. Para él, las luchas de deseo (las revoluciones culturales) no niegan, sino que radicalizan y amplían las luchas de interés. Es la abundancia que procura el desarrollo científico y técnico lo que habilita y da curso al proyecto utópico.
La transformación social es “un esfuerzo más”: no sólo un mejor reparto de la riqueza, sino también el nacimiento de otra concepción de la riqueza o la vida buena. El socialismo, como sociedad cualitativamente diferente a la capitalista, es la creación de una “segunda naturaleza”: otra relación con el lenguaje, el cuerpo, el trabajo, la vida y la muerte. Configuración de seres fisiológica y psicológicamente distintos.
Entre los movimientos de su época que manifestaban potenciales utópicos hay dos que resuenen poderosamente en el presente: el ecologismo y el feminismo.
El cambio social no depende de esfuerzos titánicos, sino de disposiciones más sencillas: escuchar los potenciales de liberación que se expresan en detalles pequeños
¿Qué dice Marcuse del ecologismo que pueda ser inspirador a día de hoy? Enfatiza que el ecologismo no debe preocuparse tan sólo de la “naturaleza exterior”, sino también de la “interior”. Mientras que la sociedad capitalista pretende el dominio represivo tanto de las pulsiones como del mundo físico, la transformación social debe cuidar y proteger ambas. Una depende de la otra.
El ecologismo es también un asunto de sensibilidad: su desafío es transformar la percepción social de modo que el mundo no aparezca ante nosotros como un objeto de propiedad y conquista, sino como “un cosmos con sus propias potencialidades”. ¿Qué significa esto?
Las cosas del mundo son fuerzas en sí mismas, tienen su medida inherente y su propia “verdad”. Los sentidos, si los refinamos para ello, pueden descubrir estas posibilidades inmanentes y trabajar desde ellas. Nos relacionaremos entonces con el mundo como un artesano con su materia: sin forzarla, sino escuchando en ella sus propias inclinaciones.
No conquistar, no dominar, no violentar, sino escuchar y desplegar cualidades que son inmanentes a la existencia. La naturaleza, según Marcuse, también está esperando la revolución: la actualización de los posibles que contiene y que sólo una nueva sensibilidad puede detectar y espabilar. El ser humano y la naturaleza pueden reunirse de nuevo en la dimensión estética.
Y con respecto al feminismo, ¿qué dice Marcuse? Desde una observación atenta y afectada de los movimientos de mujeres de su época, Marcuse piensa la política revolucionaria como una política en clave femenina. Encuentra en las imágenes femeninas tradicionales el germen de esa nueva sensibilidad basada en Eros. El cuidado protector de la vida, la escucha atenta de las necesidades físicas y materiales, la receptividad creadora en lugar de la productividad, la competencia, la guerra.
Pero, ¿no están esas imágenes de lo femenino construidas desde una mirada masculina? Es la discusión que mantiene Marcuse con sus compañeras feministas de la época.
Sí, es verdad, responde, pero “la imagen proyectada por los varones se vuelve contra los imagineros”. En lugar de rechazar esas cualidades históricamente asignadas a las mujeres, Marcuse apuesta por verlas y valorarlas como potencias, empuñarlas como herramientas de transformación, socializarlas y universalizarlas como valores.
Política es antropología social: aparición de un nuevo tipo de ser humano, capaz de establecer otra relación con el mundo, los demás y sí mismo.
Lucidez y utopía
¿Ingenuo Marcuse? Seguramente, sí. Pero con esa “ingenuidad” de quien persigue lo que su época juzga como “imposible” y que es la única fuerza que ha hecho progresar desde siempre el mundo en términos de libertad e igualdad. Muchas cosas de su pensamiento deben ser discutidas, todas ellas han de ser actualizadas, pero podemos inspirarnos sin duda en su “oído utópico”: la capacidad de captar en el presente las tendencias que pueden transformar la realidad e interpretarlas.
El cambio social no depende de esfuerzos titánicos y heroicos, o de modificaciones radicales y violentas, sino de disposiciones más humildes y sencillas: escuchar los potenciales de liberación que se expresan en detalles muy pequeños y suelen pasar desapercibidos. La utopía no es activa, el diseño y la ejecución de ideales y programas, sino más bien pasiva: sensibilidad, acogida y atención a lo que está ya aconteciendo.
Algo dentro de las cosas que nos rodean se mueve y hemos de responderle. Eso que se agita no es “mensaje” –significado, ideología, identidad, contenido–, sino energía, potencial, posibilidad. Aún no tiene forma. Nos toca a nosotros construirla. Para que la fuerza pase, tenga lugar y pueda cambiar el mundo.
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Obra de Herbert Marcuse consultada: Eros y civilización (1955), Contrarrevolución y revuelta (1973), Un ensayo sobre la liberación (1969), La dimensión estética (1976), Psicoanálisis y política (1969).
La editorial Materia Oscura está haciendo un gran esfuerzo de estímulo a la lectura de Marcuse y acaba de publicar La Nueva izquierda y la década de los años 60 y Filosofía, psicoanálisis y emancipación (ambos en 2022).