El incremento de la problemática delictiva aunado a los magros resultados obtenidos en los últimos años por las instituciones policiales en América Latina, en palabras de Dammert y Bailey,“han permitido una mirada pública y política hacia las fuerzas armadas y el posible rol que podrían jugar en estas iniciativas. Adicionalmente, se argumenta que las fuerzas armadas cuentan con mayor respaldo y confianza ciudadana. En otras palabras, se puede generar la sensación de que la actividad militar es más eficiente en el control de la delincuencia y por tanto convertirlos en los líderes de dichas iniciativas”.
En su ensayo “Reforma policial y participación militar en el combate a la delincuencia. Análisis y desafíos para América Latina”, los académicos Lucia Dammert y John Bailey (https://bit.ly/3kYJ5Sb) sitúan, entre 1970 y 1980, el ascenso de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública en América Latina. Para ambos autores en aquella época, principalmente en -Centro y Sudamérica- “las dictaduras militares copaban la preocupación de la ciudadanía”.
En la década de los noventa con la transición política y el arribo de gobiernos democráticos en casi todos los países de la región, en opinión de Dammert y Bailey “la criminalidad se instaló en la población como una de las principales preocupaciones”. Para los citados académicos, el proceso de zozobra en la población se caracterizó por dos fenómenos: “en primer lugar el aumento de las tasas de delitos denunciados –especialmente de aquellos que involucran uso de la violencia- y en segundo por el aumento de la sensación de inseguridad de la población.”
Los índices de temor e inseguridad corrieron de forma paralela con la desconfianza de la población hacia la capacidad de las fuerzas policiales para contener el aumento de la criminalidad, provocando por un lado “la necesidad de realizar importantes reformas a las instituciones policiales y por otro, una fuerte presión por incorporar a fuerzas militares en el combate de la delincuencia, droga y otros peligros de seguridad interior” (Dammert y Bailey).
Sin embargo, el incremento de la problemática delictiva aunado a los magros resultados obtenidos en los últimos años por las instituciones policiales en América Latina, en palabras de Dammert y Bailey,“han permitido una mirada pública y política hacia las fuerzas armadas y el posible rol que podrían jugar en estas iniciativas. Adicionalmente, se argumenta que las fuerzas armadas cuentan con mayor respaldo y confianza ciudadana. En otras palabras, se puede generar la sensación de que la actividad militar es más eficiente en el control de la delincuencia y por tanto convertirlos en los líderes de dichas iniciativas”.
El cambio de enfoque sobre la utilización de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública, estuvo influenciado por la política exterior de los Estados Unidos, ya que al producirse en varios países del subcontinente americano la transición a la democracia a la par de la resolución de varios conflictos armados internos, “el gobierno norteamericano explicitó su manifiesto interés por enfrentar el narcotráfico y las pandillas juveniles a nivel regional considerándolas amenazas emergentes en la región” (Dammert y Bailey).
La configuración que inició en la década de los noventa del siglo pasado, presenta hoy en día a los cuerpos militares profesionales como “alternativa real en el combate a la delincuencia” (Dammert y Bailey) sobre todo ante el alto nivel de corrupción y la incapacidad de los cuerpos policiales de hacerle frente al crimen organizado y la capacidad de fuego que actualmente poseen las bandas que lo integran. El incremento exponencial del tráfico de drogas, la delincuencia organizada y el crimen violento, aunado a la notoria incapacidad y la corrupción endémica que permea en buena parte de los organismos policiales, ha intensificado la erosión de las instituciones políticas y sociales, aumentando el temor de la población y sobrepasado a instituciones poco efectivas en varias esferas del Estado.
En el caso de México, no obstante la inquietud expresada por las instituciones y organismos internacionales de derechos humanos, el Estado dio un paso más hacia la militarización de la seguridad pública al formular el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012, en donde quedó establecida la política pública, denominada “Estado de Derecho y Seguridad”.
En el apartado correspondiente a “Estado de derecho y seguridad” se especificaron los objetivos, estrategias y líneas de acción a cargo del Ejército y Fuerza Aérea para cumplir con sus misiones de Defensa Nacional y a la vez, constituir un sólido apoyo a la política del Estado mexicano, mediante la coordinación y cooperación con otras dependencias, en actividades relacionadas con el mantenimiento del orden interno, combate al narcotráfico y a la delincuencia organizada, a la seguridad pública, auxilio a la población civil y otras que tiendan al progreso del país”.
Uno de los ejes rectores de la citada política pública fue el “Programa Sectorial de Defensa Nacional 2007-2012” el cual fortaleció la participación de las fuerzas armadas en las acciones de seguridad pública; esta decisión estatal se confronta directamente con la postura que sostienen Jorge Chavat y John Bailey(1) quienes consideran que “los problemas -potenciales y reales- que resultan de la participación del ejército en actividades policíacas son numerosos: abusos de derechos humanos por tropas mal entrenadas para desempeñar funciones policíacas; tensiones y rivalidades con las agencias civiles de procuración de justicia”.
El enfoque de la administración de Felipe Calderón Hinojosa, se plegó a la corriente que a partir de razonamientos de “eficacia” y aparente respeto a los derechos humanos, pretende justificar la participación de las fuerzas armadas en acciones de seguridad pública, tal es el caso del académico Marcos Pablo Moloeznik, quien en su ensayo académico “La naturaleza de un instrumento militar atípico: las fuerzas armadas mexicanas” (https://bit.ly/3L9Bcnz) considera: “En México los militares sirven de paliativo para solucionar temporalmente los problemas causados por la ausencia de una burocracia administrativa y de liderazgo policial, así como por el favoritismo político; en este país, la policía tiene una reputación negativa, debida a la casi inexistencia de formación de sus miembros, a su ineficiencia y a la corrupción.”
Desde el punto de vista de Moloeznik, tres son las razones por las cuales en México los militares deben desempeñar funciones de naturaleza policial: “1) por el bajo nivel de profesionalización y la creciente desconfianza pública que, en general, caracteriza a las policías. 2) por el hecho de que las fuerzas armadas constituyen la única institución pública en la que confía el poder público y la sociedad mexicana; y 3) porque el instrumento militar mexicano, por tradición, se encuentra preparado para enfrentar situaciones de riesgo y amenaza de carácter interno”. El citado académico también estima que “sólo mediante un esfuerzo de profesionalización en la institución policial, de control y rendición de cuentas, de logros de resultados y de generación de confianza ciudadana, se estará en condiciones de retirar a los militares de funciones ajenas a su profesión”.
Sin embargo, lo que Moloeznik y los gobiernos de Felipe Calderón Hinojosa, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador pasan por alto, como bien lo señalan Dammert y Bailey, y ha quedado plenamente demostrado en México, es que la naturaleza de las fuerzas armadas y su estructura jerárquica determinan que el Ejército “está entrenado y organizado para acumular la máxima fuerza posible a fin de destruir al enemigo, poniendo énfasis en la jerarquía, la disciplina la lealtad y en mantener el secreto”.
Al ensalzar la eficacia de las fuerzas armadas en acciones de seguridad pública, Pablo Moloeznik no toma en consideración las reglas no escritas (usos y costumbres) que rigen la estructura jerárquica y el denominado “espíritu de cuerpo” y que determinan buena parte de la conducta de los elementos castrenses; dicha situación ha propiciado que ciertos hechos delictivos cometidos por algunos militares durante los operativos de seguridad pública queden impunes por contar con la connivencia de sus compañeros o bien con la certidumbre de que los autores no serán denunciados. Este escenario, cotidianamente, pone en riesgo a los ciudadanos cuyos derechos son transgredidos, ya que obstaculiza la identificación de los responsables de las violaciones reduciendo con ello el nivel de protección de sus derechos humanos de los gobernados. El reciente asesinato de cinco jóvenes en Matamoros, Tamaulipas, y la espiral de violencia en que se encuentran sumergidas varias regiones del país, es un claro ejemplo del fracaso de la utilización de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública y el incremento exponencial de las violaciones a los derechos humanos de los ciudadanos.
Comportamiento Judicial
La amenaza proferida a la Ministra Presidente, Norma Lucía Piña Hernández, a través de la red social twitter, alentó el encono social entre los simpatizantes y detractores del actual gobierno.
La amenaza contra la ministra presidenta, evidenció la simpatía y apoyo que ésta tiene al interior del Poder Judicial de la Federación. Algunos de los pronunciamientos de los Circuitos Judiciales, fueron más allá de la condena del hecho, destacando un trabajo que sólo podrá ser aquilatado al final del periodo presidencial.
A nadie conviene, pero sobre todo al gobierno que encabeza el presidente López Obrador, que la representante de uno de los tres poderes de la Unión pueda ser objeto de una agresión, por las consecuencias políticas, económicas y sociales que derivarían de ese acto; por ello, este hecho debe ser investigado para identificar a los autores materiales e intelectuales de la provocación.
(1) Jorge Chavat y John Bailey, “Seguridad pública y gobernabilidad democrática: Desafíos para México y Estados Unidos”,Documentos de Trabajo Número 75, Centro de Investigación y Docencia Económica, México Distrito Federal, 2001.