Tal vez el problema de la utopía es explicarla. Si la pensamos como sinónimo de imposible, la utopía, por definición, siempre será inalcanzable. Cierta distancia es imprescindible, eso es cierto: así, los primeros utópicos la colocaron bien apartada, en islas inexploradas, en las zonas grises de los mapas náuticos. Lo hicieron para no tenerla demasiado cerca, para darse el consabido impulso para caminar. Y cuando ya no quedaban islas sin explorar la movieron más lejos aún, a los últimos confines, a la Luna, a planetas desperdigados por la galaxia. Finalmente, la utopía fue a parar al sitio más inalcanzable, que era el futuro.
Pero resulta que, distanciándola más y más, la perdimos de vista. Tanto que ahora es difícil imaginar un futuro que nos dé apenas ganas de levantarnos de la cama o imaginar que vendrá algo positivo.
“Las mismas distopías que en origen trataban de advertirnos de lo que podría ocurrir han acabado convirtiéndose en el único porvenir posible y, qué paradoja, desmovilizándonos”
Para el ser humano, la imaginación es una herramienta de supervivencia más; imaginamos para despegar el pie del instante inmediato, visualizar alternativas, reflexionar, anticiparnos al depredador, escapar de lo conocido, transformar. Si se lo propone, el ser humano puede crear mundos enteros de la nada: mundos hermosos, mundos terribles. En los últimos años, sin embargo, nuestros futuros imaginarios nos encaminan al segundo tipo. Las utopías nacían de la idea de que el ser humano es bueno por naturaleza, pero llegó el siglo XX de la destrucción, y llegó la Thatcher y el ciberpunk. Ahora, las mismas distopías que en origen trataban de advertirnos de lo que podría ocurrir han acabado convirtiéndose en el único porvenir posible y, qué paradoja, desmovilizándonos. Dejándonos inmóviles, con la nostalgia como agarradero.
“Intentamos acercar la utopía, despojarla de definiciones, dejarla descalza y libre: que utopía sea no lo perfecto, porque lo perfecto no es de este mundo, sino lo más perfecto posible”
Nos cuesta mucho imaginar futuros posibles y deseables, como observa Laila Martínez en Utopía no es una isla. Fue este, por cierto, el libro que inauguró el ciclo de imaginación política que organizó durante los últimos meses la Escuela de las Periferias de La Villana de Vallecas, un ciclo que empezó con el frío de invierno, que ha terminado en una primavera calurosa de ideas y esperanza. Durante ese tiempo un puñado de personas nos reunimos regularmente en una de las salitas del centro social vallecano, el mismo lugar donde se celebran las asambleas de la PAH; allí, tratamos de entender por qué la narrativa nos desplaza a futuros aterradores a través de las ideas de Mark Fisher y resistir, como plantea Andrea Soto Calderón, “abriendo otro imaginario”. Intentamos acercar la utopía, despojarla de definiciones, dejarla descalza y libre: que utopía sea no lo perfecto, porque lo perfecto no es de este mundo, sino lo más perfecto posible. Jugamos, finalmente, a capturar todas esas ideas al vuelo y enterrarlas como semillas en nuestro día a día, en nuestros barrios.
En nuestros barrios, sí: en el lugar que habitamos, porque si intentamos imaginar cómo serán esos barrios dentro de una década puede que todos veamos algo casi apocalíptico. Calles lúgubres sin árboles y sin apenas espacio público, centros de salud donde los médicos nos atienden por Zoom, fondos buitre encaramados a todas las viviendas, gentrificación, bancos unipersonales y púas antipersona en los apoyaderos, Airbnb en lugar de vecinos, vecinos que se marchan más allá del extrarradio y dejan agujeros en el tejido social. Pero ¿tienen que ser así, necesariamente, un futuro que aún no está escrito?
“El juego tenía un efecto movilizador: a medida que avanzaba nos daban más y más ganas de salir a reunirnos y encontrarnos y plantarle acara a esas temibles fuerzas que se oponen a nuestras utopías”
En nuestro juego, dentro de aquella sala del centro social, el barrio que íbamos dibujando con la imaginación era vivible, era utópico. Había naturaleza y casas comunes, servicios suficientes para todos, pinceladas de felicidades repartidas por el ladrillo y el asfalto. En ese futuro no existiría el despertador: nos despertaríamos al ritmo del sol y del cuerpo. Habría bibliotecas de objetos (¿para qué comprar un destornillador que vas a usar una sola vez?). Vecinas sacando las sillas a las calles para rebelarse a la lógica que va arrancando bancos y sitios de encuentro de las ciudades. Grupos para cuidarnos unos a otros. Un boletín para celebrar las buenas noticias de gente del barrio. Museos de arte efímero. Menos policía. Espacios donde encontrarnos. Escucharíamos propuestas de quienes han llegado de otras partes y recuperaríamos la lógica de que el ser humano es bueno por naturaleza, otra vez. El juego tenía un efecto movilizador: a medida que avanzaba nos daban más y más ganas de salir a reunirnos y encontrarnos y plantarle acara a esas temibles fuerzas que se oponen a nuestras utopías.
Lo mejor: que algunas de estas imágenes que estábamos creando eran ficticias y voladoras (y qué maravilla que lo fueran) pero otras no; otras eran reales, existían y existen, de un modo u otro. Algunas de esas piezas con las que construimos ese futuro deseable ya hunden sus dedos en nuestra realidad: las resistencias pequeñas, del día a día; los huertos urbanos, la propia PAH, las Kellys; también, las vecinas que sacan sus sillas a la calle, y las calles cortadas al tráfico, y los grupos de autoconsumo, y las ecoaldeas, y la ayuda mutua practicada a diario… e incluso, por qué no, ese pequeño grupo de personas, reunidas en la sala de un centro social y dedicando la tarde a imaginar utopías.