¿Qué significa que Francia arda bajo barricadas? Quizás, que no solo Francia sino la República, en cuanto modelo moderno de lo político, está en cenizas. Hacia finales del siglo XVIII el filósofo Immanuel Kant calificaba así al acontecimiento de la Revolución Francesa que había irrumpido en los umbrales de la historia: “”La revolución de un pueblo lleno de espíritu, que hemos visto realizarse en nuestros días, podrá tener éxito o fracasar, pues, quizás, estar tan repleta de miserias y crueldades, que un hombre bienpensante, que pudiera esperar ponerla en marcha por segunda vez, no se decidiera a un experimento de tales costos: una revolución tal, digo no obstante, encuentra en los ánimos de todos los espectadores –que no están ellos mismos involucrados en el juego- una tal participación en el deseo, que raya con el entusiasmo incluso si su exteriorización resulta peligrosa; tal, en suma, que no puede tener otra causa que una disposición moral del género humano.” La revolución puede traer costos infinitos, repartir sangre a lo largo y ancho de la historia, pero en los “ánimos de los espectadores”, ella encuentra el “entusiasmo” crucial por el cual, a pesar del peligro que conlleva, la “participación en el deseo” muestra que su “causa” no es más que la “disposición moral del género humano”.
La Revolución francesa porta consigo una esperanza en medio de la humanidad atravesada por despotismos. Los espectadores pueden contemplar un juego que raya en el entusiasmo en la medida que en él despunta la noción moderna de progreso. En la Revolución francesa, permite contemplar justamente, que será el “género humano” el que “progresa hacia mejor”. Aunque haya retrocesos, la Revolución marca un antes y un después en la trama de la moralización humana.
Si en Kant la Revolución marca la era del progreso moral, las revueltas contemporáneas que han hecho arder las calles de París marcan la debacle de dicha idea, el final de la modernidad como era del progreso. Ellas son la denuncia de que el progreso no ha sido más que una sola catástrofe, tal como pudo indicar Walter Benjamin en los lúcidos fragmentos acerca del concepto de Historia. Progreso no era más que el designio de la destrucción, la movilización total por la que las oligarquías que dominan el planeta se reparten el botín de la humanidad. La Francia de Kant, que ofrecía un horizonte de progreso, ya no es la Francia de nosotros: la utopía moderna, ha quedado urdida en la parálisis de la devastación.
La revuelta francesa, justamente, expone al progreso en su deriva catastrófica. Ya no es el “ciudadano” el que se rebela contra el estado de cosas, sino justamente los que no han alcanzado a serlo, los que han sido expulsados de dicho estatuto, los que viven en el interregno de papeles que jamás llegan o que, siendo franceses, son despreciados por su color de piel o religión.
Los banlieues que atraviesan diferentes ciudades y aglomeran las barricadas, saqueos y enfrentamientos con la policía, nada saben de ciudadanía, sino de marginalidad, exclusiones y violencias cotidianas. Nadie quiere admitir que en Francia hay racismo, salvo quienes se sublevan, nadie quiere admitir que el proyecto republicano está marchito, salvo quienes exigen justicia y verdad por el asesinato de Nahel Merzouk, de 17 años. Los sublevados son adolescentes. Como en la intifada palestina de 1987 donde los chiques de 10 a 14 años pusieron a la milicia israelí entredicho, son precisamente esos chiques quienes le enrostran al país que su promesa de “integración”, de “república”, de “progreso” son nada más que palabras vacías. Nahel fue uno de ellos. Chiques sin nombres que parece que solo pueden aspirar a ser reconocidos una vez que son asesinados. En rigor, Nahel opera con la forma de un mártir: asesinado por la policía, un chico anónimo para los radares del poder, se transforma en el médium que desata la imaginación popular que asalta al presente multiplicando las barricadas hacia todas las ciudades.
El neofascismo no quiere reconocer la intensidad política de la revuelta y ha impuesto un “marco de guerra” que diagnostica el problema a la luz de la cuestión “identitaria” como pivote de la fragmentación experimentada por la sociedad francesa, negando así la naturaleza política de los sublevados: “Los actuales disturbios urbanos no son de naturaleza política. Los pandilleros no tienen reivindicaciones que hacer. Sólo quieren destruir y saquear” –escribe Alain de Benoist.
Como si lo político se jugara solo en la tradicional forma de partidos, organizaciones o movimientos “ciudadanos” que demandan, que expresan de manera nítida lo que quieren y lo que no. Pero ello supone concebir a dichos “sujetos” como interlocutores y, por tanto, como “ciudadanos” de una República en la que el diálogo expresa la propia naturaleza humana propia del “animal racional”.
Pero las revueltas actuales no provienen de los “humanos”, porque éstos son hoy día una oligarquía minoritaria de carácter mundial que goza de dinero y armas a expensas del resto de las poblaciones. Al problematizar la colonización francesa de Argelia, Franz Fanon entendió perfectamente este punto: podríamos decir que los “humanos” son la minoría del planeta y los no-humanos la mayoría que deviene devienen “alienígena”. Se trata, por cierto, de seres a quienes, por medio de la violencia estructural del capital y sus formas de racismo, se les ha privado su condición misma de humanidad. A decir de Mbembe, han llegado a ser “negros” no en tanto “color de piel”, sino en cuanto a la posición que ocupan en las relaciones jerárquicas de la sociedad francesa. El racismo nunca es un asunto de piel, sino un problema de poder.
Bajo esta rúbrica, el neofascista François Bousquet indica que, el problema, no sería de ningún modo la violencia de “clase” que no deja de reproducirse en los banlieues, sino: “Es Francia, sus símbolos, su identidad, su soberanía, la que está en el punto de mira”. La guerra de civilizaciones es la guerra identitaria. He aquí la lectura neofascista que el lepenismo no ha dejado de capitalizar y que la opinión pública francesa parece no haber dejado de abrazar, frente a un Macron catalogado de “débil”.
A esta luz, Francia no necesita de una Argelia colonial para mostrar su rostro asesino. Basta con los banlieues, reductos en los que se ha introyectado el cariz colonial bajo la nueva rúbrica postcolonial que impone la nueva era neoliberal. En ellos se despliega la “Argelia” que Francia no ha dejado de producir desde su (im) propio interior, la catástrofe que precisamente resta del progreso de la República.
Quizás, por esta razón, la situación francesa nos muestra la situación global a la que asistimos: a diferencia de las revoluciones modernas, las revueltas contemporáneas, no se orientan por el horizonte de “progreso” sino, más bien, por el de su destitución. En este sentido son, a la vez, más radicales y lábiles que las revoluciones modernas: “radicales” porque ponen en cuestión al horizonte moderno en su totalidad exponiendo su violencia constitutiva, pero “lábiles” porque aún no han encontrado otra modulación para su intensidad y organización.
Sin embargo, la cuestión decisiva es, quizás, ésta: la Francia de Kant no es la de nosotros. Cuando Francia arde, una cierta noción de modernidad se difumina deviniendo cenizas. Porque no se trata de advertir una “disposición moral del género humano” ni tampoco de una “identidad” amenazada, sino de la destitución de una época otrora contemplada por Kant bajo el “entusiasmo” en una “disposición moral del género humano” para la cual, los actuales banlieues no son más que su cruda refutación práctica.
Si la República se ha desvanecido en las cenizas del neofascismo -ella misma expone su núcleo tanático, aquél que, históricamente, hizo converger República y colonialismo-, no nos queda más que intensificar la organización de la sublevación o, como decía Benjamin: “organizar el pesimismo”. Quizás ésta sea la tarea política más radical, antes que la policía restituya el orden y, como siempre, la “República” le esté infinitamente agradecida.