La madre de Nahel rodeada por amigos de su hijo, hace rugir el motor de una moto. A su hijo asesinado por un policía le gustaba mucho ir en moto. El estruendo le recuerda a Nahel. La noche pasada, Jean-Yves Sioubalak junto con otros padres pasaron la noche en la escuela para protegerla, y cuando se acercó un grupo de jóvenes les dijeron: “No debéis quemar la escuela. La escuela es el futuro”. Supongo que las sombras se partieron de risa. Son dos escenas del teatro de la verdad que se ha hecho presente en una banlieue de Francia. Estas escenas pueden acompañarse también con algún texto. Por ejemplo, el tuit del sindicato France Police: “Felicitamos a los compañeros que abrieron fuego contra un joven delincuente de 17 años. Al neutralizar su vehículo, protegieron su vida y la de los demás usuarios de la calle”.
No es la repetición de la obra de teatro ya conocida: periferia en llamas, saqueos, disturbios raciales… y la policía intentando reconducir la situación. Hay muchas novedades. Primera: la rebelión no se ciñe a la periferia de las grandes ciudades, sino que se ha extendido. Por ejemplo, se han quemado comisarías en ciudades de 5000 habitantes y la destrucción de cámaras de vigilancia ha llegado al centro. Segundo: los “jóvenes protagonistas” a los que la policía se refiere con la palabra “nuisibles” (parásitos) aparecen filmados en videos junto a personas que podrían ser sus padres mientras llenan sus cestas de comida. Tercero: el estallido actual a raíz de la muerte de Nahel debe inscribirse en una cadena de movimientos de resistencia producidos como consecuencia de la imposición de medidas neoliberales. Como es imposible contabilizar los detenidos y heridos, sólo un dato. El sábado 25 de marzo, en Sainte Soline, 3200 policías lanzaron durante dos horas 4000 granadas contra 30.000 personas que protestaban contra la construcción de un megaembalse agrícola. Cientos de heridos, mutilados, dos personas en estado de coma… y la organización convocante Les Soulèvements de la Terre ilegalizada. Por eso resulta erróneo hablar de una rebelión más en la periferia y de lo brutal que es la represión policial. Ha tenido lugar un cambio de guión. Vuelve la lucha de clases, aunque bajo una forma que no es la tradicional. Una contra-sociedad se enfrenta a un Estado-guerra. Un malestar difuso que ya no se apacigua con promesas que caen de arriba. Un Estado-guerra que es mucho más que un mero Estado policial represivo pues implica una política basada en señalar el enemigo. El enemigo es el islamoizquierdista, quien durante la pandemia del Covid se hacía preguntas, o el ecoterrorista. Nombrar el enemigo es esencial para un Estado-guerra que, en última instancia, no es más que un dispositivo de orden. El término “nuisible” tan estimado por la policía es muy indicativo. Son parásitos quienes no se adaptan correctamente y perturban la sociedad. Su inadecuación les convierte en anomalías. Las anomalías son fallos del sistema que deben ser subsanados.
Lo que se repite, y es patético, consiste en la condena de la violencia. K. Mbappé la supestrella futbolística desde su magnífica casa lo ha publicado: “La violencia no resuelve nada”. La respuesta escrita en una pared, ha sido: “Justicia para Nahel. Ni olvido ni perdón”. Ante la guerra social desencadenada surgen, como es habitual, dos respuestas. La propia del Estado-guerra que es represiva y culpabilizadora. Un reconocido neuropsiquiatra prepara el camino para – ¡Oh sorpresa! – acusar a los padre e incluso multarles. “Estos chicos se sienten orgullosos de pelearse con la policía. Muestran así su coraje y creen reparar su dignidad herida por la humillación sufrida en la escuela, la falta de familia, de cultura. Son procesos arcaicos de socialización, el clan, con el jefe de la banda y rituales de iniciación a través de la violencia.” La izquierda y sus mediadores sociales se muestran más comprensivos y apelan a explicaciones estructurales. En ambos casos, sin embargo, la consecuencia es la misma: victimizar. La víctima cargada con mayor o menor carga de culpabilidad, justamente por el hecho de ser víctima, es despolitizada. La despolitización que llega hasta el punto de responsabilizar a los padres, implica la desposesión de toda conciencia política. Pero mucho más. Los “jóvenes protagonistas” son desposeídos de lo único que tienen: el odio. En definitiva, suicidados por la propia sociedad.
“Vida, mi vida, ¿qué has hecho de mi vida” se preguntaba la poeta argentina Pizarnik antes de suicidarse. La Vida, para ellos tiene el rostro del vigilante de seguridad. Del maestro que está harto y los menosprecia. De la muerte social. Los “jóvenes protagonistas” – ¿cómo llamar a esos fallos del algoritmo? – destruyen sus propios barrios y por tanto son los primeros perjudicados, afirma la buena gente. ¿Es de extrañar? Si para la sociedad eres considerado ya un suicidado, atacar lo aparentemente propio no es más que la conclusión lógica. Destruir hasta la destrucción misma. Una anomalía ya lo ha vivido todo y sabe perfectamente que no tiene futuro. Es una fuerza de dolor, un vector clavado en el cuerpo que sólo busca dónde apuntar. El sufrimiento no es ningún criterio político. Nada que ver, pues, con una pretendida fuerza del dolor que no existe. El dolor no tiene fuerza alguna, muy al contrario, doblega los cuerpos y acobarda. Es cierto, sin embargo, que algunos gozan de presunción de inocencia. Otros, ni siquiera eso. El racismo es sistémico, y la mayor parte de las víctimas de la policía desde 2017 son de origen africano o árabe. Pero la fuerza de dolor es común, y a la vez, singularizadora. Quienes se escandalizan son unos hipócritas.
No se puede negar que en ocasiones, cuando el querer vivir pierde su ambivalencia y se convierte en un puro instinto sin dimensión colectiva, la fuerza de dolor apunta de modo equivocado. Hay belleza en una cárcel en llamas. En una escuela que arde, no. Sólo el poder cuando mata, es puro. La resistencia siempre arrastra impurezas. La fuerza de dolor es oscura. El neuropsiquiatra no tiene ni idea del sufrimiento que en ella vive, aunque cumpla fielmente la función despolitizadora que le han encomendado. En cambio, el policía afiliado a la extrema derecha sabe más pues, por lo menos, impícitamente le reconoce su carácter político. Es difícil politizar el malestar social. Pensar en una posible unificación en tanto que movimiento social, no tiene sentido. Además sería falsear el odio liberador de quienes siempre son los grandes ausentes. La fuerza de dolor es un vector por lo que necesariamente está condenada a la soledad. El fuego junta y separa.
A pesar de todo, el Estado-guerra es débil y se ve afectado por un cambio en el estatuto de lo político. Si la lucha salarial autooorganizada de la clase obrera adquiría una dimensión política que puso en crisis el Estado-plan (y el neoliberalismo fue su reacción), los movimientos actuales desbordan la causa misma que los ha producido. Involucran a toda la sociedad y deslegitiman aún más el poder. Aumento de los impuestos al combustible (chalecos amarillos); reforma de las pensiones; privatización del agua (Sainte Soline); rebelión en las periferias… Se engaña, y engaña, quien pretenda pensar la política en tanto que lenguaje común. La política es una operación que requiere construir la ficción de la soberanía estatal así como la de un pueblo entendido como unidad política. Estas ilusiones se las ha llevado el viento de la historia. Ahora bien, hemos visto a menudo como la fuerza de dolor se autoorganiza en el interior de los espacios del anonimato para sorpresa de un poder a la defensiva. No hace mucho tiempo, la plaza Urquinaona de Barcelona que está en el centro de la ciudad se podía confundir con una banlieue francesa en llamas. La policía y los sociólogos aún se preguntan quienes eran esos revoltosos. El antifascismo banalizado es una cortina de humo. La semana pasada, un representante político advirtió al nuevo alcalde de la ciudad que había que prepararse para evitar el contagio.
Santiago López Petit