Considerando, sin referirnos a ello en profundidad, la construcción socio-cultural de esas relaciones, podemos de entrada remitirnos a dos variantes etimológicas para desarrollar nuestro propósito.
En términos semánticos predación viene del latín praedatio, palabra que significa “pillaje”, “rapiña” y consiste en consecuencia en la apropiación ilegítima de algo, generalmente de riquezas. Nos resulta inevitable pensar aquí en la llamada “gestión de los recursos naturales”, en la extracción de materias primas en gran escala, en el extractivismo que configura nuestras sociedades latinoamericanas (también otras en diferentes latitudes) y que es funcional al mundo altamente industrializado. En este caso se puede hablar muy bien de un depredador humano que explota y un explotado que es el planeta.
En biología la palabra predación se utiliza para referirse a un tipo de relación que se establece entre especies vivas, por ejemplo: entre gato y ratón, entre rana e insecto, entre jaguar y chigüire. Ciertamente ciertas especies pueden ser predador y presa a la vez dependiendo del lugar que ocupan en la cadena alimentaria. Obviamente estas relaciones son amorales, ninguna calificación de moralidad puede aplicarse al ataque de un león a una manada de antílopes.
Podemos entonces establecer dos primeras diferencias con la etimología precedentemente mencionada: en primer lugar, el saqueo de la naturaleza por el ser humano es de entrada un abuso del lenguaje porque la naturaleza no es propiamente una especie; en segundo lugar, cuando hablamos del humano como depredador de su ecosistema es necesario entender en ello no solo una relación de saqueo sino también una moralizada, si nos referimos al humano de esa manera es porque pensamos en restablecer un cierto equilibrio que creemos debe ser respetado.
Pero sobre todo nos preguntamos ¿Puede la predación ser otra palabra que designa una cierta forma de canibalismo? Es decir, supongamos que el león del que hablamos más arriba no ataca más a los antílopes sino a una aldea de humanos. Lo consideraremos entonces como predador. Pero ¿Qué podemos decir de un sistema económico industrial que se aprovecha de la aldea humana para realizar una explotación petrolera, para depositar desechos químicos o para obtener mano de obra barata y en condiciones de trabajo precarias? ¿Podemos decir entonces que se trata de una predación si la especie que ataca es la misma que se ve “predada”? Yendo más allá: el humano, en tanto que se ha convertido en especie extendida en toda la Tierra y que ha desarrollado medios para “defenderse” (no nos referimos aquí a la llamada “caza deportiva”) de los predadores animales naturales, ha hecho desaparecer de manera progresiva y a veces la totalidad de ciertas especies. Si el ser humano revierte las relaciones de “poder” de la cadena animal hasta llegar a la amenaza de extinción ¿Cómo calificar a los humanos que a su vez revierten las relaciones de poder que se establecen entre humanos? ¿Cómo calificar la estadística según la cual la mayoría de los habitantes humanos de nuestro planeta es dominada económicamente por una élite financiera?
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Cuidémonos al considerar estas interrogantes de atribuir negligentemente la dimensión de predación al animal y a preservar la naturaleza buena del humano como lo hace por ejemplo el dualismo cartesiano. Podemos sin embargo plantearnos otra pregunta: ¿Puede compararse la relación que mantiene el humano con la naturaleza en el Antropoceno, con la relación que el humano establece con sus semejantes y consigo mismo?
Después de haber establecido esta extensa contextualización asumamos como propuesta de análisis que varios niveles de relaciones entre individuos se solapan: el nivel societal, el inter-relacional y el psicológico. Ciertas corrientes de pensamiento plantean que existe un vínculo entre nuestra relación con nosotros mismos en tanto que individuos y nuestra relación con otros seres vivos, humanos y no humanos. Suponen que existe un paralelismo entre el vínculo de dominación que se ejerce sobre un semejante, justificado a veces con razones de jerarquía, género, edad, etnia, etc., y nuestro rapport con nosotros mismos. Encontrarse dueño y señor de la naturaleza es, en cierto sentido, considerarse dueño y señor de sí mismo, de su comportamiento. Es una especie de manejo y control paradojalmente desencadenado en el que tratamos de reducir lo vivo a lo que nos venga en gana.
Este enfoque, que parte de la idea de dominio y control de la naturaleza, se encuentra en los trabajos de autores como Alan Watts, Murray Bookchin, Lynn White y Baptiste Morizot. Sus aportes indican una confusión fundamental que la ciencia parece prometer: es decir no sufrir más gracias a ella. De allí se deriva el mito del progreso científico capaz de liberar al ser humano de todo problema. Ese progreso utiliza las herramientas de la medición, la técnica, el análisis racional, a fin de incrementar notablemente nuestro nivel de comprensión, lo que a su vez hace posible un aumento de nuestro confort material. Sin embargo, los orígenes cristianos de la ciencia crearon un fantasma único, el progreso, justamente para tener un fin (el acceso a un mundo paradisíaco, en un sentido). De allí se desprende una carrera intensa hacia adelante en nuestra relación con la ciencia y la vida: mientras más pareciera que controlamos, mas pensamos que eso nos enriquece, al tiempo que destruimos nuestro ambiente.
Situémonos ahora en otro nivel para tratar de comprender lo que está en juego al asumir esa hipótesis: nuestra relación de control con el mundo proviene de una inseguridad fundamental presente en nosotros. Todas y todos aspiramos a marcar el mundo, a desarrollar nuestros lazos, a no ser explotados, a estar protegidos (de la naturaleza, de la explotación), a desarrollar nuestra individualidad y a expresarla. Esas dimensiones del ser corresponden a deseos en un sentido existencial, puesto que podemos estar de acuerdo en que una vida merece ser vivida conteniendo esos potenciales y realizar algunos. No obstante, vivimos en un patrón hegemónico de sociedad que ha creado medios, a veces viciados, para satisfacer esas necesidades.
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Existen axiomas colectivos e individuales a través de los cuales vivimos en una determinada sociedad. Esos axiomas han sido desarrollados para responder a necesidades y deseos, pero a veces impiden su realización. El desarrollo de la personalidad en el sistema imperante pasa con frecuencia por la adquisición de bienes y la apropiación (cercana al pillaje) de ciertas cosas. De la misma manera, la necesidad fundamental de estar libres de miedo pasa a veces por la dominación que equivale a la eliminación del otro.
¿Cómo, partiendo de esto, reencontrar el progreso humano y el advenimiento de una sociedad y unas relaciones más sanas y equilibradas, trascendiendo la sociedad actual?
Hemos esbozado los límites del enfoque racional y científico, mostrando su relación con el progreso. Sin saber a ciencia cierta si el término predación se adapta verdaderamente a nuestros casos de estudio, pensamos que la extinción de ese tipo de relación hará posible una verdadera cooperación.
A la inversa, las relaciones de predación parecen responder a la competencia exacerbada que se promueve y privilegia. Hoy en día disponemos de herramientas y conocimientos que nos permiten aprender más sobre nuestras relaciones con lo vivo, con los demás y con nosotros mismos. Nos permiten preguntarnos si el deseo de ser libres pasa por la dominación o por la organización de un medio social que favorece la expresión de cada uno. Es decir, se trata de cómo crear una relación que sea una aventura colectiva para la humanidad y, en consecuencia, política, en vez de una relación de control y dominio sobre la naturaleza y la humanidad. Pensamos que una cierta ternura hacia los otros y hacia nosotros mismos es necesaria para avanzar en esto juntos, con una convergencia de nuestro amor y nuestra inteligencia, en el incierto y amenazante mundo del Antropoceno.