Entre África, Asia y Europa hay un pequeño conjunto de mares que concentran un intenso, convulso e histórico intercambio de personas, de mercancías, de violencias, de ideas y de formas de darle sentido a la realidad. No es una extensión geográfica muy grande, sin embargo su historia ha dejado conocimientos y cicatrices en todo el planeta. Ahora, las más rancias derechas de Europa tratan de convertir ese estrecho cuerpo de agua que se extiende desde el Egeo hasta la desembocadura del Mediterráneo en el Atlántico en una fosa común.
Podríamos hablar de Pylos en los mares griegos donde pareciera que la guardia costera confunde su labor entre salvar vidas o ejecutarlas; o del cuartel de Aluche en la periferia madrileña donde el racismo estructural del Reino de España y su xenófoba ley de extranjería se hacen capilares. Pero tener que analizar esas profundas heridas a la dignidad humana no debería ser necesario. El dolor de quienes abajo sufren y mueren no debería ser un buen objeto de estudio.
Lo que debería llamar nuestra atención es cómo desde arriba en la misma Europa, se cierran los espacios para quienes tratan mirar desde abajo y trabajar más allá de los límites aparentemente inquebrantables del Estado. Más allá de los tradicionales dueños del poder y del dinero, de quienes sólo se puede esperar despojo, dolor y muerte, está eso que insisten en llamar izquierda institucional, esa que convierte el dolor de abajo en mercancía electoral y que resalta las luchas que pueden representar votos, muchas muy auténticas como las de los distintos movimientos feministas o la comunidad LGBTTI+, mientras guarda silencio cuando migrantes o simplemente gente pobre son violentamente desalojados de sus casas por no ser suficientemente rentables para sus arrendadores. Son esas izquierdas a las que se les celebran los éxitos electorales un 23 de julio a pesar de que han dejado, por soberbia y desinterés, que las clases populares sean convencidas por las mentiras fascistas de que el miedo y no la solidaridad es lo que nos permite sobrevivir dignamente en este planeta que se asoma cada día más al borde del colapso.
También está la gentrificación que despoja y deshilvana lo comunitario, lo barrial, que se acompaña de la hispterización que convierte la rebeldía en una marca gourmet o boutique o cualquier otra cosa por el estilo. Esa combinación banaliza las narrativas de lucha, las asimila al mercado para despojarlas de toda su potencia insurreccional, como dice la Plaza de Exarchiea, esa que está tomada por la policía, descuartizada por la construcción del metro e infectada por la gentrificación y que se resiste a morir en silencio: “Turistas: nuestra lucha no es su entretenimiento”.
Está también esa creciente ultraderecha (que es como decir ultra-horrible) con los Abascal, Kasidiaris, Le Pen, Meloni y otros que como ellos creen que la criminalidad fascista es una forma aceptable de gobernar y que han ido avanzando porque la indignación se embotelló en la institucionalidad del Estado y en el espectáculo de las urnas. Porque desde esa izquierda “no radical”, de centro, mesurada, o como se digan a sí mismos, ha ido cercando la insumisión, esa que nace de la digna rebeldía, tras un muro al que insiste en ponerle un letrero que dice “imposible”. Tan es así que tanto una pareja gay en Madrid como un vendedor de ropa usada en Atenas, creen que la crisis económica que padecen es porque unas cuantas personas de África, Oriente Medio o América Latina que llegan a sus ciudades en busca de trabajo les van a “quitar lo suyo”, no porque hay quienes usan la economía y los recursos del planeta como su casino privado.
La sequía en Europa, como en cualquier parte, hace que la desesperación crezca, sobre todo cuando se tiene el privilegio de tener algo que perder. La sed se convierte en miedo y la esperanza como el agua se siente distante, lejana, imposible. En ese páramo cualquier voz que invita a hacer del odio el mecanismo de superveniencia suena sensata, cualquier palabra que llama a buscar la supervivencia colectiva y solidaria suena absurdamente soñadora. La esperanza se vuelve áspera o peor aún, se hace pragmática o desesperada.
La esperanza desesperada se contamina de anhelos de orden a cualquier precio y las pesadillas de la historia se venden como utopías. La esperanza pragmática hace que los sueños se diluyan y parezcan caber en las urnas, como tratan de convencernos los progresismos estadocéntricos, aunque lo más que pueden ofrecer es algo menos terrible que el fascismo, y eso tal vez. Europa en su mayoría se ha comprado la idea de que la libertad es un asunto del Mercado y que la seguridad significa justificar la xenofobia y la sumisión completa a quienes se turnan el poder del Estado.
Mientras tanto, desde la esperanza insumisa de quienes aún en la sequía son capaces de soñar el mundo de otro modo, un puñado de sindicalistas, de anarquistas, de anticapitalistas, de ecologistas, sostienen los últimos bastiones que permiten que aún existan los derechos sociales que muchos europeos dan por hecho; que evitan que las policías tan adeptas a asesinar a quienes no encajan en sus preferencias raciales, como lo hicieron con Nahel Merzouk, den rienda suelta a su brutalidad; o que más músicos sean encarcelados por denunciar en sus canciones la corrupción de un monarca, como ocurre con Pablo Hasél; que defienden sus territorios como quienes luchan contra la mina en Skouries; que con sus brazos abiertos no dejan que la muerte alcance a todos los migrantes; que sostienen la frágil resistencia que evita que los cuarteles de extranjería se conviertan en campos de concentración.
Son esos puñados insumisos en Europa los que se vuelven capaces de ver más allá del océano y que saben que solidarizarse con los pueblos zapatistas, asediados por paramilitares bajo la complicidad activa u omisa de Rutilio Escandón y Andrés Manuel López Obrador, es una necesidad planetaria, pues para enfrentar el colapso que se siente ya en los termómetros del planeta no queda más que la solidaridad desde abajo y la protección de esas fuentes de esperanza vivas.