Artículo de Paolo Virno publicado originalmente como «General intellect», en Adelino Zanini y Ubaldo Fadini (eds.), Lessico Postfordista. Dizionario di idee della mutazione, Milán, Feltrinelli, 2001, pp. 146-152.
Un texto central para la definición y el análisis del modo de producción posfordista es el «Fragmento sobre las máquinas» de Karl Marx (como lo tituló la revista Quaderni Rossi, que publicó su primera traducción italiana en 1962), un pasaje de los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) (t. II, Siglo XXI, pp. 216-230). En esas páginas, escritas casi en apnea en 1858 bajo la presión de apremiantes compromisos políticos, se contienen reflexiones sobre las tendencias básicas del desarrollo capitalista que no pueden rastrearse en otros lugares de la obra marxiana y que, de hecho, suenan alternativas a las fórmulas habituales.
Marx sostiene ahí una tesis poco «marxista»: el saber abstracto —el científico en primer lugar, pero no sólo— está llamado a convertirse, precisamente en virtud de su autonomía respecto a la producción, nada menos que en la principal fuerza productiva, relegando el trabajo parcelado y repetitivo a una posición residual. Éste es el saber objetivado en el capital fijo, encarnado (o mejor dicho: infundido) en el sistema automático de máquinas. Marx recurre a una imagen muy sugerente para indicar el conjunto de conocimientos que constituye el epicentro de la producción social y, al mismo tiempo, preordena todas las esferas vitales: habla de general intellect, un intelecto general. «El desarrollo del capital fixe revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto, las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y remodeladas conforme al mismo». General intellect: la expresión inglesa (cuyo origen se desconoce) es, tal vez, una réplica a la volonté générale de Rousseau, o un eco materialista del Nous poietikos, el «intelecto agente» separado e impersonal del que habla Aristóteles en De Anima (III, 429a-430a).
La tendencia a la preeminencia del conocimiento convierte el tiempo de trabajo en una «base miserable»: el obrero se sitúa ahora al lado del proceso productivo, en lugar de ser su agente principal. La llamada «ley del valor» (es decir: el valor de una mercancía viene determinado por el tiempo de trabajo incorporado a la misma), que Marx considera el arquitrabe de las relaciones sociales actuales, queda sin embargo desmoronada y rebatida por el propio desarrollo capitalista. Sin embargo, el capital sigue impertérrito «midiendo las gigantescas fuerzas sociales así creadas como tiempo de trabajo» (nota: el capital, dice Marx; pero, podríamos añadir, también el movimiento obrero organizado, que ha hecho de la centralidad del trabajo asalariado su sólida razón de ser).
Es en este punto donde Marx plantea una hipótesis emancipadora muy diferente de las más conocidas que ha expuesto en otros textos. En el «Fragmento», la crisis del capitalismo ya no se atribuye a las desproporciones inherentes a un modo de producción que se basa realmente en el tiempo de trabajo erogado por los individuos (ya no se atribuye, por tanto, a los desequilibrios ligados a la plena vigencia de la ley del valor, por ejemplo la caída de la tasa de ganancia). Lo que pasa a primer plano, más bien, es la contradicción lacerante entre un proceso productivo, que ahora se basa directa y exclusivamente en la ciencia, y una unidad de medida de la riqueza que sigue coincidiendo con la cantidad de trabajo incorporada a los productos. La progresiva ampliación de esta brecha conduce, según Marx, al «colapso de la producción basada en el valor de cambio» y, por tanto, al comunismo.
Lo que destaca en la época posfordista es la plena realización fáctica de la tendencia descrita por Marx, pero sin implicaciones revolucionarias o incluso conflictivas. Más que un foco de crisis, la desproporción entre el papel desempeñado por el saber objetivado en las máquinas y la importancia decreciente del tiempo de trabajo ha dado lugar a formas nuevas y estables de dominación. El tiempo excedente, es decir, una riqueza potencial, se ha manifestado en forma de miseria: paro técnico, jubilaciones anticipadas, desempleo estructural (causado por la inversión, no por su falta), proliferación de jerarquías. La metamorfosis radical del propio concepto de producción se sigue inscribiendo en la esfera del trabajo sometido a un patrón. Más que aludir a una superación de lo existente, el «Fragmento» es una caja de herramientas para el sociólogo. Es el último capítulo de una historia natural de la sociedad. Describe una realidad empírica que está a la vista de todos. Baste un ejemplo. En las últimas frases del texto en cuestión, Marx dice que, en la sociedad comunista, el individuo completo, sin amputaciones, entrará en la producción. Es decir, el individuo modificado por una gran cuota de tiempo libre, por el consumo cultural, por una cierta «capacidad de gozar» acentuada. Pues bien, no hay nadie que no vea que el proceso de trabajo posfordista se beneficia, a su manera, precisamente de esta transformación, al tiempo que la priva de cualquier aura liberadora. Lo que se aprende, se experimenta y se consume en el tiempo de no-trabajo se utiliza luego en la producción de mercancías, se convierte en parte del valor de uso de la fuerza de trabajo, se computa como un recurso rentable. Incluso el aumento de la «capacidad de gozar» está siempre a punto de convertirse en una función laboral.
Para recobrar el hilo del conflicto en la nueva situación, hay que hacer una crítica fundamental del «Fragmento». Marx identificó el general intellect (es decir, el saber como principal fuerza productiva) con el capital fijo, con la «capacidad científica objetivada» en el sistema de máquinas. Al hacerlo, pasó por alto el lado por el que el general intellect se presenta como trabajo vivo. El análisis de la producción posfordista obliga a esta crítica. En el llamado «trabajo autónomo de segunda generación», pero también en los procedimientos operativos de una fábrica radicalmente innovadora como la Fiat de Melfi, no es difícil reconocer que la conexión entre saber y producción no se agota en absoluto en el sistema de máquinas, sino que se articula en la cooperación lingüística de hombres y mujeres, en su actuación conjunta concreta. En el contexto posfordista, desempeñan un papel decisivo las constelaciones conceptuales y los esquemas lógicos, que nunca pueden plasmarse en un capital fijo, sino que son inseparables de la interacción de una pluralidad de sujetos vivos. El «intelecto general» incluye, pues, los conocimientos formales e informales, la imaginación, las inclinaciones éticas, la mentalidad, los «juegos de lenguaje». En los procesos de trabajo contemporáneos, hay pensamientos y discursos que funcionan como «máquinas» productivas per se, sin necesidad de adoptar un cuerpo mecánico o incluso un alma electrónica. Y es precisamente en esta ruptura progresiva entre general intellect y capital fijo, en esta redistribución parcial del primero dentro del trabajo vivo, donde debemos discernir la matriz de los conflictos, la condición de los pequeños y grandes «desórdenes bajo el cielo».
Llamamos intelectualidad de masas a la totalidad del trabajo vivo posfordista (no ya, atención, a algún sector especialmente cualificado del sector terciario) porque es el depósito de las competencias cognitivas que no pueden objetivarse en el sistema de máquinas. La intelectualidad de masas es la forma preeminente con la que se aprecia hoy el general intellect. No se trata, por supuesto, de la erudición científica del trabajador individual. Son sólo (pero este «sólo» lo es todo) las aptitudes más genéricas de la mente las que pasan a primer plano, ganándose el rango de recurso productivo eminente: facultad del lenguaje, disposición para el aprendizaje, memoria, capacidad de abstracción y de establecer correlaciones, inclinación a la autorreflexión. Por general intellect debe entenderse, literalmente, el intelecto en general. No son las obras del pensamiento (un libro, una fórmula algebraica, etc.) las que están en cuestión, sino la simple facultad de pensar. Para describir la relación entre general intellect y trabajo vivo posfordista, basta con referirse al acto por el que cualquier hablante recurre a la potencialidad inagotable de la lengua para realizar una enunciación contingente e irrepetible. La lengua (como el intelecto, la memoria, etc.) es lo más difuso y menos «especializado» que puede concebirse. No el científico, sino el simple hablante es un buen ejemplo de intelectualidad de masas. Esta última no tiene nada que ver, por tanto, con una nueva «aristocracia obrera»; se sitúa, más bien, en sus antípodas.
Puesto que organiza el proceso productivo y el «mundo de la vida», el general intellect es, sí, una abstracción, pero una abstracción real, dotada de operatividad material. Sin embargo, al consistir en conocimientos, informaciones, paradigmas epistemológicos, el general intellect difiere de la manera más perentoria de las «abstracciones reales» típicas de la modernidad: aquellas, pues, que dan cuerpo al principio de equivalencia. Mientras que el dinero, el «equivalente universal» precisamente, encarna en su existencia independiente la conmensurabilidad de productos, labores y sujetos, el general intellect establece en cambio las premisas analíticas para todo tipo de praxis. Los modelos del saber social no equiparan las diversas actividades de trabajo, sino que se presentan como una «fuerza productiva inmediata». No son unidades de medida, sino que constituyen el presupuesto desmedido de posibilidades operativas heterogéneas.
Este cambio en la naturaleza de las «abstracciones reales» —es decir, el hecho de que sea el saber abstracto, y no el intercambio de equivalentes, el que dé orden a las relaciones sociales— tiene una importante implicación en el plano de los afectos. Más exactamente, constituye la base del cinismo contemporáneo (atrofia de la solidaridad, solipsismo beligerante, etc.). Sin embargo, el principio de equivalencia, que subyace a las jerarquías más estrictas y a las desigualdades más feroces, garantiza una cierta visibilidad de los nexos sociales, así como un simulacro de universalidad. Tanto es así que a él se unía, de forma descaradamente ideológica y contradictoria, la perspectiva de un reconocimiento mutuo sin restricciones, el ideal de una comunicación igualitaria, tal o cual «teoría de la justicia». El general intellect, al tiempo que determina con potencia apodíctica los presupuestos de los diferentes procesos productivos y «mundos vitales», ocluye sin embargo la posibilidad de una síntesis, no ofrece la unidad de medida para una equiparación, frustra cualquier representación unitaria. El cinismo actual refleja pasivamente esta situación, haciendo de la necesidad virtud.
El cínico reconoce, en el contexto particular en el que opera, el papel destacado que desempeñan ciertos modelos epistémicos y la ausencia simultánea de equivalencias reales. Deja de lado la aspiración a una comunicación dialógica transparente. Renuncia de entrada a la búsqueda de un fundamento intersubjetivo para su praxis, así como a la pretensión de un criterio compartido de evaluación moral. Renuncia a toda ilusión sobre la posibilidad de un «reconocimiento mutuo» igualitario. La caída del principio de equivalencia se percibe, en el comportamiento del cínico, como un abandono a ultranza de la exigencia de igualdad. Hasta el punto de que confía la afirmación de sí mismo precisamente a la multiplicación desenfrenada de jerarquías y desigualdades que parece implicar la recién adquirida centralidad del saber en la producción.
El cinismo contemporáneo es una forma de adaptación subalterna al papel central desempeñado por el general intellect.
Según una larga tradición, que va de Aristóteles a Hannah Arendt, el pensamiento es una actividad solitaria, desprovista de manifestaciones externas. La noción marxiana de general intellect contradice esta larga tradición. Hablar de un «intelecto general» es, de hecho, hablar de un intelecto público. En el posfordismo, la «vida de la mente» se vuelve extrínseca, compartida, común. ¿Cuáles son las consecuencias de la publicidad del intelecto? Se pueden señalar al menos dos.
La primera se refiere a la naturaleza y la forma del poder político. La peculiar publicidad del intelecto se manifiesta indirectamente en la esfera del Estado a través del crecimiento hipertrófico de los aparatos administrativos. La administración, ya no el sistema político-parlamentario, es el corazón de la estatalidad: pero lo es, precisamente, porque representa una concreción autoritaria del general intellect, el punto de fusión entre saber y mando, la imagen invertida de la cooperación excedente. Es cierto que el peso creciente y decisivo de la burocracia en el «cuerpo político», la preeminencia del decreto sobre la ley, se viene señalando desde hace décadas: aquí, sin embargo, quisiera indicar un umbral sin precedentes. En pocas palabras, ya no nos enfrentamos a los conocidos procesos de racionalización del Estado, sino que, por el contrario, ahora debemos observar el advenimiento de la estatización del intelecto. La vieja expresión «razón de Estado» adquiere por primera vez un significado no metafórico.
La segunda consecuencia se refiere a la naturaleza efectiva del régimen posfordista. Mientras que el proceso productivo tradicional se basaba en la división técnica de las tareas (quien hace la cabeza del alfiler no se ocupa del cuerpo del alfiler, y viceversa), la acción de trabajar centrada en el intelecto general parte de la participación común en la «vida de la mente», es decir, de la compartición preliminar de competencias genéricas comunicativas y cognitivas. La compartición del general intellect se convierte en el fundamento real de toda praxis. Por lo tanto, disminuyen todas las formas de acción concertada que se basan en la división técnica del trabajo.
El fin de la división del trabajo, cuando se cumple en un régimen capitalista, se traduce sin embargo en un incremento de jerarquías arbitrarias, o formas de coacción ya no mediadas por papeles y tareas. La puesta en el trabajo de lo que es común, es decir, del intelecto y el lenguaje, si por un lado hace ficticia la impersonal división técnica del trabajo, por otro induce una viscosa personalización del sometimiento. La relación ineludible con la presencia de los demás, implícita en la puesta en común del intelecto, es vista como un restablecimiento universal de la dependencia personal. Personal en un doble sentido: se depende de la persona de tal o cual, en lugar de depender de reglas investidas de un poder anónimo y coercitivo; además, es toda la persona, la simple actitud ante el pensamiento y la acción, en definitiva, la «existencia genérica» de cada uno de nosotros (por utilizar la expresión de Marx para la experiencia del individuo que refleja y exhibe ejemplarmente los poderes básicos de la especie humana) la que queda subyugada.
Finalmente, hay que preguntarse si la peculiar publicidad del intelecto, evocada hoy en día como una exigencia técnica del proceso productivo, no es más bien la base de una forma radicalmente nueva de democracia, de una esfera pública antitética a la incardinada en el Estado y su «monopolio de la decisión política». La pregunta muestra dos perfiles distintos, entre los que, sin embargo, existe la más estrecha complementariedad. Por una parte, el general intellect se afirma como esfera pública autónoma sólo si se rompe el vínculo que lo une a la producción de mercancías y el trabajo asalariado. Por otra parte, la subversión de las relaciones capitalistas de producción puede manifestarse, de ahora en adelante, sólo con la institución de una esfera pública no estatal, de una comunidad política que tenga como piedra angular el general intellect.