En diciembre del año pasado Il Manifesto publicó una entrevista con Mario Tronti, quizás la última entrevista antes de su partida, hace pocos días.
Tronti dice, con una de las metáforas altisonantes que le han siempre gustado: es preciso hacer retornar a la patria al pueblo del trabajo, actualmente en exilio, en la Babilonia de la derecha.
La ultima vez que tuve ocasión de escuchar a Tronti en vivo fue en 2017, cuando tuvo lugar, en un centro social de Roma, un simposio dedicado al centenario de la revolución soviética. No recuerdo todo su discurso, pero recuerdo muy bien que dijo, entre otras cosas:
“El comunismo no es un proyecto, sino una profecía”.
¿Cómo debemos entender la palabra “profecía” en ese contexto? Tronti ha sido siempre claro en este propósito: el marxismo no es un libro de sueños con recetas para los restaurantes del porvenir, sino una lectura del presente que nos hace capaces de captar esas tendencias que prefiguran el futuro posible.
En este sentido -etimológicamente correcto- profecía no es previsión del futuro, sino enunciación de tendencias que vemos inscritas en el texto del presente.
En griego esa palabra (προϕητεία: pro-fesía) no significa anunciar el futuro, sino decir lo que está adelante nuestro (“pro”).
Cuando leí Obreros y capital tenía diecisiete años. Ero comunista pero no sabía exactamente lo que era preciso hacer para que el proceso revolucionario se hiciera algo concreto. Leyendo ese libro lo entendí: era necesario hacer emerger lo que ya estaba presente en las entrañas de la condición obrera, era necesario transformar la condición obrera, su objetividad, en una conciencia difusa, en una acción consciente.
Comencé a ir todos los días a la puertas de una fábrica en mi barrio, todos los días hablaba con las obreras de esa fábrica que se llamaba ICO y producía objetos de vidrio, jeringas, termómetros y cosas por el estilo. Cada día hablábamos de las condiciones de la vida en fábrica, de la nocividad de esas fabricaciones, de la necesidad de aumentos salariales, además de muchas otras cosas. No hablábamos de política, hablábamos de la vida cotidiana. Esto me había enseñado Tronti: que la política es en la vida cotidiana de los obreros y las obreras. Después de un año en que iba allí cada día, decidimos organizar una huelga. No había sindicato en esa fábrica, no había ninguna organización política. Una decena de chicas y un par de obreros varones se reunieron en un bar para decidir la huelga y el día después bloqueamos la fábrica.
El patrón, que no se esperaba algo por el estilo, aceptó las condiciones del comité y de un día para otro el salario aumentó del 25%.
Era octubre de 1968.
Tronti nos había enseñado que “la clase obrera dentro del capitalismo es la única contradicción insoluble del mismo: o, mejor, llega a serlo desde el momento en que se autoorganiza como clase revolucionaria (…) autogobierno político de la clase obrera dentro del sistema económico del capitalismo” (Obreros y capital, pág. 62).
Pero Tronti nos enseñó también el realismo contradictorio de la lucha de clase: “el apoyo estratégico por parte de la clase obrera al desarrollo genérico del capital y la oposición táctica a los modos particulares de este desarrollo” (pág. 96).
El desarrollo del capital nos pareció, entonces, como una posibilidad de emancipación para toda la sociedad y la lucha obrera nos pareció como la posibilidad de aceptar y rechazar al mismo tiempo el desarrollo, la innovación y el progreso.
Aceptar el desarrollo porque el desarrollo hace posible mejores condiciones técnicas materiales para la vida cotidiana, pero, al mismo tiempo, rechazar el desarrollo porque en las condiciones del poder capitalista desarrollo quiere decir sumisión de la sociedad.
Tronti nos enseñó a leer el futuro en el presente de la clase obrera, en la composición presente del trabajo explotado, porque el trabajo explotado, en tanto vida cotidiana, en tanto Erlebnis que se hace subjetividad, contiene en sí las condiciones para la emancipación de la explotación.
“La clase obrera hace lo que es”. (pág. 235)
El presente del trabajo, por su composición técnica, social y cultural contiene en sí las condiciones para el rechazo del trabajo mismo, para la subversión del poder.
Esto es lo que Tronti nos enseñó a mí y a miles de militantes que, como yo, andaban en las fábricas para organizar la revuelta que después del ’68 estallaron por todas partes.
Luego, en los años ’70, muchos de nosotros nos dimos cuenta del hecho de que la dinámica interna a la lucha obrera estaba creando condiciones que ya no se podían confinar dentro de las categorías del leninismo, a las que Tronti nunca dejó de hacer referencia. Muchos de nosotros nos dimos cuenta del hecho de que el trabajo explotado ya no era identificable con la clase obrera de fábrica. El trabajo se había ampliado e infiltraba cada espacio de la vida colectiva, del lenguaje, del imaginario.
Muchos de nosotros abandonamos las organizaciones históricas del movimiento obrero, en particular el Partido Comunista Italiano que nos aparecía como un obstáculo para la creación de nuevas formas de organización adecuadas a la autonomía de lo social (del capital y de la política misma).
Tronti nos enseñó las cosas más importantes, pero como a menudo suele pasar, a un cierto punto a muchos de nosotros (me refiero a lo que se llamó el movimiento del ’77) nos pareció necesario alejarnos de nuestro maestro, de él que nos había enseñado, sobre todo, el método de la composición.
Nuevos actores sociales emergían en la escena y estos nuevos actores no se podían reducir a la dinámica leninista del partido y de la toma del poder.
Quizás el punto de disociación entre nuestro maestro y los nuevos rebeldes que, sin dejar de respetarlo y leerlo, estaban buscando nuevos horizontes (contra su leninismo) fue la interpretación del movimiento de los estudiantes de 1968.
Tronti no se dejó conquistar por la ambigua fascinación del ’68 y vio el movimiento de los estudiantes como una contradicción interna a la burguesía. Escribió: “sabíamos que era una lucha dentro de las líneas del enemigo, con el objeto de determinar quién estaría a cargo de la modernización. La vieja clase dominante, la generación de la guerra, estaba agotada. Una nueva elite empujaba para salir a la luz; una nueva clase dominante para el capitalismo globalizado que preparaba el futuro” (“Nuestro operaismo”. En New Left Review, núm 73, pág. 116).
No cabe duda que, aun en este caso, Tronti vio algo importante, comprendió que el movimiento estudiantil mundial preparaba las condiciones culturales para la grande mutación neoliberal, para la globalización capitalista. Y comprendió que gran parte de los revolucionarios del ’68 se preparaban a entrar en el establishment como recambio generacional. Tenía razón a medias.
Porque la otra mitad, creo la más importante, quizás se le escapó: el ’68 fue también el momento en el que estaba emergiendo la nueva composición del trabajo, conncentrada en el saber, en la tecnología, en el lenguaje.
Sobre el final, sin mebargo, poco antes del morir, me parece, nuestro maestro Mario Tronti -aquel que nos enseñó el método, y a quien luego perdimos de vista- volvió a mirar con perspicacia el horizonte, para ver las líneas de desmoronamiento del mundo moderno. En la bellísima entrevista que Il Manifesto publicó en diciembre de 2022, Tronti delinea el futuro inscrito en el presente de la guerra: luego de invitar a leer a Kissinger y Huntington (más que las proclamas de los belicistas de derecha y de izquierda) para comprender las grandes líneas de la tragedia en curso, concluye, proféticamente: “El Occidente euro-atlántico no se resigna a ser lo que ya es, una minoría de la humanidad que sólo en virtud de su pretendida “razón”, por cierto más que armada, quiere imponer sus formas de vida al resto del mundo, poblado por miles de millones de ser humanos que salen de una condición secular de colonialismo e imperialismo, para reivindicar su propia autónoma redención”.