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¿Qué hay en común entre piqueteros y zapatistas?

04.12.04

Raúl Zibechi
Revista Rebeldía
La Fogata

Hace ya casi tres años, cuando conocí el “galpón” del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de Solano en el barrio argentino de San Martín, tuve la extraña sensación de que ya había estado en ese mismo sitio. Para llegar hasta allí hay que tomar el micro en la céntrica plaza Constitución y recorrer algo más de una hora por el conurbano1 sur de Buenos Aires

. A medida que el micro se acerca a Solano, el entorno se trasforma: la urbe salpicada de altos edificios y amplios comercios va dando paso a casitas bajas cada vez más precarias y aparecen las calles de tierra, hasta que la perspectiva de la ciudad se torna borrosa; en su lugar aparece un conjunto irregular de viviendas precarias, signo ineludible de la pobreza urbana.
Pero no fueron esos los rasgos —tan similares a los de casi todos los barrios pobres de las ciudades latinoamericanas— los que me resultaron familiares en el galpón del MTD. Piso de tierra, techos de chapa, paredes de ladrillos huecos sin revocar; un lento y suave trajinar de mujeres de todas las edades y, sobre todo, de edades indefinibles; niñas y niños jugando y trepando entre los mayores: como si el ambiente hogareño se hubiera trasladado al espacio social colectivo, con las mismas maneras y la naturalidad de la vida cotidiana.
Las reuniones adoptan un aire familiar, como si transcurrieran en la cocina de cualquier vivienda: nunca se sabe con certeza cuándo comienzan, cuándo finalizan y los acuerdos a los que han llegado; las conversaciones son “desordenadas” —para los parámetros del orden militante clásico—, pero, ¿quién puede resistir la tremenda energía que desborda este espacio, bordada con las hebras de la ternura y la resistencia? Al poco tiempo de estar en el galpón, tenía la misma sensación que había sentido siete años atrás en la cocina de La Realidad, Chiapas, bajo aquella enorme ceiba, junto a aquellas mujeres que no separaban los tiempos del compartir, cocinar o hacer política. Sí, en Solano se respiraba también un ambiente comunitario, resistente, de trabajo que es a la vez no-trabajo, solidario, fraterno.

Debajo del pasamontañas

Pero, más allá de las sensaciones subjetivas, del voluntarismo, ¿qué hay en común entre los piqueteros y los zapatistas? ¿Pueden encontrarse aspectos comunes entre las experiencias de los desocupados de una ciudad de 12 millones de habitantes y los tojolabales de la selva Lacandona? ¿No estaremos forzando los hechos al decir, como apunta Holloway, que la lucha piquetera es “zapatismo urbano”? Una mirada superficial, digamos periodística, podría concluir que tanto los zapatistas como los piqueteros utilizan pasamontañas; que ambos aparecen armados, aquellos con fusiles viejos, éstos con palos y hondas; que los dos sujetos han dicho su ¡Ya Basta!. Como se ve, no resulta difícil “descubrir” similitudes.
Sin embargo, encuentro que lo que comparten ambos movimientos es menos visible y está detrás y debajo del pasamontañas, en la cotidianeidad de la construcción de un mundo nuevo. De alguna manera, zonas enteras del conurbano de Buenos Aires son a la capital algo así como el estado de Chiapas al Distrito Federal, por más que Solano esté a apenas veinte kilómetros de Plaza de Mayo. Alberto, el sacerdote que recaló en Solano, apuntaba en una Ronda de Pensamiento Autónomo —un espacio creado por el MTD de Solano para debatir con asambleas y otros colectivos donde confluye una saludable heterogeneidad social— que “en Capital es distinto que acá, que podés colgarte de la luz. Los tiempos, la presencia del poder, las políticas de contrainsurgencia hacen muy difícil la permanencia de los colectivos”2.
El debate venía a cuento porque las asambleas barriales tienen enormes dificultades para sobrevivir en Buenos Aires, y pasaron de cientos de integrantes a apenas una decena y pico, en promedio, y la mayor parte desaparecieron.
Neka, también de Solano, agrega que luego de la insurrrección del 19 y 20 de diciembre de 2001, los cambios verdaderos ya no son visibles y esa falta de visibilidad suele desesperar a los militantes: “Pero no es eso lo más importante, sino lo que construimos detrás, que es más valioso que el espectáculo”. Mientras, Alberto sostiene que hay que saber esperar, que hace falta darle al tiempo la posibilidad de hacer su trabajo, que luchar “no sólo es ser visible”. “Este es un fecundo silencio”, concluye. Para más señas, los de Solano son el sector más visible de la parte del movimiento piquetero que no se propone tomar el poder estatal.
¿Es que estos piqueteros se aprendieron los comunicados de Marcos y los repiten como papagayos para mejor impresionar? ¿Cómo entonces? ¿Dónde está el secreto de esta “comunión” de discursos y de formas de encarar la lucha por el cambio social? A mi modo de ver, los aspectos comunes entre piqueteros y zapatistas (así como entre otros movimientos de los pobres, los excluidos o los que habitan el “sótano”), los que permiten decir que pertenecen a una misma familia de movimientos, son tres: la lucha y la resistencia en los márgenes, no para incluirse como subordinados sino para luchar como nuevos sujetos, manteniendo sus diferencias; la autonomía como clave de la resistencia, pero también de la construcción de otra sociedad; y la creación aquí y ahora de nuevas relaciones sociales, que son de hecho el corazón del mundo nuevo.

Vivir y resistir en los márgenes

De alguna manera, los desocupados son los indios de la sociedad industrial. Pero estos desocupados son algo más que gente sin trabajo.
Solano, como otros barrios donde nacieron los piqueteros, tiene su historia. Arranca en 976 o 1977, en plena dictadura. En la diócesis de Quilmes se había refugiado lo mejor de la militancia cristiana argentina, donde podían contar con la “protección” del obispo Jorge Novak. Hacia fines de los setenta surgieron decenas de comunidades eclesiales de base, inspiradas en la teología de la liberación.
En 1982, arreciaban la desocupación, la falta de vivienda y el hambre. En silencio, cientos de vecinos pobres de Quilmes decidieron ocupar tierras baldías donde crearon los primeros “asentamientos”. En pocos meses varios miles de familias abrieron de la nada los primeros barrios, iniciando una modalidad de ocupación del territorio que luego se extendería a toda la región. Nació así la “toma de tierras” como forma de lucha colectiva y organizada, algo muy similar a las ocupaciones que ya venía practicando el Movimiento de los Sin Tierra (MST) en el sur de Brasil3.
Las ocupaciones de 1982 representan un viraje en las luchas sociales argentinas, por dos razones: los nuevos y los viejos pobres (unos expulsados de las fábricas y de las regiones rurales empobrecidas por el nuevo modelo económico; los otros de las viejas “villas” de la Capital, por la dictadura militar) consiguen abrir espacios territoriales en los que construir su vida cotidiana, y, en segundo lugar, lo hacen desde organizaciones de nuevo tipo, diferentes a los sindicatos y a las formas instrumentales de organización.
El hecho de que fueran comunidades las que tomaran la iniciativa (más allá del carácter eclesiástico de las mismas), significó una ruptura con la tradición corporativa y jerárquica de la izquierda y del movimiento sindical respecto a la cuestión de la organización.
Lo que observamos en los asentamientos de Buenos Aires no es muy diferente de lo que sucedió en algunos espacios urbanos de otras ciudades latinoamericanas. Pienso en El Alto y en Montevideo, entre otros sitios. Los nuevos pobres urbanos parecen haber concluido que su situación de marginación no la va a resolver ningún Estado nacional y se han puesto a trabajar para asegurar la sobrevivencia cotidiana. La Unión de Trabajadores Desocupados (UTD) de General Mosconi, un pueblo de 15 mil habitantes en el norte argentino, que vivía de la petrolera estatal privatizada por Menem y fue una de las cunas del movimiento piquetero, ha dado un salto espectacular: tiene 31 huertas, una granja integral, emprendimientos de reciclaje de botellas, viveros, talleres metalúrgicos y de carpintería donde hacen sillas y camas, una colonia agrícola de 150 hectáreas, criadero de cerdos y otros animales; construyeron un comedor comunitario para indígenas de la zona y salas de primeros auxilios. Hay 2,000 personas vinculadas a los proyectos de la UTD, asentados en relaciones comunitarias y horizontales, sobre una población activa de 8,0004.
En Solano, las panaderías, las huertas y los talleres de marroquinería tienen ya tres años y ahora instalaron criaderos de cerdos y conejos y están comenzando a criar peces en los silos de una aceitera abandonada. Poco a poco, la producción comienza a ser uno de los pilares más sólidos del movimiento, y las pocas experiencias iniciales se van extendiendo a otros colectivos. El Movimiento Teresa Rodríguez (MTR), que tiene una orientación muy diferente a la de Solano (apuesta a la revolución con toma del poder incluida y no construye de forma horizontal) cuenta ya con más de cien emprendimientos productivos. Varios MTD de la Aníbal Verón cuentan con una amplia gama de talleres de producción, además de las clásicas huertas y panaderías. Varios comedores del movimiento están cerca de autoabastecerse con lo que producen en sus huertas urbanas, y en el futuro podrán prescindir de los alimentos donados por el Estado. Otros, como el MTD de La Matanza, incursionan ya en la educación, con una escuela construida por los propios piqueteros, en donde las familias juegan un papel importante en la definición de los contenidos y métodos pedagógicos.
En este camino, ya se están trenzando relaciones entre grupos piqueteros, fábricas recuperadas y asambleas barriales: panaderías piqueteras abastecen a algunas fábricas, en tanto los productos de éstas se reparten entre los desocupados; y algunas asambleas están tejiendo una red de distribución.
La cooperativa La Asamblearia, que “promueve la producción, distribución, comercialización y consumo de bienes y servicios autogestionados, es decir de aquellos que son fruto y propiedad colectiva de los trabajadores”, es una de las iniciativas más notables, ya que abarca la distribución de productos de los piqueteros, de asambleas barriales, de campesinos y también de algunas fábricas recuperadas5.
Vale la pena detenerse, aunque brevemente, en estas “otras” experiencias urbanas: muestran que es posible abrir espacios de encuentro entre diferentes sectores sociales, y que en las grandes ciudades se puede trabajar con criterios similares a los que se emplean en las zonas rurales6. Quienes crearon La Asamblearia comenzaron en marzo de 2003, cuando un grupo de unos treinta vecinos residentes en la zona norte de la ciudad de Buenos Aires (típica zona de clase media) y pertenecientes a la Asamblea Barrial Núñez y a la Asamblea Popular de Núñez-Saavedra, “nos reunimos para constituir la Cooperativa de Vivienda, Crédito y Consumo La Asamblearia Limitada”.
Hablan los miembros del colectivo: “A partir de entonces y hasta mediados del mes de junio de 2003 se asociaron a La Asamblearia otros treinta miembros, vecinos de la zona, de otros barrios de la ciudad, de provincias argentinas e incluso del exterior. Un antecedente muy ilustrativo fue la articulación de miembros de varias asambleas en lo que se dio en llamar ‘la Bolsa y la Vida’, una experiencia de compras comunitarias muy valiosa pues fue poniendo a sus actores en contacto directo con distintos productores del campo y la ciudad, cuya característica común era el intento de desarrollar una producción autogestiva”7.
Este camino va a contramano de la pretensión del Estado por “integrar” a los marginados: lo que supone integrarlos como subordinados luego de “normalizar” las diferencias culturales y sociales a través de un proceso de homogeneización, usando la zanahoria del trabajo y el acceso al consumo como acicates.

La autonomía como “ordenador” de los nuevos sujetos

La lucha por la autonomía es uno de los aspectos más importante de zapatistas y piqueteros, aunque los caminos por los que llegaron a sus formulaciones actuales son diferentes. En Argentina, hacia mediados de los 90 la autonomía era una suerte de declaración de principios: decenas de colectivos se declararon autónomos de los partidos, del Estado y de las centrales sindicales. Fue la forma que encontraron para superar la tradicional división del trabajo entre partido y frentes de masas, cuando la inmensa mayoría de las estructuras partidarias de la izquierda colapsaron y mostraron su incapacidad de ir más allá de las prácticas sindicales corporativas y dependientes del Estado.
Era un resguardo defensivo, necesario en las etapas iniciales de la construcción de una nueva camada de organizaciones y grupos, que rechazaban la tutela de partidos y sindicatos. Aún hoy, una década después de que surgieran cientos de grupos autónomos, el carácter “defensivo” de la propuesta sigue siendo el aspecto dominante, aunque comienza a adivinarse en las prácticas cotidianas la voluntad de ir más allá. O sea, de encarnar las prácticas autonómicas.
Una mirada larga en el tiempo permite ver lo siguiente: hace diez años la pelea era por la creación de grupos autónomos, autogobernados por sus integrantes. Eso ya está ganado, tanto entre algunos grupos de desocupados como entre algunas asambleas barriales y otros colectivos. Unos y otros empezaron, en el entorno del 19 y 20 de diciembre (los piqueteros primero, las asambleas más tarde), a crear espacios sociales en los que la autonomía se pone a caminar. Así como la creación de los grupos autónomos fue la particularidad de los primeros años de la década de 1990, la creación de espacios para la sobrevivencia y la resistencia (comedores, ollas, puestos de salud, emprendimientos productivos, etcétera) es la principal característica del período actual, que se inicia más o menos hacia el 2000, en uno de los picos más altos de la oleada de movilizaciones. La creación de espacios autogobernados y la horizontalidad, son algunos de los aspectos nuevos que aporta el movimiento actual respecto al viejo movimiento obrero. 59 Pero el arraigo territorial presenta algunas dificultades y desafíos. Los grupos han sido capaces de construir espacios autónomos “de los galpones hacia adentro”. Esto pareció necesario, imprescindible, en la primera etapa de creación de las nuevas realidades, que necesitaron afirmarse a contracorriente para poder nacer y sobrevivir. Luego de casi siete años, estas experiencias colectivas buscan ir más allá, ganar nuevos espacios, expandirse. De lo contrario, sienten que pueden quedar ahogadas en los propios galpones. No se trata de un debate teórico, sino de los debates que ya están teniendo algunos colectivos en base a la reflexión sobre los límites del trabajo realizado hasta ahora.
En general, parece que vivimos una transición desde los grupos autónomos hacia territorios autónomos. Como toda transición, es desordenada, despareja, en la que lo nuevo no acaba de nacer de forma nítida y clara. Muchos grupos ya controlan micro-territorios dispersos en sus barrios o en otros lugares, muchos de ellos situados en los propios espacios familiares que esas familias ponen a disposición del movimiento.
Pero arraigarse en el territorio urbano supone aceptar en el movimiento la heterogeneidad social que existe en los barrios: el MTD de Solano, por ejemplo, ya no incluye sólo a desocupados sino también a desocupados que encontraron empleo y a vecinos que nunca fueron desocupados. Algunos MTD rebautizaron la “D” de desocupados por la de dignidad.
Se trata de un proceso largo que no depende sólo de los espacios físicos, sino sobre todo de la posibilidad de construir comunidades —y por lo tanto de territorios— en cada barrio en los que están enclavados. En este punto no contamos con experiencias urbanas recientes (apenas las de Villa El Salvador en Lima y El Alto en La Paz), ya que la mayor parte de las experiencias que conocemos se encuentran en las zonas rurales de México, Ecuador, Bolivia y otros países.

Un mundo nuevo, en los márgenes del viejo

La imagen que presenta buena parte del movimiento social argentino, y latinoamericano, es la de infinidad de islas que tienden a convertirse en barcas “para encontrarse con otra isla y con otra y con otra…”, como señalaba uno de los comunicados del subcomandante Marcos 8.
La particularidad de esta visión del cambio social, es que cada una de esas barcas no reproduce el viejo mundo sino que encarna porciones significativas del mundo que soñamos: relaciones no jerárquicas sino horizontales, vínculos y valores de carácter comunitario, autonomía, o sea autogobierno de cada “islote”, entre las más destacadas.
En algunas ciudades latinoamericanas estamos viviendo un viraje profundo, de larga duración, llamado a tener hondas repercusiones: las formas de resistencia y de construir mundos nuevos que nacieron y se arraigaron en zonas rurales, están comenzando a instalarse en algunas grandes ciudades. Es la primera vez que en las metrópolis, corazón del capital y de la dominación, los de abajo son capaces de abrir espacios autónomos desde los que resisten al sistema, lo desafían y en los que construyen mundos nuevos. Los proyectos de y para la sobrevivencia comienzan a articularse como islotes del nuevo mundo.
Ciertamente, como señala Aníbal Quijano, la tendencia entre los desocupados “hacia la organización de núcleos de producción orientados por la reciprocidad, hacia la ocupación y la gestión colectiva de tierras y de fábricas abandonadas”, que es un fenómeno nuevo en países como Argentina, “tiene raigambre e historia prolongados en países como Perú, Ecuador o México”9. Sin embargo, entre ambas existen por lo menos dos diferencias importantes: las experiencias que señala Quijano fueron protagonizadas por migrantes rurales en las urbes a las que recién llegaban en busca de “inclusión”, aunque nunca lo formularon de esa manera. Ahora, sin embargo, se trata de personas que fueron ciudadanos y perdieron esa condición, que fueron expulsados por el neoliberalismo de su condición de “incluidos”.
No buscan ahora volver a ser ciudadanos ni obreros asalariados, sino construir otro tipo de relaciones en el lugar que ahora ocupan, y que fue construido voluntariamente como parte de un “otro” proyecto histórico y social. La segunda diferencia, es que los emprendimientos productivos no son iniciativas individuales para la sobrevivencia, sino construcciones colectivas de los movimientos.
Procesos similares se están dando en las huertas urbanas de Montevideo (Uruguay) y también en las juntas vecinales de El Alto (Bolivia). El primer caso es notable: en el invierno de 2001, durante la crisis económica y financiera, se crearon de forma espontánea varios cientos de huertas — familiares y comunitarias— para afrontar la crisis de alimentación que atravesaban los más pobres. Dos años después, existen más de 150 huertas “familiares colectivas” y comunitarias en plena zona urbana. Las primeras son huertas instaladas en fondos de casas particulares, pero son cultivadas de forma rotativa por vecinos de la zona; las comunitarias están en espacios ocupados por los vecinos. En ambos casos, se registran formas de organización estables en torno a la huerta que es el eje aglutinador de colectivos barriales que debieron pelear su autonomía respecto de los partidos políticos, los sindicatos y el municipio. Los grupos iniciales atravesaron en dos años diversas situaciones, críticas y de crecimiento, que en muchos casos los llevaron a consolidar lazos que ellos mismos definen como “comunitarios”. La profundidad de los cambios registrados en relativamente poco tiempo, lo muestra la evaluación hecha por las mujeres de la Huerta Comunitaria Amanecer, en el popular barrio de Sayago: Al principio teníamos una ficha donde cada uno anotaba las horas trabajadas. Al llegar la cosecha recibía según lo trabajado.
Para nuestra sorpresa, en una reunión de septiembre se propone no anotar más las horas. Esto nos alegró muchísimo pues el grupo comenzaba a tener una conciencia comunitaria. Así lo hacemos hasta hoy. Al terminar las horas de trabajo cada integrante retira lo necesario para alimentar a su familia (Oholeguy, 2004: 49).
Tres meses después, el colectivo de huerteros (unos 40, la inmensa mayoría mujeres y jóvenes) consiguió autoabastecerse y decidió dejar de recibir los alimentos que les donaba el municipio, indicando que preferían que fueran distribuidos en comedores populares o a otros grupos que los necesitaran.
En otra zona de Montevideo, en el barrio Villa García, la red de huertas familiares colectivas abarca 20 huertas. Como en otros casos, al comienzo fueron experiencias aisladas que se fueron coordinando hasta crear un colectivo que realiza jornadas semanales rotativas en todas las huertas. Los logros son notables: consolidación de grupos de trabajo, capacidad para mantener las ollas colectivas en base a la producción de las huertas, dependiendo cada vez menos de los alimentos donados por el Estado, creación de un invernáculo y un banco de semillas para suministrar insumos a todas las huertas de la zona, edición de un boletín mensual del grupo y la coordinación con las demás iniciativas de Montevideo que cuajó en el primer Encuentro de Agricultores Urbanos en octubre de 2003. Los pasos dados por los colectivos de “huerteros” (así se denominan instituyendo una nueva identidad), desde la soledad urbana y la angustia por la sobrevivencia, muestran que incluso en nuestras grandes ciudades, carcomidas por la fragmentación y un feroz individualismo, es posible construir lazos de otro tipo en las narices del poder globalizado. 61

Nuevas relaciones en nuevos territorios

Un sábado a fines de agosto tuvimos un largo y fecundo intercambio con un grupo de compañeros y compañeras de Solano. En esta ocasión nos encontramos en una aceitera abandonada que ahora ocupan y comparten con la red del trueque.
Se trata de un predio de media manzana en la avenida Calchaquí de Quilmes, a poco más de media hora del centro de Buenos Aires. Está enclavado en una tradicional zona urbana de industrias, pobre por la desocupación pero muy distinta de los asentamientos piqueteros y, en concreto, muy diferente del barrio San Martín donde nació el MTD.
Una parte de la ex fábrica es un enorme galpón de más de mil metros cuadrados, donde están alineadas decenas de mesas atendidas casi siempre por mujeres, donde exponen productos del más variado tipo que serán adquiridos por “prosumidores” que pagan con “créditos”, no con dinero.
Los de Solano ocupan el resto del predio. Aun lado del galpón del trueque, donde antes estaban los silos de la aceitera, quedan ocho grandes huecos con piso de cemento donde ahora empiezan a “cultivar” peces para los comedores del movimiento. Cuentan sus planes: ya tienen cerdos y conejos en otra fábrica abandonada, diversas huertas y ahora los peces, pero en poco tiempo comenzarán a cultivar un predio de tres hectáreas que consiguieron, donde esperan obtener los alimentos para todo el movimiento. La obsesión de Solano es “producir su propia autonomía”, que llegue el día en que no dependan ni de los subsidios ni de los alimentos que les entrega el Estado.
Seguimos el recorrido. En una pequeña casita al fondo, funciona un emprendimiento de salud en base a herborismo y acupuntura. Parece algo milagroso: mujeres muy pobres estaban allí esperando que Augusto les colocara sus agujas.
Una técnica que antes era accesible sólo a las clases medias altas, tanto por el elevado costo, como por las dificultades culturales para que los pobres accedieran a otra cosa que no fueran las pastillas que las multinacionales farmacéuticas desechan en el primer mundo, ahora es adoptada por las mujeres de Solano. El proyecto se denomina “Salud Rebelde”, y está encabezado por una frase que dice: “El hombre nuevo en realidad es el mismo hombre viejo, pero que se hace bueno tocando las cosas con dignidad, es decir, con respeto”. Debajo aparece la firma: “Subcomandante Insurgente Marcos”.

Notas: 1. Por conurbano se entiende la zona de la ciudad que no corresponde a la Capital Federal (casi tres millones de habitantes), asiento de los poderes estatales nacionales y de las clases medias y altas. El conurbano sur y oeste (8 millones) es la zona donde habitan las clases trabajadoras y los sectores populares y donde estaban el grueso de las fábricas.
2. “El ser o no ser de las asambleas”, en www.lavaca.org 3. Sobre esta experiencia, véase “Siempre estamos dando el primer paso”, Masiosare, 30 de mayo de 2004.
4. Claudia Korol, “Tiempo de guerras y emancipaciones en las tierras del petróleo”, en www.rebelion.org 5. Para más información, www.asamblearia.com.ar 6. Encontré esta preocupación entre miembros del FZLN de México DF, así como entre numerosos activistas urbanos en muchas ciudades latinoamericanas, como lo muestran los actuales debates de las asambleas barriales de Buenos Aires citados arriba.
7. www.asamblearia.org.ar 8. Subcomandante Insurgente Marcos, “El mundo: siete pensamientos en mayo de 2003″, Rebeldía No. 7, mayo 2003.
9. Aníbal Quijano, “El laberinto de América Latina, ¿hay otras salidas?”, en revista OSAL No. 13, Buenos Aires, enero-abril de 2004.


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