UN RECORRIDO POR LA MEMORIA DE LOS KANKUAMOS
por ADRIANA PUMAREJO H. y PATRICK MORALES T.
entrepueblos@ami.net.co
EL BAILE DE LOS SIXQUIYANI:
HISTORIA Y FIESTA.
UN RECORRIDO POR LA MEMORIA DE LOS KANKUAMO
El aire limpio y fresco del amanecer se pasea por el cielo coronado de picos plateados o dorados que son la punta de estos cerros llenos de historias sin tiempo; Tierra ataviada por el brillo de un viejo sol que planea retirarse en busca de juventud. Piedras blancas como gigantescos huevos, piedras negras de rupturas como inmensas semillas de ojo de buey, árboles de troncos nudosos y raíces sin término, pozos profundos e intimidantes en ríos de aguas diáfanas y apacibles: morada de los Sixquiyani, ancestros de los Kankuamo, de los Kankuama, de los Kakatukua, de los Kankui, de los Atanqueros. Sus espíritus, respetados y temidos, han llegado desde los puntos más remotos, más recordados o más olvidados para acompañar a sus descendientes y transitar por esos viejos y nuevos caminos de la historia. En la fiesta del Corpus Christi, el recorrido narra la historia…
Hoy he despertado temprano, mucho antes de que el sol interrumpa la noche; desde que cantó el primer gallo, no he podido conciliar más que un sueño leve e intranquilo. Temo sentir los toques del tambor, oír la campanilla que el cura hace sonar en los altares de la procesión durante un sueño profundo, temo verme reflejado una vez más en las nubes de la octava del amanecer de esta fiesta nuestra, porque tendré la certeza que ha llegado la hora de partir.
Salgo a las calles empedradas y polvorientas de este pueblo mío en busca del tambor, del carrizo, de las maracas y castañuelas. Soy un negro vestido con diadema de flores y casas de caracoles, sandalias de cuero y machete de cruz. Soy un diablo multicolor, lleno de pañuelos blancos y satines rojos, lenguas largas y cachos prominentes, cascabeles plateados y espuelas de óxido. Soy un pajarito que baja de la Nevada, de cabeza de pico y cuerpo de Iraca, con cara de cintas y manos de ruido. Soy el espectador que visita la Plaza del Coco, con ojos soñolientos y cabellos alborotados, dispuesto a confundirme en el tumulto, a perderme en los versos y los golpes, a caer diluido en las gotas de sudor, a ser abrazado por el sol.
Arranco con la multitud en esta hora semiiluminada del crepúsculo, recordando los sitios viejos, los hombres con que bailamos en otro tiempo, los círculos en que envolvimos a Atánquez como ahora lo hacemos. Por estar en este tiempo y en todos los tiempos, yo escucharé entre recuerdos el llamado de la tradición.
¡Ay! como tengo el compromiso ya me mandan a llamá
¡Ay! como tengo el compromiso ya me mandan a llamá
Llegamos donde un negro viejo, Chico Gutiérrez, un Capitán con tanta devoción que salía solo a caminar los senderos del recorrido a las doce de la noche, cuando Atanquez no tenía luz, cuando la Kandukuma y El Caballero visitaban la Piedra Lisa buscando a trasnochadores incautos y desprevenidos. Después de esta visita atravesamos el arroyo El Chorro, me sumerjo en su cauce y viajo al momento en que nació el agua, cuando el Güiro, una gran mata de malanga la parió y quedo siendo su madre y protectora.
Retorno mi camino con los danzantes y llego donde el Capitán Aguedo, porque mientras tenga éste tamborito nunca lo podré olvidar…Donde la Vieja Fetica guardamos la imagen de la Santísima Trinidad, venerada hace pocos días. Antes, este cuadro reposaba en la casa donde ahora vive Hugues Cáceres, por esto nos detenemos momentáneamente en este sitio en nuestro andar.
¡Ay! Santísima Trinidad échanos la bendición
¡Ay! Santísima Trinidad
échanos la bendición
Hemos llegado a la Piedra Lisa, un lugar que ahora es de misterio. No sabemos a quien se respetaba allí, a quien se le daba de comer; los capitanes antiguos se murieron llevándose la memoria. Tropiezan mis recuerdos con una de las imágenes con que se rememora esta pérdida de las tradiciones: “Juan de la Rosa Cáceres tumbó el Murundúa en el río Chiscuindya, un árbol que él sabía que era sagrado y se enfermó hasta que murió”.
Entonces habito en el corazón de ese Caracolí Sagrado para sentir como el primer hachazo estremece sus ramas, tras lo cual despierto de un sueño plácido, salto, y me siembro como su hijo en la otra orilla, y allí me quedo a vivir. Juan de la Rosa sabe lo que significa un Murundúa, su padre mismo era un mamo, un sabio conocedor de las tradiciones. Ese árbol se sembró allí para darle fuerza a una acequia que habían sacado los moros del río, y creció fuerte, nudoso, imponente.
Cuando construyeron esta acequia, no muy lejos de la bocatoma, los Mamos se encontraron con una gran piedra blanca que obstaculizaba el paso. Eran los mamos Kunchaka y Crésipo. En ese momento, se probaron. Tocaron sus bunkuekas y miraron al cielo, Mama Crésipo trajo el rayo, abrió la piedra y pasó el agua. Ganó la apuesta.
Sigo contándoles porqué murió el Murundúa…
Juan de la Rosa ha hecho a la orilla del río, una gran siembra de caña de azúcar para producir panela. El caracolí ha crecido tanto que extiende sus ramas sobre buena parte del cañal; el sombrío no deja crecer la caña necesitada de sol. Es esta la causa más inmediata, porque el problema principal es que Juan de la Rosa no respeta los sitios de sus mayores. Tumba las ramas y al grueso tronco le prende fuego. Desde la otra orilla, aún pequeño, veo el corazón ardiente de mi padre; se enciende poco a poco y sus pedazos caen con el trepitar del fuego noche a noche, de esto hace ya tres días. Sus brazos y su cuerpo se vuelven bateas para zarandear la miel y adoberas para cuajarla.
Han pasado algunos días desde este episodio, y Juan de la Rosa se enferma. Una chispa de fuego del caracolí le cayó en la garganta y fue incendiándose por dentro igual que el viejo Murundúa. Nunca más ha vuelto a verse por las orillas del río. Muere y su muerte alcanza también a su familia. En su desesperación, sus parientes buscan a los mamos para que ayuden a reparar el daño, porque el llamado de los ancestros está cubriendo ya a la tercera generación.
El irrespeto de Juan de la Rosa representa para nosotros una de las mayores crisis en la vida de la tradición. Fue por la época en que los labios callaron una lengua melodiosa y fuerte parecida a la de los hermanos Ika; los cuerpos se despojaron definitivamente de su cobertura blanca de mantas cruzadas y pantalones zancones. Los mamos que hablaban del pasado, que acariciaban el poporo y traían de un lado a otro de la boca la masa de saliva, hayo y cal desaparecieron; se borraron también las Teruaricas, el cuerpo de nuestra madre; los pagamentos, donde antes participábamos muchos, llevando piedras, semillas, conchas, algodón y pensamiento se fueron. Cada uno de nosotros empieza a ofrendar como puede, con retazos de conocimiento. Yo conozco este punto, tu conoces aquel otro. Madrugo a cumplir con las obligaciones que tengo con mis ancestros, escondido, para que ninguno me vea. Muchos hacemos lo mismo, pero burlábamos al que se deja descubrir. Antes de salir de casa doy tres vueltas hacia la izquierda y cuido mis espaldas, de los vivos y los muertos. Me vuelvo incertidumbre, angustia, porque no se si la comida que ofrezco puede mantener contento a los verdaderos dueños de mundo. Yo vivo en arriendo. El miedo se apodera de mi en la noche oscura, y se vuelve Caballero, y Kanduruma, y Perro Negro, y Silborcito y todo lo que las sombras pueden dibujar en la penumbra.
Conmigo también jugó la Kanduruma…
Después de tomar unos cuantos tragos de chirrinche, alcohol de caña destilado en un viejo alambique de cobre instalado en una finca del Cerro Güingueka, camino a mi casa en el barrio La Lomita, o San Isidro como algunos insisten en llamarle y allí oigo un pequeño ruido a mis espaldas, ¿un quejido tal vez? El viento frío de la noche lo arrastró hasta mis oidos desde la Loma Blanca, encima del sitio conocido como la Ribería por donde van mis pasos. Nuevamente el ruido. Ahora es como un pujido lo que escucho, justamente en el lugar donde antigua existía una gran piedra, La Piedra Atravesá, volada por la dinamita para dar paso a la calle. Es probable que mis sentidos embriagados me estén jugando un mal rato. Sigo. Mis pies tropiezan con frecuencia en la noche oscura de Atánquez, pues la luna ha retirado su luz del firmamento. Doblo en una de las calles para llegar al Arroyo El Chorro. Lo cruzo en medio de la penumbra con la ayuda de las piedras dispuestas para tal fin, y al llegar a la orilla de la calle cercana, el sonido se hace más evidente. El pujido como temblor de tierra, justo a mis espaldas, hiela la sangre en mis venas, viene de la Piedra Lisa, un lugar de gran misterio, allí se ‘acusó’ una mujer vieja hace ya muchos años. Apresuro mis pasos tanto como puedo. Ahora el pujido está justo a mi lado, arriba, abajo, alrededor. Mis pies se han vuelto de plomo y casi no puedo con su peso cuando logro llegar a mi casa. Empujo la puerta sin tranca y caigo sin sentido.
Me despierto en un día nuevo. Los vecino han acudido ante el aviso de mi familia y rodean el chinchorro de fique en el que descanso. Les cuento mi historia, el ‘chiste’ que me sucedió. Algunos creen que es cosa de borracheras, ‘la pea que traía compadre’. Muchos otros saben quien es la Kanduruma, un ‘aparato’ en forma de mujer, con sexo protuberante que recorre el pueblo. La oyeron cuando subió por el Manguito, cuando llegó al campanario de la iglesia y al sitio conocido como el Descansadero a la entrada del pueblo, la escucharon cuando fue a resguardarse en el barrial de la Cueva en la finca Sevilla. Y me asusto, porque dicen que la Kanduruma es señal de muerte.
Los hermanos Ika llaman Kad’ruma a un pájaro pequeño de plumaje brillante que hace sus nidos en la tierra. De ella me han contado que cuando canta fuerte, anuncia la muerte del hombre, y si su canto es débil, un sonido casi inaudible, predice la muerte de la mujer. Este ‘aparato’ sale principalmente en los sitios donde mis ancestros hacían pagamentos; ellos seguramente si sabían como complacer a los antiguos, pero yo se muy poco; tal vez buscaré a un mamo Kogi de San José, a la Saga Wiwa Ramonita Sauna, o a un sabio de los Arhuacos para que me ayude. Es que los mayores no me hablaron todo con precisión.
Recuerdo que cuando vivía en Guatapurí, la gente decía que la Vieja Guarda y la vieja Meche hablaban la lengua, así que he resuelto llegar a sus casas, sigiloso, a ver si oigo algo. Entonces callan. Siguen hablando castellano. Me estremezco con un grito sonoro: ‘Entre más alambre más hambre’, ‘Zinc, sin-ná van a quedar ustedes’ ‘verán humo por nubes’. Volteo en busca de la voz. Es la vieja Filo. Ella nos pronostica un futuro funesto: Pasaremos hambre, llegaran las enfermedades, no lloverá como antes, la ‘ley’ vendrá muy fuerte.
Sus palabras me causan extrañeza. Yo no veo nada de esto. ¿Qué será lo que va a pasar? Atánquez progresa. El pueblo crece y se desarrolla con las artesanías hechas de fique. Los sacos para empacar café se venden por montones en Valledupar, ya viene entrando la carretera que nos comunica con la ciudad. La gente desea vestirse bien, hablar mejor, asistir a la iglesia, poner una pequeña tienda para vender sus productos, incluso traer mercancía de Valledupar. Pero ya nadie quiere que le llamen indio, los carrizos se han olvidado al polvo, colgados en cualquier pedazo de lata que sobresale de las paredes de las casas; gente ‘grosera’ quema los techos de paja para obligar la entrada del zinc; Kankuamo empieza a sonar a vocablo desconocido. Sólo doce representantes de la tribu Kankuama, antiguos habitantes de Atánquez, quedan en el pueblo. Fue esto lo que vieron Alicia Dussán y Gerardo Reichel Dolmatoff cuando visitaron el pueblo en los años 50.
El pasado que habita este siglo absorbió mi conciencia y la procesión me ha dejado atrás. Los ladridos de un perro me devuelven a este tiempo. Mientras camino con el paso apurado me doy cuenta de que el misterio de la Piedra Atravesá, alto en uno de nuestros recorridos, tampoco lo conocemos.
Alcanzo la procesión en la casa en que vivía José Díaz. Miro los ojos de Rafael Andrés, nuestro Capitán de los Negros. José le entregó a Rafa la tradición para conservarla, y recuerdo los versos en los que dice que ‘no se sale del renglón en estas cosas sagradas’. Él también es invitado a la fiesta…
¡Ay! lo mismo que el primer día yo te hago la invitación
¡Ay! lo mismo que el primer día
Yo te hago la invitación
El Sol ha despuntado en el alba melancólica de la Sierra. Quedo enceguecido por sus rayos. Este recorrido me recuerda cuando vivíamos errantes…
En Usikungüi, un lugar remoto cerca del río Palomino, nacimos nosotros, los Kakatukua. Es una tradición que hoy ya no recordamos, pero que Mamo Rumaldo Gil mantiene intacta en su memoria. Pierdo el rastro para aparecer en la Guajira. La Guajira es desértica, hay poca agua. No es un lugar bueno para vivir. Aquí viven gentes de otra raza, de lengua diferente. Me marcho con mi gente hacia el sur, buscando agua y vida. Fundo un pueblo en Villarueda, y creo que nuestra vida va a retoñar aquí. No es cierto. Ha llegado una gente, ahora sí, muy diferente. Blanca como las burbujas del mar, de pelo negro como semilla de guama y amarillo como barbas de maíz , con lengua extraña, medio cuerpo parece gente, y el otro medio animal. Persigue a mis hermanos, oí que los venció cerca a Taganga, a Gaira, a Minca. Quemamos nuestras casas y nos marchamos.
Los demás se han quedado atrás mientras los mayores avanzamos hacia el lugar. Es una planada extensa cerca al río Candela. Bautizamos el lugar y ahuyentamos los espíritus, quemamos Pune y bailamos chicote. Ahora me encuentro de rodillas haciendo una pequeña grieta para sentar las bases de la iglesia. Otros me acompañan, y otros construyen algunas pocas casas. Miro en las aguas claras de mi pequeño totumo donde puedo mirar el futuro; las gotas que caen de las tumas blancas me dicen que las gentes de poco color se aproximan. Interrumpo el trabajo y decidimos marcharnos. El testigo de nuestro paso por este lugar, lo he visto crecer y derrumbarse en el tiempo: aquí en Iglesia Vieja dejamos a Mamo Kuindo-Naoma, o Kuindonoma.
Mamo Kuindonoma vivió en el tiempo de la morisca, cuando venían a coger a ‘los moros’, sacerdotes antiguos, para bautizarlos…
Kuidonoma se ha ido, la Reina Negra del Molino lo ha mandado a coger a nuestro pueblo para bautizarlo…los Kakatukua hemos sabido que ya murió. Me mandan entonces a traerlo. Yo soy un ‘muco’, un mudo. Emprendo mi viaje hacia esas tierras conocidas pero extrañas para nosotros, La Guajira. El cansancio ya se refleja en mi cuerpo, sólo algunos granos de maíz sin sal acompañan el hambre de mi estómago. Por fortuna, llevo una buena provisión de hayo y cal, para aplacar con mi poporo la sed de esta búsqueda. Cuando llego a mi destino, pregunto por nuestro querido mamo. Hace tres días ya que fue enterrado. Pero yo debo llevarlo a su tierra, para que él pueda protegernos allí. Alguien me informa el sitio de su espera. Lo saco, corto sus partes, las doblo y lo meto en mi mochila grande, mi viejo sususkaro. Entonces retomo mi camino de regreso. Un ramo cortado en el recorrido me ayuda a mantener su cuerpo putrefacto libre de las moscas que no cesan en su empeño de tocarlo. En realidad huele muy mal. Antes de partir me informaron mis mayores que el lugar apropiado para dejarlo era Iglesia Vieja. Allí descargo mis trenzas y nudos de fique y excavo su tumba. Lo deposito en medio de la nube de humo que sale de las hojas de pune y los truenos de un aguacero que se aproxima. Siempre he sabido que cuando muere un personaje grande, la tierra y el cielo se quejan. Recojo piedras de todos los tamaños, de todos los colores y las naturalezas. Las amontono encima de su nueva morada, doy algunas vueltas antes de marcharme…
En la Pila de Piedras de Kuindonoma, confundida y disminuida hoy por el pasto de un potrero reciente, los Kankuamo tenemos la obligación de dejar material del río Candela, que corre en sus cercanías. Así recordamos nuestro paso por este sitio sagrado. Es lo que cuentan Hector, Matías y Narciso en Ramalito.
Se aproxima en la historia sin tiempo el momento de la migración en que los Kankuamo llegamos a Atánquez, pero el recorrido de la procesión de Corpus me llama y yo debo continuar ahora con mis obligaciones…
Llegamos en tropel a la casa del Pajarito, un viejo danzante de Cucamba… oigo la voz de Chico Alvarado, el segundo capitán de los negros y el coro de voces del palenque…
¡Ay! yo tengo mi puesto viejo no puedo pasar de largo
¡Ay! yo tengo mi puesto viejo
No puedo pasar de largo
En esta hora de la mañana, la música estridente de las cantinas de Atánquez no puede acallar nuestros sonidos; los ritmos vallenatos, el merengue y la salsa han intentado avasallar en su empuje de cintas y acetatos con los sones de chicote y las palomas de gaita; música melodiosa que componía Eudosio Pumarejo y Juan Arias; versos gitanos en el tiempo los de Juan Daza y Pedro Carrillo que corrieron de boca en boca hasta llegar a la de Carmen Díaz. Chicote para homenajear a San Isidro Labrador los quince de mayo…
Hoy celebraremos la fiesta de San Isidro, el patrono de las lluvias y la cosecha. Con su nombre bautizaron los cristianos a nuestro pueblo: San Isidro de los Atanques. La imagen que conservamos de él es muy antigua, del primer paso de los españoles; no hay otra igual a esta. La gente acomodada del pueblo, la que vive en los alrededores de La Plaza, le ha traído al patrono bandas de otras partes de la región, para que sus oidos escuchen música de orquesta; mucha gente montada en caballos y otra por sus propios pies, ha venido de San Juan del Cesar y de La Junta, en territorio guajiro; las mujeres de los comerciantes han cubierto su cara con mantillas provenientes de Aruba y Panamá, la moda propia de estos años 40.
Ya vemos llegar también a la gente de los retiros, los que viven en Pontón, en el Hatico, en Coco Solo… distingo en el tropel a Mercedes Gutiérrez con su carrizo. Otra es la gente que viene de Guatapurí y Chemesquemena… aquí vendrá Manuel Montero, el carrizero mayor de San Isidro; él si sabe como asegurar el agua para los cultivos, como llamar ese líquido seminal que preña la tierra. En su camino a Atánquez se ha detenido en el Arroyo del Ave María… su abuelo le enseñó el sitio sagrado para traer la lluvia y también para detenerla: un pozo pequeño donde descansa una tinaja de barro. Seguramente ya la puso boca abajo, porque se vio un rayo que opacó la luz del sol y luego el fuerte trueno que rompe con la serenidad del firmamento. Dicen los Wiwa que en estas tinajas sagradas depositó el Padre Sintana su saliva, y que ésta, reproduce el agua para la tierra.
Lo miro desde lejos y salgo a saludarlo, nos hicimos compadres cuando bautizó con agua a uno de mis hijos menores: fue un parto difícil éste de mi mujer, pero él hizo que el niño saliera con prontitud de su vientre, con sólo llevarle yo un huevo. Así ayuda él a las mujeres cuando paren, porque es muy sabio en la tradición.
Después de una misa larga, llegamos por fin a la procesión. Los carrizeros salen delante y el santo detrás, cargado en hombros de paño bajo el sol abrasador del medio día… Manuel toca la primera nota de su carrizo hembra, después de escuchar el sonido de semilla de la maraca y el pito agudo del macho. Acercándonos a la iglesia, comienza el Son del Aguacero. Su compañero de siempre estremece con fuerza su mano de sonido, y sus pulmones de aire… ‘dele duro –le insiste Manuel– esto apenas es garúa’. Ha comenzado una llovizna suave.
Los que no cabemos en la iglesia nos refugiamos en el mango de Tomasa, en el Higueron de la Iglesia Parroquial. El aguacero amenaza con hacer volar los pocos techos de zinc. El sacerdote español que reside en el pueblo termina la oración cuando sus palabras se vuelven inaudibles ya con el trepitar en el techo de las fuertes gotas que suda el cielo para el inicio de las siembras.
Así lo hacía Manuel Montero, el último de los mamos, el que sabía todas las tradiciones. Pienso ahora como ha decaído la fiesta de San Isidro… me pregunto si ya nadie puede tocarle el Son del Aguacero, si Olguita no ha vuelto a sacarlo al sol, si la vieja tinaja del Ave María se rompió y sus restos se dispersaron y fueron tragados por la tierra… se olvidan las tradiciones.
¡Ay! visitando los altares con la misma voluntad
¡Ay! visitando los altares
Con la misma voluntad
Canta Rafael Andrés y vuelvo a este instante. Nos acercamos a los altares, los altares viejos, los que se sacaban a la procesión cuando Atánquez era un pueblo pequeño; en ese entonces, la vida del pueblo se congregaba en la Plaza. Por eso hay tres altares de un lado y tres al otro de ella. Es obligatorio parar y bailar en estos sitios, aunque en algunos de ellos, ya no se expongan velas ardientes, flores de coral y ángeles humanos. Uno de estos altares es la casa donde vivió el Inspector de Policía de Atánquez, un lote ahora vacío. Otro, es el sitio donde quedaba la antigua escuela parroquial, convertida por el tiempo en el local donde funcionan Telecom y la sede de Asoarda, la Asociación de artesanas de la región de Atánquez. Todo nos llegó al mismo tiempo, la ley, el colegio, y también los curas… así lo dice mi gente hoy: “Cuando los mamos vieron que todo se iba a perder porque llegaron los Capuchinos y el Colegio, mandaron a llamar a los Kogi”.
Corre la séptima y octava década del siglo pasado. Los hechos que mis ojos aprecian suceden uno trás el otro, con tanta rapidez y eficacia que parece no haber poder humano ni divino que los detenga, o por lo menos, los distraiga en sus propósitos. Me pregunto si seré yo tal vez uno de los últimos en soñar con la vida de la tradición. A los pies de esta palma Corúa, un mamo poderoso que vivió en otro tiempo, me encuentro en compañía de algunos Kogi que hemos mandado llamar de San Antonio. Alzo la mirada para ver los fines de este antepasado, y entre el ir y venir del chuscuno en mi poporo, no dejo de preguntarme que pasó, porque los jóvenes ya no me buscan como antigua para solicitar consejo, a donde se han ido los antiguos pagamentos, cuando mi sususkaro cansaba ante el peso de las muchas ofrendas. Primero lo adivinamos nosotros, los Kakatukua, que la tradición se acabaría. Era ya un conocimiento mayor, que venía desde lejos; los Kankuama seríamos los soldados de la Sierra, los que impedirían que la civilización avanzara hasta acabar con las leyes antiguas, y por esto mismo, los que cambiaríamos con el paso del tiempo. Ahora lo sabemos todos aquí reunidos, por adivinación hemos mandado venir a nuestros hermanos.
El principio de un fin sin rumbo y sin término, lo observé desde mi sitio de encuentro de pasado-presente. Mi pueblo, metido en el valle del río Candela y de numerosos arroyos, construido de frente al cerro Juaneta, se levanta hoy con 86 casas de bahareque y techo de paja; tiene la pequeñez con que se reproduciría Chemesquemena en un futuro lejano, inscrito en una geografía diferente. Mi gente se dedica hoy a la producción de panela, alfandoques y mieles que al decir de los comerciantes, tienen mucha fama en las regiones llamadas Padillal y Valledupar, incluso en algunos pueblos lejanos, situados en tierras que salen de los nuevos límites que han puesto a estas suelos, que nombran ahora como Estado del Magdalena.
La gente española que habitó nuestras tierras de la parte baja, la que hizo el Hato de Rioseco y las haciendas del Patillal, cerca a Villarueda, tienen cría de ganado, ganado que come de nuestras labranzas y destruye nuestros magueyales. Aquí no acostumbrabamos a estas carnes, iguana y pescado sin sal, ñeque, guaratinaja y pava de monte comíamos antes; la gente que ahora gusta comer con otros sabores, trae carne salada o reses vivas para sacrificarlas en el pueblo y vender. La situación de la comida no es muy buena, escasean provisiones necesarias como el maíz. Solo por épocas veo partir mulas y bestias cargadas con papas y arracachas para comerciar en el valle.
El pueblo se encuentra enredado en una maraña de hilos que salen de las casas, atraviesan los arroyos, se anudan en los árboles, rastrean el suelo, cortan el aire. Un sonido como de abejas interrumpe el silencio del día. Mujeres y niños sacan ruido y fibra de las carrumbas día a día para tejer mochilas, talegas, icos, chinchorros, cabuyas, cabezadas para jáquimas, cinchas y guruperas. En las mochilas que viajan a Magdalena y Bolívar, se irán tal vez con el tiempo las señas, colores y dibujos que nos distinguen a los Kakatukua.
Últimamente nos ha llegado por aquí un visitante, Prefecto se hace llamar; es una autoridad que ha mandado el Gobierno para traernos su ley, dar órdenes, explorar nuestras tierras y traernos la civilización. Nuestra sierra ha se ha convertido en El Territorio Nacional de Nevada y Motilones. He visto que muchas personas se acercan para poner quejas sobre la invasión del ganado ajeno en los cultivos, para denunciar el mucho consumo de chirrinche, para pedir instrucciones sobre la reparación de la iglesia, porque se acerca la fiesta de San isidro Labrador.
El Prefecto viaja constantemente a parajes retirados de Atánquez, tratando de convencer a los Kogi y Wiwa de Surivaca, Serumunsgüi, Donachuí y El Potrero paraa que se instalen en las sabanas de Sanm José. Ellos han venido de San Antonio, San Miguel y el Rosario huyendo del acoso de los comerciantes y colonos que los obligan a regalarles sus reses y a pagar multas por fantasías. Los Kankuamo los habíamos invitado a nuestras tierras, para habitarlas en calidad de préstamo, nuestro territorio de Chendúkua, Kamíntukua, Avingüe, La Macana y San José. Ahora han llegado para resguardar nuestros conocimientos y ayudarnos en el futuro. Ese es nuestro pacto. Ahora nuestros hermanos bajan de San José a Atánquez, para visitarnos con bueyes cargados de plátanos, arracachas, papas y otras hortalizas. Antes solo venían cuando necesitaban sal, el único producto que solicitaban a cambio de sus bienes. Ellos no hablan aún el castellano y no conocen las armas de fuego.
Ya son muchos los civilizados o españoles que viven ahora entre nosotros. Han venido de San Juan del Cesar, Corral de Piedra, Fonseca y Riohacha huyendo de una plaga de langostas que acabó con sus cultivos. Ellos intercambian tierras, y han instalado tiendas para comerciar nuestros productos, viven por momentos cortos con algunas de nuestras mujeres, y dejan numerosos hijos a los que hacen regalos ocasionales, pero muchos hilos deben hilarse y corcharse para sostenerlos. Han empezado a ocupar las casas de los alrededores de la Plaza del Pueblo y poco a poco nosotros vamos ascendiendo a las partes altas.
Veo pasar todas las mañanas a muchos niños hacia la plaza. Van al nuevo colegio a aprender cosas ajenas…aritmética, gramática castellana, urbanidad, religión, geografía, historia patria. Al principio, cuando el gobierno mandó al maestro, eran pocos, ahora son ya 50. Se han instalado con sus sillas y mesas, libros y plumas en un pequeño salón separado por adobes de la cárcel pública. Si la luz de mis ojos ilumina el salón a través de una pequeña rendija, los veo arrodillados, mirando inermes y reproduciendo con su mano, la figura de una cruz clavada en la pared.
Espero mientras pasa un sol viejo y es reemplazado por uno joven una y otra vez. Vemos partir a dos de nuestros hijos a Santa Marta. A su educación se dedicó con esmero este profesor Juan José Cabas. Los despedimos a la salida del pueblo cuando el sol despunta en el alba. Nicanor Montero y Cornelio Arias se marchan al Seminario a completar sus estudios. Algunos soles pasan mientras esperamos su regreso. Cabello muy corto, pies cubiertos de cuero, tela de lino acartonado por almidón, ideas nuevas y extrañas en sus cabezas, nuevos niños para educar: es la semilla de la civilización que ha llegado a nuestras tierras. Cornelio camina a la Guajira para morir en una guerra ajena, la que llamaron … “de los mil días”. Nicanor se queda como profesor, con sus libros de cuero y sus ideas de civilizado, Hermano del Santísimo, devoto de la Custodia, aferrado a la vida que le concedió la tradición, cuando escuchó en una noche de poco sueño, sonar la campanilla de las procesiones del cura que anunciaba su destino.
Así van acabando las costumbres. Ya lo veo. Nuestra lengua, diferente a la de los Kogi, los Wiwa y los Ijka se ha ido silenciando sin afanes pero con firmeza. Parado en el atrio de la iglesia, asisto al festejo de San Isidro Labrador; ha venido hasta aquí un cura llamado Rafael Celedón para rendirle los honores al patrono del pueblo. Miro sus ojos examinar a mi gente: el vestido que antes reflejaba los rayos del sol, ha sido cambiado por sacos y pantalones largos en los hombres y trajes comprados en tienda para las mujeres; los pies libres están ahora aprisionados por medias y botines; el cabello largo que antes ondeaba con la brisa, ha sido recortado y domado con peines bajo el sombrero. Al salir, muchos confunden su rostro con el humo de los cigarros. Se habla mal el castellano, pero los jóvenes se niegan ha deletrear la lengua del Kankui, porque no corresponde a sus nuevas vestimentas. El sacerdote tropieza sus ojos con los míos mientras juego con el poporo en mi mano, y llevo de un lado a otro de mi boca, la saliva, el hayo y la cal. En mi mirada conoce que mi vejez se resiste a ser devorada por costumbres que no conocieron mis mayores.
Ha sido el cura Celedón el que presentó ante el gobierno la idea de traer curas para vivir en nuestro pueblo. Ellos llegan con sus cabezas limpias de cabello, sus mantas oscuras que se confunden con la tierra, sus cruces en el centro del pecho. De Valencia han venido, tierra de los españoles. Aquí dicen misas, celebran matrimonios y bautizos, toman el control del colegio, prohiben hablar la lengua, vestirse con mantas, practicar ‘costumbres gentiles’ como llaman a nuestras creencias. He oído que persiguen a los Kogi, a los Ijka y a los Wiwa, les quitan a sus hijos para educarlos en otras leyes; ellos fundaron orfelinatos para niños con familias numerosas en Nabusímake y la Sierrita. No entran en acuerdo con los mamos y las autoridades nuestras y tratan de imponernos otra civilización.
Toco la música de tradición y mi mente va guardando todos los cambios. Esto es algo que aún no hemos perdido, el carrizo. He olvidado por un instante el presente, sonrío y mi cuerpo se balancea al ritmo de mis hombros y la música de chicote; metido en medio de la rueda humana que gira a mi alrededor con los brazos enlazados, abro y cierro los ojos, mientras veo el círculo agrandarse y empequeñecerse una y otra vez. Veo a mi gente tomar forma de monos o tigres, gallinazos, culebras o toros… gritar para poner son a los bailes heredados.
Ay! Santísimo Sacramento llegó el Palenque de negros
Ay! Santísimo Sacramento
Llegó el palenque de negros
Me uno a los danzantes en la procesión, ya estamos frente a las puertas de la iglesia. Las campanas suenan desde nuestro arribo a la plaza. Niños inquietos suben al campanario y agitan con fuerza, entre gritos y chiflidos, estos sordos tambores de metal. Las Cucambas han llegado al atrio a bailar con mucha fuerza, moviéndose con reverencia, haciendo sonar sus maracas y su tambor. Se retiran y dan paso a los diablos. Ellos ya venían gritando desde el último altar; se muestran desafiantes, retadores. ¡Je, je, je, je! una y otra vez. Entro en su rueda y bailo corriendo por todo el ancho del atrio que nos ha dejado el público numeroso. Mis gritos suenan amenazantes, mis brazos se agitan en el aire y golpeo con mis puños cerrados las puertas de la iglesia para retirarme con prontitud. Entonces se presentan los negros para ahuyentar a los diablos con el verso de sus voces. No puedo hacer que mis pies se mantengan firmes y comienzo a bailar su danza. Me gusta bailar al lado de Chema, porque él aún baila como en antigua. Un pie cae atrás del otro para acompañar la resonancia de la caja, la voz de Chico Alvarado que reemplaza a Rafa, ahora arrodillado, con su sombrero en la mano, renovando su devoción y sus promesas.
Filtro mi cuerpo entre las personas y me detengo frente al campanario. Vienen a mis recuerdos las palabras de Rafael Ramón y Andrés Arias: “Atánquez se fundó en compañía con los españoles, ya ellos vinieron y entonces hicieron la iglesia aquí… debajo del campanario está enterrado Mamo Tutaka”.
Entonces se consolidaron los tiempos…
Todos esperamos mientras los mamos adivinan a donde marcharnos ahora que dejamos Iglesia Vieja. Con sus totumas y bunkuekas se han ido a la Loma, Tutaka, Kunchaca, Crespo, Güingueka y Duriba. Mamo Tutaka adivina el lugar exacto donde debe fundarse Atánquez y por eso a él lo enterramos debajo del campanario de la Iglesia. Con la llegada a este pueblo, a los Kakatukua nos fue entregado un territorio propio y pudimos poner fin a nuestra errancia. Se que este es nuestro territorio porque veo a los mamas partir con sus sususkaros llenos de ofrendas para hacer los pagamentos. Comienzan a pagar en los puntos sagrados de la margen derecha del río Badillo, que es la que nos corresponde, hasta un pozo que llaman Pozo Sabana del Toro; de aquí, parten camino de tierra, ofreciendo en cada punto indicado, hasta llegar al Pozo de los Ceibotes en el río Guatapurí; suben por la margen izquierda, dejando algodón y semillas en los diferentes pozuelos que forman las piedras, hasta llegar a la unión del río con el arroyo El Templao; toman entonces el curso de este arroyo hasta subir al cerro El Burro, cerca a San Sebastián, y de allí remontan filo por filo la serranía y alcanzan la laguna de Curiba, hasta Chinkuámake y luego el nacimiento del río Badillo, donde depositan conchas, piedra de mar, bunkuitse, mamayere, chingamoco verde y con esta comida, cierran el círculo. Así los mayores aseguran nuestro derecho a vivir aquí, dando comida a los dueños verdaderos de esta tierra que nosotros habitamos como en alquiler.
El collar de pagamentos que los mamos realizan, acordona tierra caliente y fría, húmeda y seca, nieve y cactus, montaña y sabana, la tierra de nosotros, el significado de Kankuamo. Dentro de nuestro territorio hay puntos de encuentro con los Ikas, Wiwas y Kogi, como el Boquete que mira el Valle del río Cesar y las lejanas sabanas de la Guajira, pero nuestros hermanos tienen sus puntos propios para resguardar: a los Wiwa les corresponde desde la margen izquierda del río Badillo, a los Ika, a partir de la margen derecha del río Guatapurí, y a los Kogi, la vertiente norte de la Sierra.
Así fue como empezó la construcción de este pueblo, en compañía de los españoles. Ellos vienen con nosotros y ya hemos empezado a edificar la iglesia…
Sentado en la plaza del pueblo miro a los albañiles, gente negra, derribar una vez más los muros del templo que nace, para emprender la construcción nuevamente. Cinco veces han levantado ya los paredes, pero cuando llevan unos dos metros de altura se desboronan como el pan seco. La Chucuarasón, una niña hija de un mama habitante del cerro Juaneta, observa también a mi lado el trabajo de los constructores. Ella se acerca a regalar al Capitán de la cuadrilla unos guineos verdes que trajo de su roza, y él le comenta su extrañeza lo que ocurre, mientras da la orden de seguir haciendo ladrillos de adobe, como panelas de barro. Oigo el saludo que la Chucuara me dirige cuando se despide y la veo perderse por las calles en busca del camino a su casa.
A los pocos días, la niña y yo nos encontramos en la entrada del pueblo que conduce al vientre de la Sierra. Ella viene hoy acompañada de su padre para hablar con el albañil encargado de construir la iglesia. Trás muchas horas de adivinación, el mama comprende que cuando se excavaron las bases para la edificación, fueron removidos los huesos de un antiguo sacerdote indígena, cuyo espíritu intranquilo, derrumba una y otra vez los muros que se levantan. El capitán se marcha con el mama para hacer el trabajo tradicional y los pagamentos necesarios que devuelvan el reposo al viejo mama Tutaka. Después de esto, mis ojos ven como se levantan seguros los muros de la iglesia y miran también partir de Atánquez, al obrero negro encargado de la obra.
Corren los primeros años del siglo XIX cuando el sacerdote José Francisco Miranda nos reúne a todos los hombres en la Plaza de Atánquez para iniciar la construcción de la iglesia. Para construirla, el sacerdote José Francisco Miranda ha reunido a todos los hombres en la Plaza de Atánquez. Él nos ha dicho que debemos participar en acopiar los materiales necesarios para levantar el templo arruinado ahora por el fuego. En el último verano, vi desde mi parcela de revuelto en Chingaka, como se quemaba el techo de paja, en las épocas anteriores a la lluvia, nosotros quemamos pedazos de tierra para preparar el terreno de las siembras, limpiarlo de yerbas y animales, pero hay llamas que se escapan de nuestra vigilancia, van a parar en Atánquez y terminan por incendiar la casa de las misas, los bautizos y los matrimonios. Para la construcción hemos decidido aportar también raciones de bastimento.
En busca de materiales, mis pasos recorren la distancia que me lleva hasta Cargamíntukua. De allí traemos las piedras necesarias para poner el piso a la iglesia, porque son piedras como lajas, con colores verdes y rosados, con diseños extraños en su interior. Mis mayores han señalado que son estas las piedras apropiadas, y ahora recuerdo cuando acompañé a algunos de ellos a buscar material en este lugar y también en Curubíntukua para hacer los pagamentos que requerían los dueños del mundo. Dicen los mamos que son estos dos sitios los que le dejaron a los Kankuamo para resguardarlos y tomar el material para hacer sus ofrendas, porque los Kogi, los Ika y los Wiwa, tienen los suyos propios.
Otra parte de mi gente se ha ido hasta sitios de árboles altos y gruesos, a cortar madera de caracolí, higuerón y carreto para sostener el nuevo techo. El Padre Miranda acopió algunas tejas que remplazaran la vieja y tibia paja de monte. Los caminos y senderos que hemos trazado en este territorio nuestro tan quebrado, hacen difícil el paso de mulas y nosotros debemos trasladar el material en nuestros hombros; cada tarde nuestras familias nos ven llegar cansados, después de esta dura jornada de trabajo.
Hemos ido a hablar con el padre Miranda para que se nos exima del pago de tributo al gobierno español, pues no alcanzamos a pagar los 4 pesos que se exigen por las muchas obligaciones que tenemos ahora, en este tiempo de construcción de la iglesia. Mucha posibilidad hay de que sea atendida nuestra petición, porque la ley de Santa Marta y Santa Fe, se encuentran a gusto con nuestro comportamiento…
Detenido en una de las calles cercanas, miro a mis amigos y familiares adentrarse en la vieja iglesia, oír la voz destemplada del cura, ver sus movimientos parsimoniosos mientras celebra una de las misas obligatorias del año, después de la cual, niños y adultos se quedan escuchando y repitiendo una tras otra, las palabras que el sacerdote recita, entendiendo o sin entender, aprendiendo la doctrina. Algunas veces, ponen su palabra y sus acciones en el iodo de este ministro, al que no veo llevar nunca las hojas de maíz necesarias para ofrecer a los viejos que vivieron en antigua el pensamiento de sus descendientes.
Tal vez lo que más agrada de nuestro comportamiento, es que tratamos a los españoles con familiaridad y que, a diferencia de otros, labramos las tierras en las cercanías del pueblo y ya no nos trasladamos como antes a otros climas, a cultivar otros frutos. Desde que llegó el cura Joseph Pacheco a mediados de la séptima década del siglo XVIII, nosotros habitamos permanentemente en Atánquez, porque hemos aprendido a cultivar la caña de azúcar, para producir mieles y panela. Es a partir de este momento, cuando empezamos a perder las tierras bajas y cálidas de nuestros territorios ancestrales, habitados ahora por españoles que crían ganado, cultivan plátano y maíz, viven en casas grandes, con esclavos de piel negra.
Baila el palenque de negros
Baila el palenque de negros
Las danzas ya se han perdido en el final de la calle cuando retorno a este presente. Sin embargo, no me apresuro por alcanzarlas, y me quedo detenido en el centro de la Plaza, en el lugar preciso en que se encontraba la piedra de Manzanares, enterrada por el implacable afán civilizatorio de un inspector rígido de los años 50. El jueves próximo día de la octava de Corpus, bailaremos aquí, se retarán los diablos y los negros, resguardados por las cucambas en un juego que manda la tradición antes de despedir la fiesta con el último recorrido, el de la “Sierra sin ná”. Yo les contaré uno de los versos que acompañan el círculo de danza del pagamento de Manzanares…
Ya el combate se ofreció de los diablos con los negros.
Ya el combate se ofeció.
De los diablos con los negros
Visitar a Manzanares, es evocar la época de los Moros, los indios sin bautizo que refugiados en los pliegues de las montañas, huían del contacto con los curas y los españoles. A ellos los conoció el Monje Fray Francisco Romero a finales del siglo XVII.
Una vez más, vengo hoy de mi raza con el mochilón lleno de yuca, guineo, malanga y ñame; desde mi camino sembrado de piedras, alcanzo a percibir el ambiente de tensión en que se encuentra Atánquez. Suelto mi carga y subo a un viejo guayabo para ver mejor. Mi gente en silencio recibe la visita de esos personajes extraños, que han venido algunas otras veces en nuestra búsqueda. Oigo mencionar mi nombre, y sé que me esperan para hablar con un blanco desconocido, de pelo en la cara, cubierto con una túnica café que roza la tierra, con la cabeza casi tan pelada como el fruto del totumo.
Bajo rápidamente de mi sitio y salgo a enfrentar con las pocas palabras que sé de su desconocida lengua a nuestros visitantes. Mientras lo conduzco a su sitio de hospedaje, me hace saber su intención de hablar con mis mayores, con nuestro “cacique” en la noche de ese día. Me comprometo a visitarlo en el ocaso del día próximo para tratar los asuntos tan importantes que debe comunicarnos; la existencia de Dios y el Rey.
Cuando la luna comienza a bañar de luz el valle en que vivimos, veo salir cuidadosamente el monje de su casa. El cree no ser visto, pero mis ojos más acostumbrados que los suyos a la oscuridad, a las sombras de la noche, a los ruidos en el silencio, lo siguen en sus pasos. Tropezando donde mis pies se afirman seguros, va de un lado a otro en una búsqueda que no puedo precisar. En la cima de una de las lomas cercanas, parece encontrar el objeto de su inquietud. Lo oigo decir “sansamaría”, y entiendo que persigue la ubicación de nuestras Teruaricas. Lo observo poner su ojo curioso en una de las rendijas que permite la delgadez de la paja de paíamo que cubre estas casas grandes, el cuerpo de nuestra madre.
En esta noche, los mamos se encuentran reunidos; en silencio, con los ojos absortos en el fuego, ellos piensan y viajan hasta antigua, tal vez a los primeros tiempos. El mayor de todos se levanta y con movimientos muy lentos toma varios puñados de granos de maíz y los vierte een un recipiente de cerámica lleno de agua fría que un joven trajo en su calabazo. Después de esto, sirve a cada uno de los sistentes un poco, sin sal y ésta es la comida que hacen en toda la noche.
Transcurrido algún tiempo, el mamo que preside la reunión, saca de su mochila dos máscaras de madera labradas, pero cuyo color es imposible descifrar en esta oscuridad semi-iluminada del templo. Entrega una a otro de nuestros viejos y guarda una para sí. Cubren sus caras con las tallas de madera y comienzan a bailar dando vueltas alrededor de la teruarica, mientras los otros encienden hojas de pune o frailejón para acompañarlos en su danza.
Vencidos por el sueño, El Fray se dispone ahora a descansar y yo hago lo mismo sólo cuando los expectores de su pecho, me aseguran que él ha conciliado ya un sueño profundo.
Bien entrada la noche del momento acordado para el encuentro, llegamos a la casa de nuestro huésped, quien nos recibe con excesivas demostraciones de cariño; embelesado en el movimiento de sus labios, en la textura de sus palabras, permanezco en mi banco, tratando de concentrarme y entender mejor las frases que debo traducir después a mis mayores. Es así como nos enteramos que este hombre viene de un lugar remoto, que se extiende más allá de nuestras fronteras. al que llama Perú; dice haber llegado a nuestras tierras pasando muchas dificultades, y en nombre de alguien que ha creado los cielos y la tierra al igual que de parte de un Rey, el mayor monarca que las Indias y España han podido conocer.
Sus palabras me revelan también lo que sus acciones de la noche me habían indicado: el desea conocer lo que nosotros llamamos Sansamarías; dice hacer iodo en la ciudad del Valle que estos Templos nuestros se encuentran dedicados al demonio, a quien nosotros hacemos sacrificios de piedras labradas, ropas, alhajas y no sé cuantas cosas más.
Cuando el tono de su voz comienza a subir y sus brazos se pasean como alas sobre nuestras cabezas, nos enfrentamos con una talla de madera en la que un palo se superpone y cruza con el otro; es una cruz que dice vencer a Cabisurí, Dunama y Maotama, los ídolos que según sus conocimientos veneramos en nuestras Teruaricas. Con las palabras retumbando aún en nuestros oídos, salimos de aquella casa y duramos pensando todo el tiempo que habita la noche.
Manteniendo los ojos muy abiertos y los puños bien cerrados miro junto a mis compañereos arder en distintos puntos diez de nuestras casas sagradas. Este monje viajero, agitado hasta la demencia, pone fuego aquí, allá y más acá auxiliado por los soldados españoles que lo acompañan. Bajo los destellos del fuego que brilla como cuchillos en la noche, oigo la reprimenda y la prédica y resuenan en mi cabeza palabras como “ídolos”, “pecados”, “demonio”.
Mis ojos se desvían de Manzanares cuando los versos de Chico Alvarado conquistan mis pensamientos…
A la hora de la misa para volverte a bailar
A la hora de la misa
para volverte a bailar
Camino a la casa del viejo Pajarito y recuerdo las palabras que oí de Rumaldo Gil en una de sus noches de antigua: “ Kankuamo era moro, ese no sabia comé ni gallina, ni puerco, ni sal, ni guineo, nada, nada. Moro, moro. Eso bailaba con sansamaría y con máscara, así, grande. Moro, Kankui legítimo”.
Como haré para olvidar al difunto pajarito
Como haré para olvidar
al difunto pajarito
Hemos llegado al fin de nuestro recorrido, y estamos aún en las puertas de la fiesta. Faltaran muchos lugares por visitar en el momento que les ha sido señalado por la tradición, muchos versos deben entonarse también durante este día que apenas nace, y la octava de esta celebración; nos encontramos en la Piedra Atravesá, en la Piedra Lisa para develar el destino, en el cementerio para bailar con los que ya marcharon, en las casas de los danzantes para complacer a sus familias.
Ahora que veo a todos marcharse, me siento en la pequeña calle vacía. Pienso entonces en mis compañeros de baile, en los espectadores, en los niños que corren descalzos detrás de nosotros, en los amigos de los otros pueblos que nos visitan, en la gente que vivió antes y que ha sido convocada a reunirse en la fiesta; pienso también en este renacer Kankaumo, resurgir lleno de preguntas y tareas: recuperar las tradiciones, contar de nuevo las ya viejas historias, alimentar a los ancestros y dueños del mundo en los lugares precisos, desempolvar las congas para enseñar a tocar música de Chicote, volver a hablar con nuestros hermanos Kogi, Ika y Wiwa, retomar el lugar que nos fue dejado en la Sierra Nevada para cuidar del mundo. En todo esto piensa también mi gente cuando se reúne cada fin de semana desde Guatapurí hasta Rioseco: ¿Cómo nombrarse indio otra vez después del silencio?
Camino sin prisa al lugar que habito, para regresar con prontitud a la hora de la Misa. He recorrido durante la fiesta el pueblo y también la historia, y se preguntaran por que yo se de nuestro pasado y porque tengo un lugar en todos los tiempos: yo soy un Sixquiyani, un ancestro de los Kankuamo. Por eso este año, como todos, yo he venido al Corpus Chisti, para revivir las tradiciones, para recrear la vida. Presente en todos los tiempos, sobrevino a los avatares de la memoria, con el copaje de diablo, el atuendo de la Kanduruma o el relincho del Caballero, refugiado en los pozos oscuros o en el pico de los cerros, en el frío de la laguna helada, en el sopor de las tierras cálidas. Después del juego en Manzanares, regresaré nuevamente a las entrañas de la Sierra…
Se va a la Sierra sin ná
que dolor llevo en el alma
se va a la sierra sin ná’