Por Pedro CAYUQUEO / Periódico Azkintuwe - Tuesday, Apr. 26, 2005 at 5:18 PM Indymedia Arfentina
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El arribo del etnonacionalismo
En la inmensidad del altiplano de Bolivia, el poderoso Movimiento Indio Pachakutik (MIP) llama sin rodeos a sabotear la República Boliviana y a construir un Estado solo para los Aymara. En Groenlandia, en tanto, los líderes políticos del pueblo Inuit consolidan un sistema de autogobierno basado en el pluralismo étnico y la democracia participativa. Desde trincheras aparentemente opuestas, el etnonacionalismo radical y excluyente de Quispe, junto al nacionalismo cívico y marcadamente europeo de los Inuit, representan las dos caras de un proceso de reafirmación de las identidades étnicas que comienza a manifestarse con fuerza hoy en día en el Wallmapu. ¿Hacía dónde apuntamos en Chile los mapuche?
“No cabe duda de que (los mapuche) renunciaron a derechos ancestrales, que aceptaron la dominación y que, adaptándose a ella, han mirado hacia el futuro”.
Sergio Villalobos, historiador / 14 Mayo de 2000, El Mercurio.
En la inmensidad del altiplano de Bolivia, el formidable ascenso electoral en los últimos años del poderoso Movimiento Indio Pachakutik (MIP), liderado por el Mallku Felipe Quispe, preocupa de sobremanera a los administradores “blancos” del gobierno. Quispe, otrora miembro de Ofensiva Roja de Ayllus Kataristas y ex líder del desaparecido Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK) ya no lidera en el altiplano acciones armadas, pero tampoco quiere la paz con el Estado boliviano. Por el contrario, tanto desde la poderosa Confederación Sindical Única de Campesinos Trabajadores de Bolivia (CSUCTB) que encabeza, como del propio Parlamento cuya composición aymara resulta gravitante para sus objetivos, llama sin rodeos a sabotear la República Boliviana. Todo ello, en momentos en que una grave crisis político-social amenaza con derrumbar la gestión del presidente Carlos Mesa.
Los seguidores aymara de Felipe Quispe, de marcada orientación indiano-marxista en su discurso, ansían la creación de un Estado Autónomo Aymará, independiente de Bolivia y basado en las comunidades igualitarias agropecuarias (ayllus) que sus ancestros mantenían en el Kollasuyo, su antiguo y vasto territorio histórico que bordea el Titicaca y comprende parte de los actuales Estados de Perú, Chile y Bolivia. Si bien en un principio Quispe trabajó junto a Evo Morales bajo la Coordinadora de la Confederación de Productores de Coca, las relaciones entre ambos hoy son complejas. Morales, también aymara, diputado y líder del Movimiento al Socialismo (MAS), opone al irredentismo radical de Quispe una posición de respeto a la soberanía del Estado y de reconocimiento al pluralismo étnico de la sociedad boliviana, todo ello impregnado de un fuerte discurso anti-imperialista norteamericano. Los aymara del MIP, por cierto, comparten ese rechazo a la hegemonía de los EE.UU en la región. Pero a diferencia de Morales, también rechazan a Bolivia y a todo lo que huela a “blancos”.
El nacionalismo separatista aymara de Quispe, heredero de las ideas de José Stalin y el peruano Eudocio Ravínes, quienes en los años 30′ pedían la formación de estados independientes quechua y aymara en el Cono Sur, se ha caracterizado por una posición excluyente hacia los no aymaras. Según Bigio (2002), el discurso de Quispe es confrontacional y está dirigido sólo a los aymaras (1). Asimismo, es hostil al clero católico y abiertamente promueve la religión cósmica, así como el culto a una serie de deidades prehispánicas, todo ello a pesar de declararse marxista. El llama a echar a la policía, la tricolor boliviana y las instituciones estatales en las zonas campesinas donde tiene presencia e instalar allí un sistema socialista basado en el trueque y no en el mercado. Desea, además, que las comunidades puedan elegir a sus propias autoridades estatales y autogobernarse.
Como contrapartida, los Inuit, quizás el único pueblo indígena que a conquistado verdaderas reivindicaciones de autonomía, desarrollan en el Ártico un discurso nacionalista pluralista y democrático. Los Inuit tienen ramificaciones en todo el Polo Norte, desde Alaska, Yukón, Québec y Newfoundland hasta Groenlandia, en Norteamérica, llegando a Escandinavia e incluso la lejana Rusia. En Nunavut (Canadá) se reconoce la autodeterminación inuit desde hace 5 años. Su gobierno está basado en lo que llaman el “inuit quajimajatuqangit”, o “modo de ser” de los inuit, cuerpo de principios y valores que concentran la filosofía y prácticas de la mayoría y que guían las decisiones de las autoridades. En Kalaallit Nunaat (Groenlandia-Dinamarca), en tanto, una pluralidad de partidos políticos, incluido los nacionalistas Inuit (Partido Siumut, “adelante”, de tendencia socialista), disputan cada cuatro años el mando de una administración estatal autónoma con más de dos décadas de historia (2).
Si bien desde el punto de vista legislativo los Inuit de Groenlandia dependen oficialmente del Parlamento danés (Folketingen), en la práctica su Asamblea Territorial (Landstinget) tiene atribuidos los poderes legislativos en prácticamente todos los ámbitos, llevando a la práctica un sistema de gobierno que ha reforzado la identidad nacional Inuit a grados insospechados. Y no solo en Groenlandia. Kalaallit Nunaat ha conseguido labrarse además una imagen a nivel mundial y juega un papel fundamental en el Inuit Circumpolar Conference (ICC), fundado en 1977 como organismo unificador de todos los grupos inuits de Groenlandia, Canadá, Alaska y Siberia. El ICC cumple desde su origen una importante labor en materia de promoción de los derechos indígenas y se ha transformado con los años en una poderosa plataforma que les permite a los Inuit -como Pueblo- hacer valer sus puntos de vista ante gobiernos y diversos organismos internacionales (3).
Los ejemplos Aymara e Inuit, elegidos de un abanico de experiencias de luchas hoy presentes en diversos países y continentes, permiten graficar por un lado la vitalidad de aquello que algunos estudiosos han denominado la emergencia de la “cuestión indígena” (Bengoa, 2000) y, por otro, el arribo –para algunos sorprendente, para otros inexistente- del “etnonacionalismo” en algunos procesos de lucha de los denominados pueblos “indígenas” (Lavanchy; 1999: Saavedra, 2002). Por mi parte, sostengo y a despecho de aquellos que sólo ven en las expresiones de lucha de nuestro pueblo el mero descontento de “campesinos pobres”, “indígenas proletarizados” o “descendientes de antiguos araucanos” (cuando no la acción de subversivos terroristas extranjeros e “infiltrados”, tal como lo asegura la derecha empresarial y lo pregona El Mercurio), que en Chile este arribo de la demanda etnonacional tiene nombre y apellido: se denomina Pueblo Nación Mapuche.
Un pueblo en marcha
El último período de movilizaciones en la zona sur de Chile (1998-2003) creo marcará un hito en la evolución política del movimiento mapuche contemporáneo. Poco importa que las organizaciones y comunidades movilizadas sean hoy las menos, amen de una efectiva combinación de medidas represivas y paliativos económicos destinados por el gobierno a neutralizar y desmovilizar a la mayoría. Poco importa, ya que los grandes avances del movimiento mapuche se relacionan más bien con la oportuna inclusión de elementos político-ideológicos de indudable trascendencia en nuestra búsqueda como pueblo de mayores espacios de libertad y no precisamente en la cantidad o no de hectáreas de tierras recuperadas a grupos empresariales del rubro forestal. Conceptos como autodeterminación, autonomía, territorio, autogobierno, posibles de escuchar en boca de dirigentes de distinto signo, configuran un nuevo escenario donde la ventaja, al menos en el plano de la formulación de nuevas ideas, pareciera estar por lo pronto de nuestro lado.
Se trata sin duda de un avance en la elaboración de un discurso político-ideológico que se manifiesta todavía de manera confusa y contradictoria al interior de las organizaciones que se auto identifican como “autonomistas” (Aukiñ Wallmapu Ngulam, Identidades Territoriales) así como en aquellas con pretensiones de vanguardia “nacionalista, anticapitalista y revolucionaria” (Coordinadora Arauko-Malleko y Meli Witran Mapu) (4). Sin embargo, quiéralo o no reconocer el gobierno, la clase política, los gremios empresariales e incluso sectores académicos indigenistas, conceptos como autodeterminación y autonomía, parecieran haber llegado a las filas de un sector del movimiento mapuche para quedarse.
Si bien el conflicto mapuche se ha centrado históricamente en la reivindicación por tierras usurpadas (demanda “etnogremial campesina”, según José Marimán), lo cierto es que poco a poco un discurso etnonacional comienza a salir a la luz pública. Siguiendo a Rolf Foerster, el tránsito hacia lo etnonacional de al menos un sector del Pueblo Mapuche en Chile se puede observar claramente en las siguientes demandas: reconocimiento constitucional de los derechos mapuche como pueblo distinto del chileno; recuperación de la autonomía política y creación de instituciones (como, por ejemplo, un Parlamento Autónomo Mapuche) que permitan la autodeter-minación y la participación mapuche alrededor del Estado y no dentro de él; así como la restitución de los territorios ocupados históricamente por nuestras comunidades, incluyendo el control y la propiedad sobre los recursos territoriales allí existentes (5).
Actualmente, diversas organizaciones están pasando de la demanda etnogremial campesina a plantear objetivos de mayor alcance y que resultarán definitorios para nuestro futuro como colectividad. Y no pocas han puesto en el tapete, al menos a nivel discursivo, el derecho que nos asiste a la autodeterminación, ya sea en su modalidad de autodeterminación externa (independencia) o interna (autonomía), según lo reconoce y permite el derecho internacional. Actualmente, no solo un pequeño grupo de intelectuales mapuche, con postgrados en prestigiosas academias europeas y norteamericanas, ven para nuestro pueblo un escenario de lucha distinto. Una nueva camada de líderes (generación de recambio), sectores cada vez más amplios de jóvenes urbanos, estudiantes con formación universitaria e incluso profesionales vinculados al mundo estatal y privado, consideran que la histórica demanda etnogremial (campesino-territorial) del pasado debiera dar paso a una lucha de carácter nacionalitaria por mayores espacios de participación y control político sobre nuestro destino.
Se podrá argumentar que son pocos, tal vez una ínfima minoría quienes asumen hoy esta embrionaria postura nacionalista. Es posible. Sin embargo, hay está, avanzando, la idea de una nacionalidad y de un orgullo mapuche distinto del chileno (e incluso del argentino en Puelmapu). ¿Una moda pasajera? Todo apunta –y las actuaciones represivas del gobierno vaya si ayudan en ese sentido- a que las manifestaciones de descontento de las organizaciones mapuche y fundamentalmente el desarrollo de un discurso y una práctica de lucha etnonacional, persistirá en el tiempo, transformándose quizás en aquello que el sociólogo Fernando Villegas denominó a fines de los noventa como el “principal desafío” a enfrentar por Estado chileno desde su conformación como República. Esto es, el surgimiento de la Nación Mapuche (6).
Sobre la nación
Para quienes nos declaramos nacionalistas mapuche, ¿constituye el nacionalismo indianista, radical y excluyente de Felipe Quispe un camino a seguir? O por el contrario, ¿es el modelo de autonomía administrativa Inuit, basado en instituciones de corte occidental y un sistema pluralista de partidos políticos, una probable salida al escenario de conflicto que vivimos en el Gulumapu con el Estado chileno? Preguntas interesantes, pero que requieren, para poder abordarlas con propiedad, primero revisar el alcance de algunos conceptos, tales como “pueblo”, “nación”, “nacionalismo” y “autodeterminación”. Más que una introducción académica, trataré de fijar en los parrafos siguientes una posición política respecto de todos ellos. Esto, debido a que en el caso de las reivindicaciones de los pueblos indígenas, es común que exista una interesada confusión a la hora de utilizar dichos conceptos, generalmente impulsada por aquellos que intentan desacreditar o caricaturizar las reivindicaciones políticas y jurídicas qué llevan aparejados en los hechos. Parto entonces haciendo esta aclaración.
Siguiendo a Javier Caño, el Pueblo, como realidad sociológica, está compuesto fundamentalmente por elementos objetivos. Constituye un grupo étnico y una comunidad natural integrada por la lengua, la cultura, las tradiciones, la historia, los valores, el derecho, la geografía, los símbolos, la religión, los elementos biológicos, etc. Si a todo ello se suma una serie de elementos subjetivos, como la conciencia de la diferencia o especificidad y la conciencia de pertenencia e identificación, tendremos un Pueblo (7). La Nación sociológica o nacionalidad, en tanto, solo se diferencia de lo anterior en la mayor o menor intensidad de esa conciencia y su extensión amplia o restringida (mayorías o minorías nacionales). Cuando la conciencia de pertenencia, por experiencias históricas o vivencias negativas, se acentúa en una colectividad y pretende salvaguardar sus señas de identidad a través de estructuras políticas propias, el Pueblo se convierte en una Nación o nacionalidad. Es así que, “un pueblo es una nación en potencia y una nación es un pueblo mayoritariamente consciente” (José A. De Obieta Chalbaud. 1985) (8).
En su obra “Etnonacionalismo”, el politólogo Walker Connor define a la nación como “un grupo de personas que creen poseer una ascendencia común” (9). Y al nacionalismo como la “forma política” en que se manifiesta esta identificación y lealtad con dicha nación. Y estrena el concepto de “etnonacionalismo”, para realizar un rayado de cancha respecto de todos aquellos intelectuales y sectores políticos que en su tiempo identificaban erróneamente el término nación con el de Estado, término este último que hace referencia a una unidad jurídico-territorial determinada, pero que -según Connor- bien podría incluir en su interior una o varias naciones. La clarificación hecha por Connor resultó de suma importancia para diferenciar en su época el nacionalismo de estado (característico de los regímenes nazi y fascista) con el nacionalismo emancipador de los pueblos en situación colonial.
Sin embargo y para pesar de Connor, en el mundo actual la norma sigue siendo identificar nación como sinónimo de Estado. Los textos constitucionales de gran parte de los países emplean el concepto Pueblo de muchas formas, pero, en cambio, reservan el concepto de Nación únicamente para los Estados, identificándolo con el Estado-Nación. En algunos casos ambos conceptos coinciden, existiendo efectivamente una exclusiva colectividad étnica que a través de la forma del Estado administra sus asuntos y establece relaciones con la comunidad internacional. Entonces podemos hablar con propiedad de un Estado-nación. Sin embargo, la norma son los Estados pluri o multi-nacionales. Es decir, Estados donde cohabitan –casi siempre de manera conflictiva- una o más naciones, siendo generalmente una de ellas quién ostenta el poder político e impone una definición común al resto. Es así como se ha llegado a hablar de verdaderas “cárceles de naciones” (Ex URSS, por ejemplo).
Los casos de España y Francia, como estados multinacionales, son popularmente conocidos. En el primero, vascos y catalanes luchan desde mediados del siglo XIX por mayores espacios de libertad y por autodefinirse como vascos y catalanes, y no precisamente como miembros de aquella construcción que el nacionalismo ibérico gusta denominar Patria Española. En el segundo caso, corsos y bretones estrenan cada día nuevas formas de resistencia –incluidas las violentas- en contra del Estado francés, paradójicamente cuna de los derechos humanos y las libertades fundamentales del hombre. Pero España y Francia no son los únicos Estados del primer mundo que contienen en su interior a otras colectividades etnonacionales. Inglaterra (escoceses, galeses e irlandeces), Bélgica (flamencos y valones), Italia (lombardos) y Canadá (québequenses e inuits) también. Según Connor, hacia comienzos de los años 70’, solo 12 Estados de un total de 132 existentes (9,1%), corres-pondían a una sola nación. Es decir, en los que la unidad política territorial corres-pondía cabalmente con la distribución territorial de un solo grupo nacional. En el resto, coexistían dentro de un mismo estado otras minorías en diversos grados y proporciones.
Desde esa fecha, han surgido otra veintena de Estados, principalmente tras el derrumbe de los sistemas comunistas en el este de Europa, que desencadenó el surgimiento de toda suerte de movimientos y conflictos de carácter étnico y nacionalista, modificando sustancialmente a partir del año 1990 la geografía política de Europa con la aparición y proliferación de nuestros estados independientes (Armenia, Azerbaiyán, Bosnia, Croacia, Federación Rusia, Federación Checa, Eslovenia, Eslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania, Macedonia, Moldavia y Ucrania). Aun así, el escenario descrito por Connor en los setenta no ha variado mayormente. A lo largo y ancho de la Europa de nuestros días tienen lugar conflictos entre mayorías nacionales y minorías sobre cuestiones como derechos lingüísticos, federa-lismo, autonomía, representación política, conflictos en algunos casos muy violentos. En su mayoría se trata de guerras olvidadas por la comunidad internacional, pero que a menudo -tal como sucede en los casos de Sri Lanka, el Sahara Occidental o la convulsionada Chechenia- se nos recuerdan de manera trágica en los noticieros de televisión (10).
No es extraño que la idea que identifica un estado y una nación sea originaria de Europa. En muchos de sus estados, la cohesión nacional es consecuencia lógica de siglos de historia común. Sin embargo, en algunos es el resultado de políticas autoritarias de homogeni-zación lingüística que han sido adoptadas al interior de sus fronteras, como es el caso del estado frances respecto de vascos y, principalmente, bretones, a quienes durante largas décadas les estuvo prohibido el uso de su propia lengua nacional (afrancesamiento del territorio bretón). En España, en pleno siglo XXI, el gobierno navarro encabezado por la Unión del Pueblo Navarro (UPN, representante local del derechista Partido Popular) castiga con duras sanciones económicas a todos aquellos municipios que se atreven a izar la Ikurriña (bandera vasca) en sus balcones, amen de recortar año tras año los fondos de educación para el fomento del euskera (idioma vasco) en dicho territorio como indisimulada medida de homogenización linguística (11).
Según Rodolfo Stavenhagen, la dominación étnica sería un hecho bastante común en los estados multinacionales, transformándose muchos de ellos en estados etnocráticos, es decir, estados en los cuales una etnia ejerce hegemonía y control sobre otras minorías nacionales o étnicas. “En los estados poliétnicos, una situación común es aquella en que un grupo étnico dominante (sea numéricamente mayoritario o minoritario) concentran el poder, y frecuentemente la riqueza y los recursos, para su propio interés, a la vez que intenta, con frecuencia exitosamente, mantener al otro u otros grupos étnicos no dominantes en una posición subordinada o marginalizada. La etnia dominante tiene y mantiene los privilegios para si, mientras las etnias subordinadas o se conforman al patrón o lo desafían por medio de un número de estrategias políticas posibles. Nosotros podemos referirnos a tales sociedades como Estados etnocráticos, aunque muchos de ellos puedan tener garantías formales o legales para la igualdad o contra la discriminación” (12).
¿Y qué ocurre en Latinoamérica, continente cargado de coloridas banderas, “cual de todas más orgullosa de si misma”, según ironizaba una popular canción del grupo rock chileno Los Prisioneros en los años ochenta?. Lo mismo. Gran parte de los mal llamados “Estado-naciones” latinoamericanos son en los hechos Estados multinacionales, puesto que fueron creados por las élites criollas sobre territorios ocupados por diversos pueblos indígenas –entre ellos los mapuches en el sur de Chile y Argentina- que les preexistían. Muchos de ellos, pueblos que hoy despiertan en su conciencia étnica como reacción natural muchas veces a las políticas de estandarización cultural e integración estatal implementadas por los gobiernos de turno. Tal es el contexto en que se desarrolla el radicalismo aymara del MIP, las aspiraciones autonomistas de la Nación Purepecha en México e incluso el progresivo ascenso político del poderoso movimiento indígena ecuatoriano (CONAIE).
Pueblos de primera y de segunda
Los estados latinoamericanos están compuestos por un sinnúmero de pueblos oprimidos. Esto, que pareciera de Perogrullo para quienes adherimos de una u otra forma a una postura nacionalista mapuche, no lo es tanto para aquellos que defienden la idea de que el concepto de “pueblo” o de “nación” es impropio de utilizar para los pueblos indígenas. Gobiernos, fuerzas armadas, oligarquías, sectores empresariales, religiosos, académicos indigenistas y nacionalistas, defienden en mayor o menor medida la tesis de “un estado, una sola nación”, aun cuando en muchos estados latinoamericanos los avances hacia una sociedad “multicultural” y “pluriétnica” constituyan para sus gobernantes verdaderas cartas de presentación ante los foros internacionales. ¿Realismo mágico o descarado doble estándar? Veamos.
Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela e incluso Argentina, entre otros estados, destacan en sus legislaciones el “reconocimiento” y el “respeto” de los derechos fundamentales de los pueblos que preexistían al establecimiento de sus fronteras. Muchos países establecen en sus ordenamientos constitucionales su carácter plurietnico y pluricultural. La naturaleza colectiva de los pueblos indígenas también es reconocida por varios estados de la región. El reconocimiento de sus costumbres jurídicas, la protección de sus tierras, su derecho a la participación política, incluso su derecho al autogobierno, se encuentran garantizados además en las legislaciones de no pocos países. Ampliamente difundidos son los casos de Nicaragua y Panamá, estados que han llevado a la práctica este derecho a través de los regímenes de autonomía existentes hoy en la Costa Atlántica Norte y Sur, y en la Comarca Kuna Yala, respectivamente.
Sin embargo, muchos de estos avances en materia de reconocimiento a los pueblos indígenas en muchos casos no han llegado más allá de lo simbólico. La OEA, máxima instancia continental representativa de los estados, es el escenario donde año tras año el doble estándar de muchos gobiernos de la región queda a descubierto. Conocida es la batalla que destacados dirigentes indígenas vienen librando en el seno del Grupo de Trabajo de la OEA para el Proyecto de Declaración Americana de Derechos de los Pueblos Indígenas. Y conocida es también la negativa de muchos estados de aprobar un texto marco que consigne un decálogo de derechos fundamentales relacionados con la protección de sus territorios, recursos naturales, culturas, idiomas, y, por cierto, aquellos derechos políticos que le confieren a nuestros pueblos el derecho de gobernarse por si mismos, sin injerencia exterior. Hablo del derecho a la autodeterminación.
Y no sólo a nivel continental. En el seno de la Organización de Naciones Unidas, quizás el organismo pionero –después de la Organización Internacional del Trabajo- en abrir un debate mundial acerca de los derechos de los pueblos indígenas, el pasado Decenio de los Pueblos Indígenas (1995-2004) culminó con más pena que gloria, siendo imposible aprobar en el seno del máximo organismo mundial el denominado Proyecto de Declaración Universal de Derechos de los Pueblos Indígenas, en trámite desde 1994, al ser aprobado por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías. En ambos casos, el temor existente a nivel de los estados a la utilización del concepto de “pueblo” en las declaraciones y la especificación del derecho a la “autodeterminación” que tal concepto les otorgaría, se ha constituido una de las principales trabas para avanzar. Un ejemplo de la intransigencia de los estados al respecto se vivió en noviembre de 2004, fecha en que se reunieron por última vez estados y organizaciones indígenas en Ginebra para discutir sobre el Proyecto de Declaración y que desembocó en una huelga de hambre de seis líderes indígenas en los alfombrados salones del Palacio Wilson.
Según Alexis Tiouka, dirigente Kaliña de Guyana Francesa y uno de los huelguistas, la protesta buscaba denunciar, en el marco de la Décima Sesión del Grupo de Trabajo sobre el Proyecto de Declaración de Naciones Unidas, los intentos de algunos Estados por “debilitar y deshacer” lo avanzado en el Proyecto de Declaración (13). Cabe destacar que en su artículo 31, el texto defendido por los delegados indígenas a nivel mundia, establece claramente que “los Pueblos Indígenas, como forma concreta de ejercer su derecho de libre determinación, tienen derecho a la autonomía o el autogobierno en cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, en particular la cultura, la religión, la educación, la información, los medios de comunicación, la salud, la vivienda, el empleo, el bienestar social, las actividades económicas, la gestión de tierras y recursos, el medio ambiente y el acceso de personas que no son miembros a su territorio, así como los medios de financiar estas funciones autónomas”.
¿Es justificado el temor de los Estados ante este tipo de iniciativas? Por cierto que no. Más aun tomando en cuenta que importantes y difundidos textos como el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la OIT -que reconoce “el derecho a la autodeterminación” de los pueblos indígenas- advierte claramente que el uso de la palabra “pueblo” que allí se utiliza, “no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional” (14). El Convenio 169 de la OIT es heredero directo del Convenio 64 de la OIT del año 1939, cuyo objetivo era reglamentar las modalidades contractuales entre empleados indígenas y empresarios no indígenas, y el polémico Convenio 107 del año 1959, rechazado por gran parte del movimiento indígena al pregonar la integración e incluso la asimilación forzada de nuestros pueblos. El Convenio 169 corrigió este “detalle” y fue aprobado en el seno de la Organización de Naciones Unidas en el año 1989, entrando en vigencia el 19 de junio de 1990, al ratificarlo Noruega y México. A la fecha, pocos países que se han atrevido a seguir el ejemplo.
El Convenio 169 no es el único instrumento internacional que advierte sobre el uso del concepto “pueblo”. Con otras palabras, el texto del Proyecto de Declaración de la OEA, aprobado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el 26 de febrero de 1997, también contiene salvaguardas para los intereses de los estados. “Los Pueblos Indígenas tienen derecho a determinar libremente su status político y promover libremente su desarrollo económico, social, espiritual y cultural, y consecuentemente tienen derecho a la autonomía o autogobierno en lo relativo a, inter alia, cultura, religión, educación, información, medios de comunicación, salud, habitación, empleo, bienestar social, actividades económicas, administración de tierras y recursos, medio ambiente e ingreso de no-miembros; así como a determinar los recursos y medios para financiar estas funciones autónomas” (Artículo XV).
Sin embargo: “Nada en esta Declaración implica otorgar derecho alguno a ignorar las fronteras de los Estados” (Articulo XXV). “Nada en esta Declaración se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial, la soberanía y la independencia política de los Estados, ni otros principios contenidos en la Carta de la Organización de los Estados Americanos” (Artículo XXVI) (15).
Claro está que en el derecho internacional, el uso del concepto de “pueblo” confiere a quienes lo poseen el derecho a su autodeterminación. Es decir, el derecho a tomar en sus manos su propio destino y de esta forma liberarse de una situación de opresión, ya sea a través de su independencia o del establecimiento de un régimen de autonomía. Sin embargo, para los estados miembros de la OEA y la ONU (sin olvidarnos de la OIT), el derecho a la autodeterminación conferida a nuestros pueblos no llegaría a estos niveles, sino más bien guardaría relación con aspectos relativos a su cultura, lenguaje, espiritualidad, educación, información, medios de comunicación, salud, vivienda, empleo, bienestar social, seguridad comunitaria, relaciones de familia, etc. Es decir, cuestiones menores relacionadas con sus asuntos internos y locales, alejados o cuando menos divorciados del componente más político que caracteriza precisamente a este derecho en el caso de los pueblos oprimidos.
A la luz de estos antecedentes, pareciera que para los estados existieran realmente pueblos de primera y segunda categoría, lo que deja en evidencia además una visión discriminadora y marcadamente racista por parte de los actores involucrados en estos debates, en su mayoría gobiernos empapados de un indigenismo de Estado a todas luces recalcitrante y obsoleto. Hay un hecho que grafica todo esto: los pueblos de primera categoría, los actuales estado-naciones, no han requerido hasta la fecha de ningún convenio o declaración especial que establezca su derecho a la autodeterminación. Les basta leer la Carta Internacional de Derechos Humanos promulgada por la Organización de las Naciones Unidas, los Pactos sobre Derechos Civiles y Políticos y los Pactos sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Ambos pactos dedican su primer artículo íntegramente al tema de la autodeterminación, y establecen que éste es un derecho humano que poseen todos los pueblos: “Todos los pueblos tienen el derecho de libredeterminación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural” (16). El hecho de estar ubicado en el primer lugar, da cuenta sin duda alguna del carácter excepcional de este derecho, que es reconocido a todos los pueblos del mundo “sin excepción”.
Si los depositarios del derecho a la autodeterminación son los pueblos, cabría preguntarse: ¿constituyen los mapuches un pueblo?. Al comienzo de este artículo, Javier Caño nos señalaba que un pueblo, como realidad sociológica, estaba compuesto fundamentalmente por elementos objetivos tales como lengua, cultura, tradiciones, historia, valores, territorio, símbolos, religión, elementos biológicos, etc. Los mapuches, por cierto, cumplen con cada uno de los anteriores requisitos. Más aun, en los últimos años se acentúa entre importantes sectores de nuestra sociedad una fuerte toma de conciencia étnica. Azkintuwe, sin ir más lejos, es el instrumento que hemos elegido un grupo de comunicadores e intelectuales mapuches para informar a nuestro pueblo y difundir a su vez ideas nacionalitarias, teniendo muy en claro que –tal como nos advierte José Marimán- “al interior del movimiento mapuche aún persiste una mayoría, cuya práctica política se acerca más a la conducta política de una minoría étnica no territorial, que a una conducta política nacionalitaria” (17).
La autonomía como norte
Es un hecho. El fortalecimiento de una identidad étnica propiamente mapuche en sectores juveniles, universitarios, intelectuales y profesionales, avanza en una dirección nacionalitaria, tal como lo han señalado acertadamente estudiosos del Pueblo Mapuche como Foerster y Lavanchy o lo han tratado de deslegitimar otros como Saavedra y Villalobos desde ambos extremos del nacionalismo-asimilacionista chileno (izquierda y derecha, respectivamente).
¿Se trata de la génesis de un futuro movimiento separatista radical al estilo del MIP aymara? Tiendo a pensar que no, aun cuando existen variados intentos al interior de nuestro pueblo por supeditar el accionar político del movimiento mapuche a un ámbito estrictamente religioso-cultural, antesala del fundamentalismo étnico o de los fanatismos religiosos tal como lo advierte Wladimir Painemal en una columna publicada en la edición Nº12 de Azkintuwe. ¿Un movimiento nacionalitario moderado al estilo del Pueblo Inuit? Por lo pronto, el discurso de los principales referentes autonomistas (Aukiñ Wallmapu Ngulam, Coordinación de Organizaciones e Identidades Territoriales, Centro Mapuche Liwen) parecieran inclinar la balanza en dicho sentido, aun cuando es prematuro todavía poder asegurarlo. Esto, debido a varios factores. Uno de ellos, la existencia de una corriente esencialista, antisistémica y confrontacional mapuche que gana posiciones a la par del incremento de las políticas represivas / antiterroristas del Estado y el cierre de los canales institucionales de resolución al conflicto.
Hasta la fecha, ninguna organización ni intelectual mapuche ha planteado una posible separación del pueblo mapuche del Estado chileno. Se ha hablado de derechos territoriales, es cierto. De participación política, obviamente. Incluso de autodeterminación nacional. Sin embargo, ¿no se encuentran estas reivindicaciones políticas de los pueblos incorporadas en la legislación internacional? Prestigiosos juristas han enumerado los elementos que constituirían y definirían el derecho de autodeterminación. El jesuita vasco José De Obieta reconoce los siguientes: la autoafirmación, consistente en la capacidad exclusiva que tiene un pueblo de proclamarse existente; la autodelimitación, el derecho que tiene todo pueblo para determinar por sí mismo los límites de su territorio. Y por último, la autodisposición, el derecho de todo pueblo a organizarse de la manera que más le convenga. En su manifestación interna, la autodeterminación se traduce en la facultad de darse el tipo de gobierno que quiera, dentro del Estado. En su manifestación externa, en cambio, consiste en la facultad de determinar de manera soberana su status político, fuera del Estado (19).
Dejando de lado el “discurso del terror” que subyace en los análisis de las cúpulas políticas y militares nacionalistas-asimilacionistas chilenas, que relacionan de buenas a primeras las demandas de autonomía mapuche con una “grave” amenaza a la integridad territorial del estado (20), lo cierto es que en el caso de las reivindicaciones políticas de nuestro pueblo, estas parecieran tener más bien como objetivo la autodeterminación interna, siguiendo la pionera ruta trazada el año 1990 por el Centro de Estudios Mapuche Liwen a través de la publicación del artículo “Cuestión mapuche, Descentralización del Estado y Autonomía Regional”, firmado por José Marimán y en el cual se abogaba por el establecimiento de un nuevo marco jurídico y político-administrativo en parte importante del territorio histórico del Gulumapu (IX región y zonas adyacentes) (21).
No se trató entonces, ni creo se trata hoy de exigir al Estado una independencia total (equivalente a un suicidio colectivo en las actuales circunstancias históricas que nos toca enfrentar), sino más bien obtener mayores espacios de libertad para poseer, controlar y gestionar un territorio, para normar la vida política, económica, social y cultural, así como para intervenir en las decisiones nacionales que nos afectan en tanto colectividad, al interior del Estado chileno. Pero, ¿cómo concreta lo anterior? Un Estatuto de Autonomía podría ser la respuesta, por cuanto permitiría la expresión de la autodeterminación interna del Pueblo Mapuche y no implicaría -al menos por lo pronto- el ejercicio del derecho a su secesión o independencia. Es asi como se puede considerar a la autonomía como el campo de intersección entre el derecho a la autodeterminación interna de los pueblos y el derecho constitucional de los estados.
De acuerdo con el mexicano Héctor Díaz Polanco, la autonomía se define como “un sistema por medio del cual los grupos socioculturales ejercen el derecho a la autodeterminación” (22). Con esta definición se plantea que la autonomía es una forma de ejercicio de la autodeterminación, un régimen autonómico que no pretende la independencia política del Estado nacional, pero que sí implica el reconocimiento de su carácter de pueblo, del territorio, sistemas normativos, órganos de gobierno en un marco de competencias y facultades y es reconocido como un componente más del Estado al que quiere pertenecer y forma parte. Por lo que a su vez la autonomía reconoce tanto derechos particulares como los antes expresados, así como el reconocimiento de instituciones en el caso específico del autogobierno.
Dicha distinción resulta muy prudente comprenderla, ya que de allí han surgido infinidad de argumentos para generar campañas del terror por las supuestas “amenazas de separatismo” que conllevarían los planteamientos autonómicos de los pueblos indígenas en general y los mapuches en Chile en particular. Pero la autonomía no es una invención del movimiento indígena o de los mapuches. Mucho menos del terrorismo internacional o células de Al Qaeda. Constituye un planteamiento que ha sido debidamente respaldado por el derecho internacional e instaurado con relativo éxito en muchos países del primer mundo que tienen en sus ordenamientos jurídicos internos el reconocimiento de entes autonómicos, tales como Dinamarca, Italia, España, Alemania, Finlandia, Portugal y Rusia, todos ellos enmarcados en un proceso de democracia estructural como proyectos de naciones modernas. Y no solo en la vieja Europa, sino también en América, como ocurre con los casos ya mencionados de la Costa Atlántica Norte y Sur de Nicaragua, la Comarca Kuna Yala de Panamá y el territorio autónomo Inuit de Nunavut en el norte de Canadá.
La necesidad de una fuerza
A comienzos de la década del 90, el Centro Mapuche Liwen publicó quizás la primera propuesta mapuche de Autonomía. Sin embargo, el contexto político en que fue elaborada -postdictadura militar, inicio de la transición democrática chilena, pre estreno de políticas indigenistas- y la inexistencia en aquellos años de una corriente nacionalitaria más desarrollada en el seno movimiento político-social (a excepción del discurso fundamentalista radical del recién conformado Aukiñ Wallmapu Ngulam, más tarde moderado), restringió su llegada a círculos más académicos que políticos. Tomando como modelo las experiencias autonomistas desarrolladas en España (descentralización estatal), la propuesta pecaba además de regionalista. Y seamos claros: regionalismo no es lo mismo que nacionalismo.
Por más que los símbolos institucionales actuales de la IX región de Chile y su administración, e incluso en parte el idioma utilizado en las señaléticas de sus dependencias públicas, tomen elementos de la cultura tradicional de nuestro pueblo, dudo que un mapuche sienta algún día tal grado de identificación y lealtad con la IX región (o como quiera que se llame en un hipotético futuro regionalista), comparable con aquel que podría sentir hacia su propia identidad étnica en un escenario de reconocimiento y participación política distinto al existente hoy en día. Pudo haber sido ese el caso el año 1990, es posible. Sospecho que ya no lo será jamás.
Más allá del discurso regionalista como el que caracterizó a Liwen a comienzos de la década de los 90′, que conjugaba la lucha por las libertades democráticas con una demanda de reestructuración del poder territorial estatal (descentralización del estado), se hace urgente una toma de posición nacionalitaria frente al Estado chileno, aun cuando la dinámica del movimiento puelche frente al Estado argentino pueda ser absolutamente distinta, respetando el contexto en que este se desarrolla. Según Connor, el nacionalismo es la forma política en que se manifiesta la lealtad de un colectivo hacia su ser “nacional”. Los mapuches, o al menos un sector significativo de sus elites intelectuales, profesionales y dirigenciales, transitamos hacia el fortalecimiento de sentimientos nacionales, los cuales son posibles de evidenciar no solo en los discursos políticos, sino que también en las artes, la literatura, la música, la estética, incluso en la forma en que nuevos empresarios mapuche impregnan de “símbolos” -rescatados o inventados, da lo mismo- sus nuevos y en no pocos casos, exitosos proyectos.
Una fuerza política mapuche nacionalitaria o nacionalista, despunta entonces en el horizonte de nuestro pueblo como una necesidad histórica. Una fuerza nacionalitaria capaz de hacer confluir en una hipotética plataforma política los anhelos de libertad de un sector cada vez más significativo de nuestro pueblo, con las históricas exigencias de justicia social y democracia de vastos sectores de la sociedad chilena; una fuerza política de nuevo tipo, respetuosa del legado de nuestros ancestros, pero alejada de esencialismos culturalistas y religiosos; una fuerza política abierta a la participación en procesos electorales, capaz de disputar espacios de poder a sus adversarios en la arena política y vacunada contra sectarismos de cualquier especie; una fuerza mapuche comprometida con valores democráticos, con el respeto irrestricto a los derechos humanos, a la igualdad de género y un desarrollo económico sustentable y no depredador.
Una fuerza política de nuevo tipo, capaz de impulsar un proceso de autoafirmación enmarcado en un nacionalismo cívico, más que en una ilusoria pureza racial o lingüística, es quizás el mayor desafío que nos toca enfrentar a las nuevas generaciones de militantes, intelectuales y ciudadanos mapuche comprometidos la democratización de nuestra sociedad. No se trata ya de reinventar nuevos referentes basados en un pasado ancestral o en una supuesta “Estructura Organizacional Histórica”, que -al igual que Marimán- sospecho era estamental, enemiga de la democracia participativa y donde el poder se tendía a volver peligrosamente hereditario entre castas, linajes y caudillos.
Tampoco en levantar una fuerza política que centre su accionar exclusivamente en una reivindicación territorial-campesina, que de concretarse para nada cambiaría las condiciones de dominación estructural que nos afectan (más aún en las actuales condiciones de la población mapuche rural; descapitalizados y con economías de subsistencia / sobrevivencia), ni mucho menos en radicales discursos de “retorno a la comunidad” como condición sine qua non para ser reconocido como un mapuche “verdadero”, discurso anacrónico y que ignora el gigantesco porcentaje de nuestra población que hoy habita en la urbe y principalmente fuera del territorio histórico (VIII, IX y X Regiones de Chile, Provincias de Neuquén, Río Negro y Chubut en Argentina).
A modo de cierre
La autodeterminación surge como un concepto político, de raíces doctrinales tan variadas como la Revolución francesa y sajona, y reelaboraciones tan contradictorias como las ideas del Presidente Wilson o la doctrina leninista. Un concepto político, convertido en categoría jurídica más tarde por la Carta de Naciones Unidas debido a su carácter eminentemente democrático. Sin embargo, este derecho ha chocado históricamente con la ambigüedad y la hipocresía de los grandes estados. Es así que tras la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras solo consideraron oportuna su aplicación en el caso de los estados vencidos, pero inaceptable su pertinencia para el caso de los estados vencedores. Posteriormente, el “mundo democrático occidental” limitó su aplicación al ámbito de las situaciones estrictamente coloniales, negándolo de paso a todos aquellos pueblos o naciones sin estado que no vivieran una situación colonial en el sentido tradicional del término, entre ellos, los pueblos indígenas de Latinoamérica, discriminación que también impregna los proyectos de declaraciones en eterna discusión tanto en Naciones Unidas como en el seno de la OEA.
Sin embargo, llegará el día en que ningún estado civilizado podrá negar su inclusión en sus leyes fundamentales, sin antes merecer la etiqueta de anacrónico y antidemocrático. Chile, por cierto, encabezará esta lista en Latinoamérica de no enmendar sus históricas políticas de no reconocimiento a nuestra especificidad étnico-cultural, políticas que se han transformado en el combustible de aquel bulldozer de la integración chilena que nos intentan vender como políticas de “Nuevo Trato”. Herman Séller sostiene que “el pueblo cultural, que en si es políticamente amorfo, se convierte en nación cuando la conciencia de pertenecer al conjunto llega a transformarse en una conexión de voluntad” (23). Hacia esa conexión de voluntad es que creo apuntamos precisamente un sector importante de las nuevas generaciones de mapuches hoy, proceso que tenderá a acrecentarse con el tiempo a la par de las insostenibles estrategias de asistencialismo/cooptación y de las inconducentes políticas represivas del Estado chileno. Ya lo escribió Frantz Fanon. Cuando un pueblo se ha puesto en marcha, no existe una fuerza capaz de detenerlo. Y no será el caso mapuche el que refutará la sabiduría de uno de los máximos ideólogos de la lucha de los pueblos sin estado del siglo XX / Azkintuwe
NOTAS
* Su autor es periodista. Director del Periódico Azkintuwe.
1. Bigio, Isacc. “Nacionalismo Aymara”. London School of Economics and Political Science. En http://www.aymara.org
2. Los actuales partidos políticos del Pueblo Inuit son Siumut (“Adelante”, un partido socialista moderado que aboga por la identidad de Groenlandia y una mayor autonomía de Dinamarca); Inuit Ataqatigiit (IA) (“Hermandad de Esquimales”, un partido Marxista-Leninista que quiere la completa independencia de Dinamarca en vez de un gobierno local) y Atassut (“Solidaridad”, un partido más conservador a favor de la continuidad de las relaciones con Dinamarca). Entrevista del autor con Lars Emil Johansen, miembro del parlamento, ex primer ministro del gobierno autónomo de Groenlandia. Julio de 2004. Nuuk, Groenlandia.
3. En marzo de 2005 y a través de su Presidente, Sheila Watt-Cloutier, el ICC informó que presentará una acusación contra el gobierno de los EE.UU ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA, por “violar” los derechos humanos y “atentar” contra la integridad del Pueblo Inuit. Cabe recordar que el gobierno de George W. Bush es el principal emisor de gas invernadero y responsable del cambio climático. Más sobre ICC, ver: Lynge, Aqqaluk. “Inuit: The Story of the Inuit Circumpolar Conference”. Atuakkiorfik, Nuuk. 1993.
4. José LLanquilef, vocero de la CAM: “La lucha mapuche es nacionalista, anticapitalista y revolucionaria”. Entrevista de Osvaldo González. En Resumen Latinoamericano. 19 de abril de 2000. Aliwen Antileo, vocero de Meli Witran Mapu: “Las forestales tendrán que irse de nuestros territorios”. Entrevista de El Rodriguista, 08 de abril de 1999.
5. Foerster, Rolf. ¿Movimiento étnico o movimiento etnonacional mapuche?. Revista de Crítica Cultural Nº 18. Santiago.1999.
6. Villegas, Fernando. “El nacimiento de un pueblo”. En Tendencias y Debates. Diario La Tercera, 16 de junio de 1999.
7. Caño, Javier. “Nación, Nacionalismo e Independencia”. Cuadernos de Estudio de Eusko Alkartasuna. Diciembre de 1997.
8. De Obieta Chalbaud, José A. “El Derecho Humano de Autodeterminación de los Pueblos”, Universidad de Deusto. Tecnos, España, 1993.
9. Connor, Walter. “Etnonacionalismo”. Editorial Trama, Madrid, 1998.
10. Hacia mediados de los años 90′, grupos nacionales peleaban en virtualmente todos los nuevos estados de la antigua URSS, siendo el caso de Chechenia -invadido por la Federación Rusa- el más emblemático de todos. Ver entre otros: “El drama del Pueblo Checheno”. Periódico Azkintuwe N°9, Septiembre de 2004. Pag.23; “Irlanda y su búsqueda de Libertad”. Periódico Azkintuwe N°10, Noviembre de 2004. Pag.23. “Palestina: La debacle en Gaza”. Periódico Azkintuwe N°7, Junio de 2004. Pag.23
11. “Naciones Secuestradas”, Mariano Saravia, Ediciones del Boulevard, Córdova, Argentina. 2004.
12. Stavenhagen, Rodolfo. “The Ethnic Question”, Tokio, United Nation University Press, 1990, p.36. Citado en Lavanchy, Javier: “El Pueblo Mapuche y la Globalización: Apuntes para una propuesta de comprensión de la cuestión mapuche en una era global”. 2003.
13. “Huelga de hambre en Naciones Unidas”. Periódico Azkintuwe. 29 de noviembre de 2004.
14. Artículo 13. Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
15. Proyecto de Declaración Américana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Aprobado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el 26 de febrero de 1997, en su sesión 1333a. durante su 95º Período Ordinario de Sesiones.
16. Pactos sobre Derechos Civiles y Políticos, Artículo I. Pactos sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Artículo I. Organización de Naciones Unidas.
17. Marimán, José. “El conflicto nacionalitario y sus perspectivas de desarrollo en Chile”. Revista de Antropología Social Austerra, Escuela de Antropología Social, Universidad Bolivariana. Julio de 2000.
18. Painemal, Wladimir. “La necesidad de informar y debatir”. Periódico Azkintuwe Nº12, Pag.23. Marzo de 2005. Wallmapu.
19. De Obieta Chalbaud, José A. “El Derecho Humano de Autodeterminación de los Pueblos”, Universidad de Deusto. Tecnos, España, 1993.
20. “Nuestra Institución propende a la unidad y cohesión nacional”, sostuvo el Comandante en Jefe del Ejército de Chile, General Juan Emilio Cheyre, cuando fue consultado sobre las propuestas de Autonomía para los pueblos indígenas de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato, advirtiendo que no era bueno que los políticos vieran sólo las cosas bajo “el prisma político” y no militar. El Mercurio, 7 de noviembre de 2003.
21. En ese territorio Liwen proponía una nueva institucionalidad caracterizada por la propuesta de un Gobierno Autónomo Regional, cuyas autoridades deberían ser electas en un sistema proporcional. También, una Asamblea Regional Autónoma electa de acorde a un sistema proporcional y considerando a la región una sola circunscripción. Y finalmente, un Estatuto de Autonomía política para la región autónoma. En cuanto a esto último, Liwen agregaba que el Estatuto de Autonomía debía “tomar en cuenta la realidad pluriétnica de la región”. Marimán, José. “Cuestión Mapuche, Descentralización del Estado y Autonomía Regional”. Centro de Estudios Mapuche Liwen. En Tópicos 90′, Nº1. Santiago, Centro Ecuménico Diego de Medellín, 1990
22. Díaz Polanco, Héctor. “Autonomía Regional: la autodeterminación de los pueblos indios”, México, Siglo XXI, 2ª. Edición, 1996.
23. Del Barco Ricardo, “Glosario de Ciencias Políticas e Históricas de las Ideas Políticas”, ECI, 1993, PÁG. 314. Citado en “Naciones Secuestradas”, Mariano Saravia, Ediciones del Boulevard, Córdova, Argentina. 2004.
www.nodo50.org/azkintuwe/abril24_3.htm