La Fogata
El 18 de julio de 1976 –un domingo que precedió a lo que sería el nefasto lunes 19– estábamos reunidos el resto del Buró Político del PRT, en el departamento del Gringo Mena, en un cuarto piso de la calle Venezuela, en Villa Martelli, frente al cruce del Acceso Norte con la Avenida General Paz: Mario Roberto Santucho, Domigo Mena, Benito Urteaga y yo.
Santucho se despedía.
Al día siguiente, después de la reunión de constitución de la OLA (Organización para la Liberación de Argentina, el muy original nombre que propuso Firmenich para la unidad entre PRT, Montoneros y Poder Obrero), saldría para La Habana. Ya le habían hecho algunos retoques para enmascarar su rostro, enrulado un tanto el pelo y con algún matizador que suavizaba su tono renegrido.
Pasajes y pasaportes, todo listo. Saldría más o menos a las cinco de la tarde junto con Liliana. Los esperaba un intrincado itinerario hasta llegar a Cuba.
Se instalaría en La Habana más o menos un par de años y cada dos meses viajaría uno de nosotros para mantener el vínculo directo con el Buró Político. Benito Urteaga sería el titular interino del organismo durante su ausencia.
Santucho no iría, precisamente, de descanso. En Cuba establecería un plan de actividades que abarcaba todo el globo terrestre, principalmente estrechando vínculos con el campo socialista y el tercer mundo. La misión fundamental era conseguir entrenamiento a nivel de oficiales para un centenar de cuadros del PRT-ERP
Aunque me resulte extraño ahora, al recordarlo, el ambiente en esa despedida era de gran optimismo. Creíamos que habíamos pasado lo peor, que habíamos aprendido mucho con los severos golpes recibidos. Entendíamos que la nueva política del PRT de repliegue hacia el movimiento de masas, para consolidarse y estar en condiciones de dirigir la próxima ofensiva del movimiento popular, implicaba una enorme maduración política.
Ese domingo transcurría entre reunión formal del organismo y charlas informales entre amigos. Una picada, algunos brindis, recomendaciones y más recomendaciones de Roby. Ante todo cuidar, la unidad del partido, el funcionamiento aceitado de sus organismos, la regularidad de la prensa, el incremento de la penetración en el movimiento obrero y la dosificación de las operaciones armadas –en hostigamiento permanente a la dictadura–, pero sin arriesgar grandes fuerzas hasta tanto no empezara el nuevo auge de masas calculado en un par de años.
El crepúsculo está cayendo.
Desde la semipenunbra de este cuarto piso, vemos el tránsito de la Panamericana, mientras mantenemos la que será –y lo ignoramos– la última conversación de este grupo.
El Gringo Menna ha salido, como siempre, como un ventarrón. Benito prepara sus cosas canturreando tangos de la Rinaldi por lo bajo. Roby y yo quedamos hablando de su misión en La Habana, de Fidel, de Ochoa y de Piñeyro, de cómo tratar con cada uno de estos hombres claves en Cuba. Discutimos también la composición del Buró Político. Yo sostengo que el mejor cuadro para cubrir la vacante es Eduardo Merbilhá (quien funciona como adscrito, sin ser miembro pleno). Roby insiste con Julio Oropel, un obrero de Córdoba, para mantener “el peso de clase”, que se ha debilitado mucho con las caídas.
Yo estaba participando –¡y lo ignoraba en ese momento!– de la última conversación con Roby, el Comandante, el hombre a quien apenas seis años atrás había escuchado, por primera vez y enmascarado, en un departamento del Barrio Norte.
“… Julio Oropel”, “es importante el peso de clase, Luisito…”
Palabras más, palabras menos –hasta donde me es fiel la memoria–, me revisitan cada tanto, al trasluz de ese crepúsculo final de Villa Martelli.)
Por la noche Benito y yo nos retiramos, conviniendo en que nos encontraríamos al día siguiente, después del mediodía, cuando se suponía terminada la entrevista de Santucho con Firmenich. Un encuentro breve, tan sólo para informarnos del resultado de la reunión y darle a Roby el abrazo de despedida.
En el departamento quedaron Santucho, Liliana, Mena, su compañera Ani y el pequeño Ramiro, hijo de Mena. Un piso más abajo vivía Eduardo Merbilhá con su mujer y sus hijos.
En la casa no había guardia y no más armas que una pistola Browning de alza y mira especial, que los cubanos le habían regalado a Roby, las Browning comunes, que utilizábamos cada uno para autodefensa, y un pesado Magnus, orgullo del Gringo Mena, que manejaba a dos manos.
Al día siguiente, 19 de julio de 1976, Santucho no salió de la casa como estaba previsto porque la reunión con Firmenich abortó. Enrique Gelhter, secretario de Santucho, fue a la cita previa con el delegado de los Montoneros y no apareció nadie. Esas cosas solían suceder y no causó demasiada alarma.
A mediamañana, según parece, habría regresado Benito Urteaga con su pequeño hijo. Mientras tanto, los dueños de casa, el Gringo y Ani, continuaban con citas y otras actividades. En uno de esos encuentros habría sido detenido Mena, en la estación Lisandro de la Torre, muy cerca de allí.
Entre las dos y la tres de la tarde de ese día, salía yo de una de las casas de recambio para el Buró Político ubicada en Martínez. Iba acompañado por Guillermo, con intención de dejarlo en la Panamericana y dirigirme a la casa.
Me detuve en una estación de servicio y llamé al departamento de Mena dando mi santo y seña, para activar la señal de peligro, es decir la medida de precaución que tomábamos siempre antes de ir a una casa. En este caso era el teléfono y la palabra “Flores”.
–Hola, habla Flores.
Del otro lado de la línea, una voz desconocida y muy suelta de cuerpo me respondió más o menos así:
–¿Flores? ¿Qué dice, Flores, cómo anda? Lo estamos esperando.
Por una de esas jugarretas de la mente, pensé que los teléfonos se habían ligado. Insistí un minuto más y después colgué porque teníamos la información de que la Policía Federal podía llegar a cualquier teléfono en menos de diez minutos.
De inmediato instruí a Guillermo que suspendiera toda actividad y se concentrara a la espera de órdenes, y me dirigí a cambiar de central telefónica para volver a llamar.
Al acercarme a la Avda. General Paz por la Panamericana, miré hacia la ventana del cuarto piso y la vi totalmente abierta, con una luz encendida. No necesitaba más.
Pero, de todos modos, busqué otro teléfono en el barrio de Saavedra.
–Hola, habla Don Luis.
Y otra voz, también desconocida, me respondió. La catástrofe se confirmó.
Después supimos que una patrulla del Ejército, al mando del Capitán Leonetti, había asaltado el departamento y que en el tiroteo murieron el propio capitán y cayeron heridos de muerte Benito Urteaga y Mario Roberto Santucho. Liliana Delfino, Domigo Mena y Liliana Lanciloto, su compañera, integran la larga lista de detenidos-desaparecidos. En otro extremo de la región, por la tarde, era secuestrado Enrique Gelther, también destinado a la nefasta lista.
Se me ha preguntado muchas veces que sentí en ese momento. No me es posible responder. Mis sentimientos quedaron anulados, escondidos por la urgencia de la acción inmediata. Fue como si la artillería enemiga hubiera hecho blanco en el Estado Mayor y las trinchera hubieran cedido.
Asumí el mando, automáticamente, y me dediqué a cerrar las brechas.
Yo era un cerebro que pensaba y un cuerpo que actuaba.
La sensación de que el enemigo había llegado tarde es el único sentimiento que registro de aquellos días subsiguientes, reorganizando la dirección con Eduardo Merbilhá y otros compañeros. Así lo escribí, incluso, en el primer editorial de nuestro periódico El Combatiente referido a los hechos: “El enemigo llegó tarde con su golpe mortífero porque el Comandante Santucho había logrado formar un cuerpo colectivo que era su herencia …”. (Cito de memoria)
Sé que hoy pueden sonar grandilocuentes o patéticas estas palabras, pero entonces eran la expresión de un legítimo sentimiento consciente.
Y, si nos salimos de la visión lineal de “victoria” o “derrota” –más aun, “éxito” o “fracaso”, o de otros posibles desenlaces–, no me equivocaba. Todos los demás dirigentes, y yo mismo, seguíamos siendo –como he dicho en otra parte– hombres y mujeres con mayores o menores talentos. Santucho seguía siendo diferente. Desde luego, también como él, habíamos aprendido mucho y acumulado experiencia, y así la distancia con Roby se había ido diluyendo en un espíritu colectivo que lo excedía y que trascendió la época.
Se ha dicho más de una vez que la ascendencia de Roby estaba dada porque él era la síntesis de la conciencia colectiva del PRT por encima de la diversidad de sus componentes.
Sin embargo, creo que –aun siendo lo anteriormente dicho parte de la verdad– es al menos insuficiente hablar sólo de “conciencia”.
Porque Mario Roberto Santucho –el sucesor del Che en Argentina–, más que la conciencia, era la encarnación del deseo, la pasión colectiva inconsciente que, por medio de una práctica peculiar –en este caso y por las circunstancias, la lucha armada– pugnaba por transformarse en pensamiento consciente, en forma de conciencia social que demanda a cada generación ser fiel a su época.