El colado incómodo
Luis Hernández Navarro
La Jornada
A la mesa de la política nacional se coló, sin invitación, un nuevo comensal: el zapatismo. No viste de etiqueta ni guarda las formas. Usa un lenguaje altanero, lanza improperios y en lugar de limitarse a dar patadas por debajo de la mesa a sus contrincantes, como ordenan los manuales de urbanidad política, desafía de frente a los huéspedes permanentes. Y, en el colmo de la transgresión, su vocero se resiste a seguir la moda fitness y hace ostentación de una imprudente barriga.
La mesa estaba puesta para el festín de 2006 y las reglas establecidas. Al banquete sólo puede entrar, debidamente registrada, la clase política. Ya la Suprema Corte de Justicia salió al quite de la partidocracia. La política, sentenció, es monopolio de los partidos y sus profesionales. Pero, sin pedir permiso o perdón, los del sur profundo se metieron al festejo.
La afrenta incomoda y ha provocado las más diversas respuestas. “¿Dónde está su invitación?”, les preguntan unos. “¡Cuiden su lenguaje!”, exigen otros. “Calladitos se ven más bonitos”, advierte alguien por ahí. “Aguarden un poco, no desesperen, en cuanto lleguemos les abrimos la puerta a los que se quedaron afuera”, prometen varios más. “¡Pónganse a dieta!”, solicita alguna dama obsesionada con la cultura de la buena apariencia corporal.
Pero, a pesar de las descalificaciones, los rebeldes no cejan en su empeño de hacerse presentes donde no los quieren. Buscan abrir un espacio para ellos y para millones que no tienen representación política real. Apuestan a cambiar drásticamente las reglas del juego. Los rebeldes son otro jugador que en lugar de mover las piezas del ajedrez de la política institucional dan jaque a los adversarios poniendo su bota en el tablero. Otro jugador que quiere que la política deje de ser patrimonio de los profesionales. Y el que rechacen la política tradicional o a la clase política no quiere decir que deserten de la política, sino, como ellos han dicho, “a una forma de hacer política”.
El zapatismo no se propone ocupar el gobierno ni tomar el poder; se ubica frente al poder, lo resiste. No es un partido de oposición, no habla su lenguaje, no se mueve en el terreno de las instituciones políticas tradicionales. No lo es porque, en palabras del ensayista Tomas Segovia, no se propone sustituir un equipo de gobierno por otro y se niega a comportarse con las reglas del juego del poder como hacen los partidos de oposición. No lo es, además, porque la oposición se opone a un gobierno, pero no al poder, mientras la rebelión se opone al poder y rechaza sus reglas de juego.
La rebelión resiste, esto es, afirma su potencia, su capacidad de invención, de producción de sentido. Defiende derechos y valores que el poder atropella, reprime, relega. Resiste, desde su singularidad, las propuestas de formateo social del orden constituido, la injusticia realmente existente. Resiste y estimula la voluntad de cambio.
La resistencia anticipa la posibilidad de llevar a cabo otro tipo de política y de programa. Lejos de rechazar las posibilidades de transformación social profunda, las acerca. Que no exista hoy plenamente esa política no quiere decir que no vaya a existir. La Sexta Declaración y la otra campaña anuncian la determinación de avanzar en esa ruta.
¿Por qué así? ¿Por qué de esa manera? Entre otras causas, el “otro jugador” rechaza la política institucional porque los sectores cuyos intereses expresa han sido previamente excluidos de ella. Su participación ha sido bloqueada. No tienen cabida en su seno, salvo en condiciones de absoluta subordinación. Y no contenta con esta segregación, la elite política se ha burlado, ha ofendido y engañado a los zapatistas, mientras algunos de sus integrantes se tomaban la foto con el subcomandante Marcos. Sin ir más lejos, el Estado mexicano (los tres poderes) canceló en 2001 la posibilidad de que los pueblos indígenas tuvieran representación política sustantiva por la vía del reconocimiento de sus derechos culturales diferenciados, la única que les garantizaría una representación real.
Para abrirse paso en el tablero político nacional una fuerza emergente necesita precisar con claridad que quienes hablan en su nombre en la esfera institucional no la representan realmente. La elite política mexicana es diestra en administrar y negociar desde las alturas intereses ajenos, en hablar y acordar a nombre de otros para conseguir ventajas propias. No sería extraño que el drástico deslinde del EZLN con el PRD esté parcialmente inscrito en esta lógica. Su crítica al sol azteca bien pudiera consistir en una forma de informar a la nación que ese invitado permanente a la mesa política nacional que habla a nombre de los de abajo es un suplantador que no los representa ni a ellos ni a su causa.
Hace ya muchos años, un clásico de la picaresca política nacional, hoy tan en desuso como deslegitimado, el hoy difunto José López Portillo, se preguntaba, no sin razón: “En la Reforma habló el centro. En la Revolución, el norte. ¿Cuándo hablará el sur?” Desde enero de 1994 la rebelión del sureste hizo sonar su palabra y en agosto de 2005 subió el tono. No está de más preguntar a los “colados incómodos” si para hacerse escuchar, sin demérito de sus raíces y sus razones, pueden prescindir de lo que hoy pervive como lo mejor del legado político del norte y del sur o, lo que es lo mismo, del liberalismo y el nacionalismo revolucionario.