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Autonomía política y gestión estatal

24.09.05

Por Luis Mattini
La Fogata

Algunos muchachos de los setentas están en el gobierno en varios países. El primero que llegó había prometido “hambre cero” y a tres años de gobierno no se diferencia demasiado de Cardozo, el gran teórico del setentismo. Por casa, de una pueblada pacífica –reprimida con inusitada violencia por los herederos de “paladín de la democracia”– emergió un hijo de Hebe de Bonafini como presidente de la República haciendo buena letra y prometiendo fidelidad a su generación. Sin embargo, a dos años, en este renovado “granero del mundo” persisten ocho millones de indigentes. En la patria de Sandino cincuenta mil personas salen en protesta contra el pacto Ortega-Aleman que pretende sellar un acuerdo de reparto mafioso de los poderes del Estado. En China a cincuenta y nueve años de la revolución hay 40 millones de ricos; 140 millones de prósperos clasemedieros y unos mil trescientos millones de pobres. Menos mal que nuestros vecinos de la otra banda, recién llegados y más cautos, sólo prometieron asfaltar calles.

Esto es sólo un picoteo por el mundo y la historia reciente de movimientos que llegaron al gobierno, por distintas vías, muchos de los cuales fueron “construyendo poder” desde abajo, y todos tienen algo en común: diversos grados y formas de “traición”. Los únicos dirigentes que no “traicionaron” a lo largo de la historia fueron los que se murieron a tiempo o los pocos que, como El Che, San Martin, el General Giap, renunciaron al poder.
¿Qué malabarismo de la “dialéctica” puede seguir explicando esta sistemática “traición” de los hombres?
¿Es posible seguir viendo la historia a través de un modelo teórico que la realidad hace pedazos de generación en generación? Porque, no nos engañemos, aunque uno se reivindique militante “práctico”, actúa con alguna teoría. La “toma del poder” o su variante “construir poder”.
¿Olvidamos la célebre tesis II de Marx: “Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento”.?
Olvidando esa tesis-guía, ante el hecho de que a dos años de aquel “que se vayan todos” regresaron todos, ese modelo teórico canta victoria por el supuesto “desencanto” de los llamados autónomos, quienes pensaron que aquella pueblada contenía elementos para repensar todas las teorías del poder. Sin embargo ese mismo modelo teórico, que cierra conclusiones descalificatorias a sólo dos años de esta minúscula experiencia práctica, persiste en seguir negando lo que la vida de, al menos dos siglos (para no hablar de dos milenios) afirma tozudamente: que hasta ahora “la toma del poder” ha significado el cambio de un modo de dominación por otro modo de dominación. Y que el “progreso” del nuevo modo de dominación signifique el bien, depende de quienes se beneficiaron y a costa de qué y de quienes otros se perjudicaron.
Por su parte, los llamados autónomos que cuestionan a esa especie de vía estatal hacia el socialismo, no las tienen todas consigo. Están a la vista las limitaciones y las impotencias de expresiones como “que se vayan todos”, “democracia plena”; “contrapoder” “la resistencia del éxodo”, “horizontalidad del poder”, “primacía de la sociedad civil” y todas las variantes de estas búsquedas.
Precisamente por ello es imprescindible retomar la cuestión del Estado. Digo “retomar” porque este viejo debate no se resuelve con malabarismos dialécticos y metáforas geométricas sobre la diferencia entre círculos y espirales y las relaciones entre el sujeto y el objeto. El viejo debate es si la sociedad se puede transformar desde abajo o desde arriba.
En el primer caso, tenemos mucho por andar. En el segundo, como se apuntó párrafos arriba, hemos andado mucho y tenemos crudas observaciones. En cualquier caso el tema es si el Estado podría ser una instancia organizativa de la sociedad fiel a los intereses populares.
Hasta ahora no lo ha sido. Hasta ahora el Estado ha tenido una formidable capacidad para coptar y amansar toda construcción popular. Los únicos momentos que ha podido ser “utilizado” con ese objetivo han sido en momentos de crisis o de transición…”fatalmente” hacia otro modelo de dominación. Hasta ahora la historia le dio la razón al marxismo primitivo y al anarquismo: Estado y esclavitud son correspondientes.
Pero al mismo tiempo no es posible “exiliarse” del Estado, no se puede actuar como si no existiera porque el Estado no sólo existe sino que, en tanto relación social, somos parte del mismo.

La naturaleza del Estado Moderno

Reconocer su existencia y para actuar en y sobre él, es capital no perder de vista la naturaleza del Estado. Su razón de ser es hacer que funcione una sociedad de desiguales. No olvidar que si la sociedad fuera igualitaria no habría necesidad de Estado, como no lo hubo en la comunidad primitiva. Para que se entienda, el estado tiene que hacer que la sociedad funcione, disciplinar por las buenas o por las malas, para que el dominado acepte la dominación.
Ahora bien, así como la plusvalía, la ganancia capitalista, no aparece nítida como robo, sino metamorfoseada en el pago de un salario “justo”, análogamente, la dominación del Estado se metamorfosea en presentarse a si mismo como la expresión del “interés general”.
Por ello es imprescindible desmitificar al Estado Moderno. Tanto el mito populista que asume como verdadera la función del Estado de servir al “interés general” , como la hipocresía antiestatista del liberalismo que lo “achica” o “agranda” según los intereses de la libre circulación de la mercancía, o como el fetiche seudo marxista inventado por el stalinismo de la vía estatal al socialismo.
Convengamos entonces que el Estado, todo Estado, no es neutral, es una instancia esencialmente clasista que se presenta a sí mismo como la expresión del “interés general” en relaciones sociales injustas, metamorfoseadas en lo jurídico como “igualdad ante la ley”.
Ahora observemos que ese “interés general” , la ficción de “hacer como que” conlleva una contradicción, con la obligación de “hacer algo” que le dé a la ficción visos de realidad.
Y aquí es posible asirnos de esa contradicción, aprovechar la apelación al “interés general” que justifica la existencia del Estado arrancando medidas y recursos favorables a los intereses de las clases dominadas. Pero para ello es fundamental vacunarnos contra la marrullera facultad de coptación del Estado. Una hipótesis práctica para ensayar pistas aproximativas podría ser separar el Estado como “relación social” del “Aparato del Estado”
Podemos observar dos instancias en el aparato del Estado: la primera, la estructura burocrática y de servicios permanente, “personal de planta” (Administración, servicios, educación, justicia, fuerzas de seguridad, sanidad, etc) como maquinaria que, sin perder su función de aseguradora de la estabilidad social desigual, crea sus propios intereses de existencia. Es decir, el Estado es una máquina de dominación impersonal, no obstante, sus piezas no son de hierro, son personas (empleados-funcionarios) y esas personas tienen sus intereses individuales y corporativos. Sobre todo corporativos. Desde el ordenanza hasta el Juez, desde el chofer hasta el Escribano General. Esta estructura es formidable y tiene plena conciencia “inconsciente”, vaya la contradicción, de su ser y de la acción común en defensa de su propio cuerpo por encima –y entrelazado– de su papel impersonal sobre conjunto de la sociedad.
En segundo lugar, “la gestión”, es decir, la personas elegidas para conducir los periodos marcados por la constitución –los “políticos”–, desde el presidente de la república hasta el último militante del partido contratado como “asesor”.
Ambos grupos humanos que mueven esa maquinaria tienen, repito, dentro de la función específica del aparato del Estado, intereses grupales como un fin en sí mismo que no responden sólo, ni a la ficticia función del “interés general”, ni a la efectiva función de garantizar el orden existente. Unos están motivados por los intereses corporativos ya mencionados y los otros por la “reglas de la política”, que les obliga a tejer relaciones, anudar acuerdos, pagar por servicios recibidos, en vistas al próximo período, como garantía de la existencia de la especie. Ambos grupos combinan legítimas motivaciones sociales con la defensa propia.
Además, y esto es lo importante, ambos grupos son adversarios y se desconfían mutuamente. Por eso, modificar la estructura permanente del Estado ha sido la empresa más difícil de cualquier político con intenciones renovadoras.

Gestión y política

La palabra gestión fue puesta de moda y degradada por los novísimos politólogos del FREPASO quienes, hojeando los manuales de ciencia política de cuño norteamericano , pretendieron reemplazar lo político por la gestión. Pero sucede que entre política y gestión existe una relación de reenvíos mutuos, sin que una logre suplir o eliminar a la otra.
Esta relación no es moco de pavo, ya que la gestión siempre intentó, e intenta, suprimir a lo político. En efecto, cuando las luchas políticas alcanzan su “materialización”, es decir, cuando se accede al gobierno, la gestión pretende hacerse dueña de la situación y se apropia del entusiasmo transformador libertario de la política para encorsetarla en el reino de la necesidad. Esos hombres que en el llano se jugaron azuzando la rebeldía la libertad y la justicia sin límites, puestos a gobernar llamarán a la “responsabilidad”, a la obediencia.
Y esto no es “traición”. Es la consecuencia de la lógica del Estado. No podría ser de otra manera, porque la gestión, en tanto –modo de administrar los recursos, de los logros de la propia lucha política– por la vía del aparato estatal, necesita de la “estabilidad”, “gobernabilidad”, es decir retomar la “ficción-real” de representar “el interés general”.
Por eso es que nuestro secretario general, comandante guerrillero o aquel gran estratega de la resistencia desde el exilio o bien el dirigente obrero combativo que accede a cargos gubernamentales, ahora, en funciones estatales, no “hace política” hacia la sociedad sino que ejerce la administración. Y la gestión, bueno es repetirlo, estará siempre condicionada por la necesidad, por la simple razón que los recursos pocas veces alcanzan para lo óptimo sin romper privilegios o “derechos adquiridos”. Romper los privilegios no es resorte de la gestión sino de lo político.
De esto se desprende que no hay “gestión revolucionaria” por sí misma, por propia decisión, por voluntad o por los antecedentes del gestionario, no pude haberla porque en tal caso sería política y se negaría como gestión. Tal es la ley no escrita del Estado. El secreto del Estado como máquina de dominación consiste en esa paradojal relación entre la gestión y la política.
Esto no impide que en determinadas situaciones concretas, la defensa de una gestión puede ser una lucha política (por ejemplo la defensa de la gestión de Chávez hoy) lo que no le quita a la gestión su carácter de gestión, ni significa que lo política se convierta en gestión.
Por lo demás, hay mejores y peores gestiones, distribuciones más justas o menos justas ( hasta ahora nunca “justas” sin adverbios ) diversas maneras de gobernar, en cualquier caso condicionada por lo político, –como expresión de la lucha de clases– política que a su vez es ejercida por quienes no tienen funciones de gestión. Porque aunque determinado gobernante “represente” a determinada clase, sus decisiones estarán condicionadas por la lucha de clases. Por eso, teniendo en cuenta la estructura piramidal de Estado, es propio decir que la gestión está “arriba” y la política está “abajo”, entendiendo el arriba y el abajo como posiciones espaciales metafóricas y no jerarquizadas.
El aparato del Estado entonces –para el pensamiento libertario marxista o anarquista– no es el lugar de la política sino de la gestión. El aparato del Estado es impotente en política, administra, por así decirlo la resultante de ese entretejido social que es el poder. Impotente en política pero, claro está, no neutral en su cometido. Lo político en cambio es la potencia del “poder hacer” que activa en ese entretejido social y condiciona la gestión. La gestión es estática, lo político es dinámico.
Si convenimos que ni política ni semánticamente se puede hablar de “revolución estática”, entonces, no hay tampoco “Estado revolucionario”, como no hay Estado de libertad, hay actos revolucionarios y actos de libertad.
Precisamente, en esa relación paradojal el Estado, destinado a garantizar una relación social desigual, se disfraza de “interés general” y siempre tratará de sujetar a lo político ya que este último es, por definición, “insaciable”, y una de las formas mas sutiles de aherrojarlo es el chantaje de la gestión.
En efecto, el Estado, la gestión, se siente saciado cuando logra el “equilibrio social”, lo que se dice, gobernabilidad, por la forma que fuere y estas son muy variadas ( estado de bienestar, disciplinamiento por coerción económica, represión, unificación ante la amenaza externa, paternalismo, promesa de futuro, etc) acentuando su carácter estático. Lo político en cambio, como lucha, como arte, como subversión, como libertad, como búsqueda de la justicia es insaciable. Porque hasta ahora, por lo menos, la experiencia vital de la sociedad humana no ha encontrado los límites a la justicia y la libertad como infinito del devenir, como misterio de la vida. ¿Podría haber “exceso” de justicia?
La idea de la insaciabilidad de lo político estuvo presente siempre en el cuerpo de ideas del marxismo revolucionario. Trotsky fue uno de sus mejores teóricos con su hipótesis de “revolución permamente” y luego el Che es elocuente cuando con su aguda sensibilidad afirma que las revoluciones no se estancan, o avanzan o retroceden.

Autonomía política y Estado

Si logramos actuar separando conceptualmente gestión de política sin perder de vista su unidad, si mantenemos claro la naturaleza del Estado y no nos dejarnos seducir por su ficción como expresión del “interés general”, podremos disputar los espacios en el aparato del Estado sin miedo a perder la autonomía, a quedar coptados por su fetiche. Porque, por ganas que tengamos, no podemos darle un portazo al Estado. Ignorar su poder sería suicida, desaprovechar sus recursos sería al menos lamentable.
El problema es que, la más de las veces, el movimiento popular ha emprendido la disputa de espacios en el Estado por la única vía que, en su ficción de representar el “interés común”, nos permite de buena manera: la vía institucional de la democracia representativa. La representación es la máscara que oculta su esencia clasista en forma de derecho político. De acuerdo a esta ontología del derecho burgués, disputar espacios ha sido siempre ocupar bancas o cargos “políticos” de “decisión”. Por lo general la resultante ha sido y es, comportarse como “políticos” donde –de aceptar– debería obrarse como administradores tratando de arrancar conquistas, y encima, con harta frecuencia, como malos administradores.
Esto es así porque se considera al aparato del Estado como el espacio donde lo político alcanza su máxima expresión, como el lugar de la “acumulación del poder”, como instrumento para transformar la sociedad “desde arriba”. Pareciera que no nos hemos detenido a pensar que acumular un supuesto “poder popular” en un ente que tiene como finalidad disciplinar la sociedad, amolar las aristas más agudas de la desigualdad, disimular la explotación y la opresión, no puede ser menos que un contrasentido.
De lo que se trata entonces es de “tomarle la palabra” al Estado en ese presentarse como “interés general”, para arrancarle enormes recursos creados por la comunidad, para sustentar las actividades sociales autónomas, que no sólo presenten una solución inmediata a los problemas materiales, sino también experimentos de nuevas formas sociales. En esas experiencias colectivas, múltiples y diversas, en lo político, depurado de la trampa de la representatividad (la llamada politiquería) y no en la gestión del aparato del Estado, estará la acumulación de energía social, no hacia la construcción de un nuevo poder, sino hacia la disolución de todo poder en la paulatina extinción del Estado y su remplazo por la libre asociación de productores.
Nuestro militante, ahora en “cargos políticos” transformados en funciones estatales al servicio de esas construcciones populares, deberá comprender que se encuentra en situación análoga al docente que asume como director de escuela. Ya no es maestro, ahora administra un sistema, pero el ejercicio de la docencia sigue estando en manos del maestro.


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