EL DESMADRE DE LA BUROCRACIA Y LA CORRUPCIÓN
Rigoberto Lanz
Ya se volvió lugar común el reconocimiento generalizado de los males más perversos de la subcultura heredada: el burocratismo que asfixia y la corrupción que descompone. Ambos fenómenos han sido estudiados hasta el cansancio. Disponemos de toneladas de diagnósticos, leyes, resoluciones, planes y arengas. Todos con un mismo patético resultado: nada.
Que el sistema política anterior haya estado fundado en la corrupción es cosa que se entiende de puro obvia. Que el burocratismo sea una enfermedad consustancial a todo el entramado organizacional desde la colonia a nuestros días es asunto que se cae de maduro. Lo que ya empieza a descuadrar es que un nuevo sistema político que se propone refundar todo el modelo de relaciones sociales—incluido en primerísimo lugar el marco ético de la nueva conciencia ciudadana—no haya podido en estos años dar un paso contundente en el camino de derrotar estas lacras. Lo que sorprende hasta la perplejidad es la radical inocuidad de todo cuanto se ha prometido en relación a la lucha efectiva contra la corrupción, y a su turno, la nula incidencia de una que otra iniciativa del tipo de la socorrida “modernización del Estado”. Lo único claro a la vista es una preocupante generalización de la corrupción estructural que hemos heredado, con la correspondiente expansión del clima de impunidad que le es concomitante. Lo que parece evidente es una proliferación impresionante de parafernalias burocráticas en todos los niveles del Estado. Los hechos son sencillamente brutales: estos dos males expresamente identificados por el Ciudadano Presidente de la República como “los principales enemigos de la revolución” se han disparado en proporciones alarmantes, y lo que es más grave aún, las plataformas y dispositivos con los que cuenta el gobierno hasta la fecha lucen completamente inútiles para erradicar este morbo.
La derrota del burocratismo es una cruzada cultural que involucra muchos frentes, distintas formas de lucha, diferentes escenarios. Implica entre otras cosas la tarea mayor de hacerse de una nueva visión de los procesos organizacionales (lo cual no se improvisa con gestos y buena voluntad), nuevos enfoques sobre el Estado y sobre los modelos institucionales que reclama una sociedad distinta, otros criterios para la legitimación de la función directiva, una nueva concepción sobre los conceptos tradicionales de “administración pública”, una perspectiva radicalmente diferente sobre la gestión de procesos, una manera distinta de encarar la compleja relación entre el Estado y la organización de la agente, otra concepción de la gestión política (que rompa con el anacronismo de los partidos políticos, los gremios y los sindicatos); en fin, un laborioso y sostenido proceso de regeneración organizacional que tensione día a día todas las expresiones del burocratismo que se expresa a todos los niveles (desde Miraflores hasta la última parroquia por allá en el Amazonas)
La batalla contra las infinitas formas de corrupción incrustadas en los tuétanos de todo el tejido institucional de la sociedad es aún más exigente y demanda de la vanguardia dirigente un nuevo impulso, tanto por el hecho notorio del fracaso de lo que se ha intentado hasta ahora, como por la conciencia activa que debe reconocer responsablemente en este problema una grave inconsistencia en relación con cualquier idea de revolución. También aquí las estrategias son múltiples y las batallas de corto y largo plazo. Hay una sub-cultura de la corrupción en el país que no se vence con espasmódicos sermones ni con una simple mención retórica a este problema. Trátese de la pillería gansteril que no vacila en rasparse la caja fuerte con el mayor desparpajo o de las refinadas prácticas del favoreo, el quiquirigüiqui y tantas otras mañas bien mantenidas por legiones de funcionarios de todos los pelajes, la primera regla es una radical intolerancia frente a estas prácticas. Allí la menor ambigüedad se traduce a la postre en complicidad. Sólo una actitud implacable frente a la corrupción puede traducir un efecto de re-educación en los colectivos que se desempeñan honestamente en tantos espacios de gestión pública. No se trata de una postura optativa o de un estilo personal de éste o aquél funcionario. El asunto crucial es inyectar a todo el clima organizacional de la Nación la convicción—palpada cotidianamente a todos los niveles—de una línea de conducta brutal frente a cualquier forma de corrupción. Allí no valen sutilezas ni “comprensiones”. La traducción práctica de esta postura ética vertical es el único antídoto que puede ir resocializando la catadura de cada persona relacionada con la función pública.
La pregunta hoy es si el gobierno está en condiciones de dar un giro importante en la comprensión de estos problemas, y más que eso, si tiene el talante ético-político para imponer drásticamente una línea de conducta de esa envergadura. Las preocupaciones expresadas reiteradamente por el Ciudadano Presidente de la República no dejan lugar a dudas sobre la voluntad política para actuar en este terreno. Pero está visto que ello no basta. ¿Entonces?
Los costos políticos derivados de los devastadores efectos del burocratismo y la corrupción se sentirán más temprano que tarde. Lo peor que puede ocurrir—ya está ocurriendo—es que se “normalice” de tal modo este estado de cosas que ya sea demasiado tarde para revertir esta maldición. Entre las fábulas, las manipulaciones mediáticas y la cruda realidad la gente termina construyendo una conciencia de rechazo que ya no podrá disimularse. Por lo demás es la misma gente que ha apostado desde hace varios años por la esperanza de acabar con la corrupción y la politiquería. Fracasar en este terreno es tanto como renunciar a construir la nueva sociedad que todos anhelamos. Subestimar el impacto de este fracaso puede significar un quiebre irreversible en el nexo vital entre la gente y su esperanza de cambio. En este punto está prohibido equivocarse.