Jueves 19 de enero de 2006
Sergio Zermeño
La Jornada
El zapatismo se ha diferenciado de la mayoría de las luchas sociales de nuestro país porque ha sido un movimiento de actores en construcción, un movimiento propositivo. Pudiendo refugiarse en lo que era evidente, que la situación de los indios en nuestro país es una situación de dominados, de víctimas de los 500 años, de pobres, de damnificados permanentes, el zapatismo escogió, sin embargo, ser propositivo, no ser víctima sino actuar, no solamente resistir sino proponer, convertirse en un actor de su caminar.
El anterior no es un párrafo para simpatizar o para mediar en estos momentos de gran tensión entre la propuesta de los zapatistas y el accionar de la izquierda institucional de nuestro país. Afirmar que el zapatismo es un movimiento que propone y no sólo que resiste, un movimiento animado por actores que buscan un sentido para su quehacer y rechazan el ser sólo víctimas pasivas de su entorno, se basa en el hecho contundente de la existencia de los llamados caracoles, es decir, en el hecho de haberse propuesto la construcción de espacios regionales (conjuntos de municipios autónomos) que tienen como meta el mejorar la calidad de vida de sus habitantes, para lo cual han establecido un principio de autoridad en las llamadas juntas de buen gobierno en cada uno los cinco espacios local-regionales sobre los que han establecido una influencia clara.
Esto viene al caso porque se están evidenciando algunos rasgos de la otra campaña que sin duda están colocando en un plano secundario las temáticas, las propuestas y las técnicas para la reconstrucción social con base en el desarrollo local-regional, ese camino que está sugerido en el ejemplo de los caracoles, y se está imponiendo una imagen en la que los damnificados de todo tipo (les damnés de la Terre) se están acercando al zapatismo y al delegado Zero en calidad de damnificados y de víctimas: “que intervenga para que los presos políticos de Villaflores sean liberados”, “que intervenga en Huixtla para que las tarifas eléctricas sean reducidas y para crear un frente de resistencia”, “que intervenga para que nos permitan manejar nuestros bicitaxis sin pagar la licencia al municipio”, “que intervenga para que al ejido de Lomas de Chapultepec, en Punta Diamante, en Acapulco, le sean restituidas las tierras que le fueron expropiadas por Figueroa para los desarrollos playeros de lujo”…
Los espacios de diálogo por los que el zapatismo se está transportando y se va a transportar, en principio durante los seis meses de campaña, no son espacios en donde va a dialogar con grupos de la izquierda no institucional las estrategias para lograr un consenso en torno a la vía anticapitalista por la que debería transitar nuestro país en un futuro mediano (de esos hay cada vez menos grupos en este país en regresión), sino serán espacios de discusión con la gente común y corriente, con los millones de habitantes de nuestro país que no van a plantear las cosas en una manera programática ni elaborada sino que están preocupados por su existencia inmediata. En esa medida habrá que inventar algún mecanismo para que las reuniones de la otra campaña se diferencien de los recorridos a que están obligados, por ejemplo, los delegados políticos de Tlalpan, de Iztapalapa o de cualquier municipio de nuestra República, en donde las listas de quejas y necesidades son infinitas (claro, en estas reuniones los munícipes y los delegados prometen que si el voto los llevara al próximo peldaño burocrático ellos resolverían esas demandas). En el caso que nos ocupa ese mecanismo está, por fortuna, desechado, aunque eso no nos ayuda a resolver el entuerto.
Ya comienza a quedar claro cuál es el problema: nadie que venga de afuera y que vaya de paso resolverá asunto alguno en una comunidad, localidad o región. Esos problemas son complejos, de larga solución, de dos pasos adelante y uno (o a veces tres) atrás. El zapatismo podrá seguir escuchando la larga (e interminable) lista de demandas de cada comunidad, pero la verdad, en mi opinión, creo que tendría más fuerza mostrando sus moderados pero contundentes éxitos en las regiones zapatistas (los caracoles), y discutiendo mecanismos de organización y líneas de trabajo en las regiones por las que transita, discutiendo con claridad sobre qué ayudas son aceptables para el desarrollo de esas regiones y cuáles no, y por qué (y cómo sólo hay que aceptar la ayuda de la “sociedad civil” y qué quiere decir eso, o por qué hay que cortar todos los lazos con las instituciones universitarias, gubernamentales y tantas otras…). Es evidente que queremos ver en cada territorio de nuestro país a actores colectivos organizados, propositivos, y no a víctimas en resistencia, lamentándose de su situación de desamparo.