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Analistas mexicanos escriben sobre la resistencia y represión en Atenco

14.05.06

Enrique Calderón A.
Atenco

A medida que pasan los días, las dimensiones de abuso de autoridad por parte de las policías estatal y federal, cometidos en el pueblo de San Salvador Atenco, generan estupor e indignación evocando la brutalidad de tiempos supuestamente superados.

De confirmarse los hechos denunciados por las dos ciudadanas españolas, sobre la detención y transporte en un camión de 40 hombres y mujeres que fueron amarrados, privados de la visión, golpeados, amenazados, y las mujeres ultrajadas sexualmente, por el solo hecho de encontrarse probablemente durmiendo en algunas de las muchas viviendas allanadas, estaríamos enfrentando una situación sólo comparable a lo ocurrido durante el conflicto de 1968.

¿Qué posible justificación puede tener este tipo de violencia criminal realizada por los elementos policiacos? Absolutamente ninguna. Todos los servidores públicos que participaron en estos hechos vergonzosos, o que simplemente los presenciaron sin oponerse a ellos deben ser separados de sus cargos y ser sujetos a los juicios correspondientes. La seguridad no puede estar en manos de enfermos mentales capaces de exhibir, o de permitir tales comportamientos.

La responsabilidad de los jefes de esas corporaciones tampoco se puede soslayar. ¿Qué órdenes dieron que pudieron derivar en esos actos de barbarie? ¿Qué tipo de entrenamientos bestiales proporcionan a sus subalternos? ¿A qué programas de capacitación los someten? ¿Cuáles son los criterios de selección de personal que utilizan?

Las conductas en que incurrieron dañaron a la sociedad a la que supuestamente sirven. Debieran por ello ser removidos de sus cargos y sometidos a juicio, en cuanto las denuncias mencionadas se confirmen. México no puede ser, ni convertirse en un país de gorilas, tampoco puede darse el lujo de que tales sujetos sigan acrecentando las dimensiones del conflicto que debiera haber sido resuelto mediante el diálogo.

La responsabilidad del gobernador Enrique Peña Nieto y de su secretario de Gobierno, Humberto Benítez Treviño, tampoco pueden ignorarse, su referencia a los campesinos de Atenco como criminales, acusándolos de intentos de secuestro de funcionarios públicos, además de otros delitos, no ante la justicia, sino ante los medios de comunicación, no tuvieron una finalidad diferente que la de crear y justificar el escenario de violencia que ordenarían horas después.

Por el bien y la tranquilidad de México, es claro que el gobernador del estado de México debiera renunciar o ser también removido de su cargo ante su incapacidad manifiesta para asegurar la tranquilidad y la prevalencia del estado de derecho en su entidad, antes de que el conflicto tome dimensiones mayores.

Por su parte, el presidente de la República debiera actuar con serenidad no dejándose llevar por la desinformación y la justificación de la violencia que le puedan hacer llegar gentes cercanas a él. No hacerlo así, lo llevaría a sumir al país en otro tipo de problemas adicionales a los que ya tenemos.

He oído y leído en algunos medios de comunicación que los líderes del movimiento campesino de Atenco constituyen un grupo violento que ha alterado la paz de los habitantes del lugar, con amenazas y sujetándolos a procesos de extorsión. Ignoro qué tanto de cierto hay en ello, pero de serlo, me pregunto por qué no habían sido arrestados ante tales denuncias, antes de llegar a situaciones como el cierre de la carretera que dio lugar a los enfrentamientos.

En este sentido, el asunto de Atenco empieza a parecerse al conflicto de los mineros, cuyo líder ha sido desconocido, perseguido y denostado por el gobierno, luego de la tragedia en Coahuila, cuando anteriormente se le trataba con cortesía y reconocimiento por parte del gobierno.

Concluyo este artículo, estableciendo una relación que no puede ser ignorada, entre los hechos aquí señalados y las evidencias manifiestas de las deficiencias del Sistema Educativo Nacional, que parece no dar importancia a la ética.

México sería distinto, y los hechos comentados aquí, simplemente no tendrían posibilidad de ocurrir, si la educación recibida incluyera el reconocimiento formal de los derechos humanos.

Carlos Montemayor
Atenco y la guerra sucia

Los cateos violentos e ilegales en las primeras horas del amanecer y en pequeñas aldeas o en pequeños barrios son una antigua y recurrente práctica de ejércitos represivos y de cuerpos policiacos. Gran parte de la eficacia de estos cateos y las secuelas de sus daños derivan por fuerza de lo inesperado del operativo mismo. Es la sorpresa el arma esencial en esta ocupación súbita de territorios aldeanos o de barrios urbanos. Por ello las primeras horas de la madrugada suelen ser las más idóneas para tales ataques sorpresivos.

Además de la sorpresa, debe destacarse otro dato esencial: la imperiosa, contundente, visible superioridad de las armas sobre familias inermes o sobre la endeble resistencia esporádica de mujeres o ancianos. El armamento es intimidatorio en varios aspectos. Primero, desde los retenes que cercan el territorio y bloquean entradas y salidas de la aldea o del barrio; después, en los comandos de elite que penetran en domicilios con violencia para acentuar la sorpresa y para evidenciar la superioridad de su armamento.

La violencia desplegada en estos operativos suele ser innecesaria desde la perspectiva de las víctimas, no desde la de los elementos militares o policiacos que efectúan el cateo. Porque la violencia extrema tiene una finalidad específica más allá de enfatizar la sorpresa y la superioridad armada: tiene como propósito amedrentar de inmediato, a fin de facilitar las aprehensiones ilegales de veintenas o centenares de hombres, mujeres y niños, incluso de ancianos.

En estos operativos, particularmente en la contrainsurgencia militar, cuando no es posible aún la captura de dirigentes notorios o ya ubicados, se efectúa una peculiar selección de estas multitudes aprehendidas: los jóvenes o los hombres capaces, por su edad y constitución física, de luchar como guerrilleros o de participar en alzamientos regionales.

Las aprehensiones numerosas facilitan varias cosas: la penetración en todas las habitaciones de las casas para detectar rápidamente armas, equipos, pertrechos, alimentos, propaganda o dinero. A estos detalles técnicos y tácticos se debe la imposibilidad de distinguir entre el robo, el despojo, la destrucción indiscriminada y lo que esos elementos y sus jefes quisieran que víctimas y analistas llamáramos solamente “inspección”. La secuela de devastación, robo y ultraje es, así, connatural a la inspección y a la aprehensión multitudinaria.

Varias son las funciones de este tipo de aprehensiones colectivas. En la ocupación militar o policiaca contrainsurgente, amedrentar a la población ultrajada y saqueada para “disuadirla” de continuar en la “violencia” social. Segundo, ubicar combatientes. Tercero, identificar dirigentes. Cuarto, retener a familiares de combatientes o de dirigentes. Quinto, seleccionar candidatos para la tortura, para la desaparición forzada, para la consignación penal o para la liberación por falta de pruebas. El más largo corredor en esta represión es la tortura.

Pues bien, quizás puede bastar esta descripción sucinta para situar en otros contextos el valor político y militar de tal tipo de operativos. Uno de los más visibles o evidentes deriva de su naturaleza táctica: es la imposibilidad de que sea una acción improvisada. Se trata de un operativo que no puede surgir por azar, sino por estudio, balance o planeación previa. Es importante reiterarlo: requiere de planificación anticipada.

Segundo, son resultado de una coordinación de varios sectores administrativos y políticos. O sea, “requieren” de la anuencia, coordinación o disposición de poderes municipales, estatales y federales; de agentes del Ministerio Público Federal, de jueces, de servicios médicos, de fuerzas complementarias y de autoridades carcelarias. Esta coordinación multisectorial tampoco puede ser improvisada inopinadamente.

Un aspecto más deriva de los dos anteriores: no son operativos de alto riesgo militar ni policiaco, pues la sorpresa y la superioridad de armamento, más los estudios previos para su aplicación en las zonas ya vigiladas y analizadas, no suponen una resistencia peligrosa ni real. Son operativos de amedrentamiento y sometimiento inmediato, sí. Pero lo notable de estos operativos es, en cambio, su alto riesgo político. Quiero decir, el mensaje social que operativos así encarnan es de tal magnitud que no pueden aplicarse sin un mandato de las autoridades políticas. Claro, es recurrente en la historia de este tipo de acciones el discurso demagógico para deslindar a la autoridad política de la autoridad policiaca o militar. Esto explica y torna necesaria una coordinación más: la de los medios. Es muy útil el silencio, la complicidad e incluso la distorsión generada por televisión, radio y prensa escrita.

Destaquemos también que la autorización de las jerarquías políticas interviene no solamente para la aplicación del operativo en un punto rural o urbano específico, sino en otro aspecto más: el del propio entrenamiento de los cuerpos policiacos o militares.

Hace unos días publiqué en las páginas de La Jornada algunos pasajes de documentos desclasificados recientemente por el gobierno de Estados Unidos. En una carta que el entonces embajador Robert McBride dirigió el 5 de junio de 1971 a las oficinas centrales de Washington, afirma que el secretario de Relaciones Exteriores Emilio Rabasa había solicitado al gobierno de Estados Unidos ayuda para diseñar un programa especial teórico y de entrenamiento para un grupo selecto de mexicanos en tareas policiacas y control de multitudes (crowd control), y que con ese motivo el coronel Manuel Díaz Escobar Figueroa había visitado el día anterior la embajada. Díaz Escobar “mostró especial interés en el control de masas, particularmente en relación con manifestaciones estudiantiles y motines” (he showed special interest in crowd control, dealing with student demonstrations, and riots). Al final de su carta, el embajador señala que “Díaz Escobar es un coronel del Ejército Mexicano y, entre otras cosas, está actualmente a cargo de un grupo de individuos conocidos como los Halcones” (Diaz Escobar is a colonel in Mexican army, and, among other things, is also currently in charge of a group of individuals known as the Halcones.)

En otras palabras, la autorización de la jerarquía política es inherente a este tipo de operativos llamados técnicamente de “control de masas”. No hay un divorcio entre la decisión policiaca y militar y la decisión política, desde el entrenamiento de cuadros hasta la planeación de los operativos y su ejecución

Me extendí en estos aspectos de los operativos de cateo porque los he estudiado en diversas épocas y sociedades del mundo contemporáneo y porque ofrecen para el México de hoy un importante aviso: he descrito ampliamente estos operativos, con todas sus secuelas, en mi novela Guerra en el paraíso. Quiero decir que fueron las tácticas militares donde se originaron las desapariciones forzosas y los asesinatos de centenares de campesinos en el estado de Guerrero durante la guerra sucia de los años 70. La guerra sucia en Sudáfrica, Argentina, Uruguay, Chile, Vietnam, Guatemala, en cualquier país, en México mismo, hubiera sido imposible sin estos operativos que en las primeras horas del amanecer ensangrentaron aldeas y barrios enteros. Es el gozne que ha abierto las puertas a los corredores de tortura, muerte y prisión ilegal.

Aplicar en Atenco una de las tácticas elementales de la guerra sucia que ha vivido México en otros momentos de su historia es una grave equivocación política del actual y moribundo gobierno federal. En el contexto del país significa un grave retroceso. Con la complacencia del gobierno federal, mueren mineros en Pasta de Conchos, Coahuila; autoridades federales y estatales reprimen y asesinan a obreros de Sicartsa en Michoacán; autoridades federales y estatales violan leyes y sentencias de jueces de distrito para apoyar el ecocidio de la Minera San Xavier en San Luis Potosí; con el silencio cómplice de autoridades federales se cierra ilegalmente la mina San Martín en Zacatecas; el gobierno federal viola leyes para desconocer, sin la opinión mayoritaria de los mineros, a un líder tan corrupto como a los que convocó a Los Pinos para celebrar a escondidas el Día del Trabajo. En este contexto nacional, matar y reprimir en Atenco echando mano de una de las técnicas esenciales de la guerra sucia es un error y un retorno hacia la barbarie. Es claro, es lógico al menos, pensar que la política de Estado en los últimos meses de la administración de Vicente Fox distorsiona la naturaleza de la ley y de la estabilidad social. Se nos quiere hacer creer que la violencia institucionalizada que constituye el hambre y el empobrecimiento acelerado del país, más los intereses a salvo de las cúpulas de poder, son la paz social. Pero sobre todo se nos quiere hacer saber que, en los últimos meses de este gobierno, la represión sangrienta será la respuesta oficial para todos aquellos que se resistan a aceptar que la paz social es el hambre, la arbitrariedad, la simulación, el desempleo, la desnutrición, la miseria.

Francisco López Bárcenas
El espejo de Atenco

Dicen los pueblos indígenas de México que San Salvador Atenco es un espejo donde México se refleja y donde ellos se miran. Que la violencia policiaca -supliendo la ineptitud de los yunquistas que se hicieron del poder ante el vacío presidencial- ellos la ven seguido en sus territorios, de la misma manera que observan la resistencia popular expresada de diversas maneras ante la falta de solución a sus necesidades y la violación cotidiana de sus derechos. Dicen que lo peor es que en medio de ese panorama les preocupa la violencia que se cierne sobre el país, provocada desde el poder como forma de acabar con la resistencia de los pueblos agraviados, o como salida desesperada ante la falta de otras vías de expresión y de solución pacífica de los problemas.

Afirman que en la violencia gubernamental y la saña con que se ejecutó en San Salvador Atenco no se puede ocultar la responsabilidad de los gobiernos federal, estatal y municipal, cuyos titulares pertenecen a tres partidos políticos distintos. Tienen claro que era su responsabilidad encontrar una salida negociada al problema de los vendedores de flores y no lo hicieron, tal vez, porque necesitaban el pretexto para reprimir a la gente; tampoco tienen duda de que una vez que sus operadores políticos fracasaron, era su deber usar la fuerza para guardar el orden social, y no abusar del poder para cobrar viejos agravios, como la frustración por no poder construir un aeropuerto despojando a los campesinos de su único medio de subsistencia. Pero lo hicieron, sin importar que para lograr sus fines truncaran vidas inocentes, privaran ilegalmente de la libertad a muchas personas y desaparecieran a otras, violaran mujeres y golpearan niños. Los que prometieron llevar a juicio a los genocidas de hace años no pueden hacerlo porque caminan sobre sus huellas.

Ninguna duda tienen de que la arbitrariedad con que el Estado actuó en San Salvador Atenco es reprochable. Pero al lado de la rabia que provoca el hecho, les duele constatar que no es el único crimen de Estado cometido en el sexenio: los mineros de Pasta de Conchos, sepultados en vida por la negligencia patronal y gubernamental; los obreros de Sicartsa, defendiendo su autonomía sindical; los campesinos de La Parota, que no aceptan ceder sus tierras para la construcción de una presa hidroeléctrica a cambio de unos míseros pesos; o los indígenas de San Pedro Yosotatu, desaparecidos por defender sus tierras, entre los mas conocidos. En esos casos, a los que se pueden sumar miles ocurridos en todo el país, el Estado fue incapaz de hacer respetar el estado de derecho, tan manoseado para abusar del poder en San Salvador Atenco, que más refleja el pretendido derecho del Estado de agredir a los pueblos que no se dejan, exhibiendo de esa manera su orientación de Estado de derecha.

El uso faccioso que el Yunque, y su candidato a administrador de esta empresa, que todavía llaman México, hace de la represión estatal para señalar a los agredidos como un peligro para el país, desata sospechas de que la agresión a San Salvador Atenco forma parte de la estrategia para apuntalar la campaña del miedo entre los ciudadanos que piensan ir a las urnas el próximo 2 de julio a elegir presidente, con la esperanza de que, ahora sí, el elegido cumpla sus promesas de campaña. Pero hasta en eso Atenco espejea y muestra que no son los únicos, también los otros partidos políticos participan de esas prácticas electoreras en donde gobiernan. Unos asesinando abiertamente, otros amenazando a los que se oponen y en el mejor de los casos condicionando los programas gubernamentales que se hacen con dinero de los contribuyentes. Tan alejada de la sociedad se encuentra la política electoral que los procesos se vuelven contra los ciudadanos que deberían darle vida.

Roto el espejo por la furia gubernamental, ya no refleja bien la imagen de la resistencia incubada por todo el país como legítima defensa de los pueblos ante un Estado que los arremete pasando por encima de las leyes que juró respetar. Los pedazos que quedan de él muestran imágenes fragmentadas, como un rompecabezas difícil de ordenar y sin que se vea por ninguna parte quién podría hacerlo, ni de qué manera. Porque el peligro existe y no va a desaparecer sólo porque desde el gobierno se le ignore o se le someta por la fuerza. Frente a este panorama, la pregunta de muchos pueblos indígenas no resulta ociosa: ¿Qué camino nos dejan?


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