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Autogestión productiva y asambleismo. Luis Mattini. La Fogata

21.06.03

Primera parte: “Lo que el cuerpo piensa”

Mabel Thwaites Rey estimula el debate sobre grandes interrogantes del momento con un oportuno análisis de las posibilidades inmediatas de los movimientos autónomos que se desarrollan por diversos puntos del globo terrestre.(Ver:”Autogestión social y nuevas formas de lucha”, http://www.lafogata.org/opiniones/izq_autonomia.htm, 5 de junio de 2003)

El debate se presenta entre considerar esas iniciativas como luchas acumulativas hacia un clásico proyecto de poder popular o verlas como expresiones embrionarias de contrapoder o no-poder.
La discusión se complica cuando se revalorizan categorías como “política” o “no-política”, tema que cierto marxismo arrogante ha vulgarizado al adjudicarle a los movimientos sociales el calificativos de “no políticos” como si fueran un escalón inferior en las relaciones humanas. Es evidente que la polémica no es banal: uno u otro criterio llevan a considerar las posibilidades hacia un socialismo por la vía del estado nacional o la emancipación por el desarrollo de experiencias comunales. Al mismo tiempo el eje de la discusión tiene una faz común: cómo ha de actuarse, aquí y ahora, en terreno de la sociedad capitalista que es la que sufrimos, superando el corset del sindicalismo, el corporativismo, y el derecho burgués que es el derecho por definición.
Por momentos, y como paradoja histórica, pareciera que estamos discutiendo en la Europa post revolución francesa, dicho esto sin intención peyorativa, por el contrario, una demostración más de las limitaciones del mito del progreso y de cómo el pasado suele regresar como puro presente.
Sea como fuere, lo importante es recoger la riqueza de aquella polémica polarizada entre anarquistas y marxistas que dejó como saldo una producción intelectual sustanciosa.
No es motivo de este trabajo historiar la misma, sólo precisar que la diferencia entre el anarquismo y el marxismo previo a la Comuna de París, en su sentido “estratégico”, no eran tan disímiles como luego la historia los hizo distanciar cada vez más. En ese sentido es al menos una ligereza hablar de los marxistas como “políticos” y los anarquistas como “no políticos”.
La diferencia esencial, más allá de los durisimos enfrentamientos tácticos y los floridos epítetos de Engels a los anarquistas durante la Primera Internacional, fue sobre todo después de la Comuna de París, en tanto en cuanto los anarquistas seguían sosteniendo que no era posible cambiar la sociedad “desde arriba” y, en consecuencia, su negación de la teoría de “la dictadura del proletariado”
La historia inmediata a esos hechos, la revolución rusa y su formidable influencia durante todo el siglo veinte, le dio la razón al marxismo, pero la historia en su palabra actual parece hacernos comprender que el anarquismo tenía también sus razones. Por eso es que este momento tiene cierta analogía con el Marx de los “manuscritos de 1848″ y aquellos escritos en que Marx y Engels imaginan la sociedad postcapitalista por la vía de la gemenweisen: la comuna.

En el artículo mencionado, Mabel Thwaites Rey procura poner paños fríos al exceso de entusiasmo sobre las posibilidades inmediatas de los emprendimientos autónomos y el asambleísmo. Y tienen razón, ya que la virtud esencial de todo ese proceso iniciado el 19 y 20 de diciembre de 2001, no fue no sólo tirar por tierra las veleidades primermundistas, sino también y principalmente, haber puesto en evidencia la crisis de representatividad, incluida en ella el fracaso de la vía estatal hacia el socialismo (expresado en la catástrofe electoral de la izquierda orgánica) dejando hacia el presente y el futuro más interrogantes que respuestas. La teoría de la “toma” del poder está siendo cuestionada, no por especulación racional en los foros internacionales, sino por la vía del “cuerpo que piensa”, en las calles, las fábricas recuperadas y en las plazas.
Esto no debería ser novedad, pero ocurre que el enorme y legitimo prestigio de esa gigantesca experiencia universal que fue la revolución rusa parecía haber abierto la era del “tránsito del capitalismo al socialismo”, mandando al “basurero de la historia”, no sólo la teoría sino la rica práctica de experiencias autónomas. En efecto: la instauración del estado soviético, sobre todo después de la muerte de Lenin (sin olvidar los terribles costos de la colectivización forzada a cargo de Stalin) parecía demostrar la posibilidad de cambiar la sociedad “desde arriba” (hablamos de cambios radicales, se entiende, no de las indiscutidas mejoras sociales logradas por el socialismo real en, alfabetización, vivienda, salud pública, etc) Gramsci había dicho a propósito que fue la “revolución contra Marx” y, más allá de la expresión textual, sus reflexiones sobre la hegemonía y sus metáforas sobre la “guerra de posiciones” indican que el italiano pasaba revista al marxismo de la segunda y tercera Internacional. Porque en el punto en que el pensamiento marxista tiene su afín con el anarquismo - aunque con diferencias con respecto al sujeto - es en donde Marx concebía el socialismo sólo posible en los países altamente desarrollados, porque el capitalismo contradictoriamente habría creado la condiciones objetivas, (producción material) y las subjetivas (conciencia y organización de la clase llamada a desplazar a la burguesía) El “poder” sólo se pensaba como un corto periodo de transición de “dictadura del proletariado”.
Ello implicaba, de suyo, que la sociedad iba cambiando “desde abajo” y - al igual que la gran revolución francesa - la “toma del poder” seria el acto final y no el inicio de la revolución. La revolución, en lo económico, lo social, cultural y antropológico ya estaría hecha: el gran acto político seria la captura del aparato estatal y el inicio de su ineluctable extinción.
Lenin tampoco perdió este punto de vista tan caro al marxismo. No impulsó la toma del poder hasta que las consecuencias de la revolución burguesa de febrero del 17 le hicieron ver, sobre la marcha de los hechos, la incapacidad de la burguesía rusa para una radicalidad similar a la francesa en su tiempo. Percibió la posibilidad de la toma del poder por el proletariado revolucionario en alianza con los campesinos. Así, lanzó su “ahora o nunca” apostando a que Rusia incentivaría el detonante de la revolución mundial centrada en Alemania, país donde se conjugaban a la perfección las condiciones objetivas y subjetivas para el pase al socialismo. Rosa Luxemburgo, saludó ardorosamente el coraje y la creatividad de los bolcheviques, pero a la vez en la célebre polémica con ellos, lanzó una advertencia que debería ser escrita en letras de hierro por su vigencia en todos los tiempos:”no hacer de la necesidad virtud”

Y la historia fue y es cruel: “transformar la necesidad en virtud” una de las mayores trampas del ser humano ha recorrido todo el siglo veinte y sigue presente.

La “necesidad hecha virtud” se instituyó como práctica, se “jerarquizó” como teoría y se cristalizó como dogma en el llamado socialismo estatal. El fracaso de la revolución mundial obligó a la joven república de los soviet a acentuar el poder del Estado. A las dificultades para el desarrollo de la sociedad socialista, acorralados por el cerco del capitalismo mundial, lejos de aplicarle cada vez menos Estado, recostando la responsabilidad sobre la población, se aplicó cada vez más Estado. En definitiva lo que se construyó fue capitalismo de estado, administrado por partidos comunistas, supuestamente representantes del proletariado.
Hoy, después del colapso soviético, los socialismos “realmente existentes” no parecen dirigirse hacia la extinción del Estado por la vía de la autonomía popular sino más bien tienden a Estados mixtos con cada vez mayor presencia de… empresas privadas. No hago juicios sobre cómo resuelve cada uno de esos países la defensa de sus logros, hoy cercados más que nunca por el imperio, sólo recuerdo “no hacer de la necesidad virtud”.

El asunto es observar que el concepto de cambiar la sociedad “desde abajo” (el que por otra parte se verifica en toda la historia de la humanidad, salvo en los que hubo invasiones externas) es tan anarquista como del marxismo original. Cierto es que Marx, como buen científico alemán, era más “prudente” que los ácratas, quienes, como buenos poetas, solían dar rienda suelta a la imaginación y pronosticaban formas futuras. Aún así Marx sueña en varias oportunidades con un futuro en donde desaparecería la división del trabajo, del que hoy se desentienden los marxistas profesionalizados que hablan de “la era del conocimiento”.
“No hacer de la necesidad virtud” repito, sin embargo, esto no quita que la necesidad suele ser un buen estímulo a la creatividad. Tal es el caso de los actuales emprendimientos autónomos en nuestro país. Thwaites Rey hace bien en prevenir contra el exceso de entusiasmo, porque en la búsqueda de romper dogmas suelen gestarse nuevos dogmas. En este caso puede pensarse que se ha encontrado ya la fórmula mágica para superar el socialismo estatal y burocrático, por la simple vía del asambleismo. No se olvide que todos los movimientos polulares burocratizados empezaron siendo muy “basistas” y asamblearios. El sindicalismo es el mejor ejemplo.
De lo que se trata es sencillamente que estamos frente a una gran oportunidad de experimentación, alimentados por una riquisima historia. Desde luego, no puede olvidarse el hecho que estos emprendimientos tienen como objetivo principal e inmediato una solución concreta para la angustiante situación de desempleo y, en tanto eso, obedecen a la necesidad. Por las mismas razones no se los puede subordinar a supuestas “estrategias” sean estas la “toma del poder” o las que fueren, ni trazar reglas teóricas y recetas para todos por igual; las experiencias son variadas, cooperativas igualitarias, cooperativas con gestión empresarial, en casos más complejos hasta exigencia de intervención estatal. Por otro lado nadie sabe cuál será el destino de cada fábrica recuperada.

Pero, desde el punto de vista de su función social y sea cual fuere la resultante futura, presentan en el hacer del hoy, experimentaciones no sólo de nuevas formas productivas, sino, sobre todo, de relaciones sociales y agrupaciones profesionales que podrían tener insospechadas consecuencias en una reconsideración de la relación entre sujeto, trabajo e identidad. No existen garantías para el futuro, insisto, nadie puede asegurar que no serán coptadas por el sistema y se transformarán en empresas capitalistas como ocurrió con la mayor parte del viejo cooperativismo, incluido el de origen anarquista. Pero la apuesta bien vale la pena.

La dificultad mayor para comprender las posibilidades de estos caminos alternativos que parecen “retroceder” a formas precapitalistas supuestamente “superadas”, tiene su origen en la propia teoría del conocimiento que sufren las ciencias sociales hegemónicas, particularmente las hijas de la Ilustración, que alimentan el sistema de creencias de la izquierda de origen marxista. En primer lugar el mito del progreso, el que supone automáticamente al presente como “superior” al pasado, y al futuro como “superior” a ambos: la historia como una espiral ascendente sin solución de continuidad. Entrando en el tercer milenio tenemos sobrados elementos de juicio para sospechar que esto es válido sólo en lo referente al progreso técnico-científico, una de las formas del conocimiento, no la única. Pero eso deja de ser absoluto cuando lo encaramos desde otras formas del conocimiento, de relaciones humanas, calidad de vida y hasta de técnica.
En segundo lugar la pretensión del utraracionalismo de conocer y vaticinar por medio del lo analitico-previsible. Sabemos que los hombres no son lo que dicen ser sino lo que hacen y esto no se debe a una cuestión moral, a doble discurso malintencionado, sino a la propia distorsión del conocimiento del hombre sobre el hombre mismo. Porque ese “creer ser” es una construcción racional que supone al cerebro como el centro del pensamiento y desconoce “cuanto piensa y puede el cuerpo” En consecuencia nunca se saben a priori las consecuencias de nuestros actos. De lo que se trata no es tanto de saber sino de, sino de actuar “a pesar de” y hacernos cargo de los mismos.
El pensamiento de la izquierda marxista está enfermo del mito “previsor” basado en el conocimiento de supuestas leyes del desarrollo social, a punto tal que ni siquiera tiene la modestia de revisar lo pasado para hacerse cargo. Por eso siempre ha podido interpretar lo que ha pasado y lo que va a pasar, raras veces lo que está pasando. A este pensamiento, más que a nadie, le cabe el aforismo “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”
Desde estas consideraciones y haciendo un punto y aparte sobre las ya mencionadas soluciones inmediatas a los problemas de desempleo, el aspecto más vital en la mayoría de estos emprendimientos es subjetivo. Un campo de prácticas sociales con contenidos potencialmente muy radicales en una forma productiva en apariencias “reformista”. En primer lugar la asimilación corporal del “se puede”; se pasa sobre el gran fetiche de “el poder” para asumir el “poder hacer” a pesar del “Poder”.
Asimismo se registra un gran cambio en un aspecto poco tratado en todo enfoque sobre el trabajo: la tendencia, por la vía práctica, a cuestionar la jerarquización laboral, una de las consecuencias de la división del trabajo, como una de las ataduras subjetivas de la dominación. No se trata de desconocer las mayores o menores complejidades, las tareas que necesitan mayores o menores talentos, conocimientos o habilidades - incluso hasta reconocer razonables diferencias de ingresos - sino su desjerarquización social. Asumir que en un colectivo productivo desde el punto de vista social todos somos iguales.
Este aspecto es una verdadera revolución, es de una radicalidad insospechada y sólo por ello vale la apuesta con todos los riesgos que conlleva. También aquí es donde las experiencias autónomas se tocan con el asambleismo, porque ponen en la picota el mito central del Estado Moderno: la representación. El “socialismo real” que supimos construir, en el mejor de los casos, había cambiado los representantes, reproduciendo el sistema representativo. Se trate de partido único o pluralidad de partidos, son formas distintas de representación. Si aceptamos ( aunque regañadientes) que los partidos representan las clases sociales en la sociedad burguesa, en el socialismo, superadas las clases y la lucha de clases, toda la sociedad debería ser un gigantesco partido, que se depura a sí mismo de los resabios del capitalismo.

Mabel Thwaites Rey, en el trabajo citado, expresa que “”La fetichización no es, ni nunca fue completa” (se refiere naturalmente al “fetichismo de la mercancía”, quizás el más importante aporte de Marx al conocimiento de la sociedad capitalista) con lo cual reintroduce un concepto verdaderamente radical negado por el marxismo oficial por cuanto éste, al tomar la fetichización como algo absoluto - inherente de las leyes objetivas de la sociedad capitalista - considera que la misma sólo puede ser superada por los representantes del partido, los “desalienados” portadores de la verdad. Este aspecto es clave, el partido, al tomar “conciencia” de la alienación, es el que tiene del monopolio de la verdad sobre masas alienadas que ignoran la alienación. Por lo tanto el miembro del partido es el “representante” . “Representar”, es hacer presente lo que está ausente. ¿Qué es lo que estaría ausente? Esa “verdad” ocultada por el fetiche y que el partido la conoce porque conoce los secretos de la economía capitalista. No obstante, la autora, con femenina nitidez, agrega: “en la vida cotidiana cada uno puede percibir los miles de efectos perversos de una organización social injusta. Sin embargo, la creencia de que no hay ninguna alternativa práctica al actual sistema es algo que mantiene a la gente resignada” Si bien la autora no lo menciona así, ni sé si esa ha sido su intención, yo interpreto que introduce un cuestionamiento al papel determinante de la conciencia como “espejo subjetivo de la realidad”. Con ello podemos empezar a hablar de “querer hacer” y compromiso con el deseo. La autora emplea una palabra muy precisa: “cada uno puede percibir”. Justamente, es el cuerpo el que percibe y resiste la fetichización que ha capturado al cerebro, el que ha desarrollado la “creencia de que no hay ninguna alternativa”
En efecto: cuando los trabajadores desocupados, los vecinos, por imperio de la “necesidad” se ven obligados a hacerse cargo de lo que antes hacían sus “representantes”, el patrón, el jefe, el técnico, el delegado sindical, el partido, el municipio, el Estado, portadores de la “conciencia”, monopolistas del saber… cuando esa gente encuentra la alternativa que antes le estaba velada precisamente por esos representantes, se pone en movimiento y el deseo supera la limitación de la conciencia. (La conciencia es el estrecho pensar del cerebro; el deseo es toda la potencia del pensamiento del cuerpo) Porque esa falta de “creencias” en alternativas que menciona con toda razón Thwaites Rey, no se debe tanto a la falta de imaginación, inteligencia, ni siquiera conocimientos, como a la persistencia de un sistema de creencias llamado “conciencia” que les ha dicho cuál es al lugar de cada uno en el mundo. Es su “representante” el que diciendo cuál es el papel del obrero, del maestro, del ingeniero o el taxista, en tanto portador del “saber”, le ha impedido dejar libre al poder del cuerpo, al deseo. Si es el patrón habrá dicho, “los obreros no se pueden administrar” (y esto reforzado generosamente por todo el sistema educativo y los medios de información) Si es el Estado le ha dicho “el pueblo no delibera ni gobierna”. Si es el delegado sindical habrá alertado contra la “irresponsabilidad” o los “aventureros”, acudiendo a la disciplina gremial supeditado a lo que dirá el secretario general. Y si es el partido le habrá insistido sobre la maduración de las condiciones “objetivas y subjetivas” y la necesidad de la espera de los “momentos” (el momento del asalto al poder) porque cada acción es parte del la gran “estrategia”. Obedecer al que “sabe” es lo que la Modernidad llama conciencia, forma superior de la creación, alojada en el cerebro, opuesta al “primitivismo pasional” de la acción espontánea expresada por el cuerpo.
Cualquier militante tendría derecho a mandarme a Siberia por comparar al patrón con el partido. No estoy haciendo paralelos éticos ni dudo de la mejores intenciones. De lo que se trata es de desnudar la lógica común más allá de nuestra “conciencia” e intenciones. La lógica de la sociedad capitalista En tal sentido redoblo la afirmación: El fetichismo de la mercancía, al operar principalmente sobre la “conciencia”, impregna con mayor fuerza a la población más “educada” que a la menos educada, y se supone que el partido es la forma superior de la educación. A un sólo ejemplo me remito: todavía se sigue sosteniendo que las elecciones sirven para “medir la conciencia política de los trabajadores”
Por eso es que este fenómeno de autonomías y asambleismo tienen la virtud de romper con la “conciencia” para dar lugar al deseo y liberar las fuerzas creadoras de la multitud. No se trata de un canto al caos, al nihilismo. Son búsquedas por medio del cuerpo que piensa y que en ese camino aprende lo que ese cuerpo puede.

Email: arnolkremer@hotmail.com


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