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La transición de las revoluciones políticas a las sociales

15.09.06

Guillermo Almeyra
La Jornada

La Revolución Mexicana estalló bajo una dirección burguesa, que se apoyó en el ambiente creado por las huelgas y protestas obreras y por los levantamientos indígenas, así como en el malestar de los campesinos (aunque no colocase entre sus principales preocupaciones las reivindicaciones de los trabajadores del campo y de la industria). El Estado centralizado porfirista sólo se desmoronó cuando la Revolución campesina deshizo al ejército y creó otro.

La derecha, en la dirección de la Revolución, para reconstruir el Estado se apoyó en el miedo de los sectores urbanos populares, incluidos los obreros, ante los campesinos en armas y en la impotencia y falta de Villa y Zapata para gobernar, que dejó las manos libres para aquélla. Estados Unidos no vio con malos ojos el derrocamiento de Porfirio Díaz, que estaba ligado a los capitales europeos, pero organizó de inmediato, con el ejército aún intacto, el golpe del dictador Huerta. El resultado de la guerra que siguió fue el derrumbe del aparato represivo y, pese a las intervenciones estadunidenses, una mayor independencia de México.

Sin ejército central represivo y con todos los sectores del capital duramente golpeados, el régimen burgués funcionó gracias a sectores capitalistas marginales (los carrancistas, los sonorenses) y no reconstruyó la unidad de las clases explotadoras. Los explotados, por su parte, no tenían un proyecto común: Villa respetó al capital en su estado y negoció con Estados Unidos, los morelianos destruyeron los ingenios pero para recuperar tierra y agua para el cultivo maicero, los jacobinos y socialistas militares tenían fuertes lazos con los nuevos dirigentes, aunque se diferenciaban de los mismos. Para los dirigentes revolucionarios del norte las comunidades eran un obstáculo en la transformación de los campesinos en pequeños propietarios agrícolas y los indígenas sólo contaban como soldados. La derecha (Carranza, Obregón, Calles) pudo institucionalizar la Revolución porque Estados Unidos tuvo que ir a la Guerra Mundial de 1914-1918 y no pudo intervenir en México, y porque en el campo popular no había un proyecto alternativo (ex zapatistas destacados, por ejemplo, apoyaron a Obregón). La reconstrucción de un ejército regular bajo el control del presidente y del partido oficial completó el cuadro.

El nacionalista revolucionario socializante Lázaro Cárdenas pudo apoyarse en las masas en los años 30 y canalizar la movilización de las mismas hacia el Estado, pero no pudo cambiar el régimen y ni siquiera impedir, apoyándose en ellas, que su sucesor fuese un general corrupto y derechista, Avila Camacho ni, hasta el fin de sus días, tampoco modificar el partido de gobierno y el sistema corporativo que había creado. No hubo una izquierda independiente del gobierno (los comunistas hicieron campaña por Avila Camacho), aunque sí una izquierda social, en las organizaciones de base del PRI. Debido a la impreparación ideológica de los sectores populares combatientes y de sus líderes, la Revolución democrática no pudo por eso dar cauce a su contenido social ni construir un programa alternativo. Así se afirmó en muy amplios sectores populares el conservadurismo cultural y el verticalismo, la confianza en las instituciones estatales.

En el medio entre la Revolución Mexicana y la boliviana se produjo, entre 1945 y 1955, la semirrevolución democrática peronista. La misma aprovechó que Estados Unidos no era aún la potencia que es actualmente y también el sentimiento nacionalista (e inconscientemente anticapitalista) y de liberación nacional resultante a escala mundial del debilitamiento por la guerra de las potencias coloniales. Las clases dominantes estaban divididas (burguesía industrial contra el capital extranjero y la oligarquía terrateniente, que había monopolizado el poder) e igualmente divididas estaban las fuerzas armadas (el Ejército, con mayoría nacionalista, y la Armada, tradicionalmente conservadora). El movimiento social obrero era poderosísimo y estaba organizado en grandes sindicatos ya desde mediados de los años 30, pero no tenía una dirección propia. Las clases medias se oponían a los obreros y al aparato estatal, en nombre de la “democracia”, condenando la línea del gobierno peronista de apoyo a Alemania, Italia y Japón, al igual que socialistas y comunistas, que habían controlado hasta la Guerra Mundial el movimiento sindical y que adoptaron la línea de los aliados (es decir, de los imperialistas que controlaban Argentina). No había, por lo tanto, una izquierda, aunque sí una tradición socialista y anarquista muy fuerte entre los obreros. La izquierda existente y las clases medias dejaban un gran vacío político a su izquierda y se unían así a la oligarquía proimperialista y a la embajada de Estados Unidos, que quería repetir en Argentina lo que había hecho en Cuba con el presidente Grau Sanmartín.

Pero el imperialismo yanqui pesaba en Argentina menos que el inglés y el francés, que entonces no se habían repuesto de su crisis. Esta debilidad del imperialismo en su conjunto, esta división de los explotadores y de su aparato represivo, la posibilidad de controlar un poderosísimo movimiento social, constituyeron la fuerza de Perón. Este era sólo un militar, hombre “de orden”. Frente a un golpe que lo depuso en 1945, renunció a sus cargos (donde fue repuesto por una huelga general gigantesca, que ni previó ni organizó); en 1955, frente a otro enésimo golpe apoyado por la Iglesia y por las clases medias, vencedor en el enfrentamiento entre las fuerzas armadas, no quiso quedar en manos de los soldados y de los obreros armados, renunció, se declaró vencido y se exilió durante 18 años. La resistencia obrera no fue obra suya ni de sus representantes. Esa resistencia y la experiencia de las dictaduras, así como la influencia de la Revolución Cubana, crearon una alianza entre la mayoría de las clases medias y los obreros que se dio a mediados de los años 70. Por el conservadurismo de Perón y de su medio, por conciencia de clase que lo llevó a temer más a su base obrera que a sus adversarios, y por el fin de las condiciones excepcionales de que gozaba Argentina en la inmediata posguerra, fue total el fracaso de la política peronista y de su intento de crear una fuerte burguesía industrial nacional y una “Argentina potencia”.

Las experiencias de las revoluciones forman una escalera en ascenso: la Revolución Mexicana y el cardenismo muestran el protagonismo de obreros y campesinos, la destrucción del ejército tradicional y su remplazo por otro nacido de la Revolución, así como un gran peso de los explotados, aunque controlados por el aparato corporativo estatal. La experiencia peronista es la de la organización de los trabajadores, aunque controlados por el corrupto y cobarde aparato sindical, la vida política en los sindicatos y no en el partido peronista, lo cual desarrollaba la autoiniciativa y la autorganización de los trabajadores y abría una brecha entre éstos y los aparatos partidarios. También muestra la posibilidad de derrotar con la huelga y armas en mano golpes militares poderosos (como en 1952), pero la necesidad de la indispensable independencia política frente al peronismo y al Estado para poder realizar los objetivos de los trabajadores y unir a éstos a los sectores de las clases medias. En 1952 una huelga general insurreccional en La Paz, Bolivia, destruye el ejército regular, eje del Estado, toma las tierras, forma milicias obreras y campesinas. Aunque esta epopeya fracasó, vive todavía en la experiencia y en la acción de los bolivianos actuales que, a medio siglo de distancia, impusieron con sus movilizaciones y sus muertos las elecciones, las ganaron, impusieron la Asamblea Constituyente, cambiaron la estructura del aparato estatal, descolonizándolo, y unieron a los explotados.

La revolución boliviana de 1952 tuvo estas premisas: el ejército, muy débil y derrotado en la Guerra del Chaco 20 años antes, estaba dividido porque había un sector nacionalista que seguía conspirando y que había tomado el gobierno, del cual había sido expulsado sangrientamente por la oligarquía. El personal político del cambio (Hernán Siles Suazo, Víctor Paz Estensoro) estaba en Buenos Aires, a miles de kilómetros. Tenía el apoyo de la mayoría de las clases medias urbanas contra el gran capital concentrado en sólo cuatro familias oligárquicas. La izquierda era débil y estaba dividida: los comunistas formaban parte de los gobiernos asesinos, el trotskismo, ilegal, tenía peso entre los mineros y en los sindicatos, pero actuaba en alianza con la izquierda sindical nacionalista (Juan Lechín). La división del ejército permitió destruirlo en la guerra urbana y crear las milicias obreras y campesinas. Pero la mayoría de las direcciones sindicales y de las milicias obreras, así como las milicias campesinas y los campesinos en general, seguían al nacionalismo revolucionario de Bush, Villarroel y, en ese momento, Paz Estensoro y Siles Suazo. Los trotskistas eran además obreristas y no prestaban sino una atención abstracta al problema indígena y al campesino (o sea, a la mayoría del país), mientras que la pertenencia al MNR -aunque fuera como ala izquierda sindical (Lechín) o campesina (Ñuflo Chávez)- sometía a los explotados a la minoría centroderechista en el gobierno, la cual estableció lazos con las clases medias urbanas para tratar de oponerlas a los obreros socializantes y, después de reconstruir el ejército, hizo un pacto entre la derecha militar y los caciques campesinos. Las continuas y heroicas luchas de los mineros prescindían de los campesinos, que ni siquiera estaban organizados en la Central Obrera, y la pequeñoburguesía en el gobierno, aliada con la nueva oligarquía fomentada desde el Estado, construyó así un Estado burgués sin casi burguesía, en el que la fuerza principal del capital estaba en Estados Unidos. Por eso Washington pudo aceptar la Bolivia revolucionaria y, en un principio, pensó que podría dominar igualmente, mediante el mismo embajador, Bonsal, a la Cuba revolucionaria de 1959.

En ese país, el golpe de los sargentos dirigidos por Fulgencio Batista, un mestizo, había alejado al ejército de las clases dominantes (capitales estadunidenses y oligarquía) y lo habían convertido en una banda de mercenarios. Era capaz de asesinar y torturar pero no de combatir, y en realidad se derrumbó, no fue aplastado armas en mano por los grupos guerrilleros. Las clases medias, desde la revolución contra Machado en los años 30, estaban descontentas. Los partidos Auténtico y Ortodoxo, muy corrompidos, estaban en crisis. Sólo Chibás había tenido apoyo de masas. La dirección del potente movimiento sindical se había burocratizado y corrompido. La izquierda tenía escaso peso: el Partido Comunista había participado con dos ministros en el gobierno de Batista, al que había apoyado durante cuatro años. Los partidos en el exilio conspiraban e intentaron desembarcos fracasados. Un golpe antibatistiano en la marina y otro en el ejército habían fracasado. Los estudiantes católicos del Directorio Revolucionario también fracasaron en su intento de matar al tirano y de tomar la casa de gobierno.

El puñado de guerrilleros dirigido por Fidel Castro pudo por eso subsistir en la montaña y tener la hegemonía política de la oposición. La resistencia del Movimiento 26 de Julio en la ciudad era el centro político de ese movimiento (donde Fidel Castro no era líder indiscutido, ya que existían diversas tendencias internas, incluso en la Sierra Maestra), pero la derrota del intento de huelga general insurreccional en las ciudades dejó el centro de la dirección política en manos del grupo de la sierra y no en el llano. Los otros grupos guerrilleros de diversos tipos no tenían el peso, las victorias ni la autoridad del de Fidel, y éste pudo maniobrar y lograr alianzas transitorias con grupos y tendencias antibastistianos, muchos de los cuales están hoy en Miami.

Con el apoyo de las clases medias, la tradición cultural cubana revolucionaria, la radicalidad del movimiento obrero cubano (influenciado por anarquistas y trostkistas, aunque después burocratizado), frente a un ejército impotente y a una burguesía dividida, el papel de Bonaparte de Fidel fue decisivo. Ahora bien, aunque nacido entre terratenientes y educado por los jesuitas, éste nunca fue un hombre de “orden”, sino un revolucionario pragmático acostumbrado a la lucha en un movimiento estudiantil muy infectado por los gánsteres y en una lucha ideológica de oposición a los stalinistas. Tenía ideas revolucionarias firmes y flexibilidad, aunque no fuese un marxista. Por eso la revolución democrática cubana de 1957 a los primeros meses de 1959 pudo pasar a una transición: a finales de 1959 los burgueses en el gobierno que Fidel presidía, o se habían exiliado o estaban acorralados.

La segunda reforma agraria y las medidas sociales resueltas desde el gobierno dieron a éste un peso político enorme. La agresión del imperialismo, que abrió sus puertas a los emigrados cubanos, politizó y radicalizó al pueblo de Cuba y vació al país de vastos sectores potencialmente opositores de las clases medias. Pero no fueron ni la ayuda soviética (la Unión Soviética reconoció al nuevo gobierno cubano con dos años de retraso) ni la simple respuesta a la agresión estadunidense las causas de la evolución del régimen. Si los revolucionarios no hubieran creído en la revolución y no hubieran trabajado para ella, podrían haber seguido el destino del MNR boliviano, cediendo a las presiones imperialistas y, por supuesto, no hubieran necesitado apoyarse entonces en el enemigo de su enemigo.

En Venezuela, la desilusión de masas ante Acción Democrática y los demás partidos (que habían tenido gran apoyo en décadas anteriores y hasta derribado dictadores con acciones insurreccionales) abrió el camino a un desconocido militar revolucionario, nacionalista bolivariano, apoyado en los cuadros bajos y medios de un ejército dividido y despreciado por la oligarquía y las clases medias. Estas se opusieron desde el comienzo mismo al régimen de Hugo Chávez que, utilizando el aparato estatal trató de organizar a los oprimidos y de responder al poder económico, político y militar de sus enemigos, que se apoyan en Estados Unidos. Estos, en plena teoría de la “guerra preventiva” no pueden aceptar la actitud antimperialista, integracionista latinoamericana y de apoyo a Cuba de un país que, además, es una fuente importantísima de combustibles para su economía y, por lo tanto, conspira y conspirará continuamente para derribar a Chávez. Las clases medias y la oposición ni están unidas ni tienen un programa creíble: por lo tanto, les queda el asesinato del presidente u otro golpe con ayuda internacional. Pero Venezuela no es la Guatemala de Arbenz ni estamos en 1954. El movimiento obrero “chavista” está desunido y en parte burocratizado y depende también del Estado; éste reprime la independencia de los campesinos en la reforma agraria desde arriba y contenida que quiere hacer. El paternalismo estatal, la burocratización y la confusión política de Chávez y de sus múltiples asesores, así como la falta de claridad en la necesidad urgente de una discusión teórica para encontrar las bases del llamado “socialismo del siglo XXI” que Chávez proclama, son las trabas fundamentales. Venezuela se apoya hoy en una relación internacional de fuerzas mejor que la que tuvo Cuba en los 15 últimos años y tiene muchos más medios económicos para aprovecharla. El Mercosur es un aliado, aunque esté lejos de ser anticapitalista o siquiera antimperialista. Para no depender de la derecha de su propio gobierno y de sus propias fuerzas armadas, que en cualquier momento pueden pasarse al bando reaccionario, en Venezuela es necesario reforzar la autorganización de los trabajadores, su autonomía, su autogestión. Este es un problema político. Si se logra en la combinación entre los esfuerzos desde abajo y desde arriba (porque Chávez es un revolucionario nacionalista), eso dividirá aún más a las clases medias, dará más apoyo urbano a Chávez, pesará sobre el ejército.

Conclusiones:

En esta larga serie, necesariamente esquemática pues la comparación de las diversas experiencias históricas y de las mecánicas de las revoluciones democráticas requeriría un libro y no cuatro artículos, hemos hablado siempre de lo mismo.

O sea, del papel de las clases medias y de la necesidad de ganarlas con una política clara y viable, del papel de la organización independiente, autónoma, de obreros y campesinos y de su formación ideológica y programática, de cómo aprovechar las divisiones en las clases dominantes, del papel del ejército y de la necesidad de diferenciarlo internamente con una política bien estructurada, de la urgencia de tener un grupo de líderes sólidos, con ideas comunes en lo esencial (un “partido”), del recurso a la historia y a las reivindicaciones seculares de los indígenas y campesinos y, por último, de la importancia de la calidad de un dirigente con decisión, valor, ideas claras y la flexibilidad suficiente como para aprender con sus bases, así como también de la discusión táctica y estratégica lo más amplia posible entre todas las tendencias revolucionarias, para educar a quienes integran los movimientos sociales (que son heterogéneos y contradictorios) y evitar en ellos sea el caudillismo y el seguidismo, sea un comportamiento y acciones a destiempo, que no tienen en cuenta el interés general y responden sólo a la impaciencia local o a presiones anárquicas.

Por supuesto, no hay recetas. Pero la combinación entre los diversos “ingredientes” enumerados está siempre presente tanto en el éxito como en el fracaso. El arte de la política consiste en tener en cuenta la realidad, medir correctamente las fuerzas y divisiones en el enemigo, prever sus reacciones. Sobre todo, en trabajar para el cambio en la subjetividad de las masas, para desarrollar su autorganización, su creatividad. Las palabras de Danton, en otra revolución democrática, son siempre válidas: en un periodo revolucionario o prerrevolucionario se necesita, antes que nada, “audacia, audacia, siempre audacia”. A ellas se debería agregar “análisis, conciencia, acción”.

Como dijimos al empezar esta serie, en México estamos frente a la creación de un gran movimiento social nacional de masas democrático y antimperialista y en Oaxaca estamos frente al desarrollo de un poder paralelo (como el que nació en 1994 en Chiapas, en la selva y se ha desarrollado con las autonomías). Es evidente que junto a la batalla contra el fraude, para cambiar el país y evitar costosas derrotas, hay que dar también una batalla política y reflexionar a fondo sobre los grandes problemas que se plantean y sobre cómo encararlos.


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