Isabel Rauber
Rebelión
Texto basado en el artículo: “Movimientos sociales, género y alternativas populares en Latinoamérica y El Caribe”, publicado en Itinéraires No, 77, IUED, Ginebra, 2005.
Un nuevo mundo a partir de una perspectiva igualitaria entre el género femenino y el masculino, debe tener como respaldo un grupo constituido por nosotras/os mismas/os, capaz de evaluar nuestra comprensión del mundo y ayudarnos a dar nuevos pasos en el claroscuro de nuestra historia.
Ivone Gebara
La problemática
En América latina, en el período de implantación del modelo neoliberal con la consiguiente aplicación de sus “planes estructurales de ajuste”, se han desatado importantes jornadas de resistencia a tales políticas, protagonizadas en lo fundamental, por actores sociales que confluyeron en la formación de novedosos, numerosos y diversos movimientos sociales. [1] Entre ellos: Los sin tierra de Brasil, los indígenas de Chiapas, de Ecuador, de Bolivia… las asambleas barriales de Buenos Aires, los desocupados y jubilados de Argentina, los cocaleros del Chapare, los movimientos barriales de República Dominicana, Colombia, Brasil y México… A la cabeza de las resistencias y las luchas, ellos espejan en sus actos la realidad en la que los ha situado el sistema. En todos ellos las mujeres resultan protagonistas fundamentales.
Nuevos actores y actoras sociales, junto a los tradicionales, han participado de un modo u otro en revueltas populares, ocurridas espontáneamente (acumulación social mediante) o impulsadas por movimientos sociales que lograron articularse entre sí. Las experiencias de los últimos 15 años resultan particularmente elocuentes al respecto: Chiapas, Brasil, Ecuador, Argentina, Bolivia…
Estos procesos estimularon el debate entre los actores sociales (nuevos y viejos) acerca de la posibilidad de cambiar la realidad en que viven, acerca del sentido y el alcance de tales cambios (proyecto alternativo), y acerca de quiénes serían los sujetos que lo llevarían adelante. Simultáneamente se replantearon reflexiones acerca de la problemática del poder, cómo se constituye, cuáles son los mecanismos de su producción y reproducción, cómo se transforma y por qué medios. A tono con ello, la búsqueda de respuestas a una interrogante subordinada: ¿el poder se toma o se construye?
Se entiende el poder, en primer lugar, como una relación social, o mejor dicho, como un modo de articulación de un conjunto de relaciones sociales que interactúan de un modo concreto en cada sociedad. Estas relaciones no se reducen a la esfera del poder político, se asientan en las relaciones económicas establecidas por el dominio del capital, y se reafirman y reproducen a través de un complejo sistema sociocultural que define un determinado modo de vida. Todo ello se resume y condensa como poder dominante, poder que produce y reproduce una compleja trama social, económica, política y cultural, interarticulada a través de la vida cotidiana. [2]
El modo de articulación sociocultural que reafirma, impone y recrea el tipo de poder dominante fue definido por Gramsci como hegemonía, concepto que hoy cobra peculiar significación práctica en el proceso de disputa con el poder, y de construcción de poder propio (contra-hegemonía popular) desde abajo.
La construcción de poder propio se asume, desde esta perspectiva, como parte del necesario proceso de de-construcción de la ideología y las culturas dominantes y de dominación, que es simultáneamente un proceso de construcción de nuevas formas de saberes, de capacidades organizativas y de decisión y gobierno de lo propio en el campo popular. Son nuevas formas que constituyen modos de empoderamiento local-territoriales, bases de la creación y creciente acumulación de un nuevo tipo de poder participativo-consciente –no enajenado‑ desde abajo, de desarrollo de las conciencias, de las culturas sumergidas y oprimidas, con múltiples y entrelazadas formas encaminadas a la transformación global de la sociedad.
Esto supone construir desde abajo la hegemonía política, ideológica y cultural acerca de la nueva sociedad que se desea, simultáneamente que se la va diseñando y construyendo (a la hegemonía y a la nueva sociedad) desde ahora, en cada espacio. Postergar la lucha por la superación de la enajenación humana y el inicio de los cambios necesarios para lograrla para después de la toma del poder, empaña y aleja la posibilidad de liberación en vez de contribuir a ella. Y esto implica un cambio radical en la lógica de las luchas sociales, en la construcción de la conciencia política, de la organización, del poder propio y, también, respecto al sujeto social y político de las transformaciones.
De conjunto, esto conforma una nueva estrategia de transformación social, de poder, de liberación, estrategia que –para diferenciar de la que apostaba todo a la toma del poder‑ identifico como de construcción de poder desde abajo.
El camino de la construcción de poder desde abajo constituye una mirada integral radical del proceso de transformación social, que solo puede ser tal si es ‑a la vez y en todas sus múltiples y yuxtapuestas dimensiones‑, un proceso de apropiación del mismo por parte de cada uno de los actores sociales que lo protagoniza (como grupo y como individuo). La construcción entrelazada a la articulación abre pistas para tender puentes para construir redes y nodos articuladores ‑en lo social, en lo político, en lo sociopolítico, en lo económico‑social, en lo cultural‑, entre los sectores sociales, sus problemáticas y sus expresiones organizativas, entre lo político y lo reivindicativo, entre lo cotidiano y lo trascendente, entre lo local y lo nacional, entre lo micro y lo macro, entre el territorio barrial y la ciudad, entre los excluidos y los incluidos, entre las formas de inclusión y exclusión, entre lo nacional y lo internacional. [3]
Lejos de ser el centro de la transformación social, el poder político es uno de sus instrumentos. Centrar y limitar la discusión en la antinómica interrogante acerca de si el poder se toma o se construye, es empobrecer el pensamiento, achicar los horizontes, y podar las alas de las voluntades de quienes luchan y construyen inspirados en la posibilidad de concretar los sueños de un mañana diferente.
Sin embargo, entre los movimientos sociales y políticos del continente, las posiciones se han complejizado y polarizado, entre otros factores, por la supervivencia del pensamiento dogmático en sectores del campo político e intelectual de la izquierda latinoamericana, que mantienen todavía influencias significativas sobre el conjunto militante. Estos han aferrado su acción política a la “toma del poder”, y la han contrapuesto a la de muchos movimientos sociales que apuntan a transformar la sociedad en proceso contradictorio de construcción y deconstrucción permanente de poder, conciencia, organización y cultura desde abajo. Para quienes comparten esta concepción no hay un después en cuanto a tareas, enfoques y actitudes se refiere, lo nuevo se va gestando y construyendo desde ahora, parcialmente, en balbuceos, en cada resistencia y lucha enfrentada al capital, y se desarrolla y profundiza en todo el proceso de transformación de modo permanente.
La contraposición entre tomar el poder o construirlo actúa como barrera que bloquea las capacidades para re-conocer la realidad social compleja y diversa, mestiza y multifacética de hoy, para pensar y actuar a partir de ella, junto a la reflexión y re-apropiación crítica de las experiencias del socialismo predominante en el siglo XX. La presencia de dicha barrera es particularmente notoria en lo que hace al debate acerca del sujeto (o los sujetos) de las transformaciones, que no puede circunscribirse hoy –antes tampoco, en América Latina‑ a la clase obrera y sus problemáticas sectoriales.
A primera vista pudiera parecer que los movimientos sociales sustituirían el protagonismo que otrora tuviera la clase obrera, y que ‑por tanto‑, personifican a los nuevos sujetos de la transformación. Pero ellos son, por un lado, expresiones sociales de la fragmentación, atomización y ramificaciones de la clase obrera producidas por la globalización neoliberal del capital y de su poder destructivo en la esfera productiva y también, por tanto, en la producción y reproducción de la vida social y natural de los seres humanos. Por otro lado, son la resultante del agravamiento extremo de la contradicción capital‑trabajo y de las contradicciones (“secundarias”) a ella directamente articuladas. Su existencia se relaciona también, por tanto, con las nuevas contradicciones sociales.
Los nuevos actores y actoras sociales surgidos en las últimas décadas, junto con la clase obrera tal y como ella existe hoy, resultan todos sujetos potenciales de los cambios sociales, con pleno derecho y capacidad.
Esto anuncia el desarrollo simultáneo de un proceso de articulación‑conformación de un actor colectivo, pensador y constructor desde el presente de la sociedad futura anhelada. La posibilidad actual de (auto)conformación de este actor colectivo depende de la capacidad de los actores sociales para articularse entre sí a través de coordinaciones diversas y el desarrollo de procesos de maduración colectiva. Por esta vía podrá ir conformándose un actor social y político interarticulado, conciente de sus fines sociohistóricos, capaz de identificarlos, definirlos y trazarse vías (y métodos) para alcanzarlos, actor que ‑en tal situación‑ defino conceptualmente “sujeto popular”. [4]
Ya no es posible pensar (ni aceptar) la supuesta existencia de varios tipos de sujetos de la transformación subordinados entre ellos: El “sujeto histórico”: la clase obrera; el “sujeto social”: el pueblo, los aliados de la clase, el campesinado, los estudiantes, los sectores medios…; el “sujeto político”: el partido político (de la clase). Consiguientemente no puede admitirse como obvia la supuesta necesidad de construir la cadena orgánico‑política de subordinaciones jerárquicamente constituidas de arriba para abajo: partido-clase-pueblo.
Hoy es necesario replantearse la existencia del sujeto de la transformación social entendiéndolo como un sujeto que es uno y a la vez múltiple, es decir, heterogéneo, diverso y ‑por tanto‑ articulado. Así lo van evidenciando las tendencias concretas hacia la construcción de articulaciones locales, regionales, continentales y mundiales que poco a poco van conformándose entre diversos actores sociales en los distintos escenarios del continente y el mundo. Todos reclaman para sí el derecho de hacer política, y actúan claramente en ese terreno de modo directo o indirecto.
A tono con ello –junto a muchas otras variadas razones‑, sería erróneo continuar pensando las alternativas, circunscribiendo la política y lo político a la acción de los partidos. Resulta fundamental renovar las miradas y las reflexiones de los procesos sociotransformadores, sus perspectivas, los alcances de la acción política y sus actores, la relación entre partidos de izquierda y movimientos sociales populares. El camino de la acción política resulta de la articulación encadenada de luchas reivindicativas políticas, sectoriales e intersectoriales, además de las de clase obrera estrictamente.
Todo esto tiene relación directa con la elaboración de propuestas alternativas, con las prácticas que las van construyendo y los pensamientos que reflexionan críticamente sobre ellas y las orientan. En este empeño, por su articulación radical y transversal con los ejes planteados, lo referente a la temática de género destaca particularmente.
Género, un concepto de significación múltiple
En la definición, interpretación y empleo del concepto existen diferencias, ambivalencias y no pocas veces significaciones opuestas. Por ejemplo, las que emplean algunas agencias “de desarrollo” regenteadas desde el Norte, las que predominan en el ambiente académico cientificista [Lima Costa 2002: 203-206], y las que lo hacen en los ámbitos sociales y políticos.
Quizá por ello algunas feministas como, por ejemplo, la periodista Margarita Cordero, de República Dominicana, rechacen el empleo del concepto género argumentando que su uso tiene “(…) una explicación a la medida de todos los problemas,” por lo que –según ella‑, “(…) entorpece más que ayuda a la construcción de un pensamiento democrático.” [Cordero 2002: 2]
Pero sumarse al reclazo indiscriminado del concepto género por sus múltiples empleos y significaciones, empobrece la perspectiva transformadora acumulada y construida por el feminismo consecuente a nivel mundial. El desafío es una y otra vez retomar su contenido deconstructor-cuestionador integral de las relaciones sociales asimétricas de poder establecidas entre hombres y mujeres en detrimento de estas, y también entre mujeres de distinta clase, raza, nacionalidad… Comprender que “la categoría género se construye tanto social como relacionalmente”. [Lima Costa 2002: 206]
Actualizar su contenido, significación y alcances transformadores en cada una de las realidades del continente es el mayor aporte –académico, social, político y cultural‑ que podemos intentar hacer las y los feministas que compartimos esta visión de género, articulándonos a los movimientos sociales, a sus labores de formación política, a sus búsquedas y construcciones inacabadas de propuestas alternativas.
‑¿Oriundo del Norte?
Algunos rechazos se refieren al origen del concepto en los países del Norte, pretendiendo negar por ello su correspondencia con las realidades de las mujeres del Sur, sin embargo, esta afirmación no se corresponde plenamente con los hechos. Habría que conocer en detalle microscópico la historia del mundo entero para poder afirmar con certeza dónde se empleó por primera vez el concepto (no solo dónde se escribió y publicó), y en qué momento. Ello no es factible por ahora, por tal razón, puede aceptarse el planteamiento de quienes afirman que su formulación proviene del Norte, pero ciertamente, como muy bien expone Lima Costa [2002], desde hace más de un siglo muchos aspectos estaban ya siendo abordados –aunque con otros términos‑ por movimientos de mujeres de África y Latinoamérica.
‑¿Sustituto de “mujer”?
Hablar hoy de problemática de género, de enfoques de género, de perspectiva de género, etc., resulta cada vez más frecuente entre los movimientos de mujeres o feministas, también en los movimientos sociales campesinos, de trabajadores, así como en algunas ramas de la investigación y la enseñanza sociológica y política. Pese a lo elaborado del concepto en el ámbito de especialistas, no existe una comprensión ni un criterio unificado acerca de lo que se quiere decir con género. Se lo emplea –sobre todo en los movimientos sociales‑ como sinónimo (y sustituto) de “mujer”. Así, las anteriores “Secretarías de la mujer” se han convertido en las actuales “Secretarías de género”, con lo cual, como señala Lima Costa [Op. Cit.: 207] se vuelva a hacer invisible a las mujeres. De ahí que –pese al empleo generalizado del concepto‑, sea menester explicitar cada vez el contenido y los referentes teórico-prácticos desde los que se sostiene una posición determinada.
‑¿Sinónimo de “sexo”?
Resulta frecuente también que sexo y género sean interpretados como sinónimos, sobre todo en culturas de origen hispánico, en las cuales, desde el lenguaje, el “género” femenino corresponde al sexo femenino, a la hembra, a la mujer, y el “género” masculino al sexo masculino, al macho, al varón. Para puntualizar nexos y diferencias, de un modo sintético vale decir que: “El género es la forma social que adopta cada sexo, toda vez que se le adjudican connotaciones específicas de valores, funciones y normas, o lo que se llama también, no muy felizmente, roles sociales.” [Aquino, 1992, p. 67]
Esto significa que la conformación del género, entonces, no está fatalmente encadenada a lo biológico, sino a lo cultural, a lo social. La creación histórico‑cultural social de estereotipos de género desde la concepción patriarcal‑machista a partir de la cual se define la identidad (el ser) de cada sexo, hace que las características y diferenciaciones de cada sexo (lo biológico) contengan una alta asimetría discriminatoria en perjuicio de las mujeres.[5]
Las diferencias biológicas entre los sexos se confunden (mezclándose en una), con las construcciones socio‑culturales de valores y significaciones que se adjudiquen a lo masculino y a lo femenino en cada momento histórico. “(…) esta relación se plantea como natural, cuando el género se asimila e iguala al sexo, al pretender que las diferencias entre la mujer y el hombre son estrictamente de carácter biológico, y por esa vía se rodea de un aura de naturalidad e inevitabilidad (…). En el actual sistema sexo‑género con dominación masculina, la diferencia biológica oculta la generación social del género y es base de un sistema opresivo. // Se cree, de esta forma, que la subordinación de la mujer es natural porque se asienta en el hecho, también natural, de la inferioridad femenina.” [Sojo 1992: 67]
Una bisagra entre lo público y lo privado
Por esta vía, “(…) lo público se valora como resultado de las interacciones sociales, mientras que lo doméstico (lugar de la individualidad y lo personal) se aísla de lo político y se rodea de un halo de naturalidad. Ello, relacionado con el establecimiento de un sistema sexo‑género con dominio masculino, implica que el espacio doméstico, como campo de la mujer se naturaliza y se aísla de la política, se vive como adecuado a presuntas características femeninas, también de índole natural, considerando la utilización de la biología como dispositivo del poder.” [Idem: 69-70]
Con el desarrollo de la humanidad, el mundo o esfera pública quedó cada vez más separado de la esfera privada y con ello también los roles atribuidos a cada género al interior de la familia. A consecuencia de una secular (incluso puede decirse milenaria) acumulación cultural de experiencia y saberes, los hombres adquirieron mayores habilidades para la vida social y pública, la política y las guerras, la economía y el poder (del Estado, de las empresas, de la esposa, de la familia y de los hijos [¿patria potestad?]). Las mujeres adquirieron mayores habilidades para entenderse con el cuidado de la casa y la crianza de los hijos, debiendo contentarse supuestamente con dar placer a los maridos o amantes, con el cultivo de labores manuales y, rara vez, de las artes y las letras. Es decir, se tornaron expertas en hacer todo aquello que necesitaban los hombres para sentirse cómodos, compensados y complacidos, para dedicarse de lleno a su vida pública y privada. En esa división‑discriminación de roles, el saber también le fue prohibido, hasta hace poco –más o menos un siglo‑, a las mujeres. Hace poco más de dos siglos las mujeres inclinadas a las ciencias y la sabiduría, si pertenecían a familias vinculadas a la iglesia, tuvieron que internarse en conventos para desarrollar sus aspiraciones intelectuales. Allí se dedicaron a estudiar, aprendieron y desarrollaron sus conocimientos, pero a costa de la castración de otras necesidades igualmente humanas de su ser.
Con la reiteración secular de semejante asignación de roles, el mundo de lo privado se fue cargando de un doble sentido: para los hombres, era un ámbito donde podían hacer y deshacer a su antojo ya que, para ellos, “privado” quiere decir que es de “su propiedad”. Para las mujeres, por el contrario, como lo acota María Antonieta Saa, el mundo privado significó, más que algo íntimo y propio, un mundo “privado de” libertad, de saber, de desarrollo pleno como seres humanos.[6]
El mundo de lo público, predominantemente masculino y autoritario, dueño de la producción, del saber, de la política y del poder, necesita y crea –a través de la conjugación de diversos mecanismos económicos, sociales, culturales‑, un mundo privado subordinado a sus necesidades, una de las cuales es mantener, reproducir, y ampliar dicha subordinación. Es decir, garantizar la producción y reproducción de las relaciones de subordinación entre ambos mundos y entre los hombres y las mujeres que los integran. Pese a los mitos que alimentan el imaginario de que la mujer es la “reina del hogar”, la que ejerce el poder desde atrás del telón, etcétera… la realidad es que la mujer se encuentra en relación de desventaja en los ámbitos público y privado. Quizá por ello, hoy todos los ámbitos están en situación de disputa de poderes y derechos entre hombres y mujeres.
Veamos un ejemplo acerca de la situación de las mujeres en la Cuba actual: “El transformar la condición de subordinación a la que estaba relegada la mujer y llevarla fuera del espacio doméstico, al que estaba confinada históricamente, convirtiéndola no solo en objeto de las transformaciones sociales, sino también en sujeto de ellas mismas, fue un importante objetivo del Proyecto Social de la Revolución Cubana.” [Vasallo 2002: 19] Sin embargo, como acota la autora unas páginas más adelante, “A pesar de los avances y logros de las mujeres en estas últimas cuatro décadas, se mantiene una importante contradicción: ha avanzado considerablemente en la conquista del ámbito público y en el ejercicio de derechos fundamentales, pero sigue siendo la protagonista principal del ámbito privado. Tiene aún la máxima responsabilidad en la reproducción de la fuerza de trabajo y es aquí donde con más rigor se ha sentido la crisis económica que nos afecta y que en Cuba se ha dado en llamar Período Especial.” [Vasallo 2002: 23]
‑¿Género o clase?
En la perspectiva que sostengo, el concepto género trasciende el plano estrictamente académico analítico. Su estudio cobra también otros sentidos sociales pues se articula a la búsqueda de la construcción de relaciones sociales de equidad de género, al visibilizar los nexos genealógicos que existen entre las relaciones de subordinación de la mujer al hombre, la producción y reproducción de un tipo de poder (subordinante, discriminante, excluyente y autoritario), y los intereses de una clase determinada: la explotadora, en detrimento de todos los otros seres humanos, particularmente, de las mujeres. En política, esto significa comprometerse con los procesos que buscan transformar y/o remover desde la raíz los pilares últimos de la producción y reproducción social de este tipo de poder (y de sociedad que a él corresponde).
Esto implica rechazar la supuesta neutralidad de la ciencia política que, en algunos casos, no expone sus presupuestos reales de partida o, en otros, aunque lo haga, no logra superar el horizonte abstracto liberal al analizar las relaciones de poder y específicamente, las de género, sin desnudar su carácter explotador discriminatorio, de clase y, junto con ello, su contenido patriarcal-machista construido social, económica, histórica, y culturalmente a través de siglos.
Al analizar el proceso de acumulación originaria de capital, Carlos Marx y Federico Engles, abordan el entrecruzamiento genealógico entre la existencia de la subordinación y discriminación de género y los intereses de determinada clase. Entre sus amplias reflexiones, deseo destacar aquí, la siguiente: “Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en diversas familias opuestas, se da al mismo tiempo, la distribución y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, cuyo primer germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido. La esclavitud, todavía muy rudimentaria, ciertamente, latente ya en la familia, es la primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya aquí corresponde perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la cual es el derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros. Por lo demás, división del trabajo y propiedad privada son términos idénticos: uno de ellos dice, referido a la actividad, lo mismo que el otro, referido al producto de esta.” [1974: 31. Cursivas en el original. Negritas y subrayado de IR]
Es curioso notar que tales planteamientos quedaron relegados o directamente fueron desconocidos por las corrientes predominantes del marxismo dogmático bajo el prisma reduccionista y mecánico, hicieron de la explotación económica un problema exclusivo de la clase obrera industrial (mal identificada como proletariado), y de la economía un ámbito separado de lo social y lo cultural. La izquierda formada mayoritariamente en este pensamiento hizo de la problemática de la discriminación y explotación familiar y la explotación socioeconómica de las mujeres, una cuestión particular, una “contradicción secundaria” del capitalismo. No la relacionó con la problemática de clase, ni la consideró una parte importante (fundamental) de la lucha (de clases) para poner fin a la explotación del hombre por el hombre ‑según el lenguaje sexista de entonces‑, expresión que hoy debe leerse como la aspiración universal al fin de toda explotación de unos seres humanos por otros.
Género y clase se dan la mano, y lejos de contraponerse y excluirse logran desentrañar el contenido del poder patriarcal machista autoritario poniendo al descubierto su genealogía y pertenencia de clase: La de los que detentan el poder basado en la explotación, discriminación, subordinación, opresión y exclusión de los seres humanos en lo económico, político, jurídico, ideológico, religioso, cultural, en los ámbitos social y familiar. Ello se conforma, moldea y se asienta, en primer lugar, en la producción y reproducción de un tipo cultural de relación hombre-mujer en el seno de la familia. Esta relación ha constituido identidades y fijado roles. De ahí que su modificación y transformación radical (desde la raíz) suponga un proceso social complejo interarticulado de múltiples transformaciones y transiciones.
Además de estar al servicio de una determinada clase: la del capital, y específicamente de los hombres de esa clase: los capitalistas, el poder discriminador, explotador y excluyente –para afianzarse como tal‑ ha necesitado (y necesita) mimetizarse socialmente, invisibilizar su contenido de clase y presentarse como un componente “natural” de la vida social y, en tanto tal, eternizable. Para ello apela a todo su aparato político, ideológico, religioso y cultural, concitando la complicidad (aceptación) –no consciente‑ de tales prácticas por parte de la amplia mayoría de hombres y mujeres. La generalización socio‑cultural de la supuesta superioridad y los privilegios de los hombres de las clases capitalistas –antes artesanos y comerciantes, antes señores feudales, antes esclavistas‑ como si fueran características naturales propias de todos los hombres, le garantiza al poder autoritario machista del capital, por un lado, invisibilizar su origen, contenido y pertenencia de clase y, por el otro, contribuir a la reproducción de su esencia explotadora, subordinante, discriminante y excluyente de la gran mayoría de los seres humanos.
Con el capitalismo se han perfeccionado y modificado viejos mecanismos y modelos de subordinación de la mujer al hombre. El capital ha acondicionando el funcionamiento de la vida social pública y privada y los roles de hombres y mujeres en ellas, acorde con el funcionamiento del mercado y las necesidades de la compleja producción y reproducción de su hegemonía económica, ideológica, política y cultural. Las consecuencias deshumanizantes que ello acarrea en la vida familiar de millones de pobres despojados de sus trabajos, de sus tierras, de sus casas, de su país, junto a la sobrecarga económica, física y espiritual que ello representa, alcanza niveles insospechados en la época de la globalización neoliberal, en las regiones empobrecidas del planeta, particularmente para las mujeres y los niños. Ellos se ven envueltos en modalidades de violencia, esclavitud o sumisión que habían sido superadas históricamente por la humanidad.
¿Cabe continuar haciendo estudios de mujeres?
La problemática de género, sus estudios y sus propuestas transformadoras que buscan la equidad en las relaciones de género (y de poder), no pueden considerarse “de mujeres” ni “para mujeres”; sus reflexiones y conclusiones atañen a hombres y mujeres y, por tanto, a la sociedad en su conjunto. Sin embargo, como existe una relación asimétrica de poder entre hombres y mujeres, existen privilegios y espacios a defender por parte de ellos, y oportunidades y espacios a conquistar por parte de ellas. Sería ilusorio pensar que esta relación asimétrica cambiará espontáneamente, y esperar que la igualdad y la justicia para las mujeres llegue a nosotras sin luchar por nuestros derechos.
La experiencia demuestra, por ejemplo, que es errado esperar que nuestra voz sea escuchada si no logramos hacernos escuchar. Como afirma la religiosa y luchadora social brasileña, Pompéa Bernasconi: “Es necesario que nos tornemos competentes, que estudiemos y procuremos participar en los debates, en los diálogos, perdiendo el miedo de hablar, de exponer nuestras ideas, para ocupar nuestro espacio porque, por la propia educación, la mujer quedó siempre en un segundo plano, para los estudios, para la participación en los debates, etcétera. Colocando nuestra forma de hablar y de pensar iremos quebrando ese machismo, asumiendo nuestro lugar.” [En Rauber 1998: 84]
Por ello, en los estudios de género –teniendo presente la interrelación social hombre‑mujer que subyace y condiciona todo análisis‑, considero importante priorizar el conocimiento de las experiencias de luchas de las mujeres por la equidad, la participación, las oportunidades… en diversos espacios. Somos conscientes de que no es todo el problema, pero se corresponde ‑de las dos partes‑ con la más interesada en poner fin a la explotación, subordinación y discriminación existente. Tales reflexiones buscan así, también, contribuir a la maduración crítica y el crecimiento colectivo de las mujeres respecto a su rol en el proceso de transformación social y en la construcción de las alternativas que dicho empeño reclama.
Coincido con Lima Costa, por tanto, cuando relativiza la pertinencia y utilidad transformadora de los estudios sobre masculinidad, sobre todo cuando se desarrollan desarticulados de la perspectiva crítica feminista. “(…) demasiado a menudo el estudio de la masculinidad parece alcanzarse a costa del estudio de las mujeres, con la desafortunada implicación de que los problemas sobre las mujeres han perdido interés o son tan familiares que ya no hay que cuestionarlos más. Además, cuando la investigación presta mayor atención a las preocupaciones del género y a la fragilidad de vínculos entre los varones, tiende a ignorar los fuertes lazos entre masculinidad, poder patriarcal y privilegio.” [Op. Cit.: 211]
Luchar por nuestros derechos, resistir los embates de la complicidad masculina en todos los ámbitos de nuestro quehacer, y crear a la vez nuestros nuevos modos de ser mujer en el mundo, irá poco a poco modificando los roles, las identidades, las relaciones… Nada puede lograrse por separado de una transformación social mayor. Y aunque será difícil convertir el ideal utópico en realidad, para las mujeres es el único camino: la lucha y la construcción de lo nuevo que será, en gran medida, engendrado y parido por nosotras. Nos anima la convicción de que los hombres se irán sumando poco a poco, ganando conciencia acerca de la importancia de luchar por la equidad de género para construir un mundo diferente y justo. Esto supone nuevos modos de ser mujer y de ser hombre, que se irán conformando en la medida que vayamos conquistando espacios y transformándolos, demostrando que no se trata de una lucha contra ellos ‑para desplazarlos y ocupar su lugar, invirtiendo la relación de poder‑, sino a favor de la liberación de todas y todos.
Esta afirmación tal vez no resulte muy académica para algunos porque no existen hechos tangibles en que la respalden, pero es racional. Y somos optimistas porque al igual que el gran sabio de la dialéctica, confiamos en que: si todo lo real es racional, todo lo racional puede llegar a ser real.
Lucha por la igualdad de géneros en los movimientos sociales
Presencias, comportamientos y enfoques diferenciados
En los estudios realizados con organizaciones barriales de Santo Domingo, República Dominicana, de Lima, Perú, con organizaciones integrantes de Vía Campesina, en Brasil, con organizaciones piqueteras de Argentina, entre otras, hemos notado que la presencia y participación de las mujeres resulta mayoritaria y decisiva para la dinámica y el desarrollo de tales organizaciones. Ellas luchan sin frenos para garantizar la alimentación básica, el techo, la tierra, el agua, y para mejorar las condiciones de vida de la comunidad que son ‑a la vez‑ las de su familia y las de ellas mismas, por ser ellas quienes primero chocan con las dificultades diarias en el ámbito hogareño. En momentos diferenciados pude observar que esa presencia militante de las mujeres marca comportamientos y enfoques específicos:
- Emplean un lenguaje directo, sencillo.
- Las propuestas tienen un sentido práctico de aplicación inmediata.
- Convencen con sus obras, no con discursos.
- Trasladan a la organización sus capacidades administrativas adquiridas en el manejo del hogar.
- Laboran en la comunidad agregando otra jornada a su jornada familiar, sin recibir remuneración a cambio.[7]
- Hacen política a través de la lucha diaria por la sobrevivencia.
- El liderazgo se basa en el rol maternal de las mujeres.
a) La comprensión del alcance estratégico de las luchas por la sobrevivencia
En los barrios empobrecidos, marginados o excluidos, la lucha empieza cada día por buscar el sustento para ese día. Se trata de una guerra sin cuartel contra la muerte que asecha en cada rincón, a cada instante. El hambre, las enfermedades y el analfabetismo son tres implacables soldados de la muerte que –entrecruzados‑ deambulan por las realidades cotidianas de los pueblos saqueados, explotados, empobrecidos y excluidos de Latinoamérica. Estas penurias son enfrentadas de modo silencioso y cotidiano, sin descanso, por las mujeres de las barriadas empobrecidas en las periferias de las ciudades, por las indígenas de los Andes y las ladinas de aldeas y ciudades, por las campesinas con y sin tierra de los campos del continente: Comedores infantiles, panaderías comunitarias, almacenes colectivos, centros de salud, núcleos de alfabetización, huertas colectivas, etc., fueron y son impulsados fundamentalmente por mujeres. Ellas asumen siempre la conducción de los hilos estratégicos de la sobrevivencia aunque, aparentemente ‑para el pensamiento tradicional del quehacer político‑, su mentalidad sea cortoplacista y doméstica. Sin su labor, para millones de seres humanos el día de mañana sería imposible.
Las organizaciones comunitarias o cooperativas locales cuyo objetivo primero es la sobrevivencia alimentaria, han sido formadas generalmente por madres de familia y, al igual que ellas, conjugan diversos intereses: los de las mujeres, los de las familias, y los del barrio. “A partir de su trabajo en comedores, las mujeres organizadas brindan salidas alternativas a los diferentes problemas de supervivencia, se alivia el hambre de las familias abaratando el costo de los alimentos y se previene y cura enfermedades en la comunidad contando con la vigilancia nutricional en los comedores y botiquines comunales. Atienden campañas de vacunación y tratan de prevenir el cólera, la deshidratación, la diarrea y la tuberculosis.” [Córdova Cayo 1995: 109]
En el barrio de Lima en el que ocurre la experiencia mencionada en la cita anterior, se conjuga la actividad de dos tipos de organizaciones: de la Junta Directiva Vecinal y de las organizaciones de mujeres. Estas organizaciones “(…) atienden dos áreas diferenciadas: la primera preocupada por asuntos de infraestructura y servicios urbanos que cuenta con la dirección y gestión de los varones y con el trabajo comunal voluntario de los vecinos. El segundo espectro de problemas, bajo la mirada de las vecinas, atiende aspectos relacionados a la supervivencia, como la alimentación y la salud. Ambos aspectos afectan a los pobladores en la vida comunal y en la vida familiar.
“Atender la preparación de cientos de menúes, es asunto asumido por las organizaciones femeninas y se vincula directamente con la reproducción cotidiana de la familia.
“La realización de una obra comunal de instalación del servicio de luz eléctrica o de agua, es realizada bajo la responsabilidad del comité vecinal, dirigido mayormente por varones y beneficia al conjunto de la población. (…) el trabajo de los varones en el barrio tiene un impacto visible y tangible, a diferencia del de las mujeres que se hace invisible.” [Córdova Cayo 1995: 109-110]
Como expresa la autora, existe una invisibilización del trabajo de las mujeres y, por tanto, se hace invisible también el sentido y alcance estratégico de ese trabajo; es una invisibilización que tiene un alto contenido ideológico‑cultural, pues se anuda a la reproducción de obsoletos paradigmas respecto a la identidad de la mujer, sus capacidades y ámbitos de desempeño.
La permanencia en ellas del imaginario y estereotipo cultural acerca de lo que significa ‑social e individualmente‑ ser mujer y ser hombre, a pesar de las prácticas que niegan tales supuestos mostrando su lado intencionado e ideológico, pone de manifiesto, una vez más, que la incorporación del enfoque de género en las diversas organizaciones, en su estructuración interior, en sus objetivos y en el terreno de la formación de su pensamiento estratégico, resulta vital.
b) Manejo múltiple de la dimensión y concepción espacio‑temporal
Las mujeres que participan en labores comunitarias no relacionan “empleo del tiempo” con “dinero no reembolsando”. Tienen un manejo (y concepto) del tiempo diferente, ya que deben multiplicarlo para poder cumplir con sus responsabilidades en el ámbito familiar y comunitario, y no pocas veces también en el laboral.
Hablando de ello con la dirigente indígena peruana, Concepción Quispe, ella reflexionaba: “La Confederación Campesina del Perú me paga mi pasaje, pero mi tiempo no. Para venir, por ejemplo, ahora, me han dado mi pasaje, de un aeropuerto a otro aeropuerto, de ese aeropuerto yo tengo que arreglarme para llegar, eso no se incluye. ¿Y tú crees que en este momento, con esta crisis, con esta hambre y con esta miseria, las mujeres van a tener posibilidades? No. Claro, el hombre dice: ‘¡Carajo!, yo voy a ir y tengo que tener en el bolsillo siquiera mil Intis[8], tengo que tener diez mil’. Quieras o no quieras le tienes que dar. Con nosotras no es así.” [En, Rauber 1992: 109]
Precisamente por el tipo de labor que desempañan en las organizaciones sociales, las mujeres que allí se desempeñan tienden a relacionar el empleo del tiempo que invierten en la realización de actividades comunitarias con el tiempo que ellas dedican a su familia, haciendo de la comunidad una prolongación del ámbito familiar. Sin embargo, contradictoriamente con ello, en la mayoría de los estudios realizados en República Dominicana y en Argentina, las mujeres que militan en ámbitos comunitarios han manifestado que este es un tiempo que ellas les “roban” a la familia.
Habiendo interiorizado que su lugar es la casa y su papel atender a la familia, todo lo que ella haga en la comunidad y por la comunidad –que también es por y para la familia‑ se lo impone como labores que puede desempeñar además de cumplir con “sus deberes” hogareños, es decir, como algo que puede hacer luego de cumplir con lo que considera “su obligación” como madre y esposa. Esto podría explicar tal vez, la presencia de sentimientos de culpa que hemos encontrado en un porcentaje considerable de estas mujeres, en los lugares donde hemos realizado estudios al respecto: República Dominicana, Cuba, Argentina, Ecuador, Perú.
La violencia como respuesta
La culpa mencionada podría ser parte del soporte cultural de la tolerancia de muchas mujeres para soportar los ataques violentos de sus esposos cuando dan los primeros pasos fuera de la casa.
Es fundamental que la mujer interiorice que ella no es merecedora de tales “reprimendas”, que con su participación en actividades comunitarias o con su presencia en organizaciones sociales no le está “robando” tiempo a la familia, no está descuidando a sus hijos, sino desarrollándose como ser social que es, asumiendo tareas y responsabilidades colectivas que comprenden también a su familia. Obviamente siempre queda abierto el camino de dar la vuelta y marcharse del hogar o expulsar al marido, pero esta no es una decisión simple, en primer lugar, por los vínculos económicos que anudan la vida de ambos y, sobre todo, debido a la dependencia de la mujer respecto del hombre para mantenerse ella y sus hijos. En segundo lugar, debido a la carga cultural que la mujer lleva adentro, aunque no comparta los métodos, tiende a justificar al marido una y otra vez. No ocurre así en todos los casos, pero es todavía una actitud muy frecuentemente las mujeres.
c) La interconexión entre lo privado y lo público en la comunidad
Con mucho esfuerzo, a través de las soluciones de sobrevivencia, de la lucha por la salud y la alfabetización, a través de la vida en campamentos de asentados sin tierra o en los cortes de rutas piqueteros, ellas construyen redes que diseñan modos de interdependencia y conexión nuevas entre lo publico y lo privado. Al integrar el espacio doméstico en la comunidad, ellas logran ‑de hecho‑ la prolongación de lo que Vianello [2001] llama el “espacio ovular” doméstico. A su vez, ello implica incorporar la vida comunitaria al interior de la vida ovular, estableciendo relaciones de interacción e interdependencia entre una y otra. Incluso los problemas familiares, como la violencia del esposo hacia la esposa, pueden ser tratados de un modo diferente cuando ella es parte de un movimiento social comunitario.
Así lo refleja, por ejemplo, el testimonio de Marcelo Pereira, dirigente piquetero argentino, integrante de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) en el barrio San José, en La Matanza. Reflexionando acerca de su experiencia en este aspecto, comentó: “A este movimiento [piquetero] me trae mi madre, mi esposa. Yo era muy crítico; viviéndolo fue como cambié de parecer y empecé a profundizar lo que es este movimiento.
“Una vez vengo de afuera, del Norte, con una camioneta que había ido a probar, justo era el fin de octubre, cuando se iniciaba el corte de la Ruta 3 de los seis días… Yo sabía que mi esposa y mi mamá estaban en el movimiento, pero nada más. Cuando me entero del corte, como sabía que mi mamá estaba en la CCC, zapateaba, echaba chispas pensando en lo que pasaría, quería saber dónde estarían ella, mi mujer y mi hijo.
“Pisé el acelerador; de 160 Km. por hora no bajaba, pensaba cómo me iba a encontrar a mi familia. Con mi pareja iba a ser un desastre el encuentro porque yo venía enojadísimo, mal… no veía la necesidad. Yo era bastante agresivo con mi pareja y venía decidido a llevarla a casa a trompadas, pues los problemas los resolvía siempre a trompadas, con mi pareja, con mis amigos…
“Al llegar allá, me metí al piquete con camioneta y todo: me encuentro a mi señora toda negra, llena del hollín de las gomas quemadas, pero también estaba mi madre, mi cuñada, mis vecinos y amigos que se criaron junto conmigo. Me quedé asombrado al ver a toda mi familia, a todos esos chicos, a mis vecinos, a mis amigos; me quedé paralizado. Me integré al piquete de inmediato. Durante el tiempo que duró, trabajé de día, y de noche iba para el piquete, hacía las guardias de seguridad, lo que fuera.
“He cambiado muchísimo, he aprendido en la discusión con mis compañeros, haciendo análisis. El movimiento también me enseñó a cambiar, sobre todo, el comportamiento violento hacia mi esposa, hacia mi familia; poco a poco uno va tomando medidas, va cambiado.” [Rauber 2003]
Como expongo en el artículo sobre las mujeres piqueteras: “En condiciones de exclusión social, pobreza y género se entremezclan, dotando de múltiples sentidos a las acciones que hombres y mujeres realizan para enfrentar la situación impuesta por la guerra de sobrevivencia, a la par que tornan más complejo cualquier debate sobre las alternativas posibles, particularmente, en el plano de las relaciones sociales-familiares hombre mujer. Los roles, valores y patrones de conducta han saltado por los aires junto con la desocupación, el abandono del Estado de su responsabilidad social para con sus ciudadanos, el chantaje por migajas de pan, la desnaturalización de la familia y las responsabilidades de cada cual.” [Rauber 2002: 160]
d) La integración de la organización social como parte de su vida familiar y personal y viceversa
En los estudios realizados en barrios pobres de Santo Domingo, constatamos que las mujeres organizadas, las no organizadas, y también los hombres, tienen ‑en general‑ una visión positiva ponderada acerca de la importancia de las organizaciones barriales en la vida de la mujer. Esto se debe, por un lado, a que las organizaciones ayudan a mejorar la vida en el barrio y –con ello‑ contribuyen a mejorar la vida cotidiana en el hogar. Por otro, porque las mujeres aprecian a la organización barrial como un espacio de igualdad y de liberación de la rutina gris de las tareas domésticas. Y también, porque las organizaciones barriales propician una mayor participación de los hombres en las tareas del hogar.
La organización barrial resulta de hecho un espacio puente entre la casa y el barrio, entre el claustro doméstico femenino y su salida a la vida pública. Como lo afirman las propias mujeres: ellas se sienten allí iguales que los hombres.
Este es uno de los resultados positivos más evidentes de la presencia de las mujeres en las organizaciones barriales y reivindicativas de variado tipo: allí ellas aprenden a valorarse como actoras sociales activas, capaces de pensar y actuar con cabeza propia.
e) La participación y la representación
La participación de las mujeres es mayoritaria en la base, pero va disminuyendo progresivamente en la medida en que se elevan las responsabilidades en cargos de representación intermedia y, más aún, en la dirección general. Ello se debe a trabas de diversos órdenes, además de que –tradicionalmente‑ los espacios de representación son considerados propios de los hombres, algunas veces ello ocurre porque las mujeres se niegan a integrar estos ámbitos porque consideran que no tienen tiempo para ello o por baja autoestima. Otras veces, ni siquiera son propuestas para cargos con responsabilidad y representación por la competencia que los hombres desatan contra ellas.
“Porque nosotras tenemos instalado en nuestro ser lo que hemos aprendido por tiempos inmemoriales. En primer lugar, que nosotras trabajamos para adentro de la casa, en los sustratos menos visibles, de la alimentación, del cuidado. Estamos asignadas para ocupar un lugar de servicio, pero no cualquier servicio sino de servicio a un poder existente. Y tenemos que desandar esto que está instituido en nuestro ser: estar siempre en el segundo lugar.” [En Rauber 1998: 192-193]
Es por ello que, una vez más, surge como tarea imprescindible apuntalar los procesos concretos de organización con amplia participación femenina, fortaleciendo las capacidades de acción y representación de las mujeres acorde con sus realidades y necesidades. Cuando esto emerge en los movimientos sociales con los que interactuamos, elaboramos conjuntamente los contenidos y los ritmos del aprendizaje: sobre género y poder, sobre empoderamiento, sobre política, sobre participación, sobre comunicación, manejo de computación, etcétera. Con ello nuestra labor funde práctica y teoría en ámbitos sociales concretos. No basta con denunciar la exclusión de las mujeres de los lugares de toma de decisiones; es fundamental llegar a conclusiones prácticas y comprometerse con su realización en la medida que ello sea factible y compartido por las organizaciones sociales con las que se interactúa.