x Abel Ortiz
La Haine
La infalibilidad, esa rarísima facultad de acertar siempre, ha sido un valor seguro en ámbitos y momentos de lo más dispar. Infalibles han sido, según ellos, algunos, según otros, los otros, todos los papas, de Roma y Avignon, la mayor parte de los filósofos alemanes y austrohúngaros
Determinadas monjas de Ávila, Groucho Marx, Margaret Tatcher, Romario, Mao Tse Tung, Charlie Parker, Edith Piaf, Batman y poco más.
El no equivocarse nunca está a la altura de un despreciable número de mortales y solo de algunos inmortales. ¿Cómo lo consiguen? fácil. Tienen el folleto ilustrado de un cursillo multimedia escrito por algún genio del marketing: Haga como yo. Sea perfecto en quince días, o en quince reencarnaciones, y alcance la felicidad interminable.
Ser infalible, o sublime sin interrupción como decía Baudelaire y citaba Umbral del Desierto en su columna, tres veces por semana, cuando iba de enfant terrible, es una tarea ingrata a menudo no reconocida ni siquiera con un premio príncipe de Asturias o algún doctorado “honoris causa” en Georgetown. Reconozcámoslo aun regodeándonos en nuestra mediocridad: ser infalible es muy difícil.
A pesar de millones de pruebas, algunas incontrovertibles, en contra de su existencia, la infalibilidad se sigue vendiendo en el mercado de las ideas como material en uso.
Ratzinger, el PCUS, el dalai Lama, el opus dei, la CIA o la mesa nacional de Herri Batasuna, instalados en la certeza absoluta, usaron o usan su infalibilidad para enseñarnos los caminos de la verdad. Los caminos siempre han existido; para ir al pueblo de al lado, para ser uno con el cosmos, conocerse a si mismo, hablar con los difuntos, alcanzar sabidurías perfectas, cuerpos perfectos o, hay gente para todo, llegar a dios, ni más ni menos.
En todas las culturas “el camino” aparece como idea de superación, como vía hacía privilegios vedados para los no iniciados que vagan indefensos por las sombras exteriores. El Tao chino es un camino en el concepto y en su traducción literal. El texto clave de Escrivá de Balaguer, precedente de los libros de autoayuda que inundan los centros comerciales, guía obligatoria para las torturadas almas de los miembros del opus dei, se llama, como no podía ser de otra manera, “camino”. “En el camino” nos ponía Jack Kerouac como ruta “sine qua non” hacia la realización personal al estilo beatnick.
“El camino” era la única salida del pueblo para Daniel el mochuelo y los otros personajes que Delibes utiliza en su novela más conocida y claustrofóbica.
“Camino neocatecumenal” se llaman a si mismos los Kikos, una variante del integrismo católico radical patrio de lo más exaltada. Hay miles de “caminos” en la historia, en la literatura, en la magia, en la religión o en la vida de cualquiera. Siempre hay, además, alguien desinteresado dispuesto a enseñarnos el correcto, el único, el verdadero, el infalible.
Todos los caminos pues, como vemos (menos el de Santiago que, pásmense, acaba en Santiago o el caminito tanguero que el tiempo ha borrado) llevan a Roma, o en su defecto a la infalibilidad, que viene a ser lo mismo.
Todo el mundo quiere tener, o tiene, un camino, una hoja de ruta, un atajo milagroso.
Siguiendo convenientemente el libro de instrucciones el éxito está asegurado: La vida eterna, la sabiduría completa, la revolución definitiva, el nirvana, el sexo tántrico, el aura verde fosforito o la unidad de la patria, firmes, arrr.
Hubo una vez un señor de Sevilla que reflexionó sobre esto en su huerto claro donde maduraba el limonero. Alguien que era, en el buen sentido de la palabra, bueno. Alguien que el único camino que conoció en su vida fue el del exilio. Sus versos son cultura popular. Todos conocen su advertencia a los caminantes. No era casual, ni estética, ni retórica. Los caminos no existen. Los guías suelen ser estafadores cuando no algo peor. Lo que si existe, casi seguro, es el mar. Y las estelas.
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