En una perspectiva histórica mundial, Pinochet no fue más que un instrumento en la ejecución de la tarea sucia que Tom Davis había previsto como indispensable en el experimento neoliberal: eliminar en Chile, por la violencia, el sistema provisional pro-trabajador y a todos sus defensores, para levantar sobre sus ruinas el indispensable mercado liberal de capitales. Pinochet, efectivamente, hizo eso, pero con una saña que superó en brutalidad todo lo previsto por los promotores superiores del modelo, y no sólo por un afán de eficiencia, sino –no cabe duda– por el placer dictatorial de hacerlo y para asegurar su propio poder personal. En otras palabras: se creyó el papel que le asignaban hasta en lo más íntimo de sí mismo. Su frialdad, soberbia y la nula conciencia moral con que lo asumió, así lo demuestran. Y que superó en brutalidad metodológica lo previsto por los reales dueños del experimento, lo revela el hecho de que todos los líderes democráticos (y hasta algunos tiranuelos) lo repelieron (como sucedió con sus bochornosos viajes a España, a Filipinas y su encarcelamiento posterior en Londres).
Vivió, sin percibirlo, en el centro de un enorme vacío internacional; el cual se abrió de nuevo, condenatorio y unánime, después de su muerte. Fue un dictador genocida “por encargo”, pero él se tomó en serio la tarea, envaneciéndose de ella, tanto, que nunca comprendió que no era más que un mero instrumento en “los ardides de la historia universal”.
Lo grave sería que las Fuerzas Armadas de Chile siguieran siendo dóciles instrumentos en manos de tales ardides. b) Dictadura + Ley = ¿Democracia? Los procesos históricos son dialécticos y a menudo entrelazan en un tenso nudo político a fuerzas y movimientos opuestos, lo que ocurre, principalmente, en el plano estructural en que circulan las elites. Esto ha acontecido en Chile, sobre todo, entre las elites civiles y militares que han representado habitualmente los intereses del sector oligárquico de la población y las elites civiles que han representado normalmente las necesidades e intereses de los dos tercios populares de la misma (entre 48 % como mínimo y 68 % como máximo). Pues ha ocurrido que, por la intervención unilateral y fraccionalista de los militares, la minoría ha logrado imponer siempre el tipo de Estado y el tipo de Constitución que mejor interpreta sus intereses, sistema que, al concluir el
período dictatorial o de “excepción”, de modo inevitable (legal) pasa a ser administrado por el bloque de mayoría, que triunfa invariablemente en las elecciones normales. Ocurrió eso al constituirse el Estado independiente durante la dictadura de O’Higgins (que repelió los procesos electorales), quien fue depuesto en 1823 por la mayoría liberal, que gobernó el país hasta 1829 sin que hubiera podido establecer un régimen político democrático, por oposición de los pelucones. Sucedió de nuevo con la imposición del Estado Autoritario (oligárquico-pelucón) tras el golpe militar de 1830 (encabezado por Diego Portales y Joaquín Prieto), sistema que, después de las rebeliones armadas de 1851 y 1859, pasó a ser gobernado por la “fusión liberalconservadora”, la que, sin cambiar la Constitución de 1833, parlamentarizó
(desarticuló) el Estado Autoritario de Portales. Ocurrió por tercera vez con el Estado Liberal Presidencialista que el golpe militar de 1925 y la dictadura protegida de Arturo Alessandri Palma impusieron a las mayorías ciudadanas, las cuales, después de 1938, comenzaron a administrar ese Estado Liberal en una dirección desarrollista y revolucionaria, sin cambiar la Constitución de 1925. Ocurrió de nuevo, por cuarta vez, cuando, desde 1990, la Concertación de Partidos por la Democracia (formada por políticos y ciudadanos contrarios a la Dictadura y partidarios de un Estado Nacional- Populista en el pasado), que recibe el 60 % de la votación, comenzó a administrar el sistema neoliberal heredado de la dictadura, sin cambiar en sustancia la Constitución de 1980.
Es imposible no concluir que las elites políticas y militares en Chile, pese a sus visiones aparentemente contrapuestas sobre el proyecto-país, han actuado siempre dentro de una “alianza dialéctica”, de facto, y del siguiente modo: por un lado, esa alianza se mueve en el sentido de, primero, excluir a la ciudadanía de la toma de decisiones cuando hay que construir dictatorialmente el Estado y, después, integrarla cuando hay que administrarlo tal cual quedó establecido por la Constitución dictatorial. También trabaja, por otro lado, para asegurar la construcción y permanencia de un sistema de dominación, que adquiere distintas formas y que satisface los intereses de la minoría (nacional y extranjera) y subordina o pospone los de la mayoría (popular). Dicha alianza procede generalmente bajo formas de acción más o menos
recurrentes: a) los militares dan el golpe, estructuran constitucionalmente el Estado y el Mercado con ayuda de su contraparte civil (la derecha empresarial y política), y luego se retiran, para asumir su proclamado “rol profesional” de expectativa, mientras, b) los “demócratas” se oponen ostensiblemente a todo golpismo (pero son derrotados sin
falta), aceptan administrar –según la Constitución que encuentra ya hecha– el Estado que les traspasa su socio golpista y, al administrarlo, promueven públicamente su perfeccionamiento ”democrático”. Lo que harán con mucha publicidad hasta el momento en que el electorado mayoritario que los apoya exige ir más allá de los “mejoramientos cosméticos” (que nunca han resuelto ningún problema de fondo), para ir a cambios “estructurales”.
Claramente, todos los actores (de elite) involucrados en esta historia juegan a las escondidas: aparecen en el espacio público, hacen valer con gran aparato su presencia, pero luego se eclipsan, para que “el otro” ocupe libremente el escenario y desempeñe lo que sabe hacer. Uno (la camarilla militar golpista) quiere convencernos de que es lo que realmente “es” cuando no está arriba del escenario constitucional del poder; el otro (los administradores de la política “democrática”), que “es” lo que es, tanto cuando habla contra el golpismo, como cuando está legalmente administrando la herencia golpista arriba del escenario. Pero ninguno quiere ser, públicamente, lo que realmente “son” cuando construyen ese escenario (uno con violencia, el otro con oportunismo administrativo). Se trata de un juego de máscaras destinado a confundir al “espectador” (en este caso, la ciudadanía). La astuta sabiduría histórica de las “dirigencias” que sólo se representan a sí mismas.
Es “otro” de los ardides de la historia. Se trata, en este caso, de la lógica interna del proceso socio-político específicamente chileno. De la sombra política producida por una economía nacional que no ha sabido ser otra cosa que un apéndice del gran capital extranjero, imperialista o globalizado. La dictadura de Pinochet quedó cogida en esa lógica. El proceso histórico de larga duración (en el que campean ardides de todo tipo) pasó por encima de todos los que creyeron alcanzar el “fin de la historia”. O la cima suprema de la “segunda independencia”.
A su pesar, Pinochet debió dejar el escenario a los demócratas” y la Constitución Neoliberal de 1980 debía desempeñar (y desempeñó) el doble papel de, por un lado, institucionalizar y legalizar políticamente el modelo económico neoliberal que necesitaba universalizar el nuevo capital internacional (ya no el industrial, sino el financiero) y, por otro, levantar un biombo de apariencia cívica que encubriera la retirada (ordenada) de los militares y destapara el retorno (triunfal) de los “demócratas”. La redacción de ese texto clave, tanto en su contenido como en su forma, no surgió, por cierto, del cerebro de Pinochet, sino del simposio colectivo que formaron Jaime Guzmán, Enrique Ortúzar, Alejandro Silva Bascuñán, Jorge Alessandri Rodríguez, Enrique Evans de la Cuadra y otros. Es decir: algo así como una docena de técnicos en leyes, todos de plena confianza de los militares golpistas. Tal como ocurrió en las “constituyentes” de 1833 y de 1925. ¿Qué podían plebiscitar los ciudadanos de antaño y hogaño ante un texto cerrado, concluido y vigilado con fusiles? ¿Qué es lo que, dentro de todo lo anterior, efectivamente hizo Pinochet en tanto que Pinochet? Fundamentalmente, dar voces de mando: “¡ejecútese bien lo que se me ha propuesto! ¡Y elimínese al que se oponga!”. Sin duda, sus consejeros deben haberle dicho que lo que él debía hacer no sólo era ganar la Guerra Fría en Chile, sino también superar los vicios del estatismo y reimponer las virtudes (perdidas) del Mercado. Y él asumió eso como una guerra contra el 60 % de los chilenos (más de la mitad de los cuales eran de Izquierda) que pudieran pensar otra cosa (“¡disciplina total, señores!”).
Chilenos que, por no disciplinarse de ese modo, devinieron en su enemigo interno. A quienes –por lo demás–, como a todo “enemigo”, no tenía para qué respetar sus derechos civiles (¿cuáles?), ni sus derechos humanos (¿es guerra o no?). Ya con ese casco de batalla, no se detuvo ante nada. No tuvo escrúpulos. Los que tampoco tuvo cuando se consideró con derecho a embolsar en su peculio familiar unos 28 millones de dólares (tampoco tuvieron escrúpulos el general Joaquín Prieto y el coronel Manuel Bulnes cuando Portales les transfirió $ 100.000 de la época para que “formaran” el ejército pelucón). Su corto alcance intelectual no le permitió entender las complejidades de los procesos históricos universales, salvo como una fácil guerra doméstica y como una oportunidad única de sacar ventajas y glorias para sí mismo. Por la misma razón, se ganó el desprestigio universal: el mundo capitalista no trabajaba para él, sino él, como peón de trabajo sucio, para ese mundo. ¡No confundir! Los “demócratas” (los liberales, radicales y democráticos entre 1860 y 1925; los radicales, socialistas, social cristianos y comunistas entre 1938 y 1973, y la Concertación desde 1990) ha tenido siempre, en la historia de Chile, una suerte de doble “misión imposible”: a) ser una alternativa democrática verbal cuando los militares entran, armados hasta los dientes, en campaña dictatorial y, b) intentar ser reformistas o revolucionarios sin cambiar la Constitución dictatorial, cuando los militares retornan, satisfechos, a sus barracas. Así, ganan legitimidad y potencia futurista cuando no pueden hacer nada, y se mueven en medias tintas y reformas cosméticas cuando creen que pueden hacer algo. Viven inyectando en la ciudadanía mundos de esperanza, que despues ellos mismos marchitan y frustran. Avanzan, por eso, en ciclos, que tienen una fase expansiva de regeneración ética y modernización técnica de la política, y otra depresiva, saturada de leyes y decretos que no generan beneficio real para las mayorías populares, pero sí brotes de corrupción. Si la dictadura militar reciente no pudo escapar del ardid histórico centenario de la política chilena ¿podrá hacerlo la Concertación? A fines de la pasada década de 1960, tras 25 o 30 años de gobierno, los “demócratas” estaban orgullosos por los indicadores
del desarrollo social (no económico) de los chilenos, sobre todo porque beneficiaba a la “clase trabajadora”. Pero los indicadores económicos de entonces (que marcaron siempre estagnación o depresión) hicieron estallar la pólvora política lo suficiente para que, rockets de por medio, entraran los militares a dominar el escenario. Y allí murió “esa” democracia. Hoy, 2007, tras 17 años de gobierno, los “demócratas” están orgullosos por los indicadores del desarrollo macro-económico del país (no social), sobre todo porque concita el aplauso del capital financiero internacional y, simultáneamente, del empresariado nacional (sin contar el vitoreo inútil de la barra “pinochetista”). Se sabe que los indicadores sociales –que hoy no están progresando–
están por de pronto amontonando bencina social y cultural, lo que augura la irrupción, si no de los rockets y Hawker Hunters de Gustavo Leigh, al menos el molotoverío de la agitación social.
Por eso, el estado actual del ardid histórico es (variables más, variables menos) éste: ¿podrá la Concertación hacer algo más que perfeccionar el perfil internacional del modelo neoliberal de la dictadura, antes de que el 50 o 55% que la apoya decida hacer algo más que las típicas (y truncas) agitaciones sociales del pasado? El modelo neoliberal, en sí mismo, ya no admite en Chile más perfeccionamiento neoliberal: ha llegado a ser el caso más ortodoxo y extremista del
mundo. Si lo que le faltaba a ese modelo antes del gobierno de Ricardo Lagos eran tratados de libre comercio con las grandes potencias del mundo, hoy cuenta más de 50 países asociados bajo ese esquema (incluyendo Estados Unidos, la Unión Europea y van ahora Japón y China), y la suma sigue aumentando, mes a mes. Si durante la dictadura el capital extranjero mostraba reticencias, en la actualidad no sólo controla casi el 70 % de los rubros acumulativos más importantes, sino que su omnipresencia induce a los capitalistas chilenos a invertir sus ganancias en el extranjero (la inversión chilena en el exterior suma sobre 60.000 millones dólares, de los cuales la mitad corresponde a los fondos sociales de las AFPs). Si las tasas de crecimiento anual fluctuaron hasta 1996 entre el 6 y el 7 % como promedio, hoy llegan con dificultad sobre el 4 o 5 %. Pero las ganancias privadas de las grandes empresas están sobrepasando regularmente el 35 % anual (tres veces sobre el promedio norteamericano y cuatro veces el japonés). La saturación del modelo neoliberal está produciendo, por todo eso, la aparición de capitales ociosos dentro del país (que se gastan construyendo edificios de departamentos y cadenas de malls, supermercados y farmacias), y la única solución que se ve a esa plétora es aumentar el límite de inversión de los fondos AFPs en el exterior, del 30 % que es hoy, a 80 % en tres años más (los empresarios quieren que sea en menos tiempo). No es extraño que los informes de las consultoras internacionales (Standard & Poor’s, por ejemplo) señalen que las exportaciones del país tienen poco valor agregado, y que el conjunto de la economía se debate en su incapacidad para producir tecnología. El modelo neoliberal es, en el fondo, primario-exportador y, como tal, llegó a su máximo desarrollo. No puede más. Está, como se dijo, en régimen de “meseta”. O sea, históricamente, en fase de espera. En lo económico, el modelo neoliberal en Chile tocó techo superior. No ocurre lo mismo con los indicadores sociales que, año a año, empeoran, aproximándose a ese punto mínimo donde se producen la ignición y la explosión. Una rápida revisión de esos indicadores puede ilustrar esta afirmación. En lo laboral: el 80 % de los chilenos trabaja para las pequeñas o medianas empresas (PYMES), no para las grandes empresas con alto estándar competitivo; el 93 % de los nuevos contratos de trabajo dura menos de 4 meses; el 75 % de los nuevos empleos corresponde a opciones de auto-empleo; el 45 % de los empleos corresponde a alguna forma de empleo precario (temporal, sin contrato y sin previsión); la distribución del ingreso aumenta año a año su desigualdad, llegando a ser la más injusta en siglo y medio y una de las peores del mundo, etc. Como resultado de esta situación laboral (algunos senadores “demócratas”
proponen, además, eliminar la indemnización por despido, y compensarla con una previsión “solidaria”), cada vez menos chilenos quieren ser proveedores de familia y hogar. Tampoco puede extrañar que más del 45 % de los chilenos presente complicados síntomas neuróticos y que sobre el 40 % de ellos no entienden lo que leen (60 % de ellos no leyó ningún libro en el año 2005). ¿Cabe sorprenderse porque los niños callejeen y no aumenten sus puntajes en las pruebas SIMCE, ni bajo estándares chilenos, ni bajo los internacionales? ¿No es sorprendente que las autoridades no difundan por todas partes el informe de la comisión OCDE sobre la educación chilena, que concluyó que ésta es competitiva (no solidaria), mercantilista (no humanista) y clasista (no comunitaria)? Y no cabe sino extrañarse de que Paz Ciudadana se sorprenda porque, a pesar de que el modelo neoliberal culminó su desarrollo, la violencia y la tasa de delitos contra las personas y las cosas siga aumentando, afuera en la calle, y dentro
del hogar. Es explicable, a final de cuentas, que, por todo esto, las encuestas de la Universidad Diego Portales, de El Mercurio Opina S. A. y de la Corporación Genera coincidan en que entre el 85 % y el 90 % de los chilenos no sienten ni credibilidad ni confianza en el Congreso Nacional, en el Poder Judicial, en los partidos políticos y en los políticos.
La Concertación está orgullosa de los parámetros macro-económicos, pues eso indica que está administrando “bien” la herencia que se le encomendó. Los empresarios, como es natural, se frotan las manos (y los bolsillos). La barra “pinochetista”, como cabía esperar, mostró su irrefrenable prepotencia (en el sepelio de su General). Pero todos debieran –o debiéramos– preocuparse de los indicadores de “desarrollo humano” (social). Pues es evidente que se está viviendo una nítida “crisis de representatividad” y que está en desarrollo una larvada “transición popular” autónoma, cuya futura proyección histórica y política no está siendo debidamente considerada. Pues la movilización cívica de los estudiantes secundarios (“pingüinos”) fue, sólo, un anuncio. Tal como fueron las premonitorias movilizaciones estudiantiles de 1949 (“huelga de la chaucha”) y 1957 (jornadas del 2 y 3 de abril).
III Del Juicio Histórico de los “perdedores”
Tanto para los derrotados de 1973, como para los reprimidos de los “80 y los marginados por el mercado globalizado del siglo XXI, la muerte de Pinochet ha sido y es históricamente positiva”, en el sentido de que ahora podrán y deberán concentrar por fin sus energías y reatividad en su propio “empoderamiento” como actores sociales, culturales y políticos, de cara al sistema neoliberal. A cuyo efecto deberán recordar y tener presente varias lecciones históricas de gran importancia práctica:
a) que la ruptura histórica producida por la crisis de 1982 cambió radicalmente en todo el mundo el contexto de la lucha social;
b) que las ideologías de la otra democracia, por muy respetables que hayan sido, es necesario revisarlas y adaptarlas en función de que hoy existe un pueblo más autónomo.
c) que nadie debe dejarse hipnotizar por los cantos de sirena del “integracionismo” en su forma actual, expresada en la definición de políticas públicas sin auténtica participación popular a que convoca el “socio demócrata neoliberal” (es la trampa tendida por el viejo ardid político de la
historia chilena);
d) que lo que cabe hacer, por sobre todo, es hacer historia nueva e historia de victoriosa soberanía. Todo lo cual implica, ser colectiva y socialmente creativo, no ritualista ni tradicionalista. Pues el ardid que la historia política de Chile teje para los derrotados es muy
simple, pero extremadamente complejo: deben crear y probar, cada vez, una fórmula distinta (un contra-ardid) de resistencia, oposición y proyección. O, si se quiere, usar en cada período un “atajo” no recorrido antes para construir poder ciudadano (popular) y desarrollar una política popular capaz de re-construir el Estado, el Mercado y la Sociedad. No pueden re-utilizar procedimientos gastados. O tácticas probadamente perdedoras. Si las elites asociadas tienden –como se vio– a reiterar fórmulas probadas para no perder el control del sistema de dominación, los sectores populares se ven forzados por sus derrotas sucesivas a utilizar, cada vez, tácticas y prácticas inéditas para acumular poder y desafiar de nuevo el sistema. La innovación permanente es su imperativo histórico normal, no sólo para reconstruir sus identidades tras las derrotas, sino para levantarse del suelo y esgrimir, con fuerza renovada –como se dijo–, las banderas de la soberanía popular.
Hoy, casi 34 años después de la derrota de 1973, tras 17 años de administración “democrática” del modelo dictatorial-neoliberal, y a pocos meses de la muerte del dictador ¿cuál es la fórmula de lucha que pueden y deben utilizar los rebeldes de siempre, los demócratas de verdad y el movimiento popular? En todo caso, hay varias certidumbres históricas, que la construcción de esa nueva fórmula no puede dejar de lado:
a) No se debe confundir el Frente Popular y la Unidad Popular –ambos fueron alianzas electorales– con la Concertación de Partidos por la Democracia (que también lo es). Pues las primeras surgieron en la época del industrialismo, el “fordismo”, el estatismo, el nacional-desarrollismo, la Guerra Fría y antes de la crisis de 1982. En cambio, la Concertación es el subproducto político y cultural del post-industrialismo, del mercado mundial globalizado, del capital financiero y de la fragmentación de las clases media y proletaria. Si las dos primeras
alianzas comulgaron con el populismo reformista (instalando “la política popular” en torno al Estado), la tercera sólo puede comulgar con la deshumanización propia de la competitividad neoliberal y la frialdad aritmética del mercado. Por eso, la Concertación no acunará movimientos de masas, ni adoptará utopías populistas, ni caminará demasiado lejos sobre el filo de la Ley (para despejar, por ejemplo, la frente ceñuda con que la observa su 50 o 55 % de
electores). No tiene, por todo ello, sentido político alguno (para una lógica de rebeldía ciudadana) instalarse como furgón de cola de esa coalición, sobre todo para el tiempo histórico de los movimientos sociales y populares.
b) La ciencia social que puede coadyuvar en la innovación táctica y estratégica que necesitan realizar hoy los rebeldes no puede ya asumirse como una teoría dogmática o conjunto de verdades definitivas, válidas de una vez y para siempre. Tampoco alguna revolución social que haya triunfado puede tomarse como un caso paradigmático que deba ser imitado. Debe recordarse que el materialismo histórico de Marx corresponde a una elaboración realizada durante la fase inicial del industrialismo, y sólo ciertos aspectos de su teoría tienen vigencia actual. Debe tenerse presente además que revoluciones como la rusa, la china, la
vietnamita, la nicaragüense o la cubana, exitosas en su contexto y en un comienzo, han evolucionado después de un modo no consecuente con sus orígenes. La crisis práctica de los grandes sistemas teóricos (infalibles) y los grandes relatos de liberación tuvo lugar hace dos décadas, y es un hecho con el cual todo rebelde debe contar. Por tanto, la necesidad de crear ciencia revolucionaria e innovar en estrategia no sólo es el deber de siempre, sino que,
esta vez, requiere además de una creatividad, una audacia y un imperativo de eficiencia que es mayor que nunca.
c) Las clases sociales que el industrialismo modeló tan nítidamente a lo largo de casi 200 años, han sido fragmentadas y re-modeladas por la crisis de 1982, la instalación más o menos autoritaria del neo-liberalismo en todas partes, y la circulación permanente del gran capital financiero. No es que haya desaparecido la explotación, la plusvalía, la acumulación, la desigualdad y el conflicto: lo que ocurre es que todo eso ha sido objeto de una re-ingeniería, que ha reemplazado las antiguas estructuras omnipresentes por fragmentaciones semi-invisibles, el enriquecimiento personal de la burguesía por la acumulación impersonal del
capital en movimiento perpetuo, los bajos salarios por tentadoras tarjetas de crédito, la dramática desigualdad material por el consumismo adaptado a los niveles del poder adquisitivo, y el conflicto de las estructuras por el conflicto subjetivado. Así, la gran empresa se eclipsa detrás de una montaña de microempresas; los grandes sindicatos detrás de millones de trabajadores precaristas; los grandes partidos de masa detrás de astutos partidos pragmáticos (caza-votos) etc. El enemigo, tan ostentoso y visible en la época del industrialismo, se torna
fluido y fugaz detrás de un bosque de micro-estructuras y rasantes vuelos de capital “golondrina”. Aunque, como siempre, el Estado capitalista sigue siendo el último bastión, el guardián más celoso, vigilante y articulado para acudir en defensa del orden social cada vez que este se ve amenazado por el descontento y la protesta popular.
d) Ya es un hecho indiscutible que un gran escollo para el movimiento popular chileno son las Fuerzas Armadas. No por su identidad funcional, sino por su identificación con la oligarquía que han exhibido a lo largo de la historia, sobre todo, respecto a cómo entender la comunidad ciudadana nacional. Como se dijo, los militares han intervenido siempre para apoyar a un sector de esa comunidad y derrotar aplastantemente al otro. Razón por la cual no sólo han profundizado las desigualdades “naturales” de la sociedad chilena llevándolas a una “división
crónica”, sino también porque han forzado a los derrotados (la mayoría de la población) a operar en la historia, sobre todo, como rebeldes y revolucionarios. Su última intervención y la figura particular de Augusto Pinochet lo confirman casi al nivel de hartazgo. Por esta razón, el movimiento popular va a tener que incluir, dentro de sus ejercicios innovadores, una política de re-educación y reestructuración profundas de las Fuerzas Armadas, en el sentido de instalar en
ellas, de una vez por todas, una verdadera identidad ciudadana, extirpando su vieja identidad oligárquica y sus privilegios especiales (sistema sectorial de previsión, asignación del 10 % de las exportaciones brutas del cobre, exención del pago de indemnización a sus víctimas, fuero judicial, programas educativos sin control ciudadano, etc.). Esta tarea es ineludible.
e) No puede ignorarse el hecho, probado ya varias veces en la historia de Chile, de que los partidos parlamentarios de “Izquierda” no tienen legitimidad ni garantizan eficiencia por sí mismos, ni por el hecho de ser organizaciones parlamentarias que se auto-proclaman “representantes del pueblo”. Pues los partidos parlamentarios no son los mismos cuando “reclaman” el apoyo popular que ellos necesitan para trabajar y crecer dentro del Estado oligárquico, liberal y de origen dictatorial, que cuando son la organización intermedia o final que el movimiento popular adopta cuando logra construir por sí mismo el Estado y el
Mercado. Los partidos pueden ser necesarios en ciertas etapas de un proceso político revolucionario, pero lo que es realmente necesario e imprescindible en esos procesos es la existencia y desarrollo de un genuino movimiento social. Sin un movimiento social protagónico y autónomo, no hay soberanía popular, y sin ésta, no hay verdadera revolución, ni partido político que de verdad represente al pueblo, ni posibilidad de que el movimiento no se “oligarquice” o “caudillice”.
f) La re-ingeniería post-industrial de las relaciones sociales de producción y la globalización neoliberal de las políticas de Estado ha generado un cambio significativo en los parámetros de “lo” político y de “la” política, pues con lo primero se debilita el populismo y con lo segundo el nacionalismo. No es porque sí que en las encuestas nacionales sobre “credibilidad pública” los partidos políticos y los políticos están obteniendo invariablemente puntajes inferiores a 10 en una escala que va hasta 100. Esta situación obliga a los sujetos populares a repensar “su” política, ya no sólo hacia el centro del sistema de dominación (como en el pasado industrialista), sino desde donde se puede construir poder ciudadano en una sociedad que sólo asegura “riesgos”.
g) El desarrollo socio-cultural de los movimientos sociales ha demostrado ser sólo una primera fase de su pleno desenvolvimiento histórico y político. La construcción de poder puede y debe partir de la organización, la identidad y la cultura que de ésta se deriva, pero no puede quedar dando círculos en torno a sí misma. El poder requiere acumular y movilizar recursos de todo tipo (culturales, sociales, comerciales, de gestión, materiales, financieros, tecnológicos, políticos, militares, etc.). Pues el poder real no es exclusivamente político. Ni militar. El
verdadero poder social implica manejar todas las variables que dicen relación con el desarrollo de la vida social. La soberanía ciudadana no es nada si es puro derecho, y sigue siendo nada si no moviliza recursos culturales y materiales. Por eso, para madurar como tal, la soberanía debe integrarse también como una soberanía productiva, tecnológica, comercial e institucional. El movimiento popular debe aprender a “administrar recursos” (a la manera propuesta por Fermín Vivaceta y Luis Emilio Recabarren), controlar los procesos productivos y comerciales en lo local y lo regional. En lo nacional, podría y debería (por ejemplo) controlar el capital financiero que hoy administran las AFPs y los capitalistas extranjeros. Por eso, el poder socio-cultural no basta, pero permite iniciar la construcción de los “otros” poderes. Administrando recursos propios se aprende a gobernar, primero en lo propio, luego en lo local. Y así sucesivamente.
h) No se trata de sumarse al espontaneísmo (que sólo conduce a la impotencia política). Una acción realmente transformadora de la sociedad no puede prescindir de organizaciones políticas. Pero su gestación y funciones deben ser replanteados en armonía con una concepción renovada de los movimientos sociales y de los proyectos de cambio social radical. Partiendo del principio de independencia y autonomía de las organizaciones sociales populares, deben
formularse propuestas de articulación a fin de levantar un proyecto global de reorganización de la sociedad y del Estado cimentado en la construcción de una democracia social. Más temprano que tarde los movimientos populares deberán asumir esta tarea ineludible en la vía de la liberación y emancipación social. El ejercicio de un auténtico poder democrático sólo puede ser el fruto de un proceso social de construcción participativo que conduzca al establecimiento de
nuevas relaciones sociales e instituciones (incluso del propio Estado). De manera tal que se garanticen la soberanía y los derechos sociales y ciudadanos, así como la posibilidad de transformar las instituciones cuando éstas inhiban o coarten la soberanía popular. En suma, para los detractores, el Juicio de la Historia no es, como se dijo, un simple problema de “mitificación” de algo o de alguien, o un ejercicio de apoyo de parte de las estructuras militares hacia algo o alguien. Es una tarea, un quehacer colectivo, y un desafío para la identidad y la creatividad. Y sobre todo, la articulación creciente de voluntades para construir un poder multidimensional.
Santiago, abril de 2007.
COMITÉ DE INICIATIVA
- Pablo Artaza Barrios, Magíster en Historia, profesor de la Universidad de Chile.
- Mario Garcés Durán, Doctor en Historia, Director de ECO Comunicaciones, profesor de la Universidad de Santiago de Chile.
- Sergio Grez Toso, Doctor en Historia, profesor de la Universidad de Chile, Director del Magíster de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad ARCIS.
- María Angélica Illanes Oliva, Doctora en Historia, profesora de la Universidad Austral, Valdivia.
- Julio Pinto Vallejos, Doctor en Historia, profesor de la Universidad de Santiago de Chile.
- Gabriel Salazar Vergara, Doctor en Historia, Premio Nacional de Historia 2006, profesor de la Universidad de Chile.
- Carlos Sandoval Ambiado, Profesor de Historia, Magíster en Educación, profesor de la Universidad Bolivariana.
ADHERENTES EN CHILE
- Carolina Aguayo Cornejo, socióloga, cientista político, Coordinadora Académica Universidad ARCIS Sede Portezuelo.
- Claudio Aguirre Munizaga, profesor de Historia, profesor de la Universidad Bolivariana, sede Iquique.
- Manuel Ahumada, Presidente de la Confederación General del Trabajo – Movimiento Sindical por los Cambios (CGT-MOSICAM).
- Guillermo Albarrán Martínez, Licenciado en Historia.
- Karen Alfaro Monsalve, profesora de Historia y Geografía, Magíster en Historia Social y Política Contemporánea, Doctora © en Movimientos Sociales y Construcción de Ciudadanía, UNIA, España, Coordinadora Área Educación Universidad ARCIS, VIII Región.
- J. Francisco Allendes Villalón, profesor de Historia y Geografía, Licenciado en Historia, encargado del Museo Histórico y Arqueológico de Concón.
- Sergio Arias López., profesor de Historia y Geografía, encargado del Departamento de Historia, Geografía y Ciencias Sociales de la Fundación Belén Educa.
- Miguel Alvarado Borgoña, antropólogo, sociólogo, Doctor en Ciencias Humanas, Director General de Investigación, Desarrollo, Innovación y Creación, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso.
- Rolando Álvarez Vallejos, Magíster en Historia, profesor de las Universidades ARCIS y de Santiago (USACH).
- Pablo Aravena Núñez, Licenciado en Historia, Magíster © en Filosofía, profesor de la Universidad de Valparaíso.
- Beatriz Areyuna Ibarra, profesora de Historia, Licenciada en Educación, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales, Coordinadora Académica de Pedagogía Básica Universidad ARCIS.
- Estela Ayala Villegas, Magíster © en Historia, profesora de las Universidades Academia de Humanismo Cristiano y de Chile.
- Manuel Bastías Saavedra, Licenciado en Historia, Magíster en Filosofía, Universidad de Chile.
- Alejandra Brito Peña, Magíster en Historia, profesora Universidad de Concepción.
- Luis Bustos Titus, Doctor © en Educación, profesor de la Universidad Bolivariana.
- Juan Carlos Cárdenas Núñez, Médico veterinario, Director Ejecutivo del Centro Ecocéanos.
- Nelson Castro, Licenciado en Historia, doctorando en Historia Universidad de Chile, profesor de la Universidad de Valparaíso.
- Daniel Cerpa Gaete, Licenciado en Historia, miembro del Comité Editorial de Nuestra Historia. Revista de Estudiantes de Historia de la Universidad de Chile.
- José Luis Cifuentes Toledo, profesor de Historia y Geografía, miembro del Taller de Ciencias Sociales “Luis Vitale”, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales Universidad ARCIS.
- Luis Corvalán Márquez, profesor de Historia y Geografía Económicas, Magíster en Historia y Doctor en Estudios Americanos, profesor de la Universidad de Santiago de Chile (USACH) y de la Universidad de Valparaíso.
- Guillermo Cratchley Klenner, economista, sector turismo.
- Eduardo Cruzat C., profesor de Historia y Geografía, Magíster en Administración y Gestión Educacional, profesor del CEIA “Fermín Fierro Luengo” de Curanilahue y de la Universidad ARCIS Sede Arauco.
- Domingo Curin Tapia, sociólogo, profesional del equipo del Centro Comunitario de Salud Mental (COSAM) “Dr. Enrique París”, Alto Hospicio.
- Alberto Díaz Araya, profesor de Historia, Magíster en Antropología Social, Doctor © en Antropología, profesor de la Universidad de Tarapacá, Iquique.
- Paulina Díaz, diseñadora gráfica, ilustradora infantil.
- Patricio Díaz Rodríguez, profesor de Historia, Geografía y Ciencias Sociales, investigador ONG Ekosol, Achupallas, Viña del Mar.
- María Eugenia Domínguez Saul, periodista, Phd © en Comunicación, profesora de la Universidad ARCIS.
- Grete
- Jaime Yovanovic Prieto, Profesor J. Jurista, Coordinador de los Talleres Transhumantes de la ULibre. Doctorante en Procesos Sociales y Políticos en América Latina Prospal, U. Arcis.