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La crisis del sujeto leninista y la circunstancia zapatista

04.03.09

La crisis del sujeto leninista y la circunstancia zapatista
Sergio Tischler
De Revista Chiapas No. 12

A René Zavaleta Mercado (in memoriam)

La tradición de los oprimidos nos enseña entretanto
que el “estado de emergencia” en que vivimos es
la regla. Debemos llegar a un concepto de historia
que resulte coherente con ello. Se nos planteará
entonces como tarea la creación del verdadero estado
de emergencia, y esto mejorará nuestra posición en
la lucha contra el fascismo. La fortuna de éste
proviene desde hace bastante del hecho de que sus
adversarios lo combatenen nombre del progreso como
ley histórica. El estupor porque las cosas que
vivimos sean “aún” posibles en el siglo veinte no es
nada filosófico. No es el comienzo de ningún
conocimiento, salvo el de que la idea de la historia
de la cual proviene carece ya de vigencia.

Walter Benjamin

A partir del 1° de enero de 1994 muchas cosas han pasado en México con el surgimiento del zapatismo, pero es innegable que los indígenas chiapanecos que lo integran y su principal vocero, Marcos, se han convertido en figuras centrales, cuando no en iconos, de las luchas y de los movimientos sociales de resistencia en el mundo contra el sistema dominante. Hasta la fecha, sin embargo, quizás como resultado del desarrollo desigual del movimiento zapatista, no ha habido un esfuerzo sostenido, y menos una polémica sistemática profunda, en torno a los problemas teóricos de la acción revolucionaria en la circunstancia actual, problemas que el mismo zapatismo suscita -nos referimos, desde luego, a una polémica abierta, pública.

Si bien es cierto que ha habido una abundante producción en torno al tema de la autonomía indígena y la cuestión étnica, no ha sido lo mismo en lo que respecta a la formulación de problemas generales de la acción revolucionaria. Lo cual resulta comprensible dado el clima ideológico y la sensibilidad dominantes (la “cultura de la derrota”) después del fracaso del comunismo soviético y de la idea de revolución a él asociada. Más vale ir con tiento, pues la palabra revolución, después de aquella experiencia, suena a ironía, cuando no a chiste de mal gusto.

En ese contexto, los trabajos teóricos de John Holloway[1] han sido de gran importancia. Inspirado en la experiencia zapatista, Holloway destaca la urgencia de la revolución, pero fundamentalmente la necesidad de reinventarla rompiendo con el canon clásico en que fue pensada e imaginada. La virtud de estos trabajos es, entre otras cosas, subrayar la necesidad de abrir las categorías, en particular la de sujeto revolucionario, virtud que el movimiento zapatista expresaría, por lo menos en forma potencial.

Recientemente, Atilio Boron (2001) escribió el ensayo “La selva y la polis. Interrogantes en torno a la teoría política del zapatismo”, donde polemiza en particular con Holloway y cuestiona algunos de los principales postulados del zapatismo. El ensayo es preciso en su argumentación, denso en su reflexión y bien escrito, como la mayor parte de los trabajos de Boron. Una de sus principales cualidades es la de iniciar una polémica abierta y seria, de carácter teórico, en torno al zapatismo y la acción revolucionaria; es decir, es una invitación a reflexionar críticamente sobre esos temas.

Las breves reflexiones que de manera fragmentaria presentamos a continuación están inscritas en ese contexto. Habría que señalar que estas ideas no se refieren de forma directa a los textos de los autores antes señalados, sino a ciertos temas que de manera específica o lateral engarzan con ellos. Por eso, si algún nombre fuera necesario escoger para reunir ese conjunto de ideas (a veces intuiciones), éste sería la crisis del sujeto leninista como sujeto revolucionario clásico y la circunstancia zapatista.

Ahora bien, la crisis del sujeto leninista es un asunto histórico y a la vez teórico. Histórico, porque uno de los acontecimientos que marcan hoy la escena contemporánea y la actual “relación de fuerzas” es el fracaso de la revolución inspirada en el canon leninista. Teórico, porque el concepto de sujeto y de lucha de clases asociado al leninismo es parte de ese fracaso. Esto quiere decir, entre otras cosas, que la construcción de un sujeto alternativo atraviesa por la asimilación crítica de esa forma política; sin ello es difícil pensar una verdadera negación como parte de la construcción de una crítica social al sistema dominante.

Lo que sigue son reflexiones generales de carácter provisional sobre temas relacionados con dicha crisis, inspiradas en el marxismo como teoría negativa y en el zapatismo como movimiento y discurso. Reflexiones que tienen por tema central el impacto del leninismo en el proceso de reificación de la lucha de clases, cuestión que nos parece central en la discusión sobre el zapatismo y la teoría social.

Reificación

Uno de los principales problemas que ha marcado la acción y la teoría revolucionarias es la reificación (ver Tischler, 2001). Por alguna razón, quizá porque el pensamiento revolucionario casi siempre fue parte de una “correlación de fuerzas cultural” (P. Anderson, 1998) dominada por el capital; o porque el habitus, como parte de esa relación de fuerzas, no deja de impregnar nuestra sensibilidad y manera de pensar por más que intentemos rebasar la cotidianidad mediante la potencia de la lucha. En fin, siempre existió dentro del movimiento revolucionario moderno la tendencia a hacer de la teoría de Marx una teoría positiva, en consonancia con lo que, quizás tomando un tanto arbitrariamente un término de Foucault, podría nombrarse algo así como la episteme del sistema.

Dicho movimiento teórico comienza temprano con Engels, cuya doctrina de las “leyes objetivas independientes” (ver Holloway, 2001b) preparó el terreno para el reduccionismo economicista de Kautsky. El núcleo teórico de ese proceso fue la transformación del pensamiento de Marx en una teoría del capital como objeto. Del concepto dialéctico de relación social (el capital como relación social, como lucha de clases) se pasa al concepto positivista de ley que subordina al sujeto. En otras palabras, se produce lo que Martínez (2001) llama “naturalización” del marxismo, cuestión que implica que la noción de lucha de clases queda congelada dentro del concepto de reproducción del sistema.

Una reificación de sentido inverso es la que se desprende de la teorización de Lenin, quien en el ¿Qué hacer? formula una teoría de la política directamente relacionada con el problema de la organización revolucionaria. Los pasajes más significativos de esa obra fundamental del pensamiento revolucionario moderno son bastante conocidos. Por la misma razón, no es nuestro interés exponerlos de manera más o menos extensa. Lo que nos interesa subrayar es el énfasis leninista en la división entre lucha económica y lucha política, así como el papel de la conciencia de clase y el partido revolucionario en la lucha de clases. Nos parece que en esos temas se expresa no sólo una teoría del sujeto revolucionario y de la organización, sino que la argumentación de Lenin implica una trama teórica menos explícita respecto a esos problemas, la cual se relaciona con el problema de la reificación.

En líneas generales, la argumentación de Lenin es la siguiente: en su lucha contra el capital, los obreros pueden llegar a desarrollar una conciencia económica (tradeunionista). Dicha actividad configura una tendencia “espontánea” dentro del movimiento obrero, tendencia derivada del propio conflicto de clase, y se expresa en un determinado tipo de organización, el sindicato. Éste, como forma de organización y lucha, se mueve en el terreno de las relaciones económicas, en la esfera de negociación de la venta de la fuerza de trabajo; es decir, no implica una lucha que vaya más allá del capital. Para que exista una “verdadera lucha de clases” es necesaria una organización de profesionales (el partido), que lleve la conciencia de clase a los obreros, los cuales de otra manera no pueden producir acción revolucionaria consciente, pues la conciencia de clase solamente puede ser llevada a éstos “desde afuera” (por el partido). Habrá matices que se escapan, pero el pensamiento del ¿Qué hacer? podría ser resumido en esas tesis centrales.[2]

¿Cómo interpretar la cuestión del sujeto y la acción revolucionaria a partir de dicho planteamiento? Una posibilidad es la que nos permitimos delinear a continuación. Las tesis leninistas sobre la organización, la conciencia de clase y el partido implican la idea básica que dentro del capital es imposible que se produzca una conciencia de clase. Dentro de esa relación, los sujetos están inmersos en el horizonte conceptual de la “falsa conciencia”. Quiere decir entonces que la conciencia revolucionaria (conciencia de clase) se produce fuera del capital (digamos en alguna zona de la superestructura, para utilizar la nomenclatura clásica pero cuestionable). Por tanto, son los intelectuales los llamados a comprender el verdadero sentido de la lucha de clases (el núcleo teórico de esa lucha), cuestión que se explica por la condición social que les permite acceder a la ciencia (la ciencia de El capital, para el caso), y, al mismo tiempo, por estar inmersos en el conflicto de clase, en una trama de relaciones de fuerza. En ese mismo sentido, el partido revolucionario expresa la conciencia organizada de la clase porque se mueve en el terreno de las relaciones entre “todas las clases”, es decir, en el terreno específico de la política, lo cual equivale a señalar que su horizonte teórico es adquirido precisamente por estar fuera de la relación directa capital/trabajo.

Sabemos que Lenin tomó de Kautsky la idea de la conciencia de clase como especialización de la política (”desde el exterior”). Aquí lo que interesa destacar es el nexo teórico entre un autor y otro: ambos parten de la consideración del capital como economía u objeto más que como relación social, o mejor, como área separada y plenamente diferenciada de la política. El capital, así concebido, es contrapuesto a lo político que se entiende como plano de la totalización de las relaciones sociales, lugar de la superación de la inmediatez de las relaciones económicas. En otras palabras, la teorización leninista reproduce la base teórica reificada de su época (Kautsky era considerado el principal teórico de la socialdemocracia).

El planteamiento de que la “verdadera” lucha de clases tiene por centro al partido, así como la tesis de que la conciencia de clase le llega al movimiento obrero “desde el exterior”, es parte de una teorización que escinde sujeto y objeto, y que, por lo mismo, produce una noción reificada de la lucha de clases equivalente a la conceptualización del capital como cosa.

Al parecer, tanto Kautsky como Lenin carecen de una idea de mediación para intentar resolver ese problema desde una perspectiva dialéctica. Esa dimensión es incorporada por Lukács cuando en Historia y conciencia de clase plantea que la organización es la mediación entre teoría y práctica; pero aquí estamos en otro terreno teórico.

Partido y estado

Como lo señala De Giovanni (1981), el pensamiento de Lenin es una teorización moderna de la política en la medida que se construye a partir de los temas clásicos de la “separación” y de la “especialización”, tan centrales, por ejemplo, en Max Weber. Se podría decir, en ese sentido, que dicha teorización es la producción de un conocimiento a partir de una forma cultural dominante.

En este mismo tenor, podemos preguntarnos si puede existir la producción de algún tipo de conocimiento, socialmente significativo, que no se mueva dentro de una forma dominante. La respuesta sería que lo dominante no es total, y que la fisura social implica heterogeneidad y conflicto, lo cual es condición de producción de conocimiento; en este caso, de conocimiento de resistencia y de conocimiento contra lo dominante. Un conocimiento que penetra y rebasa la forma. Pero el problema central aquí no es el de esa posibilidad, sino que el conocimiento emergente puede llegar a ser reproductivo al construirse a partir de los parámetros de la forma hegemónica. En ese caso, no se llega a alterar a profundidad la forma y menos a negarla.

El hecho de que el pensamiento político de Lenin sea parte de una forma cultural dominante, como planteamos, no quiere decir que no se proponga la transformación de la sociedad burguesa y la construcción de otra alternativa, es decir, no niega que su eje haya sido la revolución. Nos referimos fundamentalmente a los parámetros o a la trama teórica no explícita en ese pensamiento, trama mediante la cual se articulan los conceptos básicos del mismo. Ése es el lugar donde se encuentra un terreno común entre Lenin y Max Weber. Al respecto, De Giovanni plantea:

En Lenin hay un primer aspecto de la forma de la política vinculado a una dimensión específica de la realidad rusa entre los siglos XIX y XX -la autocracia, con una notable restricción del terreno de la política al de la organización represiva del aparato estatal. Pero no es éste el punto decisivo. La tesis de Lenin no está condicionada por la realidad política quizá más atrasada de la Europa de comienzos de siglo XX. En ese caso sería incomprensible su efecto perturbador sobre toda la historia teórica y práctica del movimiento obrero, y su capacidad de proporcionar el horizonte político y organizativo de dos fases históricas enteras de la vida de la Internacional comunista. El verdadero vínculo, la verdadera relación está en otra parte. La imaginación va inmediatamente a uno de los puntos más altos de la teoría política burguesa, que recoge ampliamente el sentir histórico de una transformación de la morfología política en el Occidente capitalista. 1918: La política como profesión de Max Weber señala un momento muy determinado de ese proceso teórico. La complejidad de la relación estado-desarrollo capitalista se define en el progresivo aumento de la autonomía de la política, en la concentración del poder político en un foco determinado por la unidad del poder del estado (De Giovanni, 1981: pp. 183-84).

Dicho punto de encuentro es el estado moderno y su equivalente teórico proletario. Lo que identifica a Lenin con la temática weberiana del poder es pensar la revolución a partir de un centro simétrico al del estado capitalista. Por lo que el tema clave, tanto de la política burguesa como proletaria, es planteado como la concentración del ejercicio del poder. En ambos pensadores se encuentran propuestas de clase diferentes con una problemática común que se mantiene: la política como separación y concentración. Los dos teorizan, en dicho sentido, la modernización del estado o lo que en palabras de De Giovanni es la “productividad autónoma de la política”. Porque como bien lo argumenta Weber, la modernización del estado es un proceso análogo al de la acumulación originaria de capital. En el caso de la acumulación originaria, la cuestión es la expropiación de los productores directos. En el del estado, la expropiación de la soberanía de manos privadas y su concentración en un foco radicalmente diferente de lo que es la sociedad. De allí la idea del estado como “monopolio de la violencia legítima”. En Lenin, el lugar de concentración legítima del poder es el partido, equivalente al estado weberiano. Como lo plantea el ya citado De Giovanni:

Toda crítica de Lenin al economicismo debe leerse en el cuadro históricamente determinado de un antagonismo de clase y de una organización de las relaciones entre las clases que se mantiene sobre una forma de primacía de la política correspondiente al mecanismo de un estado determinado. A la primacía de la política en función de las clases dominantes es preciso responder con una elevadísima concentración de la productividad de la política del movimiento obrero. Aquí está el sentido moderno de ¿Qué hacer? Aquí también el significado de la conciencia que proviene del exterior (De Giovanni, 1981: p. 185).

Rosa Luxemburgo criticó el ¿Qué hacer? precisamente por el espíritu estatal que define sus principales tesis: “El ultracentrismo defendido por Lenin se nos aparece como impregnado no ya de un espíritu positivo y creador, sino del espíritu del vigilante nocturno” (Luxemburgo, 1980: p. 41). El problema, según se desprende de su argumentación, es que el concepto mismo de lucha de clases se ve profundamente alterado al rematar en el estado, al ser reducido a una productividad que sólo se encuentra en la esfera separada de la política que encarna el partido; es decir, al producir una noción vertical de la política que también categoriza la lucha de clases en términos semejantes. Sobre esto volveremos más adelante.

Lo que ahora nos interesa destacar es que la dichosa “productividad autónoma de la política” no sólo introduce el tema de lo político como dominio de las élites en el campo revolucionario, sino que impregna la lucha de clases de una noción reificada: el partido. Del fetichismo de las “leyes objetivas independientes” se pasa al fetichismo del partido-estado que construye “desde afuera”, a partir de su propia lógica, la lógica que corresponde al Leviatán moderno. Esto opera sobre la base teórica antes señalada. Sólo considerando el capital como un objeto y a las masas como soportes de la política se puede imaginar el vuelo autónomo del partido como sujeto total.

La crítica al economicismo produjo la fetichización de la política en la forma partido: una construcción teórica a partir de las mismas preocupaciones de la forma burguesa, la forma valor. Lo que Weber y Lenin teorizan de la política es la forma valor expuesta como consagración de la razón instrumental; en última instancia una forma homogeneizante, vertical y represiva de lo social inscrita en el horizonte de la acumulación de poder.

Sobre este asunto, la tesis de Holloway (2001) acerca de la asimetría de la lucha de clases parece dar en el clavo. Si no interpretamos mal, lo que tiene en mente con ese término es que el concepto de revolución hoy no puede reproducir el canon burgués de la lucha de clases que remata en el estado. En otras palabras, que en las actuales circunstancias no se puede pensar el cambio social radical en términos de una teoría de la organización que sea equivalente a una teoría del estado. El “mandar obedeciendo” del zapatismo va en esa dirección.

Esa cuestión es de suma importancia pues implica romper con el núcleo de la teoría política leninista y apunta hacia una crítica de toda teoría política. El horizonte de la revolución sería entonces abolir la política como cristalización conspicua de la separación y fragmentación propias del capital (ver Bonefeld, 2001a), es decir, como forma de poder reificada y reificante.

También podríamos plantear que Lenin operó un quiebre fundamental respecto a Marx al construir una teoría positiva de la política, simétrica, como hemos visto, a la teoría burguesa, en una línea que se remonta hasta Maquiavelo. Como sabemos, un legado de este tipo se encuentra también en Gramsci, cuestión que vendría a confirmar una línea de fuerza dentro del pensamiento revolucionario: en su calidad de pensadores de la subalternidad, los intelectuales revolucionarios han tendido a producir una teoría legítima de poder. Legítima en el sentido de tener un contenido científico que compite en paridad de condiciones con la teoría dominante. De aquí, en parte, el énfasis en la “teoría política marxista” como respuesta a esa “ausencia” que la teoría liberal le achacaba al marxismo.

Frente a ese planteamiento, en Marx encontramos algo radicalmente diferente: la crítica a la teoría política como parte de la crítica al capital y al estado (ver Bonefeld, 2001b). Dicha crítica no la encontramos en obras sistemáticas puntuales (una teoría de la subjetividad, una teoría del estado, una teoría del sujeto, etcétera), precisamente por el hecho de que para él ésas son formas de la relación capitalista. No podemos detenernos en este problema, de suyo complejo, pero sí plantear que en El capital no se encuentra una teoría del estado porque dicha obra es una crítica a la teoría del estado. En el mismo sentido se podría plantear, siguiendo a Adorno (1975), que lo que existe en El capital es una teoría negativa de la política.

Revolución y estado-nación

Así como el nombre de Lenin está indisolublemente ligado a la revolución rusa, el leninismo no puede ser interpretado sino como parte constitutiva de esa gran fractura histórica y la construcción del estado soviético como una de sus principales consecuencias. De tal suerte que es casi imposible diferenciar el concepto de revolución derivado de esa experiencia del de una forma de estado. En esa línea, se puede plantear que no es la revolución lo que supera la forma del estado-nación, sino que la categoría del estado-nación subsume la revolución. Parte de esa tensión se expresó en la famosa polémica en torno a la construcción del “socialismo en un solo país”. El dilema no era tanto salvar la revolución en una marcha aislada hacia el socialismo como argumentaba Stalin, sino salvarla de su antítesis: la estatización y nacionalización del proceso. Porque la idea de una revolución que se hace estado reproduce las categorías burguesas del poder, pues el horizonte de la acción está dado por el estado-nación, con todo lo que históricamente esto implica.

Como hemos planteado, la concepción leninista de la política contiene la noción de estado como núcleo de la acción revolucionaria. Dicha condición, junto con el proceso soviético de estatización, permitió la transformación de las formulaciones teóricas de Lenin en el paradigma de la organización y la acción revolucionarias. Por extensión, la misma revolución rusa fue codificada como el modelo de la revolución. Todo ello como parte de un proceso ideológico ligado a la construcción del estado soviético, cuyas cartas de legitimidad eran las de presentarse en aquellas circunstancias históricas como el único poder alternativo a la barbarie capitalista.

Sin embargo, por contradictorio que pudiera parecer desde una perspectiva positivista, el fenómeno del leninismo fue, hasta cierto punto, más el fruto de un fracaso que el de una victoria: el fracaso de la revolución europea.

Con esto queremos plantear que la toma del poder por los bolcheviques no era condición suficiente para la transformación del leninismo en el modelo ideológico de la revolución, y que las “condiciones de posibilidad” más profundas habría que buscarlas en un fenómeno más complejo como el de la derrota de la revolución socialista europea y la transformación de la revolución rusa en una forma estatal particular (defensiva frente al exterior y represiva en el interior), en parte como respuesta a esa derrota. Se podría decir, en el mismo sentido, que el ¿Qué hacer? pudo irradiar el poder de convocatoria y seducción debido, de alguna manera, a que la ola revolucionaria mundial no logró transformarse en revolución triunfante en el centro del sistema y, por consiguiente, en experiencia a seguir, ya que también la derrota se estabilizó o cristalizó como fracaso teórico de grandes consecuencias culturales. Una buena parte de la relevancia teórica de ese problema se encuentra entonces en ese límite y fracaso, y no precisamente en el triunfo (positividad) de la revolución, en el “eslabón más débil de la cadena”. Y de esto no podemos culpar a Lenin, pues era consciente del carácter subdesarrollado de la experiencia rusa frente al Occidente más desarrollado.

Pensar la revolución desde su fracaso es tomar el lado oculto, negado y reprimido de la historia para pensarla “a contrapelo” (Benjamin, 1982). En ese sentido, sólo lo negado revelado alumbra lo existente, pues lo existente como afirmación positiva se construye aniquilando la conciencia de lo reprimido. La historia como narración objetivista de lo existente aniquila la fuerza de lo reprimido en la conformación de la “objetividad”, y por lo tanto, el sentido de lo múltiple y diverso. La historia, entendida como tiempo lineal, esconde siempre la fractura, la escisión, la pluralidad de sentidos, o mejor, al sujeto. Por eso, siempre la historia objetivista es represiva. La objetividad como construcción de una identidad con lo existente esconde siempre una historia reprimida (Adorno, 1975).

De allí que la pregunta más importante desde un ángulo teórico crítico (”a contrapelo”) sea la que nos hacemos por la historia reprimida en la afirmación de un fenómeno político e histórico, en este caso, del leninismo. Se podría decir, en ese sentido, que la afirmación del leninismo fue un proceso de negación represiva de otras formas de pensar la revolución.

Sin el rescate de ese “lado oculto” tendríamos dificultad para salir del círculo vicioso de la positivización del pensamiento revolucionario. Entonces, un problema fundamental sería el rescate del sentido múltiple de la lucha de clases y la revolución; sacarla de su trama conceptual de carácter centralista y homogeneizante. O, como lo plantea Jameson (1998: p. 17), romper con el “pasado destructivo” de la utopía asociado al bolchevismo y estalinismo.

Hay, sin embargo, un tema fundamental del leninismo que habría que explorar más detenidamente y que aquí no podemos hacer más que enunciarlo: la construcción de la soberanía moderna y de una dimensión nacional-popular del poder en condiciones de dependencia propias de los países periféricos.

Como se sabe, parte fundamental de la teorización de Lenin gira en torno a la revolución democrática en condiciones de decadencia general de la burguesía como sujeto democrático, una cuestión central en Rusia, dadas las características del país como el atraso económico y la ausencia de una burguesía con “apetito estatal”. De allí el tema permanente de la revolución como locomotora de la modernización o como línea de fuerza que dibuja la revolución en el horizonte de la consolidación del estado-nación, más que como la negación radical de la sociedad capitalista, de tal suerte que la forma burguesa será constitutiva del proceso revolucionario.

La teoría del imperialismo y de la forma nacional de la revolución es parte de esa trama conceptual. Desde esa perspectiva se desarrollaron los trabajos más conspicuos del pensamiento crítico en América Latina, sobre los cuales tendríamos que debatir con mayor detenimiento para resignificar, a la luz de la circunstancia actual, aquellos presupuestos teóricos que hoy han entrado en profunda crisis.[3]

Dialéctica y lucha de clases

La idea leninista de sujeto implica una concepción instrumentalista de la clase y de la lucha de clases. Proyecta, en el nivel teórico, la escisión entre sujeto y objeto. En ese juego, el sujeto termina por reducirse al partido o al estado, mientras que la clase “empírica” juega el papel de soporte, en el mejor de los casos; o bien se presenta como una reconstrucción desde un centro que le da consistencia política “real”.

Si la clase es considerada como objeto, entonces es imposible la dialéctica revolucionaria como dialéctica negativa. La dialéctica como un “método” que permite conocer de “mejor forma” la realidad y operar sobre ella sólo confirma la escisión, el carácter “externo” de la dialéctica respecto a la clase. Sólo la concepción de la clase como lucha permite romper con la visión objetivista y rescatar la dialéctica de la clausura instrumental. Eso significa que en la teoría del sujeto (revolucionario) está implícita una concepción de la clase y de la lucha de clases, y que ésta puede ser dialéctica o instrumental.

En tiempos más recientes, E. P. Thompson elaboró una de las principales críticas a la idea instrumental de la clase. La tesis central de Thompson es que la conciencia de clase es el resultado de la experiencia (mediada por la lucha) de la propia clase, y no de algo externo al movimiento obrero. Es mediante la experiencia de clase que los hombres adoptan una posición de clase.[4]

La concepción de este autor en la línea de que una clase “se define por sus propios hombres, según y cómo vivan su propia historia” ha sido criticada por muchos autores, a veces con argumentos muy sólidos (Perry Anderson, 1985). Sin embargo, aparte de criticar la visión instrumental dominante en la izquierda, plantea una cuestión fundamental: con un concepto autoritario de la clase nunca se podrá construir un socialismo democrático.

Ahora bien, Thompson nos permite dar un salto hacia atrás para retomar el asunto de la dialéctica. Ese salto nos lleva a Rosa Luxemburgo, en la que encontramos una de las más brillantes interpretaciones de la lucha de clases y de la clase.

En Rosa Luxemburgo, la dialéctica no es un método abstracto, sino conciencia (parte) de la lucha de clases, de su carácter necesario y contradictorio en la sociedad capitalista. Al sacar la dialéctica de ese terreno se vuelve filosofía, ciencia o método. Desde su perspectiva, la clase no se puede fijar en relación a una forma organizativa o a la “colocación estructural”; es un proceso contradictorio que se mueve en la temporalidad de la lucha, no en la temporalidad lineal de la lógica instrumental (la planificación de un partido o la temporalidad del capital definida por la rotación y la ganancia). Por tal razón, la “organización” no sustituye a la clase ni a la lucha de clases, sino que es parte del mismo proceso, en el cual la lucha adquiere diversas formas, ya que no existe un “centro sólido” permanente que la articule y jerarquice, o que la congele en un canon a repetir. Al referirse a la socialdemocracia y a la organización en general, plantea:

Ella [la socialdemocracia] surge históricamente de la lucha de clases elemental, y se mueve en esta contradicción dialéctica. Sólo en el curso de la lucha se recluta el ejército del proletariado y a su vez este último toma conciencia de los fines de ella. La organización, los progresos de la conciencia y la lucha no son fases particulares, separadas mecánicamente en el tiempo, como en el movimiento blanquista, sino por el contrario son aspectos distintos de un mismo y único proceso. Por una parte, fuera de los principios generales de la lucha, no existe una táctica ya elaborada en todos sus detalles que un comité central podría enseñar a sus tropas como en un cuartel; por la otra, las peripecias de la lucha, en el curso de la cual se crea la organización, determinan incesantes fluctuaciones en la esfera de influencia del partido socialista (R. Luxemburgo, 1980: p. 46).

La organización y la conciencia no pueden ser externas a la clase, porque ambas son parte de ese movimiento contradictorio que es la lucha de clases. Dice:

En realidad, la socialdemocracia no está ligada a la organización de la clase obrera, ella es el movimiento mismo de la clase obrera. Es necesario, por tanto, que el centralismo de la socialdemocracia sea de naturaleza fundamentalmente distinta del centralismo blanquista. […] Es, por así decirlo, un “autocentralismo” del estrato dirigente del proletariado, es el reino de la mayoría en el interior del mismo partido (ibid.: p. 47).

Precisamente porque la lucha de clases es contradictoria no existe un “sujeto puro”, sino formas dominantes y emergentes de lucha, las cuales son parte también de la lucha del capital contra la organización autónoma de los trabajadores.[5] En Rosa Luxemburgo, las formas son constituidas por la lucha, por el conflicto, lo cual las hace inestables y perecederas.[6] El socialismo es entendido como un proceso en acto, como una lucha destinada a abolir la sociedad capitalista a partir de la autorganización de los trabajadores. No es un golpe concentrado que cambia el poder político de una élite por otra. La dialéctica revolucionaria implica ese acto de negación a partir de la autorganización. A diferencia de la idea de partido separado que perpetúa o consolida la clase, la autorganización es un proceso de negación de la clase como resultado de la lucha. Aquí se afirma el mundo del trabajo contra el capital, el valor de uso contra el valor, es decir que en ese movimiento la clase se afirma para negarse. Sin ese “todavía-no” de la negación el concepto de clase se naturaliza. Al parecer, ése es el sentido del planteamiento luxemburguista de que la socialdemocracia es el movimiento mismo de la clase obrera.

Quizá por eso se podría afirmar que la lucha no nos lleva a ninguna parte, a puerto seguro. Y es que la dialéctica revolucionaria es una forma de incertidumbre del mundo moderno; no calza bien en la razón instrumental y su principio de poder. Se sale por los costados. Es la fisura-desgarramiento del sujeto y mundo modernos que la dimensión aparencial de la ideología trata de cerrar en el famoso principio de identidad (Adorno, 1975). Desde esta incertidumbre, la clase sería una suerte de “iluminación”: la fuerza material de la imaginación que traspasa lo existente a partir de la “redención del pasado”, la incertidumbre de la multiplicidad de sentidos de la lucha.[7] Vista así, la clase no tiende a la totalidad, al sistema, sino a su fractura…, a diferencia de la idea de clase-objeto-sistema que deriva de la vertiente totalitaria que Horkheimer y Adorno (1987) encuentran en la Ilustración. En dicho sentido, la clase es un concepto negativo.[8]

Lo de la clase como “iluminación” puede parecer absurdo, pero quizá por eso sea importante; en todo caso, nos conduce a Walter Benjamin. En su obra podemos encontrar una de las cumbres del pensamiento marxista sobre la clase y la lucha de clases, pensamiento enfilado contra el positivismo y la forma burguesa de pensar la revolución. Desde su perspectiva, la revolución no es “progreso” sino un llenar el presente de “tiempo-ahora”, haciendo saltar el continuum de la historia; es la creación de otro tiempo a partir de la “emergencia”. Por lo tanto, la clase sería el principio crítico que logra romper con el tiempo moderno como tiempo (homogéneo y abstracto) del capital y su dominio; lo libera redimiendo el pasado, llenándolo de significado. La lucha de los oprimidos, en este sentido, sería una lucha contra el progreso, la posibilidad de “suspender” el tiempo porque el progreso es entendido como barbarie y su marcha como abismo.[9] Es decir que no se puede seguir pensando la revolución a partir de la idea de progreso, con categorías positivas; es necesario pensarla “a contrapelo”.[10] La clase pensada en términos positivos es una afirmación de lo existente que no configura un sujeto revolucionario.

El sujeto del conocimiento histórico -escribe- es la misma clase oprimida que combate. En Marx aparece como la última clase esclava, como la clase vengadora, que lleva a su fin la obra de liberación en nombre de las generaciones de vencidos. Esta conciencia, que ha vuelto a afirmarse durante breve tiempo en el movimiento Spartacus, ha sido siempre desagradable para la socialdemocracia. En el curso de treinta años la socialdemocracia ha logrado apagar casi completamente el nombre de un Blanqui, que con su timbre metálico hacía temblar al siglo precedente. La socialdemocracia se complacía en asignar a la clase trabajadora el papel de redentora de las generaciones futuras. Y así cortaba el nervio principal de su fuerza. En esta escuela la clase desaprendió tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados oprimidos y no del ideal de los descendientes libres (Benjamin, 1982: pp. 119-20).

La imagen apocalíptica de la revolución que nos presenta Benjamin poco tiene de pensamiento religioso. Su lenguaje es decididamente antipositivista. Un lenguaje violento que denuncia la reificación conceptual de la idea de historia dentro del movimiento obrero. Y esto es posible en una situación de emergencia, de peligro, como él señala. Más que una certeza, la revolución es un pensamiento de “emergencia”. El capital sigue siendo la principal expresión teórica de esa condición.

Marx, en su obra fundamental, analiza el capital como trabajo alienado, es decir, como relación social basada en la separación del productor respecto a las condiciones objetivas del trabajo. El tema de la separación, llevado a otros niveles, permite pensar las formas sociales dominantes (burguesas) en términos de particularizaciones de esa fractura constitutiva y del conflicto que implica (la cuestión de “la política” es parte de esa relación) (Bonefeld, 2001b). En la misma línea, podemos plantear que el tema central de la clase no es la “colocación” en un sistema de relaciones, sino el de la fractura, el de la separación. Quizás por eso Benjamin rechaza todo conocimiento objetivista en la definición de la clase, pues para él el sujeto es siempre la clase que combate. En la acción de la lucha se produce la clase como movimiento de la negatividad del trabajo frente al capital (ésta no se puede reducir a un grupo, ya que implica a todos los explotados por el capital). En ese movimiento, la clase tiende a superar la separación constitutiva del capitalismo y a superarse como clase. Por eso, para Benjamin la clase es una suerte de negación de la “modernidad” y el “progreso”, así como de sus categorías, entre ellas el estado.

Frases del discurso zapatista como “mandar obedeciendo”, “caminar hasta encontrarnos nuestra espalda”, o las que van en el sentido de luchar hasta “no ser necesarios” implican una noción de lucha que no remata en la toma del poder o en el estado. Son imágenes de un pensamiento de “emergencia” contra el poder, más que una elaboración teórica sistemática sobre el mismo. Imágenes que expresan una “estructura de sentimiento” (Williams, 1980), cuyo núcleo es el rechazo a la idea elitista e instrumentalista de revolución. Lejos de rechazar el concepto de lucha de clases, plantean la conciencia de la necesidad de reelaborarlo, de resignificarlo.

Aunque no se plantea de manera explícita, quién sabe por qué razones, ese pensamiento emergente contiene una crítica al leninismo y guarda una filiación con Benjamin, en el sentido que expresa una lucha contra la reificación e implica la tensión por liberar el concepto de lucha de clases de su clausura instrumental. En dicho sentido, por ejemplo, el concepto de “sociedad civil” del zapatismo no es ajeno a la lucha de clases, la contiene como su línea de fuerza. Es una propuesta de resignificación del concepto liberal de sociedad civil a partir de desarrollar las contradicciones de clase que éste contiene, pero reconociendo su peso en la “correlación de fuerzas cultural” contemporánea (ver Tischler, 2001).

A nivel teórico, los conceptos del “antipoder” y de “asimetría de la lucha de clases” de Holloway son parte de la elaboración de un concepto desreificado de la lucha de clases. A partir de esos conceptos, se puede comenzar a desarrollar una teoría de la lucha cuyo centro no es la certidumbre, ya que ésta, como hemos tratado de exponer, es parte de una trama de poder. O, como lo dice Holloway:

Las teorías marxista-ortodoxas buscaron captar la certidumbre al lado de la revolución con el argumento de que el desarrollo histórico conducía inevitablemente a la creación de una sociedad comunista. Este intento fue fundamentalmente erróneo, ya que no puede haber ninguna certeza en la creación de una sociedad autodeterminante. La certeza sólo puede estar por el lado de la dominación (Holloway, 2001a: p. 104).

En todo caso, la asimilación teórica de la crisis de una forma particular de asumir la lucha de clases es parte fundamental del proceso de constitución de un nuevo sujeto. En ese sentido, más que defender la supuesta fortaleza de una teoría política (marxista) habría que enfrentar sus cárceles constitutivas.

Referencias bibliográficas

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—, “Cambiar el mundo: once tesis”, en Sergio Tischler, et al. (comps.), Conflicto, violencia y teoría social, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla-Departamento de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Iberoamericana Golfo-Centro, México, 2001a.
—, “¡Viva la línea correcta!”, Bajo el Volcán, n. 3, Posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades-Universidad Autónoma de Puebla, México, 2001b.
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Tischler, Sergio, “La ‘sociedad civil’: ¿fetiche?, ¿sujeto?”, Bajo el Volcán, n. 3, Posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades-Universidad Autónoma de Puebla, México, 2001.

Williams, Raymond, Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.

Notas:

[1]

Nos referimos especialmente a “La revuelta de la dignidad”, “El zapatismo y las ciencias sociales en América Latina” y “La lucha de clases es asimétrica”. Ver Holloway en la bibliografía.

[2]

Ver Lenin, ¿Qué hacer?, especialmente los capítulos I y II, Progreso, Moscú, 1981.

[3]

En esa línea son particularmente significativos por su profundidad los trabajos de René Zavaleta Mercado. Ver El poder dual. Problemas de la teoría del estado en América Latina, Siglo XXI, México, varias ediciones; Lo nacional-popular en Bolivia, Siglo XXI, México, 1986.

[4]

Oponiéndose al concepto de clase como objeto, plantea: “Todavía hoy, opera la sempiterna tentación de suponer que la clase es una cosa. No fue éste el significado dado por Marx en sus obras históricas, aunque este error vicia escritos ‘marxistas’ de fecha muy posterior. Se supone que la clase trabajadora tiene una existencia real susceptible de ser definida casi matemáticamente: cuántos hombres están en una determinada relación respecto a los medios de producción. Si se acepta esta afirmación, es posible entonces deducir la conciencia de clase que ésta debería tener pero que raras veces tiene si la clase en cuestión tuviese una apropiada conciencia de su posición particular y de sus intereses reales. Existe una superestructura cultural a través de la cual este reconocimiento se manifiesta de modo ineficiente. Estos retrasos culturales, estas distorsiones, constituyen un elemento molesto y pernicioso, hasta el punto que es fácil pasar de aquéllos a cualquier tipo de teoría de sustitución: un partido, una secta o incluso un teórico, que revelan la conciencia de clase, no como es en realidad, sino como debería ser” (Thompson, 1977: pp. 8-9).

[5]

De esa manera podríamos entender el parlamentarismo como parte de la lucha de clases, como una mediación que surge en ese terreno; también la tendencia revisionista (oportunista) que existe en la organización al absolutizar ese campo de acción, así como la respuesta ideológica radical contraria, tendiente a crear una suerte de “sujetos incontaminados”, como en el leninismo, por la contradicción de la lucha. Ver Rosa Luxemburgo, 1980.

[6]

Aquí tenemos una versión diferente a la de Foucault en Vigilar y castigar, donde las formas sociales son cerradas por estar constituidas por el poder.

[7]

Las certidumbres como reificaciones y formas represivas de cultura son analizadas por Erich Fromm en El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 1977.

[8]

Para una concepto no analítico sino crítico de la clase, ver el excelente ensayo de Werner Bonefeld “Clase y constitución”, Bajo el Volcán, n. 2, Posgrado de Sociología, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades-Universidad Autónoma de Puebla, México, 2001. Una crítica al concepto objetivista de la clase como parte del pensamiento de Smith y Ricardo se puede encontrar en Andrés Bilbao, Obreros y ciudadanos. La desestructuración de la clase obrera, Trotta, Madrid, 1993.

[9]

Benjamin plantea al respecto: “Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irremisiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso” (Benjamin, 1982: pp. 113-14).

[10]

“El estupor porque las cosas que vivimos sean ‘aún’ posibles en el siglo XX no es nada filosófico. No es el comienzo de ningún conocimiento, salvo del de que la idea de la historia de la cual proviene carece ya de vigencia” (ibid.: p. 112).


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