Hacia una economía política de la biodiversidad y de los movimientos ecológicos comunitarios. Parte 1
Alejandro Toledo Ocampo
Revista Chiapas No. 6
A las puertas del tercer milenio de nuestra era, la emergencia de un proyecto civilizatorio alternativo al que nos propone la civilización industrial por la vía de la globalización basada en el libre comercio, la privatización, el desarrollo sustentable y el manejo y la conservación de la biodiversidad es, sin duda, un acontecimiento de enorme importancia en la historia humana. ¿Cuáles son los rasgos que identifican esta alternativa civilizatoria? ¿Por qué aparece en el centro de los debates sobre la biodiversidad? ¿Por qué ocupa un sitio privilegiado en los movimientos sociales, especialmente los emprendidos por las comunidades indígenas en las luchas por sus autonomías y la defensa de sus territorios y medios de vida?
Se trata, en primer lugar, de una civilización diferente, incompatible con la propuesta básica de la civilización industrial: la capitalización de la naturaleza, y su manejo y control al servicio del mercado. Es una alternativa civilizatoria que se propone como objetivo fundamental la reinserción de la humanidad en la naturaleza, a partir del reconocimiento de la cultura ecológica de los pueblos como el soporte fundamental de la conservación de la biodiversidad. Se trata de la lucha por recuperar y restituir la continuidad de la coevolución de las sociedades humanas y los ecosistemas, interrumpida, destruida y fragmentada por la civilización industrial.
En segundo lugar, plantea la construcción de un nuevo paradigma capaz de incorporar en un sistema unificado de conocimientos los procesos ecológicos, económicos y culturales, como fundamentos de una racionalidad productiva alternativa. Se trata de una racionalidad liberada del juego perverso del mercado. Esto significa no solamente revalorar los procesos productivos, como algo más que procesos consumidores de energía y productores de desechos, y acotar la escala de las actividades económicas a fin de no afectar el funcionamiento de los ecosistemas, como lo proponen la economía ambiental neoclásica y la economía ecológica, sino también abordar frontalmente los problemas de la distribución de los potenciales productivos de los procesos económicos y de la biodiversidad, así como las cuestiones ligadas con las desigualdades que, a escala local, nacional e internacional, hoy se sustentan en la racionalidad del mercado. No sólo habrá que reconocer la imposibilidad de valorar ciertos aspectos de la biodiversidad a partir de los instrumentos analíticos de la economía y tratar de remediar las fallas del mercado a través de incentivos económicos. No se busca internalizar las externalidades socioambientales de la economía, ni introducir los costos ecológicos en el análisis de costos-beneficios, como lo pretende la economía ambiental neoclásica. Se trata de cambiar el uso autodestructivo que la racionalidad económica del mercado hace de la biodiversidad. Se propone cambiar su racionalidad por una civilización alternativa. Sustituir el modelo económico dominante por “un paradigma productivo que integre a la naturaleza y a la cultura como fuerzas productivas” (Leff, 1993), y que permita continuar el proceso coevolutivo entre los sociosistemas humanos y los ecosistemas naturales, interrumpido drásticamente por la civilización industrial.
La biodiversidad es, por ello, el espacio social de la disputa entre el proyecto de la civilización industrial y este proyecto alternativo. En el centro de esta batalla se encuentra la lucha de los pueblos por el mantenimiento y el disfrute de la biodiversidad de la Tierra.
La batalla en favor de esta propuesta alternativa se sustenta en dos estrategias básicas: la primera es la crítica de las propuestas de la globalización y la sustentabilidad de la civilización industrial, como una manera de aceptar el desafío teórico de hacer la crítica de la capitalización de la naturaleza y de construir una economía política de la biodiversidad.1 La segunda es la emergencia de un amplio número de movimientos sociales orientados a rediseñar los patrones de utilización de la biodiversidad y a asegurar la sustentabilidad ecológica, bajo principios democráticos y de igualdad social. En estas dos vertientes se fundamenta la construcción de esta alternativa civilizatoria.
La crítica de la capitalización de la naturaleza
En un momento crucial del debate sobre las alternativas civilizatorias de la humanidad, surge la crítica del modelo sustentado en la racionalidad del mercado, no sólo como un ejercicio académico, sino como la propuesta por parte del pensamiento económico de crear y proponer un modelo alternativo al de la civilización occidental. Éstos son algunos de sus planteamientos.
Al fin del milenio el sistema capitalista ha entrado de lleno a lo que se conoce como su fase ecológica. En ella, el sistema de mercado se ha propuesto relegitimarse, estableciendo y consolidando las nuevas condiciones de su reproducción.
Las crisis ambientales, generadas por el acelerado proceso de autodestrucción y desequilibrio de los fundamentos biofísicos de la producción, por el incremento incesante del consumo de recursos naturales no renovables y por la destrucción de las condiciones naturales de regeneración de los recursos naturales renovables, han colocado al capitalismo ante la necesidad de una reestructuración profunda de sus estrategias de acumulación y reproducción (O’Connor, 1994).
La crisis de la racionalidad de la economía, del crecimiento y del desarrollo, de las ideas y concepciones fundamentales que han dominado y modelado el pensamiento y la vida de las sociedades modernas ha terminado por debilitar la ilusión de la omnipotencia del hombre como amo y señor absoluto de la naturaleza, así como la creencia en la infalibilidad del cálculo económico en la organización de la producción y en la generación de ganancias, y la fe ciega en el absurdo de la organización racional de la sociedad bajo el control de la ciencia y la tecnología. Antes de enfrentar la catástrofe final, los dirigentes de las potencias hegemónicas han decidido tratar de superar estas crisis por la vía de una nueva construcción de lo social que pone énfasis en el manejo en un mundo teorizado en términos de “sistemas globales”: “una sola Tierra”, “la aldea global”, “la nave espacial”, “nuestro futuro común” (Escobar, 1995):
Nuestro futuro común (WCED, 1987) planteó a los pueblos del mundo el imperativo de su ingreso a esta nueva fase de recomposición del sistema de mercado al nivel mundial:
Hacia mediados del siglo XX vimos a nuestro planeta desde el espacio por primera vez en la historia de la humanidad. Esta visión ha causado un impacto tan grande sobre nuestro pensamiento como la revolución copernicana del siglo XVI, que reveló a la humanidad que la Tierra no era el centro del universo. Desde el espacio, vimos a un pequeño y frágil globo dominado no por la actividad humana sino por nubes, océanos, superficies verdes y suelos. La imprudencia de la humanidad está haciendo cambios fundamentales en los patrones del sistema planetario. Muchos de estos cambios están acompañados por procesos peligrosos que amenazan a la vida. Esta nueva realidad, de la cual nadie escapa, debe ser reconocida y manejada. [Subrayado A. T.]
La Estrategia Mundial para la Conservación planteó a los pueblos del mundo que su objetivo principal es salvar la Tierra:
El propósito de cuidar la Tierra es coadyuvar a mejorar la situación del planeta y de la población mundial, basándose en dos requisitos: mantener las actividades humanas dentro de los límites de capacidad de carga de la Tierra y restaurar los desequilibrios que existen entre las partes más ricas y pobres del mundo en materia de seguridad y oportunidades […]
Ésta es una estrategia para un tipo de desarrollo que aporte mejoras reales en la calidad de la vida humana y al mismo tiempo conserve la vitalidad y diversidad de la Tierra. Su fin es un desarrollo que atienda esas necesidades de forma sostenible. Hoy puede parecer cosa de visionarios, pero es alcanzable. Un número creciente de personas considera que esta es la única opción racional que nos queda […] [Subrayado A. T.]
El sistema de mercado se ha lanzado así a la búsqueda de su relegitimación imponiendo a los pueblos del mundo dos tareas de alta prioridad: por una parte se trata de salvar la biodiversidad de la Tierra, a la que identifica como nuestra herencia natural, nuestra herencia cultural, nuestros estilos tradicionales de vida. Y por la otra, conservarla para satisfacer las necesidades de las generaciones presentes dejando abiertas el mayor número de opciones para las generaciones futuras. ¿Quién osaría oponerse a la legitimidad de estos argumentos? Después de todo, si la biodiversidad es parte fundamental de la naturaleza capitalizada, conservarla es lo mismo que garantizar su aprovechamiento a partir de su representación y significación como capital, y asegurar su transferencia a las generaciones futuras es garantizar la reproducción de las condiciones de acumulación con base en el mercado.
Así, la crisis del ambiente (la deforestación, el cambio climático, el adelgazamiento de la capa de ozono, la desertificación, la contaminación de los cuerpos de agua y, sobre todo, la pérdida de la biodiversidad), provocada por las tensiones directas o indirectas del sistema de producción mercantil sobre el medio ambiente biofísico, otorga hoy, paradójicamente, al sistema capitalista una nueva oportunidad de tomar en sus manos la misión de “salvar la Tierra y sus recursos”; de controlar, dirigir e imponer a los pueblos del mundo una nueva estrategia de salvación inventándose, de paso, una relegitimación de sí mismo: el manejo racional y sustentable de los recursos naturales del planeta.
Bajo este ropaje ideológico se cobija un complejo proceso de reestructuración de todas las relaciones económicas, sociales y culturales del mundo, para recomponerlas en una nueva estructura operativa que se preste más a un manejo estructural y funcional capaz de garantizar la sustentabilidad del sistema basado en la producción de mercancías. Este proceso de globalización es una revolución del sistema capitalista de una importancia tan grande que sólo es equiparable con la que se operó con el surgimiento de las sociedades modernas gobernadas por las leyes del mercado en los siglos XVIII y XIX, o con el surgimiento de los imperialismos tecnoeconómicos contemporáneos. Es, en realidad, el punto culminante de la interdependencia del proceso productivo regulado por el mercado y el de una profunda modificación cuantitativa y cualitativa del capitalismo como sistema de producción y proceso civilizatorio (Ianni, 1996).
Esta mutación concierne a la integración de una estructura de control y poder mucho más sutil y totalitaria que la que comprende la sola esfera de la producción material y su apropiación. Es un proceso gigantesco de destrucción de las determinaciones en las que han vivido las sociedades del mundo: su magia, su diferencia, su sentido de sí mismas, sus formas de vida comunitaria, para reorganizarlas dentro de una nueva estructura global y homogenizante: la del desarrollo sustentable y la de la conservación y el manejo de la biodiversidad de la Tierra.
Esta nueva construcción de lo social y articulación en los moldes civilizatorios –procesos de trabajo, producción, distribución y consumo– de la racionalidad capitalista es lo que el desarrollo sustentable busca imponer como solución a los problemas en los que se debate la economía basada en el intercambio mercantil. Con ellas, el capitalismo entra de lleno a su fase ecológica.
En esta fase, el sistema capitalista busca resolver la contradicción entre la conservación de la naturaleza y la acumulación, mediante la capitalización de la naturaleza. A través de este proceso, el sistema capitalista se propone, por una parte, resolver los problemas de oferta derivados del agotamiento de los recursos naturales y de la degradación de los servicios ambientales requeridos para la producción mercantil y, por la otra, enfrentar la resistencia política a la depredación ecológica y cultural provocada por la expansión del capital (Leff, 1994).
La capitalización de la naturaleza es la representación de los reservorios de los recursos del mundo como capital y la codificación de estos acervos como comercializables en el mercado global, como recursos a los que se les puede colocar un valor y un precio, y como bienes vendibles para la producción y el consumo, esto es, para la reproducción del sistema de acumulación capitalista.
A través de la capitalización de la naturaleza, el modus operandi del capitalismo sufre una doble mutación: por una parte, lo que formalmente fue tratado como un dominio externo y explotable es redefinido como stock de capital o base de recursos. Y lo que se había considerado como la forma dinámica externa de la acumulación, lo que alimentaba la reproducción del sistema, se ha transformado en un sistema de manejo y conservación de la naturaleza capitalizada (Escobar, 1995).
La estrategia plantea, primero, lo que se ha llamado “una conquista semiótica del territorio”. Proclama como racional y adecuada la apropiación de la naturaleza y sus servicios ambientales. En seguida pone en marcha un proceso de ideologización y valorización de estos servicios que no son producidos como mercancías, tratándolos como si lo fueran. Se trata de un gigantesco y vasto proceso de internalización de las condiciones de la producción en el seno de la naturaleza, de una estrategia de relegitimación a través de la capitalización de las condiciones naturales de la producción. Se busca establecer claros “derechos de propiedad” sobre los servicios de la naturaleza, los materiales genéticos, los conocimientos tradicionales y la biodiversidad, con el propósito de facilitar su ponderación como valores económicos y cuyos manejos sustentables caen bajo la responsabilidad de quienes controlan los mercados. El sistema capitalista hace así del “manejo sustentable” de los recursos de la Tierra una nueva fuente de su dinamismo.
El modus operandi del sistema capitalista moderno en su fase ecológica no es el de la búsqueda y apropiación de la utilidad como tal, sino el de su dominación semiótica. Lo que importa no es instituir socialmente la forma mercancía, sino representar a la naturaleza como capital al servicio de la acumulación, legitimándola como forma social. La exitosa capitalización de un elemento de la naturaleza (un bosque tropical, un humedal costero, un arrecife coralino, una playa, etcétera), o la exitosa transferencia de un costo, señala una conquista semiótica: la inserción del elemento en cuestión dentro de la representación dominante de la actividad global del sistema capitalista. La asignación de valores al medio ambiente tiene un indudable valor de uso para el proyecto de reproducción del capital como una forma de relaciones sociales. Lo que importa en este proceso es la generalización del código del valor de cambio como una operación semiótica (O’Connor, 1994).
Desde esta perspectiva del desarrollo sustentable y de la capitalización de la naturaleza, la biodiversidad es una de las más importantes dimensiones del capital natural. Estrechamente ligada con las funciones de regulación, soporte, producción e información de la naturaleza valorizadas por el mercado, su pérdida compromete seriamente el destino de un proyecto de civilización basado en la producción y el consumo de mercancías. Por eso a este proyecto la biodiversidad le ofrece beneficios económicos directos, indirectos y, sobre todo, de opción y existenciales.
Para cumplir sus objetivos de acumulación y reproducción en su fase ecológica, el sistema de mercado ha puesto en marcha un gigantesco aparato ideológico, político, económico, tecnológico y militar orientado a la conservación y al uso sustentable de la biodiversidad.
El discurso de la biodiversidad se ha centrado en el conocimiento de las causas de la pérdida, en el desarrollo de una estrategia para detener este proceso y en el establecimiento de una cultura de la conservación. Se trata de crear un nuevo género de vinculaciones entre capital, ciencia y naturaleza. Para ello se ha puesto en marcha una Estrategia Global de la Biodiversidad (WRI, IUCN, UNEP, 1991) y una Convención sobre la Biodiversidad (Río de Janeiro, 1992). El Banco Mundial se ha aprestado a financiar esta gigantesca operación con inversiones de miles de millones de dólares. Un enorme aparato, que abarca lo mismo gobiernos nacionales, comisiones especiales para el conocimiento y la protección de la biodiversidad, ONG, jardines botánicos, universidades, institutos de investigación, ha incorporado un ejército de biólogos, taxónomos, parataxónomos, activistas, planificadores a esta tarea de garantizar al sistema de mercado los recursos naturales para los fines de su reproducción.
Así, “la biodiversidad y su aprovechamiento capitalista para el desarrollo de las fuerzas productivas y para la apropiación y control general de la naturaleza son, en la actualidad, sustento de las nuevas posibilidades de expansión del capital, y por ello forman parte de los nuevos recursos que permiten romper obstáculos y plantear límites más lejanos al fin histórico de este modo de producción” (Ceceña y Barreda, 1995).
Las estrategias del Norte para alcanzar la sustentabilidad
Dado que los estilos productivos de alta intensidad energética y los elevados niveles de consumo que sostienen a esta civilización industrial dependen, en el futuro inmediato, de los recursos naturales del Sur, tanto el acceso a estos recursos como los niveles disponibles deben ser garantizados, a juicio de los estrategas del Norte. Y ambos dependen, directa e indirectamente, de las funciones ecológicas de la biodiversidad. Éste es el papel estratégico que juega la biodiversidad desde la perspectiva de la sustentación del sistema industrial.
Para hacer sostenible su proyecto civilizatorio, el Norte plantea varias reorientaciones en sus estrategias de dominación y explotación de la fuerza de trabajo y la naturaleza:
1. Enfrentar el reto científico y tecnológico de racionalizar los influjos de energía y materiales hacia las actividades económicas, mediante ajustes a sus estructuras productivas, sustituciones entre insumos y más eficientes utilizaciones de los recursos naturales, hasta alcanzar los niveles que les aseguren recursos naturales por periodos prolongados y les permitan la disminución del impacto ambiental por unidad de producto agregado, o, lo que es lo mismo, en condiciones que garanticen el mantenimiento de coeficientes de bajo impacto ambiental o de baja intensidad ambiental (Ekins y Jacobs, 1995).
2. El mercado seguirá jugando un papel decisivo, pero será necesario que sea perfeccionado mediante una información más eficiente y mejorado a través de la utilización de instrumentos económicos adecuados, que corrijan sus fallas. Esto será especialmente crítico al nivel de las políticas nacionales y locales de conservación de la biodiversidad. La eficacia de estos instrumentos económicos dependerá en un alto grado de la existencia de una democracia política formal que facilite y valide las decisiones de política económica, y de instituciones suficientemente robustas para garantizar la ejecución de las políticas ambientales orientadas a mantener la base de recursos que garanticen la reproducción de la economía bajo las normas del mercado.
3. El negocio global de la protección de la biodiversidad y de los recursos naturales del mundo sólo deberá recurrir en última instancia a la fuerza. Es mucho más barato movilizar recursos a través de las instituciones financieras internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Banco Interamericano de Desarrollo y otras agencias dedicadas a la conservación) y dejar que el trabajo fuerte lo hagan gobiernos democráticos, por consensos obtenidos a través de organismos internacionales (Lutz y Caldecott, 1996)… Pero el “puño de hierro” debe estar listo al fondo, dispuesto para cuando sea necesario (Chomsky, 1994, 1996 y 1997).
La tarea de la legitimación de este proyecto, sin embargo, enfrenta dificultades insuperables, empezando por las que le plantean sus propias limitaciones conceptuales. Su teorización basada en sistemas globales reduce inevitablemente las dimensiones complejas que ofrece la vida en la Tierra a un conjunto de variables abstractas cuyos comportamientos son impredecibles y, por lo tanto, inmanejables. Cuando trata con la población humana, sólo acierta a analizarla bajo la óptica neomalthusiana de su crecimiento exponencial, y de la presión que ello significa para la producción de alimentos y para los recursos naturales. Ignora o pretende englobar en su racionalización mercantil sus dimensiones cualitativas: sus particularidades y diferencias locales, sus culturas, sus lenguajes, sus distintas formas de ordenar sus realidades materiales y espirituales, sus formas de sentir y experimentar sus pertenencias a comunidades locales. Desde su visión unidimensional, al mosaico de culturas que forma la población humana trata de imponer una monocultura global basada en el intercambio de mercancías, una auténtica celda de hierro sin puertas ni ventanas, donde ni pueblos ni individuos tienen la menor posibilidad de escapar, donde todos los espacios, locales, nacionales y regionales, se reflejan en el espejo común de lo global: universo cerrado, donde la tecnología y los medios de comunicación electrónicos alteran los espacios y el tiempo y disuelven lenguas, religiones, culturas y civilizaciones. Todo se transforma en un solo y gigantesco mercado capaz de valorizar ecosistemas, especies, genes, ideas y sistemas de pensamientos.
Queda claro que las propuestas de la globalización y del desarrollo sustentable, con las que los representantes de la civilización industrial pretenden legitimar sus sistemas de producción y consumo, no significan que tales planteamientos ignoren en sus estrategias la realidad de las diferencias y la diversidad cultural de la humanidad. Lo que pretenden es abarcarlas y someterlas al control y a la hegemonía de la racionalidad económica del mercado.
Teóricamente, esta pretensión enfrenta las dificultades derivadas de la inconmensurabilidad que caracteriza las relaciones entre la biodiversidad y la economía, de la imposibilidad de traducir a precios de mercado las contribuciones de la naturaleza a la producción, de la imposibilidad de desagregar la naturaleza en unidades discretas y homogéneas de valor, y de ajustar la temporalidad de los ciclos naturales a los ciclos del capital: los tiempos biológicos y los tiempos de la economía son asimétricos (Leff, 1995).
Socialmente, este bioimperialismo se enfrenta a un movimiento por la biodemocracia, que lentamente, pero con firmeza, empieza a manifestarse en diferentes partes del mundo. Se trata de una lucha por el reconocimiento de los derechos de las comunidades a disfrutar de su biodiversidad; por una redefinición de la productividad y de la eficiencia capaz de reflejarse en el uso múltiple de los ecosistemas; por el reconocimiento de los valores culturales de la biodiversidad, y por el control de sus recursos por las comunidades locales.
Las implicaciones
Dado que el capitalismo y la naturaleza tienen un carácter antagónico irreductible, determinado por la forma de explotación del trabajo y la naturaleza, la crítica de las tendencias intrínsecamente depredadoras del capitalismo y la revaloración de los roles productivos de la naturaleza y la cultura, así como la lucha por un sistema productivo ecológicamente sano, se proponen principalmente la superación de la explotación capitalista y la eliminación de la mercantilización de los productos del trabajo y la naturaleza.
En otros términos: cualquier movimiento serio hacia una racionalidad productiva alternativa ha de tener claro que lucha frontalmente contra la valuación monetaria y la capitalización de la naturaleza, propuestas por el capitalismo. Esta lucha no puede librarse a través de formas que mantienen intactas las relaciones de explotación y subordinación que caracterizan al sistema capitalista. No se trata de pintar de verde las cadenas. Lo que se busca es romperlas. De lo que se trata es de construir una nueva forma de producción postcapitalista, basada en valores ecocéntricos y democráticos inherentemente anticapitalistas.
Los términos de la gran batalla por la biodiversidad entre el Norte y los movimientos ecológicos del Sur, que marcará el siglo XXI, empiezan a delinearse: es, por un lado, una batalla por asegurar la sustentabilidad del capitalismo y, por el otro, una lucha anticapitalista por una nueva civilización al margen de los dictados del mercado.
La perspectiva latinoamericana
La emergencia en el Tercer Mundo de las luchas indígenas y campesinas en favor de sus recursos naturales constituye un factor de enorme significación en la batalla de la biodiversidad. Este proceso ha cobrado especial relevancia en un área crítica: América Latina.
América Latina es la región que concentra la más rica de las biodiversidades del planeta. Su territorio continental, de una extensión de 20 millones de km2, y su amplitud latitudinal, que rebasa los 30° N en su extremo septentrional y se extiende hasta los 55° S en su extremo austral, la dotan de singularidades ecogeográficas de enorme importancia para el desarrollo y la proliferación de la vida sobre la Tierra. Resalta, en primer lugar, la accidentada topografía de una parte de su territorio, debida a los sistemas montañosos que la surcan de norte a sur, y entre los que sobresale el excéntrico eje vertebral de los Andes, que con sus más de 7 mil km de longitud constituye la cadena montañosa más larga del mundo. Fuera de estas cordilleras y de los casos excepcionales de México, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia, cuyos territorios poseen una alta proporción de sistemas montañosos, el resto de América Latina es una gigantesca planicie de muy escasa elevación. Sistemas montañosos y planicies integran mega-ambientes entre los que se distribuyen, en un amplio gradiente, distintas unidades: pisos altitudinales fríos, templados y cálidos, a los que suceden zonas de baja latitud, hiperhúmedas, húmedas, subhúmedas, semiáridas, áridas y desérticas. Sin duda, otro de sus rasgos ecológicos más sobresalientes es que, no obstante sus numerosas y amplias zonas desérticas, se trata de la región más húmeda del planeta. Su promedio anual de precipitaciones está 50 por ciento por encima del promedio mundial. Su escorrentía media, estimada en 370 mil m3 por segundo, equivale al 30 por ciento de las aguas dulces que los continentes descargan a los océanos. La posición latitudinal de sus mares, sus diferentes regímenes climáticos y la dirección e intensidad de sus corrientes determinan y controlan la alta productividad de sus ambientes marinos, especialmente frente a los costas peruanas, el norte de Chile y California, en la vertiente pacífica; los mares brasileños, venezolanos y mexicanos, en la costa atlántica. Completa esta riqueza ecológica una sucesión prácticamente ininterrumpida de ambientes costeros, entre los que sobresalen lagunas y estuarios, manglares y humedales costeros. A grandes rasgos, éste es el escenario ecogeográfico donde la naturaleza, en un proceso de millones de años, y el hombre, en un lento proceso de domesticación de plantas y animales que partió de la revolución neolítica, pudieron montar la más rica biodiversidad de la Tierra (Giglio y Morello, 1980; PNUMA-AECI-MOPU, 1990; Gallopín, 1995; Morello, 1995).
Éste es el escenario ecológico donde hoy se libra una compleja y difícil batalla por la reapropiación de la biodiversidad de la Tierra. Brasil, Colombia y México, tres países dotados de una proporción importante de la megadiversidad de América Latina, ofrecen algunos ejemplos de movimientos sociales que han colocado en el centro de sus luchas el derecho de los pueblos del mundo a su diversidad cultural y al disfrute de su diversidad biológica.
El destino amazónico: la alianza de los pueblos de la selva
La inmensa cuenca amazónica abarca una superficie cercana a los 5.8 x 106 km2, con un área de drenaje de aproximadamente una tercera parte de la extensión territorial de Sudamérica. El canal principal del río Amazonas, integrado por los sistemas Urubamba-Ucayali-Amazonas, recorre unos 6 500 km desde su nacimiento hasta la desembocadura y posee cerca de mil tributarios. Las descargas medias se han estimado en 175 mil m3 sec–1 o el equivalente a una descarga total de 5.5 x 1012 x m3 año–1, que representa de 15 a 20 por ciento de la oferta fluvial de agua dulce de la Tierra (Salati y Vose, 1984).
Del área total de la cuenca, aproximadamente 5.4 x 106 km2 están cubiertos de selvas tropicales húmedas, que constituyen cerca de 48 por ciento de la superficie forestal estimada de la Tierra. La deforestación de esta inmensa cubierta vegetal ha sido estimada por científicos brasileños del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciais en 280 mil km2 en 1988, con un promedio anual de 21 mil km2 año–1 de 1978 a 1988. Otros estudios, sin embargo, han estimado tasas que oscilan entre un rango de 50 mil a 80 mil km2 año–1. Las imágenes de satélite Landsat, estudiadas por Skole y Tucker (1993), permitieron estimar el incremento de la deforestación de 78 mil km2 en 1978 a 230 mil en 1988, mientras que el hábitat forestal tropical severamente afectado con respecto a su diversidad biológica (considerando la destrucción de hábitats, el aislamiento de fragmentos de hábitats contiguos y los efectos laterales de la frontera entre una zona forestada y deforestada) se incrementó en el mismo periodo de 208 mil km2 a 588 mil km2 (Skole y Tucker, 1993).
Salati y colaboradores estimaron que unos 19 mil km2 (7 por ciento) de la Amazonia colombiana ya habían sido deforestados en 1987; casi 73 mil (12 por ciento) de la Amazonia peruana habían sufrido el mismo destino, y casi 7 mil de las selvas amazónicas ecuatorianas habían desaparecido. Sólo la Amazonia venezolana permanecía relativamente al margen de la destrucción. Allí únicamente 4 mil km2 se habían talado. Esto significa que un total de 113 mil km2 de selvas amazónicas no brasileñas habían desaparecido en los años recientes (Salati et al., 1988).
Este acelerado proceso de devastación constituye una seria amenaza para el mantenimiento de los equilibrios biofísicos que regulan este supersistema biólogico, del que depende una proporción considerable de la biodiversidad de la Tierra. Los efectos directos e indirectos al interior de la propia cuenca amazónica y sobre el clima de la Tierra han sido tema de intensos debates en los últimos años. Menos acaloradas han sido las discusiones sobre las causas de la deforestación. Y todavía menos atención ha recibido un tema crucial para el destino amazónico: las prácticas genocidas contra la población indígena del área.
Sin embargo, los debates sobre las causas de la deforestación y sobre las políticas practicadas por los modernizadores de las selvas amazónicas con respecto a las poblaciones locales (gobiernos, organismos internacionales de asistencia técnica y financiera, empresas multinacionales y especuladores de todo tipo) han terminado por cobrar relevancia en los años recientes. De tales discusiones quedan en claro algunas cuestiones fundamentales para el destino amazónico.
La deforestación despoja a las poblaciones locales de su diversidad biológica y cultural y, por lo tanto, de un patrimonio que estas poblaciones han mantenido por milenios. Cancela, de igual modo, cualquier posibilidad futura de construcción de una sociedad sobre bases sustentables. La pérdida de suelos, por erosión o compactación; la alteración de los patrones de circulación del agua; la liberación de gases que contribuyen al incremento del efecto invernadero; la extinción de especies de importancia crítica para las funciones ecológicas de dispersión, polinización y control de plagas; el bloqueo de patrones de sucesiones ecológicas, y la cancelación de opciones social y ambientalmente atractivas de desarrollo son algunos de los impactos de la deforestación que hoy empiezan a valorarse desde la perspectiva de los movimientos sociales que luchan en favor de la biodiversidad y que conmueven al mundo en el fin del milenio.
Una correcta valoración de las causas económicas, políticas y sociales que promueven hoy la destrucción de las selvas tropicales amazónicas es el primer paso hacia la recuperación de sus usos sustentables y hacia la construcción de una civilización duradera en los trópicos. La conversión de los espacios boscosos hacia usos ganaderos extensivos es la principal causa de la deforestación de las selvas amazónicas. Es preciso señalar que este uso ha sido impulsado por enormes subsidios gubernamentales y apoyado por financiamientos internacionales. La enorme cantidad de insumos requeridos para habilitar grandes extensiones y mantener la rentabilidad de los ranchos ganaderos sólo ha sido posible por los inmensos subsidios gubernamentales. Las explotaciones extractivas, como la de maderas preciosas, han significado la destrucción rápida de especies valiosas en algunas regiones. Esto ha sido ampliamente favorecido por la construcción de carreteras y vías de penetración hacia algunas áreas de la selva amazónica hasta hace muy poco tiempo inaccesibles. Las actividades mineras no sólo han contaminado con metales, como el mercurio, los sistemas acuáticos amazónicos, sino que también han significado la destrucción de grandes extensiones boscosas utilizadas como combustible. Las enormes presas construidas en distintos puntos críticos de la cuenca amazónica sólo ocupan físicamente 2 por ciento de los cuerpos de agua de la Amazonia Legal, pero el potencial de sus perturbaciones de los sistemas acuáticos es enorme. Los proyectos agroindustriales (hule, arroz, caña de azúcar, café, soya, tabaco, etcétera) han significado la alteración de los frágiles suelos amazónicos y la contaminación de tierras y aguas por la utilización masiva de agroquímicos necesarios para controlar plagas y enfermedades (Fearnside, 1997).
Esta visión de los aprovechamientos de las selvas amazónicas se basa en la aceptación de un hecho al parecer ineluctable: la desaparición de las poblaciones indígenas que han habitado y protegido las selvas por miles de años. La única alternativa que les ofrece el sistema capitalista es su incorporación a un mundo globalizado a partir de la aceptación de la pérdida de su identidad, de la destrucción de sus organizaciones comunales, de la cesión de sus conocimientos tradicionales, para competir en un sistema individualista, dispuesto sólo a colocarlas en el escalón más bajo de la pirámide del desarrollo sustentable.
Para cada proyecto, para cada forma de utilización de los recursos amazónicos ideada y puesta en práctica por los representantes del sistema capitalista, las sociedades indígenas han representado un obstáculo infranqueable: sus organizaciones colectivas, su ética no individualista, su desinterés por la acumulación, su capacidad de adaptación a los ciclos biológicos de las selvas han chocado brutalmente con el modelo capitalista de producción. Esta colisión se ha reflejado en la ocupación militar de territorios, levantamientos guerrilleros y represiones sangrientas. Desde la construcción de carreteras, presas y otras obras de infraestructura hasta las explotaciones madereras, mineras y agroindustriales, todas han significado una abierta violación de los derechos humanos de los habitantes indígenas de las selvas amazónicas y tipifican claros casos de ecocidio, etnocidio y genocidio (Sponsel, 1994).
Hoy, las poblaciones ashaninka, en el Alto Cayali, en la Amazonia peruana, y los yanomami, de la Sierra de Parima, en las tierras altas que dividen las inmensas cuencas de drenaje del Orinoco y el Amazonas, ofrecen ejemplos de los conflictos entre los modernizadores representantes de la civilización occidental y los representantes de las antiguas civilizaciones amazónicas. Hasta hace muy poco tiempo, ambas poblaciones representaban culturas viables. Planes, programas y proyectos de desarrollo, como el Plan Peruano de 1960, consideraron sus hábitats como “territorios vacíos”. Simple, llana y sencillamente, negaron su existencia, los borraron de la faz de la Tierra (Bodley, 1994).
Una cuestión de fondo hay que plantear y reconocer como base para idear y poner en práctica alternativas para las selvas amazónicas: la incapacidad de los mecanismos del sistema capitalista para afrontar exitosamente la complejidad ecológica y cultural que le ofrecen las selvas amazónicas. Sin este reconocimiento es imposible avanzar en la exploración de opciones sociales y ambientales sustentables.
Diezmadas y sacrificadas por la civilización industrial, las poblaciones indígenas constituyen, sin embargo, las únicas esperanzas de una civilización ecológicamente viable para las selvas amazónicas. Las poblaciones yanomami, que habitan las fronteras septentrionales de las selvas amazónicas venezolanas y brasileñas ejemplifican bien esta situación crucial. Diseminadas en unas 350 aldeas, con una población estimada, hacia 1990, en 8 500 habitantes en Brasil y 12 500 en Venezuela, el territorio yanomami ocupa 9 millones de hectáreas en Brasil y aproximadamente 10 millones de hectáreas en Venezuela. Los yanomami representan uno de los grupos indígenas ecológicamente más sofisticados de la Tierra. Practican desde hace miles de años un sistema asombrosamente complejo e intrincado de cultivos mudables que mantiene los delicados equilibrios de las selvas tropicales. Un huerto yanomami típico contiene no menos de 35 plantas cultivables, entre las cuales pueden encontrarse: cuatro tipos de bananos, varios tipos de mandioca dulce y agria, cosechas de raíces como taro y batata, una palmera de durazno especial que es una reserva importante en tiempos de escasez, maíz que suplementa la dieta de los yanomami, caña que se usa para hacer flechas y otras armas, algodón para producir hamacas, tabaco, que mastican hombres, mujeres y niños y que se usa en ceremonias curativas, y varios tipos de drogas que se utilizan con fines rituales. Los yanomami son cazadores y pescadores expertos y recogen cientos de plantas silvestres, nueces e insectos. De igual modo, alternan de un modo sofisticado territorios de cultivo, caza y pesca (Davis, 1991).
Sin duda, los yanomami y los ashaninkas podrían aportar un gran número de conocimientos al esfuerzo de la construcción de una civilización alternativa en la compleja y delicada área de selvas amazónicas. Sus propuestas, planteadas a partir de sus esfuerzos de sobrevivencia, figurarán sin duda en un lugar destacado en el escenario de las confrontaciones que verá el próximo milenio.
La Alianza de los Pueblos de la Selva amazónica en defensa de la vida2
La Alianza de los Pueblos de la Selva surge en función de una historia que empieza con la colonización de la Amazonia. Los indios eran los dueños legítimos de la Amazonia y, cuando en 1877 empezó su colonización, hubo una especie de tráfico de esclavos hacia allí: eran nordestinos, cuyos patrones –los grandes seringalistas del inicio del ciclo del caucho–, aprovechándose de su miseria, los usaron para esta colonización. Esas personas fueron preparadas para luchar contra los indios, formando un ejército de blancos en defensa de los seringalistas, de las empresas, de los grupos de banqueros internacionales, como era el caso de Inglaterra y Estados Unidos que estaban interesados en el caucho de la Amazonia. En ese momento empezó el conflicto entre los indios y los blancos.
En esa época, más de sesenta tribus de la Amazonia fueron masacradas en beneficio de los patrones. A cada grupo diezmado correspondía la formación de grandes áreas de seringales (el árbol del caucho). Así es como empezó esta historia. Esto seguía así cuando en la década de los setenta (de este siglo) el gobierno militar decidió acabar con el monopolio estatal del caucho y los seringalistas quebraron. La situación empeoró mucho para los seringueiros que hasta entonces se consideraban como una especie de esclavos con la supervivencia garantizada. A principios de la década de los setenta, con la implantación del sistema latifundista en la Amazonia, con la política de especulación de la tierra, la situación cambió, iniciándose entonces la gran deforestación y los despidos en masa.
De 1970 a 1975 llegaron los hacendados del sur. Con el apoyo de incentivos fiscales de SUDAM (Superintendencia para el Desarrollo de la Amazonia), compraron más de 6 millones de hectáreas de tierra, repartieron centenares de yaguncos (guardias armados) por la región, expulsando y matando a posseiros (colonos pobres) e indios, quemando sus barracas, matando incluso a mujeres y animales. En aquel momento, aunque todos vivían en el bosque, nadie tenía conciencia de lucha. Los patrones no permitían que los hijos de los seringueiros fueran a la escuela, pues allí aprendían a sumar y descubrían que les estaban robando.
A partir de 1975 empieza a nacer una conciencia y se organizan los primeros sindicatos rurales paralelamente a la actividad de la Iglesia católica. Todo ocurrió de manera muy lenta hasta 1980, cuando se generalizó por toda la región el movimiento de resistencia de los seringueiros para impedir la gran deforestación. Nos inventamos el famoso “empate”, nos poníamos delante de los peones con sus sierras mecánicas e intentábamos impedir la deforestación. Era un movimiento de hombres, mujeres y niños. Las mujeres tenían un papel muy importante como línea de frente, y los niños se utilizaban para evitar que los pistoleros disparasen. Teníamos un mensaje para los peones: nos reuníamos con ellos y les explicábamos que si destruían la selva no tendrían con qué sobrevivir y, así, muchas veces se nos unían.
Esta lucha se convirtió en una batalla por la conservación de los recursos naturales, al ver que la región se estaba convirtiendo en poco tiempo en una gran región de pastos.
En 1985 se organizó el Consejo Nacional de Seringueiros y en octubre de ese mismo año se organizó un Encuentro Nacional de Seringueiros. Allí se planteó la necesidad de concertar una alianza con los indios. Una alianza entre los pueblos de la selva. Es aquí donde surge la lucha por las reservas extractivistas de la Amazonia, que también es un área indígena. Los indios no quieren ser colonos, quieren tener la tierra en común, y los seringueiros se unieron a esta conciencia. No queremos un título de propiedad de la tierra, queremos que sea de la Unión, y que los seringueiros tengan el usufructo. Esto llamó la atención de los indios que empezaban a organizarse.
A nivel de los dirigentes esa idea ya estaba clara. Por eso empezamos a trabajar con la base, con la realización de encuentros regionales en áreas vecinas habitadas por indios, éstos empezaron a participar, y creamos comisiones conjuntas de indios y seringueiros.
Con el avance de la lucha, el sindicato de seringueiros se fortaleció y las mujeres empezaron a participar más exigiendo la creación de un departamento femenino. Hicieron su primer congreso el día 1° de mayo de 1988, y desde entonces las mujeres indias también empezaron a participar más y pronto formarán parte de la mesa de un congreso.
Se está coordinando este trabajo para todos los estados de la Amazonia.
En enero de 1987, recibimos una visita de una Comisión de la ONU que siguió de cerca nuestra lucha con los hacendados contra la deforestación. Denunciamos que esa deforestación era el resultado de los proyectos financiados por los bancos internacionales. Comprobamos que la deforestación se realiza con la ayuda financiera del BID.
Los seringueiros y los indios hace mucho que viven en la región. Los seringueiros viven del extractivismo, deforestan además lo necesario para sus cultivos de subsistencia y nunca amenazan la Amazonia. Por otro lado, la principal actividad económica de la región continúa siendo la extractivista: caucho y castaña de Pará. Durante mucho tiempo hemos luchado por la Amazonia, pero no teníamos una propuesta alternativa. Pero a partir de 1985 empezamos a articular propuestas alternativas: queremos que la Amazonia sea preservada, pero también que sea económicamente viable.
Creemos que con las reservas extractivistas garantizamos la política de comercialización del caucho, que sabemos está amenazada por las plantaciones de seringueiros del sur. Pero el problema no es ése. También tenemos la castaña, que es uno de los principales productos de la región y que está siendo devastada por los hacendados y los madereros. También tenemos la copaíba, la bacaba, el acaí, y la miel de abejas, y una variedad de árboles medicinales que hasta ahora no han sido investigados, el babacu y una variedad de productos vegetales, como el cacao, el guaraná y otros cultivos que se pueden utilizar sin destruir la selva. Se trata de productos cuya comercialización e industrialización garantizaría que la Amazonia, en diez años, se transformase en una región económicamente viable, no sólo dentro del país sino también para el resto del mundo.