Tres millones de descendientes de esclavos viven aún en Brasil en remotas aldeas sin ningún servicio
• El aislamiento les permite preservar las tradiciones africanas
VAO DE ALMAS
Al amanecer, Zé de Mariza partió con sus mulas para anunciar la muerte del anciano Justino en Vao de Almas, uno de los miles de quilombos brasileños, pueblos fundados en los siglos XVII y XVIII por esclavos fugitivos en los lugares más aislados del país. Los habitantes de Vao de Almas, a 400 kilómetros al norte de Brasilia, esperan aún que se construya la carretera y que se materialicen las promesas del presidente Luis Inácio Lula da Silva de meterles por fin en el siglo XXI.
«El anciano Justino ha muerto; ¡contadlo a todo el mundo!», gritaba Zé a todo aquel que encontraba en el camino. Necesitará al menos seis horas para llegar a la aldea donde podrá utilizar un teléfono para advertir a los familiares de Justino emigrados a la ciudad.
Como la mayoría de los 3.500 quilombos de Brasil, donde viven en comunidad cerca de tres millones de descendientes de esclavos, las 400 familias instaladas en Vao de Almas pagan caro su aislamiento histórico: no hay carretera, no hay agua, no hay electricidad, no hay teléfono, ni tampoco médico. La única presencia del Estado son escuelas donde los profesores faltan la mayor parte del tiempo.
La más aislada
Vao de Almas es la más aislada de estas «comunidades kalunga» (comunidades negras de exesclavos fugitivos), instalada en un territorio de 2.530 kilómetros cuadrados. Su aislamiento les ha permitido preservar una buena parte de sus tradiciones africana e indígena.
Justino, que iba a cumplir 100 años, estaba siendo velado por toda la comunidad a la luz de las velas. Era el curandero y el que recitaba las oraciones durante las ceremonias, pero ha muerto sin nombrar sucesor. Elva Valera de Conceiçao, una enjuta mujer de 70 años, es la mujer sabia de la aldea. «¿Cómo lo he aprendido? Es un milagro de Dios; mi padre me ha enseñado los rezos», dice junto a jóvenes que trituran la mandioca en grandes morteros, símbolo de la herencia africana.
Los desplazamientos a través del quilombo kalunga se hacen a lomos de burro o a pie. Todo aquel que quiera viajar hasta la aldea solo disponen de este medio de transporte. Justino se negó a realizar este penoso viaje y murió en la aldea. «Ser kalunga es un sufrimiento», proclama Natalina, al cuidado de ocho niños. Ella recuerda «con horror» el día en que cruzó las montañas a pie con su hijo en la espalda para salvarle de una neumonía.
Casas de adobe
Las casas son de adobe, con el tejado de paja. Se cocina con leña, a menudo sobre el suelo y la única agua disponible es la del río. «El Estado debe una reparación a los kalungas; no queremos ir a la ciudad a morir de hambre; luchamos por tener una carretera y escuelas para los niños», proclama Zé. «La forma en que se trata a los kalungas es repulsiva. El Estado no les da nada. He tenido que construir yo misma una casa de adobe y comprar burros para instalarme», testimonia Sandra Ferreira da Silva.
País líder de las desigualdades sociales, Brasil ha acelerado durante los últimos 20 años la delimitación de las reservas y la reforma agraria. Pero solo fue en el 2003, tras la llegada al poder de Lula, cuando el Estado decidió otorgar a los descendientes de esclavos fugitivos la propiedad colectiva sobre las tierras de sus ancestros bajo el título de «reparación». Esta medida es cuestionada por el Tribunal Supremo y requerirá tiempo.