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El territorio, base para sustentar con el modo de vida comunitaria en la ciudad o el campo, una nueva forma de auténtica democracia

17.07.09

La lucha por la democracia
Gustavo Esteva
La Jornada, México

Apesar de todas sus deficiencias, las elecciones expresaron con claridad el rechazo radical a las clases políticas y el creciente desprecio ciudadano por los partidos. Perdieron todos ellos, aunque alguno se pretenda triunfador.

Terminada esa distracción, es tiempo ya de ocuparse de la democracia.

Una de las áreas que hace falta explorar es la profunda mutación política que se ha producido en un número creciente de personas y grupos. Si bien esto se observa sobre todo en áreas campesinas, particularmente las indígenas, también aparece en los barrios urbanos. Es el paso de la lucha por la tierra a la defensa del territorio.

El despojo sistemático, durante la Colonia y el México independiente, concentró el esfuerzo de indígenas y campesinos en la lucha por la tierra. No termina aún. Tratan de obtenerla quienes se llaman aún, con expresión extraña, campesinos sin tierra. A pesar de la campaña sistemática para deshacerse de la población rural, existen actualmente en el país más campesinos que nunca. Su proporción en el conjunto de la población se ha invertido. Eran más de dos terceras partes del total hace 50 años; hoy son menos de la tercera parte. Pero siguen siendo muchos millones y una parte de ellos sigue peleando por un pedazo de tierra.

La misma lucha aparece en las ciudades. Se trajo a ellas la tradición rural de la invasión, la ocupación ilegal, la conquista progresiva de un espacio. La “regularización” de la tenencia del predio requiere habitualmente tantos años como la construcción misma de la casa. Es una lucha que aún no termina, tanto por los que siguen requiriendo un espacio propio como por los que esperan todavía la “regularización” del que ocupan.

Esta vieja lucha se ha convertido ahora en otra más profunda y relevante: la defensa del territorio. Sus motivos inmediatos son múltiples, pero casi siempre tienen un denominador común: la intrusión de una empresa nacional o trasnacional, respaldada por el gobierno, que amenaza la existencia de los dueños legítimos del territorio, por la ocupación directa del suelo o por la utilización de sus recursos.

Felipe Calderón sigue dedicado a la venta del país entero y en muchas regiones se encuentra ya en la etapa de entrega de la mercancía. Se abre así toda suerte de conflictos con los habitantes rurales o urbanos que necesitan ser desplazados para ese fin. Pero la gente no está dispuesta a permitirlo. Se han organizado para resistir y se ocupan con notable vigor de la defensa del territorio, a menudo a partir de amplias coaliciones horizontales que se han ido forjando en el camino. El principal ejemplo sigue siendo el de los zapatistas, pero los casos se multiplican por todo el país. Cada vez más, deben enfrentarse a fuerzas represivas que intentan conseguir mediante la violencia lo que no es posible obtener a través de un proceso político democrático.

Quienes experimentan hoy esta mutación, que representa un ejercicio radical de la soberanía popular, pueden apoyarse en una vieja tradición. La lucha por la tierra empezó en la Colonia como empeño para recuperar los regímenes comunales que formaban el modo de vida de los pueblos indios. Buscaban tener de nuevo el territorio en que podían gobernarse a sí mismos. Exigían ante la corona española la recuperación de sus ejidos –la palabra que allá podían entender. Ejido, que viene del latín exitus, salida, era el terreno a la salida de los pueblos que los campesinos españoles empleaban en común. Cuando los invasores encontraron los complejos regímenes comunales de los pueblos indios les encontraron algún parecido a sus ejidos y les pusieron ese título genérico. La lucha logró algunos resultados. Al final del periodo colonial, las Repúblicas de Indios, como se les llamaba, ocupaban 15 millones de hectáreas.

Los pueblos sufrieron nuevos despojos en el México independiente. La memoria colectiva se mantuvo. La revolución se desató en 1910 con la idea de reconstituir los ejidos, destrozados por el porfiriato; sólo más tarde apareció el lema de Tierra y Libertad. Millones de campesinos e indígenas querían de regreso sus propios espacios, no sólo un pedazo de tierra. Y no pararon hasta que, a partir de los años 30, empezó la recuperación que creó el ejido cardenista y reconoció la comunidad agraria.

En esa tradición se apoyan hoy los pueblos indígenas y campesinos que en la defensa vigorosa de su territorio encuentran la base para sustentar, con su modo de vida, una nueva forma de auténtica democracia.

gustavoesteva@gmail.com


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