Autor: “Emmanuel Rodríguez López”

La política contra el estado (Parte I)

Este libro se puede resumir en apenas cuatro tesis presentadas de momento como las líneas axiales de un cuerpo. Así, se propone:
1. Que vivimos en sociedades divididas o, si se prefiere en vieja lengua, sociedades de clases.
2. Que «política de clase» es aquella que se construye «de parte», en el polo (o polos) marginal(es) de esa división.
3. Que la política de clase, en tanto política «de parte», que aspira a existir y crecer, rechaza explícitamente la reconciliación (o integración) en la ficción unitaria, que en las sociedades divididas viene representada y está garantizada por el Estado.
4. Que la constitución de la política de parte, en tanto autoconstitución de nuevos sujetos políticos, tiende a confundirse con el proceso de creación histórica que antes llamábamos revolución, pero sin la promesa de un gran final que ponga a cero la historia. La historia es, antes bien, el tiempo infinito de este conflicto.


La política contra el estado (Parte II)

El horizonte comunitario popular no gira alrededor de la «toma» del Estado o del partido como «otra figura» del Estado. Antes bien la «intervención institucional» —caso de requerirse— se concibe como un medio más de la propia autonomía social. Lo comunitario popular no trata de buscar así algún tipo de reconciliación con el monopolio político del Estado, sino que tiende a «producir-construir órganos o entidades políticas de regulación de la vida colectiva, a renovar y regenerar instancias políticas de autogobierno». La formulación del horizonte comunitario popular constituye una aproximación interesante a la figura del contrapoder, y seguramente una de las conclusiones más relevantes del largo ciclo revolucionario latinoamericano.


La política contra el estado (Parte III y final)

Apoyo mutuo, reciprocidad entre iguales y un proyecto común, sin delegaciones más allá de la propia comunidad, serán los ingredientes de toda institución popular. Este tipo de institucionalidad, sustraída al mando estatal, fue fundamental a la hora de construir el sujeto obrero y su cultura a partir de gran diversidad de focos organizativos, históricos y comunitarios. Espacios económicos, políticos y formativos -como los Ateneos, las Bolsas de trabajo o los Soviets- que respondían a necesidades concretas. Opuestos al Estado y al capital, ponían en el centro la autoorganización de lo común. Éstas instituciones -llevadas a la actualidad- permiten pensar el contrapoder como una política disolvente y corrosiva, que si bien renuncia a la épica revolucionaria del “asalto a los cielos”, no duda en embarcarse en la fundación de un poder autónomo: un archipiélago de contrapoderes. Bataille y Ranciére -citados por Rodríguez- ayudan a plantear el contrapoder como proceso de subjetivación anómalo, como autodeterminación que no admite mediación estatal ni reconciliación dialéctica en el Estado. La imagen sería la de una guerra de guerrillas perpetua, el desensamblaje del Estado en comunidades en lucha, un trabajo de civilización y “reducción del Estado a un perímetro pequeño y regulado”.