17-01-2012
¿Sigue siendo tan rebelde América Latina?
Bernard Duterme
État des résistances dans le Sud
Traducido para Rebelión por S. Seguí
El “giro a la izquierda” de América Latina durante la última década puede ser analizado en su singularidad (“una misma mar de fondo”), en su dualidad (“dos izquierdas distintas”) o en su multiplicidad (“diversidad de situaciones”). Antes, durante y después de este giro, e incluso a contrapié del mismo, los movimientos sociales tienen un papel crucial en la voluntad de democratización y transformación social, tan desigual en todo el continente.
Continente de fuerte crecimiento económico, democracias frágiles y desigualdad extrema, América Latina está atravesada por una dinámica sostenida de rebeliones y protestas sociales con formas, identidades y reivindicaciones renovadas. Sin embargo, los movimientos sociales de la región tienen una dura tarea por delante para seguir existiendo e influir en la política. Los movimientos de protesta y sus presiones emancipadoras ofrecen un rostro plural y unas características que incluyen, por una parte, el riesgo de disolución, fragmentación o represión en los países donde los gobiernos se han mantenido dentro de las corrientes dominantes del neoliberalismo y el Consenso de Washington, o han vuelto a ellas; y, por otra parte, el riesgo de manipulación, cooptación o institucionalización en los países en que los poderes tienden, poco o mucho, a recuperar la soberanía y redistribuir los dividendos de las riquezas exportadas.
Una doble división prevalece también en la izquierda social de América Latina. La primera –de fondo– es la que separa a los partidarios y los opositores del neodesarrollismo 1: por un lado, el nacionalismo popular; por el otro, el ecosocialismo. La segunda –más estratégica– la que opone a los partidarios de una salida política para las movilizaciones y los defensores de una mayor autonomía, “basistas” o “localistas” del cambio social. La cuestión es que, desde Chile hasta México, de Brasil a Venezuela, de Uruguay a Guatemala, de Bolivia a Honduras, y en el resto de América Latina, los movimientos sociales –campesinos, urbanos, indígenas, estudiantiles– influencian en diferente medida, bien que mal, la redefinición de la participación democrática y la ciudadanía política.
Pero volvamos, por orden, a lo que sin duda ha marcado la actualidad sociopolítica latinoamericana de esta primera década del siglo XXI, es decir, el “giro a la izquierda”. Un giro de geometría variable, es cierto, a la vez que parcial, atípico, múltiple, coyuntural, limitado y reversible, entre otros calificativos, pero también efectivo y sin precedentes: nunca antes en el continente tantos partidos de izquierda habrían tenido tanto poder en tantos lugares. Con la contribución indudable de los movimientos de protesta. Antes, durante, después de este giro, e incluso a contrapié del mismo, dichos movimientos ocupan un lugar central en una misma voluntad de transformación social y democratización que se expresa de manera desigual desde Tijuana a Ushuaia.
Tres lecturas del giro a la izquierda
Entre los observadores, han prevalecido en los últimos años tres lecturas a la hora de abordar esta tendencia. Una primera que pone de relieve su singularidad (una misma mar de fondo), una segunda que hace hincapié en su dualidad (dos izquierdas distintas) y una tercera que lo hace en su multiplicidad (diversidad de situaciones).
En líneas generales, la primera lectura se basa en tres observaciones de alcance continental: un contexto favorable al surgimiento de una política de hartazgo social y político, la aparición de nuevos actores populares de izquierda y un mismo aire de familia que comparten los nuevos poderes. De hecho, el triste balance del proceso, más o menos simultáneo, de liberalización política y económica iniciado en América Latina en la década de 1980 –elecciones multipartidarias libres, propagación de las políticas neoliberales, mayor dependencia financiera y tecnológica, volatilidad del crecimiento, aumento de la desigualdad, pobreza– ha alimentado una gran decepción democrática en casi todos los países (Alternatives Sud, 2005).
Mientras tanto, nuevos movimientos sociales surgían en todo el continente: organizaciones indígenas y de agricultores; de campesinos sin tierra y desempleados; del sector informal y de la mujer; vecinales y de derechos humanos; junto a experiencias alternativas autogestionarias de resistencia. Todas estas dinámicas contestatarias, surgidas de la apertura de espacios favorecida por la liberalización, de la pérdida de legitimidad de las representaciones y mediaciones tradicionales, y de las nuevas formas de exclusión y discriminación de un modelo de desarrollo que afecta a nuevos sectores, se caracterizarán por la diversidad de su implantación, sus métodos y sus objetivos. En otras palabras, por la articulación en sus movilizaciones de aspectos originales e innovadores junto a otros más tradicionales o antiguos (Alternatives Sud, 2005).
Estas organizaciones y movimientos luchan por la redistribución de recursos y riqueza, por supuesto, pero también por el reconocimiento cultural, el respeto del medio ambiente y la mejora de la democracia. En el mejor de los casos, son, a la vez, identitarios, demócratas, ecologistas y revolucionarios. Son actores sociales, étnicos, generacionales, culturales, locales, regionales o nacionales, y combinan u oscilan entre modos de acción en red y modos más centralizados, entre experimentación y delegación, entre ámbitos de acción social o política, entre formas de organización democráticas, participativas, pero también más verticalistas, mediatrices o representativas 2.
Muy pronto, el aire de familia común a las nuevas izquierdas en el poder aparecerá y confirmará la lectura unificadora de “una misma mar de fondo” a escala continental. De la primera elección de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela en 1998 a la de Ollanta Humala a la de Perú en 2011, pasando por las victorias del PT en Brasil (2002, 2006 y 2010), los socialistas en Chile (2002 y 2006), Kirchner en Argentina (2003, 2007 y 2011), el Frente Amplio en Uruguay (2005 y 2009), Evo Morales en Bolivia (2005 y 2009), Rafael Correa en Ecuador (2006 y 2009), el FSLN en Nicaragua (2006 y 2011), Fernando Lugo en Paraguay (2008) y el FMLN en El Salvador (2009), todas significarán, de una manera u otra, un cierto “regreso del Estado”, la promoción de nuevas políticas sociales, un movimiento voluntarista de reapropiación de los recursos naturales y un interés por formas de integración de América Latina alternativas a las subordinadas a Estados Unidos.
La segunda lectura del giro a la izquierda en América Latina se centra en una valoración dicotómica de la tendencia, que opondría entre sí a dos grupos de países con proyectos distintos. El “polo de Chávez”, por un lado, asociado principalmente con las experiencia de Venezuela, Bolivia y Ecuador, y el “polo de Lula”, por el otro, asociado a las experiencias de Brasil, Uruguay, Paraguay, Argentina, El Salvador e incluso Chile. El primero agruparía a la izquierda radical (considerada “populista” por sus detractores); el segundo, a la izquierda moderada (tenida por “abandonista” por sus detractores). Y, en efecto, en virtud de determinados criterios se imponen dos polos de afiliación y convergencia políticas: mientras que los gobiernos del primero nacen de crisis nacionales de los sistemas políticos tradicionales (Bolivia, Ecuador, Venezuela), los del segundo son resultado de un juego de alternancias y coaliciones más tradicional (Brasil, etc.)
En este proceso, los primeros se han lanzado a la ambiciosa empresa de reescribir las constituciones nacionales y reconstruir el Estado, basándose en referéndums populares y asambleas constituyentes, lo que no ha sido el caso del otro grupo. En los programas del primer polo figuran la nacionalización, una retórica antiimperialista en política internacional y la promoción de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA); en los del segundo la asociación entre lo público y lo privado, la retórica contra el proteccionismo en el comercio internacional y la participación en la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). Lo cual no obsta para que, en opinión de Emir Sader, director del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales de Buenos Aires, ninguno de los países que han girado hacia la izquierda, sea cual sea el polo de referencia, ha conseguido realmente romper con la hegemonía neoliberal y, mucho menos, con el capitalismo.
Para los partidarios de la tercera lectura, la singularidad de las circunstancias nacionales es irreductible a sólo una o dos tendencias continentales. Así pues, habría tantos casos como países, y encontraríamos otras divergencias y agrupaciones, además de la distinción entre un polo radical y un polo moderado, tanto si tomamos en consideración la historia nacional, como la estabilidad política, la vulnerabilidad al golpe de Estado, la dependencia respecto al exterior, la configuración social interna, los recursos principales, el estilo y modo de gobierno, la composición del gobierno, la lealtad de la oposición, las políticas sociales y económicas, la relación real con el FMI, los tratados de libre comercio con Estados Unidos, etc.
Los primeros resultados son en sí mismos de geometría variable. Disminución más o menos sensible de la pobreza, el analfabetismo, la desnutrición y las desigualdades; avances más o menos claros de los derechos de los pueblos indígenas; reformas agrarias y fiscales más o menos tímidas; iniciativas participativas e implicaciones democráticas más o menos conseguidas; reapropiación desigual de los beneficios de los recursos exportados; pérdida de influencia más o menos acentuada de Estados Unidos. Immanuel Wallerstein zanja la cuestión como sigue: “Lo cierto es que América Latina está más a la izquierda que antes (…) aunque la evolución política, hecha de altos y bajos, no es nunca perfectamente lineal (…) y varía con arreglo a los criterios adoptados. (Wallerstein, 2008 y 2007).
Tiende a prevalecer un esquema aproximativo de capitalismo de Estado más o menos pronunciado, apenas menos dependiente del Norte y de Asia, pero más social, más keynesiano, más desarrollista, más participativo, más soberano, más redistributivo o más intercultural que antes, dependiendo del país. Sin embargo, con intensidades también variables, el clientelismo, la inflación, la corrupción, la inseguridad, la delincuencia, el tráfico de drogas, la evasión de impuestos, la desigualdad y la inflación siguen socavando la mayoría de las sociedades latinoamericanas, en medio de la debilidad de las instituciones democráticas y la consolidación de la estructura primaria, extractiva y agroexportadora de la economía (Coha, 2011; Clacso, 2011; Dabène, 2008; Bajoit, 2008 , San Upéry, 2008, Seoane et al, 2011)..
Relación entre los movimientos sociales y el poder político
Además de la singularidad de las circunstancias nacionales y la variabilidad de unos primeros balances, las particularidades de las relaciones existentes entre las sociedades civiles, los movimientos sociales de protesta y los poderes en cada país, además de disuadir las generalizaciones simplificadoras invitan a una lectura caso por caso, aun cuando se puedan establecer ocasionalmente puntos de comparación.
De Bolivia a Argentina
Comencemos por Bolivia, para no tomar el ejemplo menos emblemático. Más que en ningún otro lugar en América Latina, el presidente plebiscitado por dos veces 3 –el aimara Evo Morales, ex activista sindical– encarna, en primer lugar, el desenlace de un largo proceso de organización de la protesta social popular generado en la contestación social de los años del neoliberalismo (Polet, 2009). Su partido, Movimiento al Socialismo (MAS), se presenta como el “instrumento político para la soberanía de los pueblos” y su gobierno aparece como el “gobierno de los movimientos sociales.” Sin embargo, el segundo mandato presidencial del siempre popular Evo ha sido el de un cierto “retorno a la normalidad” en Bolivia, es decir, a la inestabilidad y el conflicto (Stefanoni, 2011).
De hecho, el neodesarrollismo del gobierno –sus megaproyectos petroquímicos, hidroeléctricos, mineros, de carreteras, etc.– es apreciado de diferente manera por los movimientos que lo llevaron al poder para reconstruir el país. Los partidarios del buen vivir 4 , de acentos indigenistas, comunitarios y ecologistas, ven en ellos una traición al espíritu de la nueva Constitución, mientras que otras organizaciones sociales, con una inserción no menos popular o indígena esperan obtener resultados positivos y una redistribución inmediata de los beneficios. Son enfrentamientos difíciles, si no explosivos, entre, por un lado, un poder voluntarista cuyas debilidades institucionales y una cierta ineficacia obstaculizan su proyecto transformador, y, por otra parte, una pluralidad de movimientos no exentos de contradicciones, a veces en tensión entre el estatalismo rampante y la autonomía radical, a veces socavados por unos reflejos populares corporativistas, la carrera de sus dirigentes o una escalada absolutista (De Sousa Santos, 2011; San Upéry y Stefanoni, 2011; Do Alto, 2011).
La difícil relación entre un poder de izquierdas y los movimientos sociales, especialmente los indígenas, no son muy diferentes en Ecuador. Es cierto que, a diferencia de Evo Morales o el brasileño Lula, por ejemplo, el presidente ecuatoriano, elegido y reelegido, Rafael Correa, no ha surgido orgánicamente –ni él ni su partido Alianza País– de estos movimientos (aunque pudo contar con los votos de sus bases). Pero la diferencia práctica e ideológica creada entre la progresión de la “revolución ciudadana” de Correa y, en particular, las posiciones de la principal organización indígena del país, la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) se refiere concretamente a las cuestiones que dividen la izquierda boliviana. Se trata de una ruptura de la coalición progresista –social y política–inspiradora de la nueva Constitución, y de la viva oposición entre, por un lado, un modelo postneoliberal redistributivo pero generalmente convencional en sus formas de explotación de los recursos naturales y, en segundo lugar, un indigenismo radical de retórica anti extractivista y de defensa de los “derechos de la Naturaleza”.
Para Franklin Ramírez, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales de Ecuador, los conflictos aparecen como “el correlato material de una contradicción intrínseca a la nueva Constitución: la tensión entre el renacimiento de un estado de bienestar orientado a la satisfacción de una gama más amplia de derechos de los ciudadanos y las fuertes regulaciones en materia de explotación de los recursos naturales (…) que fundamentan la capacidad de acumulación y redistribución de este Estado” (2011). Si añadimos las acusaciones de centralización de poder y autoritarismo de que ha sido objeto el presidente Correa y las de inconsistencia política 5, falta de representatividad y particularismo que se han hecho a los líderes indígenas es posible mesurar la magnitud del divorcio ecuatoriano.
En el vecino Perú, donde se deplora desde hace tiempo la ausencia de un movimiento indígena de la misma envergadura, ausencia atribuible, grosso modo, a la masiva migración campo-ciudad, la falta de centralidad territorial, la guerrilla de Sendero Luminoso y la dictadura de Fujimori, los numerosos conflictos sociales de los últimos años y las fuertes movilizaciones indígenas contra los proyectos mineros, así como la extroversión de la economía, han modificado sensiblemente la situación. Ollanta Humala, elegido presidente del Perú en 2011 y ganador en su día de la primera ronda de las elecciones presidenciales de 2006, ha sido visiblemente capaz de sacar provecho de la exasperación popular contra la doxa neoliberal, ultradominante desde principios de la década de 1990. No obstante, algunos, como Ramón Teves Pajuelo, del Instituto de Estudios Peruanos en Lima (2011), se interrogan sobre su verdadero deseo o capacidad (su partido es minoritario en el Parlamento) para desarrollar su discurso nacionalista anterior a las elecciones y asumir la ruptura prometida con un modelo económico depredador, de regreso a la “primarización” a merced de la inversión extranjera y los volúmenes de exportación.
En Paraguay, ya desde la caída del dictador Stroessner en 1989, las organizaciones progresistas han tratado de influir en la política, con diferentes grados de éxito. Conscientes del poder del eterno Partido Colorado, vinculado al neoliberalismo, como barrera a sus reivindicaciones, las citadas organizaciones optaron finalmente por la estrategia electoral, propiciando así en diversos grados (pleno apoyo, apoyo crítico e incluso abstención) la victoria en 2008 del obispo progresista Fernando Lugo, que desde entonces gobierna mediante una coalición de centro-izquierda, con una mayoría parlamentaria de las derechas. Pero esta opción ha demostrado tener sus limitaciones. En opinión de Marielle Palau, del centro Base Investigaciones Sociales de Asunción, los progresos sociales serían escasos, el monocultivo de soja transgénica y la agroindustria seguirían intactos, y la protesta social estaría debilitada por un triple movimiento de institucionalización de los desafíos y del liderazgo, desmovilización de las bases e incluso criminalización de los movimientos recalcitrantes (Palau, 2011).
En Uruguay, el balance de las relaciones entre los movimientos sociales y el Frente Amplio, en el poder desde 2005, también es matizado. Mientras que la izquierda social reconoce algunos esfuerzos y resultados sociales (alzas salariales, reducción de la pobreza, estancamiento de la desigualdad, todavía muy por encima, dicho sea de paso, de su nivel de hace veinte años, al comienzo del período neoliberal). Sin embargo, dicha izquierda lamenta las medidas de seguridad, la falta de cuestionamiento de la impunidad, la benevolencia del presidente y ex guerrillero José Mujica ante el capital extranjero y la continuidad de las políticas económicas. Mientras los inversionistas extranjeros y los monocultivos campan por sus respetos, la protesta se ha mantenido a un nivel mínimo y los movimientos sociales se encuentran en fase de desmovilización. Sin embargo, un megaproyecto de extracción y exportación de mineral de hierro ha introducido algunos cambios en el año 2011. De momento, ha hecho nacer un movimiento heterogéneo de oposición, con tonos nacionalistas y ecologistas, que ha logrado poner sobre la mesa este asunto (Zibechi, 2011).
En Argentina, resulta difícil cuestionar, desde el campo de las luchas sociales, los éxitos de la pareja Kirchner, en el poder desde 2003 6. Con un auge de la economía, que crece a un 9% anual, impulsada en parte por el alto precio de las materias primas y la soja de la que es uno de los mayores exportadores del mundo, la reactivación industrial, la reducción del desempleo, la integración o reflujo del movimiento piquetero 7 anterior a 2004, el intervencionismo estatal, las prestaciones sociales y una oposición dividida, los logros del kirchnerismo son apreciados por los sindicatos tradicionales ubicados en la gran corriente nacional-popular del peronismo. O más bien por algunos de los sindicatos, teniendo en cuenta los enfrentamientos intersindicales entre los sectores de mayor o menor afinidad con el Gobierno (Svampa, 2011).
Al mismo tiempo –y sin ningún tipo de relación con las posiciones sindicales más en línea con el desarrollismo del poder– nuevas luchas socioambientales han surgido por todo el país. Opuestas a la expropiación y apropiación de tierras por los sectores agroexportadores, minero o turístico, tienen problemas para hacer frente tanto a las presiones como a la represión pura y dura de diversos actores públicos y privados.
De Brasil a Panamá
El caso de Brasil, cuya superficie de 8,5 millones de km² y población cercana a los 200 millones de habitantes son muy superiores a las cifras acumuladas de todos los países ya mencionados, es específico y crucial. Con un activismo diplomático pluridimensional, una salud económica floreciente, un alto a las privatizaciones, una reafirmación del papel del Gobierno en la dirección de la economía, la expansión de los programas de lucha contra la pobreza, unos índices de desarrollo humano en alza y una tolerancia sin precedentes frente a los movimientos sociales, los logros alcanzados por el presidente Lula durante sus dos mandatos consecutivos (2002-2006-2010) no permiten, sin embargo, ocultar sus renuncias en relación con el proyecto popular históricamente encarnado por el Partido de los Trabajadores (Delcourt, 2010).
“Traición para algunos, mal necesario para otros, la reforma agraria y la indispensable redistribución de la riqueza fueron sacrificadas en el altar del crecimiento, en la búsqueda de una política económica benévola hacia los mercados financieros y favorable a los sectores agroexportadores” (ibíd.), y esto a pesar de problemáticos costos sociales y ambientales. Sin embargo, las presidencias de Lula también han ofrecido mayores oportunidades de acceso institucional a la sociedad civil, a pesar del alcance limitado de la acción política que caracteriza al sistema brasileño. La compleja reconfiguración resultante de las relaciones entre los movimientos y el Gobierno no sólo puede considerarse bajo el prisma de la cooptación y la desmovilización. Son pruebas de ello tanto el éxito en algunos progresos (condicionados, es cierto, a un estrechamiento del horizonte utópico de las acciones de protesta) como también las continuas protestas al margen de los espacios institucionales (Kunrath Silva, 2011).
Las relaciones entre la sociedad civil y el gobierno son también muy especiales en la Venezuela del presidente Chávez, cuya inmensa popularidad se ha confirmado en varias ocasiones desde 1998, en las urnas y en la calle, especialmente en 2002 y 2003 contra el golpe de Estado y el cierre patronal de la industria petrolera. Según explica Edgardo Lander, en este país, “las organizaciones sociales se han caracterizado históricamente por un nivel bajo (a menudo nulo) de autonomía en relación con los partidos y el Estado. Es el reflejo del modelo institucional y cultural de una sociedad rentista, en el que la mayor parte de las luchas políticas han girado en torno al reparto de la renta petrolera en manos del Estado central. Esta lógica de control externo no ha cambiado realmente en los últimos años, a pesar del extraordinario desarrollo de la organización popular y de cambios culturales significativos.” La limitada autonomía de los actores colectivos en relación con el poder chavista y la reproducción de un modelo a menudo ineficiente y corrupto de economía rentista cuestionan pues, más allá de sus esfuerzos redistributivos, el significado y alcance de la ‘revolución socialista bolivariana’”(Lander, 2011).
En América Central, Nicaragua y El Salvador, dos antiguos movimientos revolucionarios armados han conseguido en los últimos años recuperar o alcanzar el poder mediante las urnas. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ya lo había ocupado en la década de 1980, tras el derrocamiento de la dictadura somocista en Managua. El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), firmante de los Acuerdos de Paz de El Salvador de 1992, solamente había conseguido hasta ahora victorias en las elecciones locales (la alcaldía de la capital, San Salvador, en particular). Ambos ocupan hoy la presidencia de sus países respectivos, aunque cabe preguntarse a qué precio y con qué relaciones con los actores sociales que les sucedieron en el campo de la contestación.
En Nicaragua, donde las políticas sociales y la ayuda del gobierno venezolano distinguen también la presidencia de Daniel Ortega respecto a la de la derecha anterior a 2006, las organizaciones sociales que han logrado independizarse de la influencia del sandinismo orteguista denuncian sin distinción el oportunismo del mandatario, sus giros y contradicciones ideológicas, sus inclinaciones clientelistas, sus derivas autoritarias y sus violaciones de las normas democráticas. En El Salvador, los contratiempos no son menores, en el seno de la izquierda social que promovió el acceso a la presidencia de Mauricio Funes. Al no haberse producido las rupturas anunciadas, sobre todo en áreas sensibles como la explotación transnacional de los recursos minerales, la producción de energía o la gestión del agua, las movilizaciones comunitarias se oponen a los megaproyectos del llamado gobierno del cambio.
En otros países de América Latina –excepto en Cuba, donde el socialismo castrista abarca varias décadas, crisis y reformas– la izquierda o el centro-izquierda no han conseguido alcanzar el poder (Colombia, Costa Rica), a veces por muy poco (como en México, donde el Partido de la Revolución Democrática de López Obrador ni siquiera ha reconocido su derrota tras las elecciones presidenciales fraudulentas de 2006), a veces por mucho (en Guatemala, los partidos de izquierda tienen un tope de 5%), o ha terminado perdiéndolo en las urnas (Chile, 2010, después de dos mandatos socialistas sucesivos) o tras un golpe de Estado (Honduras, 2009, con el derrocamiento del presidente liberal-conservador Zelaya después de su giro a la izquierda y la afiliación de su país al ALBA). En la mayoría de estos Estados, los movimientos de protesta y sociales que se movilizan, a trancas y barrancas, contra los efectos sociales y medioambientales de las políticas ultraliberales, siguen sufriendo la represión, a veces latente, a veces explícita.
En Chile, la ola de protestas que se extendió en 2011 –en especial las movilizaciones estudiantiles– supuso un cuestionamiento en profundidad del modelo de privatización y desregulación sobre el que se ha construido el llamado milagro chileno. Y esto, a pesar de la represión y el riesgo de cooptación para los menos radicales de los estudiantes (De la Cuadra, 2011). En Colombia, con algunos rasgos propios, persisten las tendencias estructurales del modelo de dominación: limitación de la democracia, profundización del neoliberalismo y agravamiento del conflicto armado. Al declive de los sindicatos, se responde, a pesar del miedo y la violencia, con el dinamismo de los movimientos urbanos o las asociaciones de víctimas, que cosechan algunos resultados, pero carecen de continuidad política (Archila y García, 2011).
En México, en un clima de violencia exacerbada por la “guerra contra el crimen organizado”, es evidente que los movimientos sociales movilizados en defensa del empleo, los recursos naturales, los derechos humanos, etc. no han logrado imponer una fuerza organizada o un proyecto alternativo a las políticas neoliberales y conservadoras del Partido de Acción Nacional, pero su articulación (quizás, en el movimiento de López Obrador) cara a las próximas elecciones presidenciales de 2012 podría modificar la situación (Modonesi, 2011). En Panamá, donde el período neoliberal ha desmontado lo esencial de los logros sociales del movimiento obrero y ha precarizado fuertemente el trabajo, el nuevo despliegue capitalista actual –proyectos de minería, energía y turismo, ampliación del canal– desplaza el conflicto social, en particular hacia las regiones indígenas, que, por su parte, se movilizan (Gandásegui, 2011).
Contrapoder de influencia
La lista podría continuar así hasta los últimos y más pequeños países de América Latina. A pesar de su carácter, demasiado sucinto, que la limita a una simple y rápida enumeración de actores y relaciones, sobre un fondo de balance social gubernamental apenas sugerido, tiene sin duda el mérito de ayudar a medir la dificultad de reunir estas diferentes formas, relaciones y fuerzas motrices de la protesta social en América Latina hoy en una u otra tendencia dominante.
No obstante, algunos lo han intentado, diagnosticando a veces la intensidad no desmentida de la movilización y la ebullición social de América Latina (Wallerstein, 2008; Thomas, 2011;-Sholk. Stahler et al, 2011), y, otras veces, por el contrario, el reflujo de las luchas colectivas tras el giro a la izquierda de los poderes nacionales o, más globalmente, a causa de contextos sociales y culturales cada vez más liberalizados, atomizados y consumistas, en los que los grupos organizados son más que nunca una minoría dentro de su propio entorno social y las grandes movilizaciones populares menos contestatarias o progresistas que nunca (Alternatives Sud, 2005). Otros diagnósticos, no menos relevantes, pueden también oponérseles. Por ejemplo, el que observa la reinversión local de los movimientos sociales latinoamericanos o la territorización de los conflictos colectivos versus el que constata la creciente articulación de las luchas en el espacio nacional y su transición a la política.
El primero asocia la reubicación de las acciones no sólo a la pérdida de centralidad del trabajo y del Estado en el quehacer diario de las movilizaciones, sino también a la inclusión territorial de los nuevos problemas sociales, las afiliaciones, las identidades y los reclamos de soberanía. Recoge sus ejemplos más significativos en México, en los estados de Chiapas o Oaxaca; Argentina, en torno a las fábricas recuperadas; en Chile, en las zonas mapuches, etc. (Merklen, 2002; Benquet Mestres et al, 2009). En contraste, el segundo diagnóstico se basa en las inéditas dinámicas surgidas en estas dos últimas décadas en Ecuador y Bolivia, y también en México, Paraguay y Brasil, dinámicas impensables bajo las dictaduras militares anteriores y el terrorismo de Estado, para hacer hincapié en los proceso de convergencia nacional entre los actores populares organizados, sus diversas traducciones partidistas y la búsqueda del desenlace político y del poder que modifique las relaciones de fuerza (Goirand de 2010, Grandin, 2011).
De cualquier modo, más allá de las estrategias, la fuerza y las realidades de la protesta social en América Latina de acuerdo los contextos nacionales, e incluso regionales, se comparte ampliamente el reconocimiento de la importancia del impacto de los movimientos de protesta en los últimos años y su papel hoy en día. En primer lugar, en materia de expansión de la ciudadanía, utilización popular de los espacios públicos, aculturación política y fortalecimiento de la participación democrática (Stahler-Sholk, 2011). Más tarde, por su contribución a la deslegitimación de un modelo de desarrollo desigual y destructivo, de la llegada de poderes más progresistas o soberanistas y a la resistencia, normalmente reprimida, ante las políticas conservadoras y liberales que se perpetúan en diferentes lugares.
Por último, se reconoce también el impacto de los movimientos sociales en la vigilancia que son capaces de ejercer, mayor o menor, frente a los gobiernos de izquierda. Vigilancia que ha ido desde las movilizaciones de apoyo en caso de agresión externa (en el golpe venezolano de 2002 y el hondureño de 2009, o en las amenazas de secesión en el oriente de Bolivia) a la confrontación abierta por las esperanzas fracasadas (desde Ecuador hasta Argentina y otros países), pasando por la integración institucional de sus propuestas a las políticas estatales (la estrategia del movimiento feminista en Chile durante el gobierno de Bachelet). Entre autonomía y cooperación, desempeñan también su (contra)poder de influencia en un continente donde, también gracias a ellos, las tasas de pobreza y desigualdad, aunque todavía muy elevadas, han disminuido considerablemente durante la última década (Coha, 2011).
En un plano mundial, las formas que han tomado en general la protesta y la rebelión en América Latina desde la caída de las dictaduras y la liberalización política y económica del continente siguen siendo un patrón de referencia. De hecho, sigue prevaleciendo un tipo de movilización que, a pesar de las profundas injusticias y desigualdades, y también de la represión, la tortura, las masacres y los exilios en masa como los que han roto recientemente a millones de nativos, en Guatemala en particular, no ha derivado en regresiones oscurantistas comunitaristas, en fundamentalismos reaccionarios o en terrorismos indiscriminados, como es evidente en otros continentes.
Sin embargo, la actitud negativa, incluso de desprecio, de una parte no desdeñable de la izquierda latinoamericana contra los levantamientos sociales y democráticos árabes iniciados en 2010 dice menos en su favor. Ni la ignorancia ni la distancia física, ni siquiera la lectura antiimperialista más superficial pueden justificar una posición de este tipo con respecto a pueblos que pretenden deshacerse también, a riesgo de perder la vida, de dictaduras cínicas y cleptocráticas (Nair, 2011; Alternatives Sud, 2010; Halimi, 2011). Se trata pues de una postura incoherente, con independencia de lo que suceda con estas revueltas, cuya culminación puede, como sin duda otras latitudes, irse de las manos de sus protagonistas. La solidaridad de América Latina hacia este impulso emancipador, y no la indiferencia o el desprecio, sería también un factor activo contra cualquier recuperación neocolonial.
Bernard Duterme es sociólogo y director del Centre Tricontinental (CETRI), centro de estudios, publicaciones y documentación sobre el desarrollo y las relaciones Norte-Sur, basado en Louvain-la-Neuve (Bélgica).
État des résistances dans le Sud es una de las publicaciones del CETRI, de carácter anual, que analiza las luchas contra el neoliberalismo y en favor de la democracia. El presente texto es el editorial del ultimo número État de résistances dans le Sud: Amérique latine.
Notas
1 En español en el original
2 Los recientes trabajos de sociología de los movimientos sociales latinoamericanos, basados singularmente en marcos teóricos y conceptuales anglosajones, contribuyen a superar la oposición estéril entre los dos principales enfoques de origen europeo, frecuentemente normativos, que, por una parte, tienden a tomar en consideración únicamente las movilizaciones tenidas por expresión obligada de las relaciones de clase, reacciones a las formas de explotación socioeconómica, vector de transformación política, y, por otra parte, absolutizan la originalidad de unos “nuevos movimientos sociales”, que se mueven exclusivamente por los retos culturales, de discriminación, de reconocimiento y de identidad. En función de los entornos políticos, contextos económicos y repertorios de acción colectiva disponibles, generalmente nos encontramos ante combinaciones variables de los diferentes elementos que antes se tomaban en contraposición (Thomas, 2011; Eckstein et al., 2010; Goirand, 2011; Duterme, 2006).
3 No dos sino tres veces, si se añade a las elecciones presidenciales ganadas por mayoría absoluta en 2005 y 2009 la victoria con el 67% de los votos obtenida por Evo Morales en el referéndum revocatorio de agosto de 2008.
4 En español en el original
5 Entre otras cosas, se reprocha a Pachakutik, brazo político de la CONAIE, haber participado activamente en la llegada al poder del Estado ecuatoriano del ex coronel Lucio Giménez, en 2002, descalificado al año siguiente por la organización indígena por sus políticas neoliberales y de alineamiento con Estados Unidos.
6 La presidenta Cristina Kirchner (elegida en 2007), esposa de Néstor Kirchner (presidente de 2003 a 2007, fallecido en 2010), fue reelegida en octubre de 2011.
7 En español en el original.
Bibliografía
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