Autonomías y emancipaciones. Las periferias urbanas, ¿Contrapoderes de abajo? III

20.Dic.10    Autonomía comunitaria

La experiencia reciente
Raul Zibechi

Con el Caracazo de febrero de 1989 los sectores populares urbanos abren
un período nuevo. Desde los espacios que controlan lanzan ahora desafíos
profundos, crean contrapoderes asentados en sus barrios-territorios. El
desborde registrado en Lima adquiere en otras ciudades una connotación
insurreccional, con lo que se inaugura otra etapa política: de la superviven-
cia y la resistencia a la impugnación de la sociedad hegemónica. Este
proceso es hijo del modelo neoliberal que supuso una recolonización del
continente y un ataque a las formas de vida de los sectores populares. Tal
vez por eso el primer lugar donde las nuevas formas se manifestaron con
particular fuerza fue donde primero se empezó a ensayar el experimento
neoliberal: el Chile de Pinochet.
Desde 1983 las poblaciones que habían creado los sectores populares
a partir de la toma de La Victoria jugaron un papel decisivo en la resisten-
cia a la dictadura. Los barrios autoconstruidos y autogobernados sustitu-
yeron a las fábricas como epicentro de la acción popular. En 1983, luego
de diez años de dictadura, los sectores populares desafiaron al régimen en
la calle a través de once «protestas nacionales» entre el 11 de mayo de
ese año y el 30 de octubre de 1984, aunque algunos análisis sostienen que
hubo 22 protestas en cinco años, desde 1983 hasta 1987 (Salazar y Pinto,
2002b: 242). La masividad y potencia de estas protestas pusieron a la
dictadura a la defensiva. Fueron protagonizadas, en la esfera pública,
mayoritariamente por jóvenes que utilizaron barricadas y fogatas como
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
demarcadores de sus territorios y atacaron los símbolos más cercanos del
orden como municipios, semáforos y otros.
Desde principios de la década de 1980 las mujeres y los jóvenes, a
través de sus organizaciones de supervivencia y socio-culturales, comien-
zan a ganar protagonismo y a responder al intento de desarticulación del
mundo popular que procuraba la dictadura. La revuelta callejera con «re-
cuperación del territorio» es la única forma de acción de un sector social
que «no dispone de mecanismos de participación institucional» (Revilla,
1991: 63). La apropiación del territorio que se registra en las protestas,
donde las barricadas imponen límites a la presencia estatal, ha sido la
forma de negar la autoridad en los espacios autocontrolados («aquí no
entran» se escuchaba en las barricadas en referencia a los Carabineros),
haciendo efectivo un «cierre de la población» que representó «la afirmación
de la comunidad popular como alternativa a la autoridad del Estado y la
negación de la dictadura como propuesta de totalidad» (Revilla, 1991: 63).
La respuesta estatal fue brutal. En poco más de un año hubo por lo
menos 75 muertos, más de mil heridos y seis mil detenidos. En una sola
jornada de protesta, el 11 y 12 de agosto de 1983, hubo mil detenidos y 29
muertos, y en la represión participaron 18 mil militares además de civiles y
Carabineros (Garcés, 2002: 32-33). Esto da una pauta de la intensidad de
las protestas que sólo pudieron existir por una contundente decisión comu-
nitaria. Pese a la represión no hubo derrota. Se recuperó la identidad y el
éxito consistió en la existencia misma de las protestas, en la capacidad de
volver a lanzar un desafío sostenido al sistema durante un año y medio
luego de una década de represión, torturas y desapariciones.
Las protestas muestran a nuevos actores sociales en acción cuando la
clase obrera ya no podía jugar un papel central como lo había hecho du-
rante décadas. Entre los nuevos actores, básicamente mujeres y jóvenes
pobladores, hay algunas diferencias en las que resulta necesario detener-
se. La primera ya fue esbozada y consiste en el arraigo territorial de la
protesta y por lo tanto de los sujetos que la realizan. Este cambio, como ya
he señalado en otros trabajos, resulta un viraje de larga duración que mo-
difica el carácter, la forma y la trayectoria de los movimientos de los de
abajo (Zibechi, 2003b). El historiador Gabriel Salazar apunta que «en la
historia poblacional se sintetiza la autonomía, el protagonismo social y la
creación de identidad que los pobres del país fueron paulatinamente alcan-
zando» (1999: 127).
Sin embargo no es la territorialización de los poderes populares lo
que los potencia sino las relaciones sociales que anidan en esos territo-
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
rios «otros». A la hora de rastrearlas, vemos que la principal diferencia
con el primer período es que los sectores populares, y de modo muy
desatacado las mujeres del abajo, desarrollan nuevas capacidades, sien-
do la principal de ellas la capacidad de producir y reproducir sus vidas
sin acudir al mercado, o sea sin patrones. Salazar captó la profundidad
de esta diferencia:
Si la experiencia de las mujeres en los 60 había sido profun-
da, la de las pobladoras de los 80 y 90 fue todavía más pro-
funda y produjo una respuesta social aún más integral y
vigorosa. Por eso, después de 1973, el movimiento de po-
bladores no declinó. Al revés: llegó a un punto culminante de
su vida histórica.
Las pobladoras de los años 80 no se organizaron sólo
para tomarse un sitio y levantar un campamento a la espera
del decreto estatal; o para ‘asociarse’ con el Estado Populis-
ta según los términos que proponía éste. Pues ellas se orga-
nizaron entre sí (y con otros pobladores) para producir (for-
mando amasaderías, lavanderías, talleres de tejido, etc.), sub-
sistir (ollas comunes, huertos familiares, comprando juntos),
autoeducarse (colectivos de mujeres, grupos culturales) y,
además, resistir (militancia, grupos de salud). Todo ello no
sólo al margen del Estado, sino también contra el Estado.
(Salazar y Pinto, 2002a: 261)
Fue este movimiento el que forzó el repliegue de la dictadura. Fue,
como concluye Salazar, el movimiento de resistencia más largo y vigoroso
que conoció Chile en su historia, que no pudo ser derrotado pese a la
brutalidad de la represión. Las mujeres pobres ponían en juego, en las
condiciones más difíciles que cabe imaginar, la memoria y los saberes
aprendidos desde la década de 1950 o incluso antes. La fortaleza de las
mujeres, y esta es una característica de los movimientos actuales en todo
el continente, consiste en algo tan sencillo como juntarse, apoyarse unas a
otras, resolver los problemas a «su» modo (que luego veremos más en
detalle en qué consiste), con la lógica implacable de hacer como hacen en
sus casas, de trasladar al espacio colectivo el mismo estilo del espacio
privado, una actitud comunitaria espontánea de la mujer-madre que he-
mos visto, entre otros muchos, en movimientos como Madres de Plaza de
Mayo (Zibechi, 2003a).
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
Estas mujeres modificaron lo que entendíamos por movimiento social.
No crearon aparatos ni estructuras burocráticas con los cargos y las liturgias
propias de esas instituciones, necesariamente separadas de sus bases.
Pero se movieron, y vaya si lo hicieron. Las pobladoras chilenas bajo la
dictadura se convirtieron en:
(…) hormiguitas que recorrían las casas de sus poblaciones
conociendo y conversando con todos los vecinos, tratando
con las profesionales de las ONGs o de las vicarías sociales
(más tarde con los profesionales y políticos de los munici-
pios), asistiendo a talleres y cursos de capacitación, o a re-
uniones de coordinadoras regionales o nacionales. Su movili-
dad les permitió tejer «redes vecinales» y aún comunales que
tornaron innecesarias las reuniones formales (o «funciona-
les») de las juntas de vecinos o los centros de madres, por
ejemplo (Salazar y Pinto, 2002a: 267).
Este es, precisamente, el concepto de movimiento social que pone en
primer lugar el mover-se, desplazando las estructuras organizativas, como
hemos visto antes. La imagen de las mujeres pobres moviéndose en sus
barrios, y en ese mover-se ir tejiendo redes territoriales que son, como
apunta Salazar, «células de comunidad», es la mejor imagen de un movi-
miento no institucionalizado y de la creación de poderes no estatales: o
sea, no jerarquizados, ni separados del conjunto. De este modo nace, tam-
bién, una nueva forma de hacer política de la mano de nuevos sujetos, que
no aparecen fijados ni referenciados en las instituciones estatales.
Para estas mujeres la transición fue un desastre ya que las devolvió, o
por lo menos ese fue el mensaje, a sus casas. A partir de 1990, con el
retorno del régimen electoral, vivieron una derrota que nunca habían ima-
ginado. Dicho de otro modo: «El movimiento de pobladores no fue venci-
do por la dictadura en el terreno de lucha que los pobladores eli-
gieron, sino en el terreno de la transacción elegido por los que, supuesta-
mente, eran sus aliados: los profesionales de clase media y los políticos de
centro-izquierda» (Salazar y Pinto, 2002a: 263). Difícilmente pueda des-
cribirse el tránsito de la dictadura a la democracia en términos más ajusta-
dos. Los pobladores habían creado el Comando Unido de Pobladores (CUP)
y el Movimiento de Mujeres Pobladoras (MOMUPO). Estos fueron invi-
tados a participar en instancias multisectoriales como la Asamblea de la
Civilidad, donde los profesionales y militantes de clases medias impusieron
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
la transición «desde el interior del movimiento popular», lo que llevó a la
marginación primero y a la desintegración después de las organizaciones
de pobladores (Salazar y Pinto, 2002a: 262-263).
De esta experiencia, a mi modo de ver se deducen un par de enseñan-
zas que tienen estricta actualidad. La primera, es que los movimientos a
los que llamaré «comunitarios» a falta de algo mejor (o sea que reúnen la
decisión común de un actor social territorializado), no pueden ser derrota-
dos por la represión, por más terrible que sea, salvo mediante el exterminio
masivo de sus miembros. La segunda, es que la derrota la procesa eso a lo
que suele llamarse «izquierda», ese conjunto de profesionales, ONG y
partidos que son los encargados de ablandar y fragmentar al movimiento.
Para ello, y esta es la tercera lección, es necesario cooptar o quebrar a los
«referentes» individuales o colectivos de los movimientos. Esto sucedió
también en Chile en el decisivo año de 1986, cuando se definieron las
reglas de la transición, y en buena parte del continente.
Los jóvenes pobladores, el otro actor decisivo en las protestas a partir
de 1983, siguieron un derrotero similar. Durante los primeros años de la
dictadura habían creado miles de grupos «culturales» que operaban como
refugios ante un régimen exterminador. Amparados en las parroquias crea-
ron grupos de teatro, peñas, grupos literarios, talleres, formas diversas de
educación popular, en los que se «forjó una cultura juvenil distinta a la de
la generación del 68: más arraigada en el presente que en el pasado, más
colectiva que individual, más artesanal que profesional y más participativa
que escénica» (Salazar y Pinto, 2002b: 237). Los diversos grupos juveniles
componían una amplia, diversificada y espontánea red social. En paralelo,
pero confluyendo con las actividades de las mujeres pobladoras, los jóve-
nes comenzaron a protagonizar hechos «culturales» al aire libre en los que
poco a poco fueron participando miles de personas.
En esos espacios seguros y lejos del control de la dictadura (Scott,
2000), los jóvenes ensayaron un rechazo al régimen que luego trasladaron
a las calles a partir de 1983. El período de repliegue, de 1976 a 1982, es
definido por Salazar como «un ciclo comunitario centrado en la creación
cultural» en el que predominan liderazgos rotativos e informales, donde el
ingreso y la salida no son traumáticos ni para el colectivo ni para el indivi-
duo. En este período y en esos espacios nació una cultura juvenil tan po-
tente que, con algunas variaciones, perdura hasta el día de hoy:
Tal vez el legado más notable de este ciclo fue haber demos-
trado que la articulación de grupos abiertos a la libre partici-
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
pación y a la libre creación podía tener una fuerza militante y
democrática socialmente más transparente y caudalosa que
la articulación funcional y jerárquica de los partidos políticos
(Salazar y Pinto, 2002b: 241).
Esta nueva cultura juvenil horizontal tuvo que abrirse paso no sólo
enfrentando a la dictadura militar sino a amplios sectores de la izquierda
militante que buscaron instrumentalizarla para la insurrección primero y
para la participación electoral después. En trazos gruesos, puede descri-
birse como una pinza sobre las nuevas culturas juveniles: las dictaduras
por un lado y las viejas izquierdas por otro; más tarde, al retornar el régi-
men electoral, las políticas neoliberales o el mercado por un lado y las
instituciones, gobernadas por la derecha o la izquierda, por otro. Y muy a
menudo están las ONG en este segundo lado de la pinza.
El rechazo a los partidos y el abstencionismo electoral están presentes
en gran parte de las sociedades latinoamericanas como actitud de rechazo
pasivo de los jóvenes a un sistema que los margina. Lo cierto es que en
todas partes, allí donde hubo dictaduras pero también donde se registró
cierta continuidad del régimen electoral, se vivió una clara separación en-
tre el activismo social de base y los dirigentes siempre dispuestos a nego-
ciar «salidas» con los militares, las élites o la partidocracia tradicional. En
diversos momentos y en distintos países, en general en la década de 1980
y comienzos de los 90, los sectores populares (una vez más, básicamente
mujeres y jóvenes) sufrieron serias derrotas que no fueron propinadas por
los regímenes autoritarios o las derechas en el poder. Así como las izquier-
das profesionales y los sindicatos jugaron su papel en la reinstalación de
un sistema democrático electoral con libertades restringidas en los países
del Cono Sur, algunos grupos armados contribuyeron a debilitar el campo
popular y en particular a los sectores populares urbanos71.
La retirada del escenario militante y de la política formal por parte de
los jóvenes chilenos –y de casi todos los países latinoamericanos– es ape-
nas un repliegue temporal a sus espacios seguros, lejos del control del
sistema, donde a menudo proceden a formas muy variadas de «reagrupa-
ción juvenil ‘por abajo’, en el tejido subcutáneo de la institucionalidad, en
los bordes del sistema normativo, en los vericuetos y madrigueras
intersubjetivas del espacio privado» (Salazar y Pinto, 2002b: 265). A lo
largo de los 90 algo sucedió en esos espacios, como algo había sucedido
7 1 Pienso en el caso de Sendero Luminoso en Perú.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
en otros períodos de repliegue, suficientemente intenso como para que en
2006 cientos de miles de estudiantes secundarios, los «pingüinos», gana-
ran las calles en un enorme desafío a la política educativa neoliberal, al
gobierno de Michelle Bachelet y al conjunto de las élites chilenas.
La sorpresa fue mayúscula porque desde 1990 la gobernante Concer-
tación introdujo a los sectores populares en el escenario político ya no
como actores sino como objeto de políticas focalizadas o «masa social
dispersa». Estas son las políticas que buscan gobernar o neutralizar a los
movimientos. ¿Durante cuánto tiempo?
No lo sabemos. Pero es seguro que la experiencia anterior dejó hue-
llas. Hoy, insiste Salazar, las pobladoras y los jóvenes «saben» que las
cosas han ido mal con la derecha y con la izquierda, que ni siquiera Allen-
de hizo en 1973 lo que esperaban que hiciera. Y saben que las cosas las
tienen que hacer ellos mismos y ellas mismas, de ahí la enorme desilusión
con los políticos, y con la democracia electoral. Tal vez por eso las organi-
zaciones que sobreviven a la debacle que supuso la transición tienen otras
características a las de los períodos anteriores. Las nuevas organizacio-
nes comunitarias en las poblaciones son más autónomas y trabajan en
varias direcciones: para recuperar la memoria de lucha y la identidad barrial,
para resolver los problemas de salud comunitaria y para intentar «acceder
a alternativas económicas para ellas y sus familias» (ECO, 2001). En otras
palabras, buscan producir y reproducir sus vidas fuera del control de cual-
quier institución, estatal o partidaria.
La toma de terrenos en Peñalolén (Santiago) en marzo de 1997, siguió
exactamente los mismos patrones de acción y organización establecidos
por la toma de La Victoria 40 años atrás. Pero al igual que sucede con
otras organizaciones populares, en este período la relación con el Estado
es instrumental y rigurosamente exterior. Por no haber, no hay siquiera
influencia de los partidos. En La Victoria, pude comprobar personalmen-
te en 2007, en el centro cultural José Mariqueo, en el que se estaba
preparando la celebración del 50 aniversario de la fundación de la pobla-
ción, el grado de autonomía de las nuevas organizaciones de pobladores.
Una frase me impresionó más que ninguna: «Nuestro problema empezó
con la democracia». No parecía una afirmación de carácter ideológico
sino de sentido común que el resto de los presentes, unos treinta entre los
que predominaban las mujeres y los jóvenes, compartían sin darle mayor
trascendencia.
En realidad, en toda América Latina se aplicó el mismo «modelo» de
transición, muy similar al español luego de la muerte de Franco. Pero el
222
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
escenario sumergido de la sociabilidad popular está en ebullición. A tal
punto que el Estado debió intervenir las poblaciones con la excusa de la
droga y la delincuencia a través del Programa Barrio Seguro. Desde 2001
el ministerio del Interior puso en marcha este programa con fondos del
BID que supone la intervención policial y social de los barrios «margina-
les» o «conflictivos». La primera población afectada fue La Legua y la
segunda La Victoria, y así hasta nueve poblaciones en los primeros cuatro
años. Los objetivos del plan quedan al descubierto cuando las propias au-
toridades admiten que consiste en «combatir el comercio ambulante y la
delincuencia en el centro de Santiago»72.
En cada población se busca involucrar a las organizaciones sociales,
en particular a las juntas de vecinos, lo que redunda en la división del
barrio y sus núcleos organizados. Miembros del Centro Cultural Esteban
Gumucio de Yungay, una de las poblaciones intervenidas por el ministe-
rio del Interior, aseguran que la «aplanadora gubernamental» busca la
desarticulación de las «organizaciones territoriales autogestionadas»
(Perro Muerto, 2006: 12). En esa población existen colectivos autóno-
mos que tuvieron la capacidad de tomar un espacio público en el que
construyeron un centro cultural y un horno comunitario donde los veci-
nos hacen y consumen pan y empanadas. La población ha sido sometida
a un virtual estado de sitio por los Carabineros que cuentan con el apoyo
de la junta de vecinos.
La descarada manipulación de los pobladores tuvo como resultado el
proyecto de luminarias, pastelones y ‘lomos de toro’ con la aprobación de
las juntas de vecinos, una de ellas constituida casi en su totalidad por fun-
cionarios municipales, siendo en la práctica los ojos, oídos y la voz del
municipio en la población, mientras las escaleras de los blocks se caen a
pedazos y la solicitud de construir una sede social para todas las organiza-
ciones de la población fue desechada con un «la municipalidad se opone a
la sede» (Perro Muerto, 2006: 13).
El Estado realiza esfuerzos permanentes para ahogar cualquier ex-
presión autónoma de los pobres, ya sea política, económica o cultural.
Para eso necesita cooptar organizaciones o dirigentes sociales para aislar
a los colectivos autónomos, ya que la represión sin más produce efectos
contrarios a los buscados. La legislación «democrática» forma parte tam-
bién de esta guerra de baja intensidad contra los sectores populares. En
diciembre de 2003 ingresó al Parlamento un proyecto de ley para «moder-
7 2 Véase: www.gobiernodechile.cl
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
nizar» las ferias libres que son «espacios residuales de soberanía popular»
(Páez, 2004). En efecto, el control sobre el espacio público es primordial
para las clases dominantes ya que allí es donde los sectores populares
ejercitan su soberanía. Las ferias son aquellos espacios donde los produc-
tores populares y sus productos se vinculan de modo horizontal, y el co-
mercio informal es a menudo un «arma política y económica con el que las
clases populares pueden ejercer sus derechos ciudadanos» (Páez, 2004).
Dominadores y dominados saben hoy que es en esos microespacios de la
vida cotidiana donde se ensayan las revueltas que desbordan, cada cierto
tiempo, las grandes alamedas del control social.
***
Una de las sociedades urbanas donde la acción social colectiva de las
mujeres populares tiene mayor presencia, es la ciudad de Lima. En 1994,
había en la capital peruana unas 15 mil organizaciones populares registra-
das: 7.630 comités del Vaso de Leche, 2.575 clubes de madres, 2.273
comedores populares y 1.871 juntas vecinales, según fuentes oficiales73.
La casi totalidad de estas organizaciones pertenecen a los sectores popu-
lares y están afincadas en las periferias de la ciudad, en los asentamientos
o pueblos jóvenes. Muchas de ellas están ligadas a los partidos (los clubes
de madres al APRA desde 1985) o fueron cooptadas por ellos. Los comi-
tés del Vaso de Leche nacieron durante la alcaldía de izquierda de Alfonso
Barrantes, en 1984, cuando la presión de las mujeres pobres decidió al
municipio a implementar el Programa del Vaso de Leche dirigido a propor-
cionar desayuno a menores de 6 años y a las madres gestantes o lactantes.
Clubes de Madres, comités del Vaso de Leche y comedores populares
contaban a mediados de la década de 1990 con cuatro millones de benefi-
ciarios en todo el país y eran gestionados casi exclusivamente por muje-
res. El protagonismo femenino está fuera de duda, más allá de las consi-
deraciones que se hagan. En efecto, suele considerarse este tipo de acti-
vidades como beneficencia o sustitución del papel del Estado, cuando no
se hace hincapié en la subordinación a partidos o municipios y, en algunas
ocasiones, a casos de corrupción o clientelismo. Quisiera poner la lupa
sobre un conjunto de organizaciones nacidas desde abajo, que ya llevan
casi cuarenta años en pie y muestran que no todo puede verse en blanco y
negro. Me refiero a los comedores populares.
73
224
Véase: www.inei.gob.pe
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
Nacieron a fines de la década de 1970 con el objetivo de preparar en
forma colectiva raciones alimenticias para familias o individuos, ya que
colectivamente se puede acceder a alimentos donados o subsidios y la
compra masiva abarata los costos. En 1978 nacieron los primeros comedo-
res populares autogestionados en Comas, al norte de Lima, impulsados por
una monja-enfermera, María Van der Linde (Blondet y Trivelli, 2004: 39).
La experiencia de la cocina colectiva se difundió con rapidez al calor de las
crisis económicas: en 1982 había 200 comedores en Lima; en 1988, cuando
el programa de estabilización de Alan García, sumaban 2.000; cuando el
ajuste estructural de Fujimori, en 1990, llegaron a 7.000. Una encuesta rea-
lizada en 2003, reveló que sólo en Lima existen 5.000 comedores popula-
res con algo más de 100.000 socias activas (Blondet y Trivelli, 2004: 20).
Los comedores, impulsados por agentes pastorales vinculados a las co-
munidades eclesiales de base y a la teología de la liberación, promovieron:
la autoayuda y la autoprestación de servicios, buscando en-
fatizar la autonomía de los pobres en la relación con el Esta-
do y las instituciones de caridad, en contraste con las relacio-
nes de dependencia que con demasiada facilidad propiciaban
otros programas. De ahí la importancia de recalcar el es-
fuerzo personal y la iniciativa popular en el surgimiento de
estos comedores, y la resistencia para coordinar con los pro-
gramas gubernamentales o tener al Estado como referente
para el logro de sus demandas (Blondet y Trivelli, 2004: 39).
Estos comedores recibieron el nombre de autogestionados (reciben
alimentos del Estado) en contraste con los subvencionados (reciben ali-
mentos y dinero del Estado). A éstos se los considera más afines al Estado
y los partidos, aunque con el tiempo las diferencias parecen menores. Los
comedores atravesaron diversas etapas: en 1988 se realizó el Primer En-
cuentro de Comedores Autogestionarios y se creó la Comisión Nacional
de Comedores, en un período de gran protagonismo femenino y apoyo
gubernamental a las actividades sociales. Al dispararse la crisis económi-
ca, desde 1988, los comedores se multiplican y se ensayan nuevas formas
de supervivencia en torno a los mismos (pequeños «negocios» y amplia-
ción de las prestaciones alimentarias), a la vez que se protagonizan impor-
tantes movilizaciones en demanda de apoyo. En la década de 1990, mu-
chos comedores cerraron por el acoso de Sendero Luminoso y otros de-
bieron trabajar a puertas cerradas (Blondet y Trivelli, 2004: 42-43).
225
AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
Cada comedor tiene un promedio de 22 socias activas, siendo una
organización de vecinas de mismo barrio, según la encuesta de 2003. El
90% de las socias ha recibido algún tipo de capacitación y ha tenido algu-
na responsabilidad en la gestión. Sólo el 20% de las presidentas de los
comedores tiene secundaria completa. En Lima había, en 2003, 2.775 co-
medores autogestionados y 1.930 subsidiados: los segundos nacieron en la
segunda mitad de los 80 y los primeros en la década de 1990.
Cada comedor produce unas 100 raciones diarias en promedio, casi
medio millón de raciones diarias en Lima. Es interesante observar a quié-
nes van dirigidas las raciones: el 60% a las socias y sus familias; un 12%
a las socias que cocinan como compensación por su trabajo (no hay pago
en efectivo); un 8% son donados a personas pobres del barrio («casos
sociales»). Sólo se venden el 18% de las raciones producidas por el come-
dor. La mitad de ese porcentaje se vende a gente del barrio, en general
siempre la misma, y el otro 9% a gente «de paso». A las socias se les
vende a un precio menor que a los clientes externos.
Parece evidente que los comedores se han instalado para la atención
de las socias y sus familias, y no para vender o tener ganancias. Los
comedores no ahorran ni distribuyen beneficios y «lo más probable es que
las propias socias estén subsidiando el comedor de manera directa (do-
nando insumos, entregando trabajo, etc.) más allá de los turnos normales
de cocina» (Blondet y Trivelli, 2004: 32). Aunque luego volveré sobre el
tema, me parece evidente que las mujeres que trabajan en los comedores
producen no-mercancías y que no lo hacen para el mercado sino para
personas conocidas. Apenas un 9% de su trabajo es destinado a la venta
bajo la forma de mercancías. En realidad, lo que reciben del estado se va
casi íntegramente en las raciones que entregan a los más pobres.
La mayor parte de los comedores realizan fiestas y rifas para tener
otros ingresos ya que los aportes de alimentos del estado apenas cubren el
20% del costo de la ración. Un estudio de la Federación de Mujeres Orga-
nizadas en Comedores Populares Autogestionarios (Femoccpaal) del año
2006, que agrupa a unos 1.800 comedores, asegura que «el comedor ya no
es un complemento de salario alguno, porque ese salario ya no existe, para
muchas familias es la única vía de acceso a la alimentación»74; esto en un
período de fuerte crecimiento económico. Un detallado estudio de esa
organización revela que más del 80% del costo de la ración es aportada
por las organizaciones de los comedores, en tanto el Estado aporta el 19%.
74
226
Véase: www.femoccpaal.org
LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
A la hora de cuantificar el costo final de una ración, las socias de los
comedores compran en alimentos el equivalente al 33%, la mano de obra
gratuita supone el 32%, siendo el 16% restante gastos de administración,
transporte para recoger los alimentos donados por el estado y otros servi-
cios compensados con trabajo o raciones.
La vastedad de la organización colectiva de las mujeres pobres de
Lima muestra su capacidad de intervenir en la vida política del país desde
un lugar propio. En los comedores las mujeres trasladaron lo que hacen
dentro de sus casas al espacio público. Otro tanto puede decirse de las
otras organizaciones. La lógica del cuidado familiar extendida y multiplicada
en tiempos de crisis. Sin embargo, en uno de los momentos más álgidos
vividos por Perú, las mujeres no sólo intervinieron en organizaciones locales
como los comedores, sino directamente en el escenario político nacional.
Eso sucedió a fines de noviembre de 1988. Durante ese mes se difundió en
los barrios pobres un rumor que aseguraba que personas extrañas (doctores
gringos ayudados por matones negros) secuestraban a los niños para sacar-
les los ojos. Entre el 29 y 30 de noviembre, miles de madres, en casi todos
los barrios pobres, fueron presas del pánico y se dirigieron en masa a los
colegios a recoger a sus hijos porque creyeron que se encontraban en
peligro por la acción de los sacaojos. En muchos barrios los vecinos hi-
cieron rondas de vigilancia y estuvieron cerca de linchar a varias personas
a las que consideraron sospechosas de ser sacaojos.
Una detallada investigación alumbró los motivos de tan extraño com-
portamiento colectivo (Portocarrero y Soraya, 1991). A primera vista pa-
rece un rumor insólito vinculado a mitos del período colonial. Sin embargo,
el trabajo revela que en las fechas cercanas al rumor del sacaojos, se
estaba produciendo una agudización de la crisis económica, una parálisis
del gobierno, una ola de huelgas y el colapso de los servicios públicos, a lo
que se sumaba la acción de Sendero Luminoso. La ciudad de Lima estaba
semi-paralizada y la población sentía temor. En setiembre de ese año se
había producido un «paquetazo» que supuso una seria reducción del poder
adquisitivo de los trabajadores. Los mercados estaban desabastecidos y
las amas de casa debían hacer largas colas para comprar unos pocos
productos.
La popularidad del presidente Alan García había caído radicalmente.
El primer ministro había hecho a principios de noviembre declaraciones
dramáticas («correrán ríos de sangre» si vuelve la derecha). Hacia el 7 de
noviembre había muchos gremios en huelga y colapsaron los servicios
públicos, sobre todo el transporte urbano, por una huelga de choferes y
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
propietarios de micros. La imagen de Lima era la de una ciudad en caos,
con paraderos congestionados, miles de personas caminando y pasajeros
trepados a camiones y camionetas. El día 22, Sendero Luminoso derribó
32 torres eléctricas causando un apagón gigantesco que provocó tres se-
manas de restricciones de electricidad. Los semáforos no funcionaban,
faltaba pan en las panaderías y el mismo 22 el ministro de Economía anun-
ciaba aumentos en los productos básicos del 100 al 200%. Muchos pues-
tos y ferias cerraron, pero en los pueblos jóvenes la población colaboró
con la policía para abrirlos a la fuerza.
El nivel de tensión era altísimo. Muchos imaginaban saqueos, un esta-
llido social y una represión gigantesca con miles de muertos. Lo cierto es
que los sectores populares se encontraban entre el temor y la desespera-
ción. La central de trabajadores convocó un paro de 24 horas que fue un
completo fracaso. Las cosas tomaron otro rumbo:
En los días siguientes al paquetazo no hubo en Lima ni paro
ni saqueos. No obstante, sí ocurrió el episodio de los sacaojos.
La hipótesis que proponemos es que el rumor y el pánico
llevaron a rebajar el nivel de tensión. De esta manera el epi-
sodio fue un equivalente funcional del estallido o del paro.
Permitió desahogar la tensión, sentir colectivamente el mie-
do y la desesperación que la misma situación generaba, in-
cluso tratar de defenderse de él. La sensación de que tenía
que pasar algo se disipó (Portocarrero y Soraya, 1991: 29).
La hipótesis sugiere que la «respuesta» popular clásica (saqueos, paro,
insurrección o estallido) estaba invalidada a los ojos de los principales pro-
tagonistas de los sectores populares por los elevados costos humanos que
hubiera tenido. Pero la población pobre y muy en particular las mujeres-
madres, no están ni desmovilizadas ni desorganizadas. En varios puntos de
la ciudad, muchedumbres de hasta mil madres exigían respuestas y la
intervención de autoridades para resolver el problema de los sacaojos. Se
formaban rondas de vigilancia, los vecinos formaban comisiones para cap-
turarlos y, aunque nunca los encontraran, detuvieron en varios casos a
«sospechosos» que siempre eran médicos o extranjeros.
Lo cierto es que el protagonismo estuvo «en manos de las mujeres
madres de familia y no de los dirigentes populares (caso del paro) o de los
adolescentes y jóvenes (caso del estallido y saqueos)», y que a través del
rumor y pánico del sacaojos se previno un mal mayor:
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LAS PERIFERIAS URBANAS, ¿CONTRAPODERES DE ABAJO?
Que el miedo y la ansiedad se convirtieran en pánico y violen-
cia en el interior de los pueblos jóvenes, sobre todo en el mun-
do privado de la familia popular. Estos sentimientos no fueron
politizados tal como lo pretendía la propuesta del paro. Tampo-
co dieron lugar a comportamientos anómicos como los saqueos;
ocurrió algo distinto (Portocarrero y Soraya, 1991: 33).
En ese momento, los principales protagonistas del mundo popular no
eran ya los sindicatos ni las organizaciones campesinas sino las mujeres-
madres organizadas en sus barrios para asegurar la vida cotidiana. Son mi-
les de comedores populares, comités del Vaso de Leche y clubes de madres
los que dieron sustento a la vida diaria de sus familias cuando se paralizó la
economía «formal» del país. En segundo lugar, las mujeres-madres intervie-
nen en el momento más álgido en la vida política del país, pero no lo hacen
del modo esperado. ¿Por qué? Resulta evidente que no confiaban en el
movimiento sindical ni en los partidos políticos, en los que militaban sus es-
posos o familiares varones. Pero hay algo más, y de mayor calado.
En aquel momento, y quien esto escribe vivía en Lima en esos meses,
resultaba imposible torcer el rumbo de la «alta» política. No había fuerza
ni legitimidad en el movimiento popular para evitar que el gobierno y las
élites nacionales y extranjeras tomaran otro camino. Ni para frenar la
violencia terrorista de Sendero Luminoso. Las mujeres-madres lo intuyeron
o lo sabían. En esa situación, ¿qué sentido tenía un paro o los saqueos? El
primero era un gesto sin consecuencias y el segundo implicaba correr un
riesgo demasiado elevado. En esa coyuntura, las mujeres-madres intervi-
nieron masivamente en la protección de sus hijos, sus barrios y sus fami-
lias, como ya lo venían haciendo en las miles de organizaciones locales
que habían puesto en pie.
Si persistimos en una mirada ilustrada, letrada y desde arriba, o sea
masculina, blanca e intelectual, seguiremos subestimando acciones nacidas
y realizadas por los de abajo como la intervención masiva de las mujeres
pobres en la coyuntura de 1988. Hicieron política, pero una política diferen-
te, desde un lugar otro, ni mejor ni peor que la de los varones en sus organi-
zaciones formales y masculinas. Abrirnos a esta otra comprensión del mun-
do popular puede contribuir a potenciar los rasgos positivos que ya existen y
acotar los que reproducen los modos hegemónicos. Como sabemos, los sec-
tores populares jugaron un papel decisivo en el tsunami electoral que le
cortó el camino del gobierno a Mario Vargas Llosa y en la derrota de Sende-
ro Luminoso. ¿Qué papel jugaron las mujeres-madres en ambos casos?